miércoles, 1 de octubre de 2014

Almas marcadas

Por Vanesa Ian.

            Una mancha... ¿Qué tiene de particular una mancha? Si está en tu ropa, la lavas y listo, si está en una hoja de papel, lo tiras y vuelves a escribir... Aunque si está en tu alma, puede que ahí el tema sea más difícil de tratar, pero nada es imposible. Claro, que si compras una casa, en perfecto estado, después de haber ahorrado peso sobre peso durante muchos años, lo menos que pides es que las manchas de humedad tarden en salir, por lo menos, dos años. No fue este el caso, a los diez días de mudarnos, ya hacía su triunfal aparición la primera mancha sobre la cabecera de la cama de mi madre.
Después de la muerte de mi padre decidí llevarla a vivir conmigo, a ella no le hizo mucha gracia la idea, pero cuando le dije que tenía un dinerito ahorrado, que mi contrato de alquiler ya expiraba y que podíamos vender su vieja casa y comprar juntos algo más grande y mejor, quedó fascinada con la idea. Yo no estaba casado ni tenía hijos, ese tren ya me había pasado de largo varias veces.
No podría decir que yo encontré la casa, no, ella me encontró a mí, me estaba esperando. Durante varias semanas busqué en distintas inmobiliarias y nada me convencía. Todo era demasiado grande, demasiado chico o el precio era inaccesible. Un día, esperando mi consulta con el dentista y cansado de esperar mi turno, decidí tomar una de esas revistas amarillas de puro chisme, solo para pasar el rato, y ahí estaba… En la sección de publicidad de la última página, decía: “Hermosa casona restaurada a nueva, vendemos con urgencia por viaje impostergable a PRECIO DE GANGA, no deje pasar esta gran oportunidad”.
Y no la dejé pasar. Ese mismo día fui a verla y me enamoré de ella. Su simetría, sus curvas… era perfecta. Al día siguiente cerré el contrato de compra y a los dos días ya nos estábamos mudando. Así de rápido fue y así de irremediable.
Si lo mío fue amor a primera vista, lo de mi madre fue odio instantáneo. Si bien, ella quería disimular su desencanto, era obvio que no le gustaba. Le pregunté que pasaba y no supo que contestarme. Lo único que logré sacarle fue que la energía del lugar la oprimía y le daba miedo. ¿Energía? ¿Miedo? Supuse que era por el gran cambio en su vida y el duelo no concluido. Grave error de mi parte.
La vida siguió su curso, como siempre lo hace, y yo me quedé más tranquilo. Mi madre redescubrió la maternidad, y a mis cuarenta años volví a la infancia. Se levantaba antes que yo para prepararme el desayuno, decía que quería que me fuera con algo decente en el estómago a la oficina, hacía el almuerzo y la cena y acomodaba mis desastres. Un día, al llegar de la oficina, tuvimos la conversación más extraña del mundo. Me di cuenta de que algo pasaba apenas abrí la puerta y la vi. Me dijo:
–Cristian, salió una mancha en la pared de mi dormitorio, sobre la cabecera de la cama. Es horrible hijo, tendríamos que llamar al Padre Juan –dijo y rompió en llanto.
–¿De qué estás hablando mamá? –pregunté extrañado–. Si hay una mancha en la pared llamamos al albañil y si es por una pérdida de agua llamamos al plomero. ¡Qué tiene que ver el cura!
–Me da miedo hijo, no parece una mancha de humedad normal. Si vas a verla y te fijas bien, verás lo que yo veo –contestó acongojada y dolida.
–¿De qué estás hablando mamá? –me angustiaba verla así–. Vamos al dormitorio y me la enseñas.
Ella tomó mi mano y fuimos juntos. Temblaba como una hoja la pobre, y yo, cruel de mí, pensando que si esto seguía así tendría que internarla en algún sitio de esos, en donde los acolchados están en las paredes y no en las camas.
Me acerqué, y solo vi una mancha, extraña si, quizás no de humedad, porque no tenía el característico color verdoso, era amarronada tirando a negra, pero una mancha al fin.
