jueves, 26 de noviembre de 2020

La respuesta (Sauce en el agua)

 

Todavía lo recuerdo como si fuera ayer: era un tonto adolescente que tenía una hermosa existencia con sus padres y no la valoraba. La vida en el campo era aburrida y sin sentido: eso llegué a creer con vehemencia.

Yo estudiaba en una escuela rural. Sólo éramos doce estudiantes de diferentes edades y un maestro que llegaba montado en un burro. Yo anhelaba asistir a un colegio de mayor prestigio y obtener más conocimientos.

Aparte de los pocos libros que teníamos en casa, mi escape de la realidad era cuando papá me prestaba la camioneta y me mandaba a comprar víveres a la central de abastos de la ciudad. Aprovechaba ese tiempo para entrar a los bares a mirar chicas y beber uno que otro trago. En uno de mis últimos deslices tomé más de la cuenta y me gasté todo el dinero que estaba destinado para la comida de la semana. Había regresado ya entrada la noche al pueblo. No pude ver a un toro que cruzaba la carretera.

El vehículo quedó destrozado. El cinturón de seguridad me salvó la vida de milagro. Del pobre animal mejor ni hablemos.

—Su hijo conducía en estado inconveniente —le dijo el comisario a mamá—. Arrolló al toro de doña Julia y lo hizo pedazos.

—Deje que pase la noche aquí para que aprenda la lección —le respondió mamá—. Necesita meditar un poco y que se le baje la borrachera.

—Pero mamá, no es justo, era sólo un toro estúpido.

—¿No es justo? La camioneta de tu padre quedó inservible y casi te matas.

—¡Ya estoy cansado de vivir en este rancho que huele a mierda de cerdo! ¡Estoy harto de levantarme a las cinco de la mañana! ¡Ya no quiero ordeñar vacas! ¡Estoy aburrido de la misma gente ordinaria!

—¡Eres un grosero! No valoras el esfuerzo que hacemos por ti. Algún día te vas a arrepentir de tus palabras.

El comisario nos miraba de reojo, mientras fumaba un cigarrillo.

—Pues me quiero largar de aquí. Tiene que existir algo mejor que vivir entre vacas, perros, árboles y… la nada.

—Entonces estudia, prepárate y vete a una ciudad grande, hijo. Nosotros no te vamos a detener. Sólo queríamos estar a tu lado. Busca un mundo mejor al de nosotros. Trataré de ayudarte para que cumplas tus sueños. Por lo pronto, pasa buenas noches.

Me recosté en el catre. Las lágrimas de coraje e impotencia inundaron mi rostro. Miré los astros a través de la ventanilla de la celda. Imaginé que saltaba de estrella en estrella y que visitaba otros mundos, otras galaxias, que entraba y salía por agujeros negros, que conocía seres extraordinarios y que ellos me relataban historias increíbles y que respondían a todas mis inquietudes y dudas existenciales.

Entonces supe que quería ser un cosmonauta. Mamá vendió algunas tierras y me dio dinero suficiente para que me fuera a la capital a estudiar lo que yo deseaba. Me esforcé tanto que después conseguí una beca y me fui al extranjero a seguir con mi preparación universitaria. Después de años de sacrificios logré mis objetivos, conseguí salir de la Tierra en busca de otros horizontes y nuevos significados a la vida. Tenía que haber algo más grande que una burda existencia rutinaria. Necesitaba respuestas.

 

 

Ahora estoy en la estación espacial. El lugar es reducido. Llevo meses recluido en este sitio. Lo debo confesar: el aislamiento me está volviendo loco.

Me acuesto en la camilla y amarro mi cuerpo con las correas. Observo por el ojo de buey y admiro los puntos luminosos que parpadean y unas luces que parecen libélulas fluorescentes. Algunos recuerdos me vienen de repente la cabeza como un rayo láser que atraviesa mi cráneo y que funde mi cerebro. Una gotita flota cerca de mi ojo: es una lágrima que se escapó de mis recuerdos.

—Hola, Joaquín —me habla el jefe por el dispositivo. Su voz se nota agitada—. ¿Estás ahí?

—Aquí estoy.

—¿Por qué no contestas?

—Perdón. Estaba distraído, pensando cosas, enclaustrado en mi mundo, ya sabes.

—Nada cambia.

—¿Cómo sigues de salud?

—La verdad es que estoy mal. Alguien más me va a suplir.

—¿Por qué?

—Joaquín, estoy en las últimas, no la voy a librar, ¿no escuchas mi voz? Apenas puedo hablar. Estoy débil. No puedo respirar sin un tanque de oxígeno.

—¿No te has curado todavía? ¿Y el tratamiento?

—No, nada funcionó. Esto es más grave de lo que pensábamos. El aislamiento no ha servido de nada. La gente está muriendo en sus casas, en los hospitales y ahora en las calles…, estamos muriendo, mejor dicho.

—No, no puede ser. ¿Y la vacuna?

—No sirvió, Joaquín. Ninguna vacuna sirvió.

Pienso en mis padres, pero no tengo el valor de preguntar por ellos.

—¿Sigues ahí, Joaquín?

—Aquí sigue una parte de mí.

—Pronto regresarás a la Tierra. No le veo el sentido a que continúes con la misión en la estación espacial.

—¿Tan grave es?

—Mucho más de lo que te imaginas.

Suspiro. Carraspeo antes de formular la pregunta:

—¿Y mis padres?

—Me duele decirlo, y perdón por darle vueltas al asunto. Quería preparar el terreno para que la noticia no te cayera de golpe.

—Sólo dilo, vamos.

—Murieron.

—Necesito hablar con el comisario del pueblo. Quiero saber dónde los sepultaron y…

—También murió el comisario. Toda la gente de tu pueblo falleció. Y cuando regreses, me temo que te pasará lo mismo. El destino ya está escrito: nos quedan pocos meses.

—Quiero retornar lo más pronto posible. Deseo volver a casa.

—Aquí te esperamos; ojalá que me alcance el tiempo para poder verte. Me despido. No me siento nada bien. Sólo vine a informarte.

La llamada se corta. Me quito los amarres. Floto cerca del ojo de buey. Pego la cara en el cristal.

Quisiera saltar de estrella en estrella y volver a mi planeta una vez más, regresar el tiempo, tomar el viejo autobús destartalado del pueblo, que el chófer me haga un saludo marcial, bajar a un lado de la carretera, caminar por el sendero que lleva a casa, admirar los valles verdes, caminar entre vacas y cabras, escuchar el silencio del campo, sentir el viento en mi cara, saludar a la gente callada que monta sus caballos, distinguir a lo lejos el viejo tractor de papá, acariciar la oreja de nuestro perro guardián que me recibe al llegar, abrir el cerco de palos y alambres, entrar al patio delantero, girar el pomo de la puerta y escuchar su típico rechinido, oler la comida que se cuece en la olla de barro, observar los retratos en blanco y negro de los abuelos, y por supuesto, ver a mis padres, acostarme en los muslos de mamá y que me ponga la mano en la frente para reconfortarme, que papá me pregunte que si quiero tomar un café recién molido antes de ir a la escuela y contestarle que por supuesto, simplemente añoro estar con esos seres extraordinarios. Sin tan sólo pudiera volver y valorar aquellos momentos inolvidables. No cabe duda, todas las respuestas están al lado de la gente que amas.

Abro la escotilla. El alma se me llena de melancolía. Salgo. Floto en medio de la oscuridad, en medio de la nada. Me pierdo en el infinito. Ya no me importa nada, ya tengo todas las respuestas.

—Pronto estaré con ustedes.

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