jueves, 5 de noviembre de 2020

El milagro de la casualidad (Kitasato)

 

 Mi historia es una historia bonita, en realidad. Hay dolor, un dolor que no se ha esfumado. Aún está. Muy lejano, pero está. Sin embargo, siempre nos fijamos antes en las cosas malas antes que en las buenas por culpa del miedo que tenemos al dolor, al sufrimiento; e ignoramos que las cosas buenas suelen abundar más.

Todo comenzó el último curso de instituto, cuando yo tenía diecisiete años. Nunca me había sentido acogida por mis amigas, pensaba que no me querían en su grupo. Y confirmé esa sensación cuando hubo una discusión en una fiesta causada por tonterías de adolescentes. Me dijeron palabras que no vale la pena repetir. Fueron las más dolorosas que me han dicho en toda mi vida. Dejé de hablarles para siempre. Ese lunes, en clase, las cosas no fueron a mejor. Ese día salí de clase llorando, tapándome la cara para no mostrar mi debilidad. Intento olvidar aquel día, pero me es imposible.

De repente, noté una mano que se posaba sobre mi hombro. Me giré bruscamente porque pensaba que los insultos no habrían acabado. Pero me equivoqué.

Hacía años que, en mi clase, había un chico callado, discreto, que no tenía muchos amigos y que, además, algunas personas lo trataban muy mal. Yo siempre había sentido compasión por él, pero nunca le había dicho nada. Solamente habíamos intercambiado sonrisas. Me parecía un chico especial, curioso. Y allí estaba él, preocupándose por mí. Por primera vez, desde hacía años, me di cuenta de que tenía los ojos azules como el mar y el pelo más negro que el azabache. De hecho, tenía un buen físico.

Al principio me resistí a contarle mi problema, pero su mirada me transmitía seguridad y confianza. Se ofreció a acompañarme a casa y, de camino, se lo conté todo. En ese rato de conversación, me di cuenta de que tenía una mente privilegiada para la química y que no tenía amigos, entre otras cosas.  Así que, tras hablar de diversos temas, le pedí ayuda con química, ya que a mí me costaba demasiado. Fue una tarde tras otra las que quedábamos para estudiar juntos y surgió una amistad muy fuerte que jamás me habría imaginado y, mucho menos, con aquel chico solitario.

Un día, escribió en un papel: Deseo de nuestra vida. Él escribió: Cambiar la vida de alguien; y yo: Tener un hijo con la persona que amo. Él dobló el papel y se lo guardó tras lanzarme una mirada furtiva. Tal vez algún día podríamos tacharlos indicando que se habían cumplido.

En Navidad, cogí un pastelito de la pastelería de mi madre y se lo di como una especie de agradecimiento por todas las tardes perdidas. Él dijo que era el mejor pastelito que jamás había tomado, que aquellas tardes jamás fueron perdidas y que me lo pagaría algún día. No sabía de qué podía ser capaz hasta unos meses después.

Comencé a enamorarme de él sin quererlo y sin darme cuenta. Tenía miedo, miedo de perder a mi amigo, mi mejor amigo. Nunca había entendido por qué los sentimientos son motivo de separación entre dos amigos y por qué la mayoría de gente piensa que amistad y amor son incompatibles. Pero yo no sabía lo que pensaba él y si lo perdería al confesarle lo que sentía.

En el mes de febrero, ocurrió lo que menos me esperaba. Llegó su cumpleaños y, como su padre era gerente de un restaurante, nos reservó una mesa. Como amigos. Fue una muy buena cena. De vuelta a casa, me dijo que no estaba seguro de si hacer una cosa porque tenía miedo de perder algo muy importante si lo hacía. Eso tan importante… era yo. Me acerqué a él hasta que mi frente tocó la suya y le dije: «No te vas a librar de mí tan fácilmente». Él sonrió, ambos cerramos los ojos y, lentamente, nuestros labios se fueron fusionando. Puedo jurar que fue el mejor primer beso del mundo. No malgasté mi primer beso con cualquiera.

No me preguntó si quería salir con él. Tampoco lo hice yo. Simplemente estábamos juntos. Lo sabíamos y eso era lo que importaba. Me había enamorado; enamorado de mi mejor amigo.

Durante los meses siguientes fui la chica más feliz del mundo. Me regaló por mi cumpleaños en abril una entrada de concierto para ver a mi grupo favorito en Estados Unidos junto con el billete de avión, cuya salida estaba prevista para junio, después del último día de clase. Pero todo era demasiado bueno para ser cierto. Yo sufría una enfermedad desde que era pequeña que empeoró esa misma semana: miocardiopatía restrictiva congénita. No podía hacer ningún tipo de esfuerzo físico y, en ese entonces, menos. Las visitas al médico no cesaban. No obstante, el viaje de junio no se canceló. Demostré que estaba bien e hice lo posible por poder ir. Mi madre nos acompañó al viaje, menos al concierto. Se quedó durmiendo en el hotel. Aquella noche, después de haber bailado, cantado y gritado, él se fue al baño público mientras yo esperaba fuera. De repente, alguien me agarró por la cintura a la vez que me tapaba la boca con un pañuelo. Conseguí zafarme un momento para gritar y, antes de que se pusiera todo negro, lo vi salir. Cruzamos una mirada y, después, nada.

