jueves, 26 de noviembre de 2020

Orbis vacui (Tulipán Negro)

 

Desierto de Atacama. Bien entrada la noche.

Un grupo de jóvenes impúberes canta en mitad de la nada. Ataviados con gruesas prendas de piel de zorro, chinchilla y vizcacha están sumidos en una especie de sueño colectivo. El silencio les envuelve con un fino manto de escarcha. La temperatura roza los 20 grados bajo cero, pero ellos parecen obviarlo. Incluso, los de edad más avanzada, están sudando.

El mayor todavía no alcanza los doce años. Levanta la vista al cielo en un gesto casi involuntario y su corazón deja de estremecerse por un segundo. Tiene un motivo de alegría al fin. La vía láctea en todo su esplendor se muestra majestuosa esa gélida noche de verano. Mateo, el más joven, le lanza una mirada reprobatoria y continúa liderando el cántico con su fina voz y sus pequeñas manitas de chiquillo.

 

Islas Shetland. Enero de 2028.

Mai mira fijamente el fuego. El barco vikingo arde en la noche brindando calor y abrigo a los pocos asistentes a la fiesta. En sus pupilas se refleja el destello anaranjado de las llamas provocando que una lágrima caiga resbalando poco a poco por su mejilla. Los cánticos que tradicionalmente acompañan el ritual resuenan en su cabeza como pedradas. Se lleva celebrando durante siglos y, en otros tiempos, toda la población salía a las calles a beber, bailar y ataviarse con las prendas de sus antepasados vikingos. Ahora, una pandilla de no más de cuarenta chiquillos intenta loar a sus antiguos dioses con las rodillas peladas.

Cailean vuelve a explicar a Mai que no es culpa suya. Que es lo que tienen que hacer. Seguir el Mandamiento. Ella cumplirá doce años en cuanto el reloj marque el paso al día siguiente. Que ella ya sabe que no tiene escapatoria. Que es el Mandamiento o el exilio. No hay que dar vueltas a lo que es como es. Que lo que pasó, pasó, y así deben afrontar el futuro que la generación de sus padres les legó. Que, claro que sí, que ella es inteligente y sabia, que él recordará por siempre sus cabellos dorados al salvaje viento del norte. ¿Pero acaso alguien prefiere una muerte incierta a manos de seres del temido Inferno al que tantos autores dedicaron sus novelas de aventuras a un adiós dulce y sagrado?

Mai asiente. Lo sabe. Los efectos secundarios de la vacuna fueron devastadores para la población adulta. La cura milagrosa que iba a salvar a la humanidad del virus letal que la azotaba se volvió en su contra. Comenzaron a morir los ancianos y enfermos. Las mutaciones fueron sucediéndose más adelante una tras otra también entre la población más joven hasta acabar con todos ellos. Todos menos los niños. Tuvieron que ver cómo sus padres y abuelos se transformaban de la noche a la mañana en bestias con cuatro brazos, ocho piernas, cráneos que explotaban en plena calle cuando el componente letal de la vacuna llegaba al cerebro. Lo peor era la sed. La sed insaciable de carne y destrucción. Ya no eran sus familiares, eran monstruos. Intentaron sobrevivir en la tierra, pero la mutación se lo impidió y solo pudieron subsistir bajo el agua. Allí habitan desde entonces, matándose los unos a los otros para sobrevivir.

Cailean y Mai están rodeados de agua. Están rodeados de esos seres que pudieran ser mitológicos y terribles. Los seres más violentos y hambrientos habitan allí y ansían alimento fresco. Si opta por el exilio, vagará sola por las tierras del norte, las tierras a las que ni siquiera las rudas pescadoras de la comarca costera de Norwick osan pisar.

Cailean alza el rostro y busca el de Mai. Ella le dobla la edad y piensa en qué sucederá cuando le llegue a él la hora.

 

Aranos, región de Hardap. Namibia.

—¿Por qué a los doce? ¿Por qué no un poco más? —pregunta en voz alta Ndella.

—Porque es la edad a la que comienza la maldición, hermana —contesta Acha acuclillada sobre la tierra roja.

Ndella quiere contestarle que ya, que ya lo sabe, que era una pregunta que lanzaba al viento o a la tierra o al dios del Este de donde todo viene y a donde todo vuelve, pero calla. No quiere poner más nerviosa a su hermana. Sabe que llega un momento en que la vacuna que les pusieron de niñas es letal. Lo han visto. Comienzan a aparecer protuberancias por todo el cuerpo, el cráneo se deforma, las manos se transforman en garras o algo peor, muñones, articulaciones imposibles. Dientes afilados emergen de sus bocas y algunos acaban arrastrándose como serpientes quebradas o a cuatro patas como búfalos desfigurados. Muchos mueren. No soportan el dolor de la transformación. Los que consiguen seguir viviendo, buscan agua para seguir respirando. Es lo único que ha salvado a su pueblo.

Acha guarda un secreto. Hace dos lunas que comenzó a sangrar como lo hacen las mujeres. No lo sabe ni su hermana melliza. Habría supuesto adelantar el sacrificio y no es lo que desea. Acha desea enfrentarse a la muerte de la mano de su inseparable Ndella. Nacieron juntas, y juntas morirán. Sus tumbas estarán una junto a la otra orientadas hacia el este, como manda la tradición, y serán felices sus almas allá donde todos vuelven. Desde hace unos días oculta bajo sus ropajes un bulto enorme que le ha salido en la cadera. Sufre dolores de vez en cuando y siente que está dejando de ser ella. Su agresividad se acrecienta con el paso de los días y algún colmillo nuevo le ha aparecido. Está deseando con todas sus fuerzas que pase la noche para morir dignamente y no hacer daño a ningún niño de su pueblo. Bajo la misma manta, se abrazan.

***

 

La humanidad no tiene futuro. La humanidad murió cuando perdieron la posibilidad de perpetuar la especie. Cada vez son menos. Los chiquillos cuidan unos de otros como hermanos. Juegan, se ríen, corretean por las tierras rojas del desierto de Kalahari; gritan e inventan historias sobre antiguos vikingos empuñando una lanza de madera; se cuentan historias imaginadas a la luz de la hoguera en mitad de la nada. Pero también crecieron a velocidad de vértigo. Aprendieron rápido a sobrevivir recolectando plantas, frutos, cazando pequeños animales. Luego algunos más grandes. Son más sabios que cualquier antepasado suyo. Sus almas son más viejas que las de las mismísimas cimas de los Andes.

Víctimas de no se sabe bien qué, viven hasta la edad marcada por la experiencia. Entonces, los demás niños, tras besarles los pies y ungirlos con aceites, acaban con sus vidas lo más rápidamente posible para poder enterrarlos.

Llegará un día en que todo esto termine y en la Tierra solo habiten en las aguas los monstruos que todos llevamos en nuestro interior.

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