–¿La ves? –me preguntó ansiosa.
–Sí, la veo mamá. Mañana mismo la voy a sacar, no te hagas problema, es solo una mancha, un poco fea, pero mancha al fin –le dije para calmarla.
–Entonces no la estás viendo hijo, si esa es tu contestación, no la estás viendo. ¡Cómo puede ser que no veas esa cara siniestra! ¡Dios mío! ¡Qué clase de ser agnóstico he creado, que no puede ver ni lo que tiene frente a sus ojos! –gritó. Y pensé: Ahora está viendo monstruos que salen de las paredes… Mañana serán extraterrestres que aterrizan en nuestra terraza para conquistar el mundo. Tengo que hacer algo cuanto antes.
Qué Dios me perdone, pero eso fue lo que pensé. Al otro día me dispuse a sacar la mancha, pude hacerlo porque era sábado y no trabajaba. Me levanté temprano y fui a comprar todo lo necesario, cuando llegué mi madre ya estaba levantada y esperándome con el desayuno listo. Lo tomamos en silencio y casi ni nos miramos, creo que los dos sentíamos vergüenza, pero por diferentes razones.
Fui hasta el dormitorio y empecé con la tarea. Comencé lijando, silbaba mientras lo hacía. Cuando me di cuenta, había pasado media hora y todo seguía igual, como si no hubiera hecho nada. Decidí consultar con alguien que se dedicara a eso, pero tendría que esperar al lunes, mientras tanto, taparía la mancha con pintura para que ella no la viera.
Caminé hasta la cocina y ahí estaba mi madre, ya preparando el almuerzo, me miró, con esa mirada tan suya y me preguntó dudosa:
–¿Pudiste sacarla hijo?
–Seguro mamá, quedó como nueva la pared, ahora podrás dormir tranquila –le contesté con una sonrisa, claro que por dentro no sonreía, en mi cabeza se estaba formando un gran signo de interrogación con letras de neón.
–¿Me muestras, por favor? –preguntó como se le preguntaría a un extraño.
–Por supuesto, vamos mamá.
Fuimos y al entrar, todo mi mundo cayó. Ese click, del que todos hablan, pude oírlo, pude sentir ese ruido dentro de mi cabeza. Era el sonido de alguien pisando una delgada capa de hielo, como las que forma la escarcha en invierno. Era el sonido de todas las estructuras mentales que hasta ese momento había tenido, haciéndose trizas dentro de mí.
–¿No dijiste que la habías quitado? –era más un grito que una pregunta–. Creo que me estás tomando por estúpida Cristian.
 No podía hablar, intenté contestar algo y solo balbuceé. Miré de nuevo la pared y, no solo volvía a estar la mancha que había tapado minutos antes, sino que ahora se veía más intensa, más definida; era una cara de sufrimiento absoluto, en ese momento me recordó a las imágenes religiosas de Cristo crucificado, no porque se pareciera a él, sino por el martirio plasmado en su rostro. A su lado, ya se podía ver que estaba saliendo otra, no tan nítida como la primera, pero sospechaba que en un par de horas, alcanzaría la misma nitidez que la anterior.
–Lo que quise decir, mamá, es que llamé al albañil para que venga la semana que viene. Hay que picar la pared y volver a revocar y pintar, y yo no tengo ni tiempo, ni ganas –contesté con lo primero que me vino a la cabeza que tuviera un poco de lógica.
–Tu cara dice otra cosa hijo, ¿podemos irnos, por favor? Aquí hay algo malo, ¿no lo sientes Cristian? Lo sentí desde el mismo día que puse un pie en esta casa, hay maldad –concluyó terminante.
–¿A dónde vamos a ir mamá? ¡Todo está invertido acá! No nos queda más que esto.
–Me voy a quedar rezando, hijo. Come tu almuerzo.
–No, gracias mamá, voy a ir a dar una vuelta por el barrio, así despejo mi cabeza, ya vengo.
–¡Cómprame unas velas blancas para encenderle a la virgencita! –gritó cuando ya casi cerraba la puerta.
–¡Bueno, mamá!