Cuando desperté, estaba en una cama con mi chico encima de mí en las mismas condiciones que yo. Me susurró que no dijera nada, que todo saldría bien y que me relajara. Un poco más a la derecha, había dos hombres con pinta de borrachos que tenían una cámara que nos grababa. Las lágrimas caían por mis mejillas a la vez que el hombre al que yo amaba se adentraba en mí. Muy bajito, al lado de la oreja, me explicaba que lo habían amenazado con matarme si no lo hacía. Repitió una y otra vez que lo sentía, lo sentía mucho, que no soportaría la idea de perderme. Y yo lloraba con el corazón en un puño.

Lo siguiente que recuerdo es un ruido metálico muy fuerte y hombres armados señalando a nuestros secuestradores. Después, un dolor en el pecho y todo negro…

Volvíamos en el avión y yo no había dicho ni una palabra. Habían podido encontrarnos gracias a dos vecinos de la zona que, después de ver a los borrachos sacar a dos personas inconscientes del coche, habían llamado a la policía.

Después de un mes de aquello. Me di cuenta de que estaba embarazada. Además, los médicos me informaron de que debía operarme del corazón, hacerme un trasplante, para evitar mi muerte. Me quedaban tres meses. Solo faltaba un corazón sano y compatible.

Me dijeron que era muy peligroso y que el feto podía morir mientras me operaban y que era arriesgado en mi estado. Sabía lo que insinuaban. No. No abortaría y mataría a mi hijo. No importaba que hubiese sido involuntario. La criatura tenía derecho a vivir. Y su padre había estado a mi lado en todo momento. Quería a su hijo igualmente.

Al cabo de tres meses, me encontraba en la camilla en el hospital a punto de operarme. Habían encontrado un donante, pero no lo supe hasta horas después. Antes de entrar en la sala de operaciones, lo abracé tan fuerte como pude y lloré. Era una operación delicada y podía no salir de allí. Le dije que todo saldría bien y que no me perdería ni a mí ni a su hijo. Respondió: «Sobreviviréis. No os abandonaré jamás. No lo olvides». Hizo una pausa y añadió: «Te quiero, Belén. Siempre. Aunque no me veas, te cuidaré, sea donde sea». Los médicos empujaron la camilla y nuestras manos se separaron.

Una luz entraba por mis ojos y, con dificultad, los abrí. Estaba en la habitación del hospital, sobre la cama. Una enfermera entró y me dedicó una mirada de tristeza. Me informó de que mis padres estaban en la cafetería y que volvían en unos minutos. Dejó un vaso de agua sobre la mesita y se retiró. Al lado del vaso había un sobre con mi nombre. Lo abrí y extraje su contenido: dos papeles. En uno se podía leer: Deseo de nuestra vida… En el otro, decía lo siguiente:

Si estás leyendo esta carta es que todo ha salido bien. El niño y tú viviréis felices. Necesitabas vivir, no podía perder a mi mejor amiga y a mi hijo. Tenía que hacer alguna cosa. Era arriesgado, pero lo hice.

Quiero que sepas que me alegro de haber tenido un hijo con la chica a la que quiero. Puede ser que la forma de haberlo hecho no haya sido perfecta, pero creo que, si ha ocurrido, ha sido porque tenía que ocurrir, que si nos hemos conocido, ha sido porque estábamos destinados a estar juntos. A veces hay coincidencias demasiado coincidentes como para ser casualidad.

Eres el pequeño milagro que s ha cruzado en mi vida. Y el bebé será tu milagro, tu deseo.

Sinceramente, espero que algún día puedas decirle a nuestro hijo con orgullo que su padre dio la vida por su madre, que él jamás lo ha abandonado, que siempre ha estado a su lado porque ella tiene una parte de él: su corazón.

Siempre estaré contigo, incluso ahora mismo. Y si alguna vez quieres decirme cualquier cosa, engancha una nota a un globo y déjalo volar. Me llegará y podré ver que no me has olvidado, que has continuado tu vida sin mí y que eres feliz.

Te quiero mucho, Miguel.

Han pasado diez años desde la muerte de Miguel y todavía continuamos, su hija y yo, yendo al cementerio con flores y un globo con una nota. Juntas, Elena y yo soltamos la cuerda y miramos al cielo hasta que desaparece.

No he vuelto a enamorarme. De hecho, continúo enamorada de él. Sabes que quieres a una persona cuando lloras su muerte. No sé cuántos días o semanas estuve llorando. Me sentía culpable por el hecho de que no estuviera junto a mí.

Nunca le he dicho a Elena que ella es, lo que muchos llamarían, un error. No creo que haya errores en relación a los nacimientos. Le he transmitido siempre que ha sido mi pequeño milagro, que es el vivo recuerdo de su padre, que debe estar muy orgullosa por haber nacido, que tanto su padre como yo la hemos querido desde siempre. Y sé que, desde algún lugar, Miguel sonríe.

Aquella tarde en el hospital, taché su deseo. Definitivamente había cambiado nuestras vidas. De hecho, había hecho una pequeña modificación en la mía desde el primer momento en que comenzamos a hablar. Después, cuando nació Elena, taché mi deseo.

Ambos han sido los pequeños milagros que han cambiado mi vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario