lunes, 27 de octubre de 2014

Laura en la noche

Por Alejandra López.

El tercer cadáver lo encontró un adolescente que andaba en bicicleta por la zona de los bosques. Nos dijo que pensó que era una borracha que se había quedado dormida. Estaba boca abajo. Uno de sus tacones violetas con lentejuelas brillaba a medio metro del cuerpo. Nos dijo que al principio le causó gracia verla “en culo”, habló de un trapo negro tirado cerca de ella que le pareció una minifalda. Cuando se arrimó más a curiosear, vio la cabeza con mechones de pelo rubio adheridos a la cara. Y se dio cuenta de que estaban  pegados con sangre. Observó más detenidamente y vio el agujero en la frente. Asustado, se apartó del cuerpo y pisó algo que lo hizo trastabillar, perdió el equilibrio y cayó sobre el césped húmedo. Miró hacia el objeto que produjo su caída y gritó con todas sus fuerzas al ver que era un pene y un amasijo de testículos necróticos a su lado.
Cuando se recuperó del impacto, nos llamó. Marcó desde su móvil el 911.
Me llamaron para presenciar la autopsia de Julio Ruiz. Y me tomó muy de sorpresa. Yo entré a las fuerzas de seguridad el año pasado y nunca me destaqué por mi eficiencia. Solo me asignaron tareas de oficina en las cuales brillaba por traspapelar  expedientes y ser lerdo para completar los formularios. Siempre fui torpe y objeto de burlas silenciosas entre mis compañeros.
La cuestión es que en la sala de autopsias, estuve solo con mi jefe y el médico forense que actuaba sobre el cadáver de Julio Ruiz
—Lo principal para nosotros, agente Etchichuri, es la inspección ocular del cuerpo, ¿me entiende? —dijo mi jefe.
—Sí, señor —le contesté.
Sacó el grabador, lo encendió, y empezó a hablar:
—Estamos ante el cadáver de Julio Ruiz. El occiso falleció hace aproximadamente unas treinta horas, así lo indican los signos y hematomas propios del rigor mortis. A la altura del hueso frontal tenemos una herida de bala, probable calibre veintidos  con silenciador. No existen otros traumatismos que indiquen lucha o resistencia por parte de la víctima. El asesino amputó el pene y los testículos con un elemento filoso luego de la muerte de su víctima. Este es el tercer cuerpo que hallamos en similares condiciones que los anteriores: Bruno Ávila y Gastón Arrigí. Hasta el momento solo podemos decir que el único elemento que los une es que los tres eran travestis y se prostituían. Todos trabajaban con clientela en la “zona roja”, cerca de donde los asesinaron.
El jefe Peralta apagó el grabador, y le dijo al médico:
—Nosotros ya nos vamos, doctor. Cuando tenga el resultado de la autopsia, envíenos una copia del informe. ¿Usted vio algo más que le parezca importante, agente Etchichuri?
Me tomó de sorpresa la pregunta, pero arriesgué algo:
—No sé si será relevante, jefe. Pero escuché que el difunto llevaba una peluca rubia, al igual que los anteriores cadáveres.
—Notable descubrimiento el suyo —dijo con sarcasmo— Ya me había dado cuenta. Vamos a mi oficina que tenemos que hablar, Etchichuri.
El viaje en auto lo hicimos en silencio. Mientras él conducía, yo trataba de encontrarle sentido a sacarme de la oficina para presenciar la autopsia del tipo ése. Tuve que contener las náuseas que me produjo ver el cuerpo y sentir el olor que no lo podían disimular los fuertes antisépticos.
La cuestión es que cuando entramos en el departamento de policía, mientras avanzábamos hacia su oficina, de reojo vi las caras risueñas de mis colegas.
Ingresamos al despacho del jefe Peralta, nos sentamos, y en menos de un minuto lo largó todo. Se inclinó levemente hacia mí, y dijo:
—Las similitudes de los tres crímenes y el ensañamiento con sus genitales, nos dan la pauta de que estamos ante un asesino serial, un psicópata. Éste será su primer caso de verdad. Me refiero a que nada de oficina. Para atrapar al asesino vamos a desarrollar una estrategia con un cebo que además protegerá a los otros travestis de la “zona roja”. —y ahí nomás, lo vomitó— Usted será la carnada, Etchichuri. Hoy le doy el día libre para que se prepare. Aquí tiene el dinero para comprarse lo que necesita —me extendió un sobre—. Adentro también encontrará las direcciones de los locales de ropa y zapaterías que suele visitar ese… tipo de gente.
—Pero, pero… —dije parpadeando atónito— Usted quiere decir…
—¡Sí! Desde mañana por la noche, usted estará de servicio travestido, Etchichuri. Tendrá su arma, por supuesto. Además tiene conocimientos de Aikido. Su función será proteger a los travestis de la zona y, si se presenta la posibilidad, capturar al asesino. Si todo esto termina con éxito, será ascendido, recibirá un plus y un mes de vacaciones gratis en el Caribe, junto a su familia.
El jefe parecía haber terminado su perorata que me había caído como una lluvia de soretes de elefantes; solo atiné a decirle:
—¿Por qué, yo?
—¿Por qué, no? Le estoy ofreciendo una gran posibilidad de crecimiento profesional, Etchichuri. No sea tonto, cualquiera sería feliz de estar en su lugar.
—Sí, claro… cualquiera —musité levantándome.
—¡Ah! Un último detalle, Etchichuri.
Lo miré mientras agarraba el picaporte para salir, y el muy hijo de puta dijo:
—De ahora en adelante, usted se llama Laura. Sus colegas, es decir, los travestis de la “zona roja”, ya lo saben y mañana lo estarán esperando.

No quiero entrar en detalles bochornosos. Ya se pueden imaginar las risitas de mis compañeros, alguno hasta se atrevió a silbarme mientras pasaba a su lado.
Fue una tortura la compra de la ropa, la lencería, los zapatos y la peluca rubia. El desgraciado de mi jefe hasta me dejó un vale para ir a una depiladora.
Me sentí tentado de dimitir, pero no me lo permitió el crédito hipotecario sobre la casa.
Por suerte mi novia estaba en el exterior, había obtenido su licenciatura y se fue un mes de vacaciones a Europa con sus padres. Ese era el regalo de los viejos por haberse recibido. Mejor así, que Luz me viera maquillándome frente a un espejo y con este vestido plateado que me destacaba el busto donde había un sostén relleno con pañuelos descartables, sería más traumático todavía.
Observé con atención mi imagen ante el espejo grande del living. La peluca lacia y rubia, quedaba bastante bien con mi piel bronceada y mis ojos grises. Maquillarme me
llevó más de una hora. Ya se me habían irritado los ojos de tanto pintarme y depintarme. Los breteles elastizados del vestido eran muy incómodos. Me ajustaban demasiado y sentía que me iban a lastimar. La falda me marcaba toda la panza, así que pensé que ya era hora de aflojarle a la pizza y la cerveza. No me veía nada sexy, supuse que así podría lucir el jefe Gorgori si se travistiera. Mejor, no quería tener que andar rechazando uno a uno a esos asquerosos moscardones que se me pudieran insinuar.
Los tacones fueron una tortura china, y eso que compré los más bajos. Me costaba caminar, casi siempre se me torcía algún pie.
Cuando consideré que estaba listo, tomé las llaves del auto y salí de mi casa. Como eran cerca de las doce de la noche, no me topé con ningún vecino, igual esperaba poder engañarlos con el disfraz. El problema era el auto, si me veían subir a él, podrían pensar que andaba putaneando y le prestaba el coche a un/una amante.
Arranqué, y después de veinte minutos, llegué al lugar que me había indicado mi jefe, la calle Scalabrini Ortiz al mil seiscientos. Ahí, en la vereda, vi parado un grupo de unos cinco o seis travestis charlando entre sí. Antes de bajar, los observé un rato. En ese momento pasó una pareja de novios tomados de las manos y sin que la chica notara nada, uno de los travestis, le pegó una palmadita en el cachete del culo, al tipo. Él se dio media vuelta, y el marica le guiñó un ojo. La muchacha no notó el gesto. Suspiré, bajé del auto y me acerqué al grupo que empezó a mirarme con curiosidad. Entonces, me presenté:
—¡Hola! Soy Laura —dije.
Enseguida noté sus miradas de alivio. El marica alto empezó a gritarle con voz de pito, a otro que estaba a unos cinco metros, charlando con un cliente:
—¡Pauli, vení! Acá llegó el poli que nos viene a cuidar.
Le dije que bajara la voz y no dijera que soy policía. Uno nunca sabe, podríamos estar alertando al asesino.
La cuestión es que Pauli entró, acompañada del hombre, al edificio donde los travestis prestan servicios a sus clientes. A la distancia, la precaria iluminación, me permitió ver a su acompañante de espaldas, iba todo vestido de negro y tenía puesta una gorra con visera. Me pareció ridículo, pero supuse que lo hacía por si alguien lo reconocía.
Seguí charlando con mis “protegidas” sobre los crímenes de sus colegas. Me dijeron que a todas las habían asesinado cuando terminaron de trabajar y volvían a sus hogares. Que no corrían peligro mientras estaban trabajando dentro de los departamentos o si estaban en grupo, en la calle.
Intenté imaginar un perfil de asesino, un móvil para estos crímenes. Pero la verdad es que la cabeza no me daba para relacionar los casos. A las tres víctimas solo las unía el mismo trabajo. Luego, según había leído en  los expedientes, procedían de distintas familias y no tenían contactos en común.
Los tacones me estaban destrozando los pies, y mis oídos ya no soportaban el parloteo de mis “protegidas”. Un auto con tres tipos adentro, frenó a nuestro lado. Las “chicas” se arrimaron  y empezaron a hacer sus negocios.
—¡Hola, papito!
—Hola, muñeca  —dijo el que estaba al lado del conductor— ¿cuánto cobran?
—Para ustedes, les hacemos precio, mi amor. —sugirió Mara prolongando la ere— Doscientos a cada uno, y mirá que es barato. Nosotras somos carne de exportación, ¿eh?
—¡¿Doscientos?! Pero, váyanse a cagar maricas de mierda. Nos compramos una Coca- Cola, nos hacemos una paja y la pasamos mejor.
El auto arrancó a toda velocidad, mientras se escuchaban las risotadas de los tipos. Mis protegidas quedaron haciendo pucheros y murmurando algunas palabrotas. Yo también me tenté y me costaba disimularlo.
Me di vuelta para que no notaran mi sonrisa y pude ver, a lo lejos, que Pauli salía con su acompañante. Él cruzó la calle y comenzó a alejarse, mientras Pauli venía a unirse al grupo. Dio unos pocos pasos, cuando otro hombre la interceptó y empezó a hablar con ella. Él estaba de espaldas a mí, así que solo logré distinguir que tenía puesto un traje oscuro y llevaba un maletín. Ella parecía hacerle un gesto negativo con la cabeza, pero él abrió su maletín y le mostró algo. No supe qué fue lo que llamó mi atención en ese gesto, lo descubrí cuando todo hubo terminado. Cuando lo cerró, tomó a Pauli del brazo y comenzaron a alejarse. No entraron en el edificio de departamentos privados, doblaron la esquina. Les expliqué brevemente a las “chicas”, que seguían sulfuradas por el episodio con los muchachos, que tenía que seguir a Pauli. Empecé a correr, o mejor dicho, lo intenté, pero se me dobló el pie. Me saqué los tacones y se los di en las manos a una de las  “chicas” para que me los cuidara. Todos estos segundos perdidos, sabía que podían resultar fatales. Para colmo habían doblado en una calle que era contramano, así que descarté usar el auto. Corrí y doblé en la esquina por donde habían pasado ellos. La calle estaba muy oscura, no podía distinguir nada. Corrí otra cuadra más y ahí vi una gran plaza desierta. Me adentré y empecé a gritar el nombre de Pauli como un poseso. Desde una zona donde había una frondosa arboleda en el medio de la plaza, escuché ruidos: un chasquido, pisadas. Saqué mi arma de la cartera que llevaba colgando y me acerqué con cuidado al lugar.
Oí ruidos de ramas y una corrida rápida, grité:
—¡Alto, policía!
La carrera del sujeto se precipitó.
Sentí un gemido débil. Me acerqué, y a pocos pasos estaba el bulto en el suelo, era Pauli. Me arrodillé e iluminé su cuerpo con mi encendedor. Tenía una herida de bala en la frente, el vestido levantado hasta la cintura y la bombacha baja. El asesino no había tenido tiempo de amputarle los genitales.
Sonaron las campanadas de la iglesia de enfrente.
Pauli agonizaba, con voz débil me dijo:
—Me engaño…. yo no quería… pero había mucho dinero.
Luego de un profundo suspiro, como tratando de aferrarse al aire, cerró los ojos para siempre. Sobre el césped había quedado la cuchilla que el asesino iba a usar para cortarse pene. Ahí me di cuenta que lo que había llamado mi atención, minutos antes, era que el asesino tenía colocado guantes en sus manos.

Con mi jefe decidimos decirles a las “chicas” que por un par de días no salieran a la calle. De todas maneras, estaban ya muy asustadas y doloridas por la pérdida de su cuarta compañera.
Esos dos días, en la oficina, tratamos de armar las pocas piezas de un rompecabezas que no nos conducía a nada. Esta vez solo había cambiado el lugar donde se produjo el crimen. Los anteriores fueron a unas diez cuadras del lugar, en una zona de bosques y lagos. En cambio, el de Pauli, fue en una plaza, a la vuelta del lugar de trabajo. Y sus últimas palabras que hablaban de un engaño.
Teníamos que seguir como hasta ahora: yo, infiltrado entre ellas. Y tratar de que la próxima vez no nos madrugara el psicópata. A estas alturas, la única certeza que teníamos era esa, que el asesino estaba loco.
Ya no me molestaba tener que disfrazarme de mujer. Después de ver morir a Pauli ( o más bien, a Jorge Rodríguez), el asunto se me había encarnado.
Nunca me gustaron los travestis, pero eran seres humanos que no tenían derecho a morir porque a un chiflado se le diera por hacerse el Jack el destripador del siglo XXI.
Luego de la muerte de Pauli, pasamos con mis protegidas, tres noches sin que sucediera nada anormal en la parada ni en los departamentos privados. Yo las acompañaba al terminar sus horas de trabajo hasta que subieran a los taxis, que en realidad también eran conducidos por policías camouflados  que las llevaban a sus hogares.
Las chicas también me cuidaban a  mí, de alguna manera. Cuando se me acercaba algún “cliente”, enseguida saltaba alguna diciéndole que yo no podía porque estaba esperando a un empresario que ya me había contratado y estaba a punto de llegar. Así me espantaban a los moscardones.
A la cuarta noche, mientras las chicas charlaban en grupo, yo me había alejado un poco para sentarme en el escalón de un negocio que estaba cerrado. Ya no aguantaba los zapatos y me dolían las ampollas.
Un individuo apartó a Nancy y se puso a charlar con ella. Él la tomó del brazo y comenzaron a caminar hacia el edificio de departamentos privados. Nancy se dio vuelta e hizo un gesto levantando el pulgar de su mano derecha, dándome a entender que todo estaba bien.
Mientras se alejaban, me di cuenta de que el tipo era el mismo cliente que había estado con Pauli antes de que apareciera el asesino. Tal vez hubiera alguna conexión.
Les pregunté a las chicas si conocían al tipo que se fue con Nancy, y me dijeron que solo de vista. Era un cliente que frecuentaba el lugar, como muchos otros.
Unos cuarenta minutos más tarde, salieron del edificio. Charlaron un rato en la puerta y luego vi que empezaron a caminar en sentido contrario al nuestro. Le pregunté a las dos chicas que quedaron conmigo (ya que las otras habían entrado con otros clientes al edificio):
—¿Por qué van para otro lado?
—No te preocupes tanto, Laura —sonrió, Teté— Suele suceder que a veces nos piden que prestemos servicios para algún amigo que por alguna razón no se puede acercar al lugar.
—Todavía falta un poco para que salgan las chicas del edificio. Yo voy a seguir a Nancy, si no es nada, vuelvo pronto.
Le dejé mis zapatos y empecé a seguirlos. Habían doblado en la misma esquina que lo hizo Pauli. Yo no estaba tan lejos de ellos, podía sentir su cuchicheo y la risa. Él la llevaba de la mano. Nancy se frenó cuando él quiso que se metieran en la plaza. Yo estaba a menos de media cuadra y pude ver su resistencia, mientras él la tironeaba del brazo. De repente, apareció una mujer, y se unió a la pareja. Yo no podía escuchar muy bien lo que decían, solo palabras aisladas como: “dale”, “no tengas miedo”, “sé buenita”.
Ya tenía mi arma preparada, pero además, agarré el radio y pedí ayuda a la Central de Policía.
Apresuré el paso y pronto me puse detrás de ellos que empujaban a Nancy al interior de la plaza.
—¡No se muevan, policía!
Ahí vi mejor a la mujer, era bastante mayor, como de unos sesenta años. Tenía un arma apuntando hacia la cabeza de Nancy, mientras el hombre sujetaba los brazos de la chica. No parecieron sorprenderse cuando me vieron. Nancy, balbuceó:
—Laura, Laura… no dejes que me maten…
—¡Arroje el arma, señora! —no sé por qué añadí el “señora”.
El brillo de la locura se notaba en los ojos de la mujer, a pesar de la oscuridad:
—Estos putos, engendros de Satanás, putos de mierda antinaturales, tienen que desaparecer. Si la Justicia Divina no los elimina de la faz de la tierra, yo lo voy a hacer… uno a uno hasta que se extingan.
Vi la decisión en sus ojos, y a pesar de que ya escuchaba que llegaba ayuda, disparé. La mujer cayó y rápidamente, volví a apuntarle al hombre. Él soltó a Nancy y puso sus manos detrás de la cabeza. Me pareció demasiado tranquilo. Ella se abalanzó  sobre mí y lloriqueaba. La verdad es que a pesar de la situación, sentía asco de que me tocara. Le dije:
—Tranquila, estás bien. —pero seguía llorando sobre mi hombro.

El primer auto llegó con el jefe Peralta. Lo llevamos al tipo a la oficina para que prestara declaración, después de leerle sus derechos.
Resultó ser el sacerdote de la parroquia que estaba frente a la plaza. La mujer mayor, era su tía y secretaria. A él desde chico le atrajeron los hombres, por eso su madre (de una estricta formación católica) insistió para que se hiciera cura. Su madre murió de cáncer, pero le dejó el legado a su hermana solterona, para que cuidara de que su hijo no se apartara del camino de Dios. Y esta tía cumplió muy bien con su misión, fue la autora de todos los crímenes de los travestis.
El jefe Peralta, le dijo al cura que quedaba bajo arresto con el cargo de cómplice y partícipe necesario de los hechos, y estiró las esposas para colocárselas.
El cura no hizo ninguna objeción cuando cerraron las esposas en sus muñecas. Se sonrió y con voz afinada dijo:
—Espero que sea cierto eso de que a uno lo violan en la cárcel, jeje. —y dirigiendo su mirada hacia mí, siguió:— Laura, siempre te tuve muchas ganas, pero ya sabía que eras de la poli. Mirá mi pantalón, mirá cómo la tengo de dura cuando te veo. Si algún día tenés ganas… ya sabés.
Miré hacia el piso y contuve mis ganas de amputarle su miembro de un balazo.
Seguramente mis compañeros se iban a enterar de las palabras de éste tipo. Así que ahora  tendré que negociar para que me trasladen a otra repartición.


– FIN –


Consigna: escribir un relato basado en el subgénero cinematográfico de origen italiano conocido como «Giallo».


No hay comentarios:

Publicar un comentario