jueves, 5 de noviembre de 2020

Desde el abismo (Talismán)

 

El crepúsculo, con sus tonalidades anaranjadas y rojizas, bañó la mecedora. Era hora de entrar. Antes adoraba esas puestas de sol, esos candilazos que le llegaban al alma. Ahora, el rojo, le recordaba demasiado a la sangre derramada. Esa sangre que manó de sus venas y la había llevado hasta ahí, a ese lugar tan triste y olvidado. Pero, como decía esa famosa máxima: El tiempo es una secuencia de oportunidades. Emma, en ese momento, no supo si lo que tenía delante de ella era una oportunidad o no, pero decidió aprovecharla de todos modos. Quizás fuera la última que la vida le regalara.

Volvió a su habitación y buscó en el armario su viejo diario personal. Ese vejestorio aguardaba por ella en el último estante, el que jamás usaba, detrás de un montón de objetos inútiles y siempre estaba al acecho. Acercó una silla y con mucho cuidado de no caerse, los huesos viejos tenían la mala costumbre de romperse, lo tomó entre sus manos. El olor a cuero vetusto de la portada le produjo tristeza y las hojas amarillas por los años le confirmaron, una vez más, lo vieja que estaba. Lo abrió con cuidado y del medio cayó una fotografía. En ella estaba él. Joven, apuesto, único. El amor de su vida, lo que no pudo ser. David.

Lo había conocido en 1978. Ella dictaba clases de piano en la Universidad de Humanidades y Artes y él era ingresante a la carrera de docencia. Solo fue un alumno más por un tiempo, ella no era de fijarse en sus alumnos, por lo menos no de esa manera, hasta que él le preguntó si no podía darle clases particulares. Emma accedió amablemente, se pusieron de acuerdo con los días, los horarios y el costo de cada clase. Una perfecta transacción comercial, nada más y nada menos, o eso fue lo que creyó en ese momento.

Todos los lunes, miércoles y viernes, el timbre de la puerta tintineaba anunciando su presencia. Ella nunca supo qué vio en él, ni cómo empezó esa especie de enamoramiento, pero cuando lo notó, ya era demasiado tarde. Tuvo largas conversaciones consigo misma y largos períodos en los que hasta llegó a odiarse, pero no hubo caso. Lo que empezó casi como un juego inocente se convirtió en el dolor más dulce y ansiado que jamás había sentido. Emma, en ese momento, contaba con treinta y cinco años, mientras que David solo tenía veintidós. Sin embargo, ese no era el problema primordial, tampoco lo era que ella fuese su profesora. En esas largas noches de insomnio, en las que el deseo era su mayor acosador, su miedo principal era que él no le correspondiera.

 Sabía muchas cosas sobre la vida de David que él mismo le contaba en los momentos de descanso. Tenía una familia común y corriente, una clásica familia tipo, y también tenía una novia. Nada de eso significaba mucho para ella, se creía lo suficientemente mujer para arrebatarle el hombre a una niñita, de eso no tenía dudas.

La tensión crecía mientras pasaban los días, David en ocasiones se mostraba hasta incómodo, cosa que Emma mal interpretaba de forma constante. Oportunamente, ella se decidió.

—Siente mi corazón, David. ¿Sientes el beat? —dijo llevando la mano de David hacia su corazón—. Quiero que esa cadencia la transportes al piano.

—Lo intentaré, no es tan fácil —respondió sonriendo—, su corazón está latiendo rápido.

—¡Cuánta formalidad de repente! —exclamó Emma—. Aquí solo soy Emma.

Y sin pensarlo dos veces lo besó. Él le correspondió instantáneamente. Sus largos dedos la recorrieron entera y entre jadeos susurró su nombre. La tomó entre sus brazos y sobre el piano hicieron el amor. Los sonidos estridentes que producían las teclas no molestaron a Emma, eran, tal vez, el sonido más dulce jamás oído; una melodía que tocaba el infinito.

Así pasaron algunos meses. Las clases de piano se habían convertido en maratónicas sesiones de sexo en las que, solo a veces, se incluía alguna lección. En la universidad mantenían las apariencias y nadie sospechaba. Todo, en general, iba muy bien. Pero, la intuición femenina de Emma le gritaba lo contrario. En esas largas noches, en las que Morfeo le daba la espalda, divagaban hambrientas por su mente un sinfín de preguntas: ¿Y si me deja? ¿Y si no es más que sexo? ¿Y si no abandona a su noviecita? ¿Y si me deja? ¿Y si no me ama cómo yo a él? ¿Por qué no deja a su novia de una buena vez? ¿Y si le doy vergüenza? ¿Y SI ME DEJA?

Casi como un presagio, una mañana no muy lejana, Emma recibió una carta de David. Ya antes de abrirla sabía que eran malas noticias; sus manos temblaban tanto que no podía manipular el sobre. Sus dedos ansiosos desgarraron el papel y del interior surgió una sola cuartilla escrita. Las lágrimas transformaban la firme caligrafía de David en jeroglíficos indescifrables. Emma se frotó con furia los ojos y leyó.

En la corta misiva, David le imploraba perdón cinco veces y le pedía disculpas seis, las había contado. Lo único en concreto era que la dejaba, que no podía seguir así, que no podía hacerle eso a su familia, que no podía dejar a su novia de la escuela y se despedía diciéndole que lo sentía (otra vez) y que la recordaría toda su vida. Hasta le deseaba suerte, el muy cobarde…

Emma cerró los ojos y trató de controlarse. Decidió que al llegar a la universidad buscaría un momento para hablar con él a solas, ella le daría el valor que le faltaba. Pero cuando inició su clase notó que él no había concurrido. Pasaron algunos días y su nerviosismo fue en aumento. Discretamente consultó con los compañeros de David si sabían por qué estaba faltando tanto a sus clases, pero ninguno tenía noticias de él, las faltas se daban en todas las materias. Resolvió ir a secretaría y solicitar el expediente del alumno, ahí figurarían su dirección y su teléfono, si es que tenía. El expediente tenía un adhesivo en el que solo se leía una palabra: desertó. Ella sintió que las piernas no la sostenían, sacó la libreta de su bolso y copió la dirección de David, teléfono no había.

Tomó un taxi en la esquina y se dirigió al lugar. El coche avanzaba muy lento en el tráfico de hora pico. Al llegar a la dirección, Emma sintió que la poca cordura que aún le quedaba la abandonaba. La casa estaba cerrada a cal y canto y un gran letrero anunciaba que se alquilaba. Pagó el taxi y se acercó, vio a un vecino y le preguntó si sabía algo.

—No, señora. Esta mañana temprano cargaron hasta el último alfiler y se fueron. Creo que mencionaron el campo, pero no podría jurarlo, disculpe usted —contó y al ver la expresión de Emma añadió— Si le sirve de consuelo, estuvo cerca.

—Lo dudo —respondió ella—. Gracias de todas formas.

Y de repente, todo lo que antes era bello para Emma, dejó de tener sentido. Pasaron días, meses, años, décadas, pero jamás lo halló. Allá por el 2008 se hizo un Facebook, pero tampoco logró encontrarlo. Quizás usara otro nombre, como muchos hacían.

El 2010 fue un año malo. Tenía sesenta y siete años y toda la depresión acumulada a lo largo de su vida se sumó al detonante de que se había jubilado. Como el último apego al mundo terminaba, ella decidió cortarse las venas. Ya había vivido suficiente martirio, no tenía familia ni amigos, solo una sobrina que la visitaba de vez en cuando y a la que poco le importaba. Se preparó un caliente baño de inmersión y lo hizo. Veía como su sangre teñía el agua y sintió la paz que jamás había sentido. Cuando por fin estaba perdiendo el conocimiento, un grito la despabiló. Su sobrina, que tenía la llave de su casa, no tuvo mejor momento para aparecer. Con una mano sostenía sus muñecas cortadas y con la otra usaba el móvil, gritando. Emma intentó decirle desde el abismo en el que se encontraba, que la deje así, que así estaba bien, pero no pudo.

Los de la ambulancia llegaron a tiempo, para su desgracia. Pero no todo fue tan mal. Su sobrina le buscó un lindo hogar de ancianos y ahí vivía desde entonces. Había hecho algunos buenos amigos y la sala de recreación poseía un hermoso piano blanco que a veces tocaba. Todo iba bastante bien, hasta ayer.

Cuando lo vio entrar por la puerta lo reconoció de inmediato. David. Lo traía una de las enfermeras del brazo, mientras él extendía su otro brazo hacia la nada. Lo sentó en el sofá del salón principal y lo presentó:

—¡Residentes! ¡Atención! —dijo la enfermera mientras golpeaba las palmas— Él es David, su nuevo compañero. Como notarán no puede ver, así que les pido que sean solidarios con él.

Todos los que podían se acercaron a saludarlo y a darle la bienvenida. Emma se fue disimuladamente hacia la galería.

El crepúsculo, con sus tonalidades anaranjadas y rojizas, bañó la mecedora. Era hora de entrar. Antes adoraba esas puestas de sol, esos candilazos que le llegaban al alma. Ahora, el rojo, le recordaba demasiado a la sangre derramada. Esa sangre que manó de sus venas y la había llevado hasta ahí, a ese lugar tan triste y olvidado.

En su habitación, viendo la fotografía de David, comprendió por qué dicen que el azar no existe y que Dios no juega a los dados. Tantos años, tanto tiempo perdido. Pero ahí estaba él, Dios se lo había traído de vuelta.

Sin más preámbulos, se acercó a David y le dijo:

—¿Le gustaría escuchar algo en el piano? —preguntó emocionada.

—Por supuesto, señora, en mis buenas épocas lo tocaba —respondió sonriente David— Fueron los mejores años de mi vida.

Emma lo acompañó hasta un banco cercano al piano y comenzó a tocar. Interpretó dos canciones que en el pasado le había enseñado a David. Al finalizar, lo observó atentamente y notó que dos lágrimas rodaban por sus mejillas.

—¿Le ha gustado, David? —preguntó conmovida.

—¿Profesora? ¿Emma? ¿Es usted?

—¿Sientes el beat? —dijo poniendo una mano sobre su corazón— Sí, David, soy yo. ¿Todavía me recuerdas?

—Te he extrañado toda la vida, Emma —concluyó turbado.

—Amor mío, al fin nos encontramos…

Hoy se los puede ver en las mañanas caminando juntos por el patio, él del brazo de ella, conversando y riendo. Por la tarde, se sientan juntos en la butaca del piano y tocan a cuatro manos, mientras los demás residentes bailan y aplauden al compás de la música. Los atardeceres los pasan en el salón principal contándose anécdotas de sus vidas, mientras escuchan viejos discos de vinilo; el crepúsculo, con sus tonalidades rojizas, le trae malos recuerdos a Emma.

—A veces tengo mucho miedo de perderte, mi amor —dijo David—. El reencontrarte fue el regalo más bonito de la vida. Estoy tan arrepentido de no haberte elegido…

—Calla —respondió Emma, poniendo el dedo índice sobre sus labios—. Cuando algo tiene que ser, es. Nunca es tarde. No importa el tiempo que nos quede, la eternidad es nuestra.

Juntos se fundieron en un beso.

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