Caminé sin dirección, el barrio también era nuevo para mí. Solo quería razonar lo que estaba pasando, pero no podía, mi mente volvía una y otra vez hacia esa cara siniestra.
Llegué hasta una plazoleta y me senté. Estaba tratando de darle una explicación lógica a lo sucedido, pero no encontraba la forma. Quería justificarlo de alguna manera, pero me resultaba imposible. Entonces, pensé: Esto no es una ecuación matemática, no puedo averiguar x, no puedo razonarlo y me está trastornando, esas imágenes hieren la mente, le faltan el respeto. Si saco todo lo que creí en mi vida afuera de este episodio, solo me queda pensar como mamá y no quiero, no puedo aceptar eso, me niego terminantemente. Pero… ¿y si lo era? ¿y si realmente había un fantasma o un demonio o lo que mierda sea, saliendo de la pared? Si eso es verdad, dejé a mamá sola.
Un frío real recorrió mi columna vertebral. Me levanté del banco, mis rodillas se aflojaron y tuve que sentarme de nuevo. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido para dejarla sola? Puse mi cabeza entre las rodillas y esperé. Me sentí mejor y empecé a caminar hacia la casa. Al minuto estaba trotando, mientras, me decía a mí mismo: que sea una fantasía, que sea una fantasía, que sea una fantasía. Comencé a correr, y entonces, un Padre Nuestro escapó de mis labios temblorosos.
Llegué a la casa, apenas pasé la entrada, pude percibir la pesadez de la atmósfera del lugar. Abrí la puerta de calle y fue como si me golpearan en la nariz. Adentro el aire era irrespirable, un hedor a muerte indescriptible. Escuché llantos y conversaciones en voz baja, que venían del dormitorio.
–¿Mamá? –quise gritar y no pude, todo el aire se había ido de mis pulmones.
La mesa de roble del comedor se deslizó hasta mi cerrándome el paso, pasé por debajo, como un soldado ocultándose de las líneas enemigas. La colección de cerámica de mi madre era arrojada sin piedad hacia mi rostro y mi pecho. Tomé uno de los almohadones del sofá y así logré cubrirme hasta llegar a la habitación, mientras dedos invisibles pellizcaban mis piernas. Y entré.
Nunca voy a estar preparado para contar lo que realmente vi, las palabras no sirven, nunca pueden llegar a describir el horror en primera persona.
Toda la pared estaba cubierta de caras humanas, miles de ellas me miraban en una agonía infinita. El cuerpo de mi madre estaba siendo absorbido, solo sobresalía su torso y sus brazos, su cabeza colgaba; parecía una marioneta sin gracia, a la que un desalmado titiritero le había dejado de dar vida. Levantó la cabeza, me miró y me dijo:
–¡Ayuda hijo, busca ayuda! ¡No te acerques! –suplicó.
–¡Mamá! –grité.
Mi parálisis se quebró y corrí hasta ella, tomé sus manos e intenté sacarla. La pared seguía succionándola y por más que tiré con todas mis fuerzas, no pude. Cuando solo quedaron sus manos no la solté y cuando las mías traspasaron la pared, junto con las de ella, sentí, como cada uno de mis dedos se rompían adentro. En ese momento, el rostro de mi madre hizo su aparición y la pared me soltó, la miré y no era más que una mancha en la pared.
Empecé a gritar, cada grito era un alarido de impotencia y de dolor que lastimaba mi garganta. Ya hace cuatro años de eso, y desde ese día, juro, que no he dejado de gritar. Cuando llegó la policía alertada por los vecinos, todo estaba en su lugar… y la pared, como recién pintada. Vinieron unos señores de batas muy blancas y me trajeron hasta aquí.
En mi habitación las paredes no se pintan, en mi habitación las paredes llevan acolchados como los que deberían tener las camas… y así está bien.


Fin


Consigna: Escribir un relato ―género y tiempo verbal a elección― donde cuentes una historia que creas que va a ganar, inédita, escrita especialmente para el torneo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario