miércoles, 1 de octubre de 2014

De piedras y cervezas

Por Carmen Gutiérrez.

Cuando el alcalde de la villa se hartó de su pueblo y sus tonterías, decidió dejar todo y construirse una casita en lo alto de la montaña. Buscó el terreno adecuado y durante meses se dedicó a talar árboles y despejar la maleza. Al irse, no se despidió de nadie y no le importó lo que la villa hiciera o dejase de hacer, lo que él quería era paz y tranquilidad.
  
     Había hecho ya los cimientos de su nueva casita cuando una delegación de gnomos se apareció ante él.

     —Buenos días, señor don alcalde de la villa —saludó el gnomo más anciano quien al parecer era el líder—. Verá, somos del consejo de gnomos de este bosque.

     El hombre dejó de martillear y se acercó a ellos, la mayoría le llegaba a la cadera y sus pequeños ojillos negros lo miraban con desconfianza. Cuando él les devolvió el saludo tocándose el sombrero la mayoría se sobresaltó pero conservaron la compostura.

     —¿En qué puedo ayudarles?

     —Pues verá…Yo soy Nor y mis compañeros me han elegido para representarlos —dijo el anciano rascándose las escuetas barbas—. Verá, esta zona está restringida para ciertas…criaturas. Los gnomos hemos habitado esta área durante siglos sin ningún inconveniente. Y usted ha estado talando árboles, abedules para ser exactos, los cuales nos sirven de alimento en el invierno.

     El alcalde torció los ojos. Era evidente que estaba molesto pero la diplomacia es un vicio adquirido que se pierde sólo en circunstancias extremas, así que respiró hondo y trató de averiguar de qué se trataba todo.

     —Oh, lo siento. No lo sabía. Plantaré más abedules en cualquier zona que ustedes me indiquen —dijo el hombre tomando de nuevo su martillo.

     —Verá, ese también es un problema —replicó Nor—. Los abedules tardan años en madurar y no podemos esperar tanto. Somos glotones y nuestras raciones para el invierno deben estar completas.

     Sin modificar su rostro, el alcalde levantó el martillo y los pequeños gnomos corrieron por todos lados; el hombre no pudo evitar soltar la carcajada mientras Nor trataba de hacer que dejasen de correr.

     —Vaya, Nor —exclamó el hombre, divertido—. Son asustadizos ¿eh?

     —¡No es correcto burlarse de un gnomo, señor don alcalde! —gritó el pequeño ser con indignación— Verá, queríamos hablar con usted civilizadamente pero no es posible. Tendré que pedirle su permiso de construcción.

     —Pues acuda a los elfos, ellos me dieron el permiso. Así que si me disculpa, tengo una casa que construir —agregó el hombre poniendo manos a la obra.

     Los gnomos se alejaron sobándose las rabadillas y halando sus barbas, estaban furiosos porque es bien sabido que desde tiempos inmemorables, los elfos otorgan los permisos sin ton ni son. Centauros y lobos habían invadido el bosque sin preguntar a los gnomos si estaban de acuerdo. Juraron hablar con los elfos, enviar cartas e incluso hacer marchas por el bosque si era necesario. Nor trató de organizar a su gente para formar un sindicato, pero uno de ellos sacó una olla de estofado de abedul tan delicioso y crujiente que le hizo posponer su propósito y terminó bailando hasta el amanecer.

     Cuando el alcalde había comenzado a levantar las primeras vigas, muchas hadas, todas diminutas y preciosamente vestidas, se acercaron al hombre, quien no notó su presencia y siguió ajustando maderos silbando muy alto la canción de los ciervos. Las hadas intentaron llamar su atención hablando todas juntas a gritos ya que sus vocecitas son tan débiles que ningún humano ha escuchado a un hada en su vida, al contrario de los perros que las escuchan todo el tiempo. El alcalde, sin embargo, silbaba tan alto que acallaba a las señoritas aladas. Entonces se  organizaron tan bien que comenzaron a revolotear alrededor de la cabeza del alcalde y lograron que dejase la viga y dejará de silbar para cubrirse la cara.

     La más pequeña de las hadas emitió un brillo especial y las demás se alinearon formando una figura humana lograda con tanta precisión como era posible a cositas revoloteantes. Comenzaron a hablar al mismo tiempo pero aun así el alcalde tuvo que acercar una mano a su oído para poder escucharlas.

     —¡No queremos que siga haciendo ese ruido infernal! —dijeron ellas a coro.

     —¿Cuál ruido? —preguntó el alcalde y lanzó un silbido— ¿este?

     —¡NO! ¡SI! —gritaron las hadas sin estar de acuerdo, la más pequeña volvió a brillar y ellas se organizaron de nuevo; imitaron el sonido del martillo y después un silbido— ¡Interrumpe nuestras sesiones de canto!

     —Lo siento —dijo el hombre con la esperanza de poder resolver esto. Creía que las hadas, aunque femeninas, podían razonar aunque estuvieran molestas a diferencia de sus congéneres humanas—, quizá si me pasasen los horarios en los que cantan, yo  me ajustaría a ustedes y de ese modo…

     —¡Queremos que se vaya! ¡No puede estar aquí! ¡Los humanos tienen sus villas! ¡Usted no tiene permiso!

     —Tranquilas, señoritas. Estoy seguro que podemos resolverlo. Los elfos me dieron el permiso.

     —¡Lárguese! —gritaron ellas y volvieron a atacarlo como abejas enfurecidas, pero peor porque todas hablaban con sus vocecitas chillonas y lo insultaban en idioma hadezco, el cual tiene los peores insultos habidos y por haber, incluso más que el español.

     El alcalde trató de cubrirse se nuevo pero; aunque ya habíamos dicho que la diplomacia se pierde sólo en casos extremos; un montón de menudas señoritas voladoras, quienes además están tan enojadas que podrían matar a un toro, puede considerarse como tal. El hombre tomó su martillo y comenzó a espantarlas como se espanta a los mosquitos. Aunque algunas fueron lanzadas contra los arboles por las ráfagas de aire, ninguna salió herida de gravedad pero se alejaron maldiciendo y, literalmente, echando chispas.

     En cuanto llegaron a su árbol se pusieron a discutir acaloradamente y así hubieran seguido por días si no fuera porque a la más pequeña, que era la líder (las hadas, como las mujeres, aman los pequeños detalles; por eso entre más chiquita sea un hada, más respetada es) brilló con más intensidad haciendo que todas guardaran silencio. Entonces les lanzó un discurso en el que resaltó el abuso que sufrían las hadas por los otros habitantes del bosque. Ya ni siquiera podían volar a su antojo sin que una mariposa o un pájaro se les atravesasen sin cuidado y estaban seguras de que no tenían el permiso apropiado para volar. Las hadas aplaudieron a su jefa y juraron apoyarla en todo. Entonces la líder les contó como recientemente una de ellas había sido espantada por la cola de un caballo de los elfos, como si fuera una vil mosca, y los elfos no habían hecho nada por ayudarla. También se refirió al día en que se ofrecieron a participar en el festival de primavera y fueron rechazadas con el pretexto de que no se escuchaban, sin importar los días de ensayos y prácticas, ni que muchas se hubieran peinado al estilo élfico. Todas lanzaron gritos de indignación al recordarlo y exigieron ser tratadas con respeto y ser escuchadas. Planearon ir a visitar a los elfos y decirles unas cuantas cosas. Luego se pusieron de acuerdo en el color que usarían en la visita, el peinado y los zapatos, cuando todo estuvo arreglado se fueron a dormir y el mundo siguió dando vueltas.

     Cuando el alcalde estaba tratando de decidir si ponía el retrete a la izquierda o a la derecha de la casa, llegaron los elfos. Montados en caballos y con sus hermosas vestiduras saludaron al hombre con cordialidad. Él, que ya se esperaba esta visita, les respondió el saludo y les ofreció un poco de agua.

     —Hemos tenido noticias de que estás construyendo una casa, humano —dijo Édredon quien aún es el señor de los elfos del bosque—. Nosotros no te hemos dado permiso.

     —Lo sé —dijo el alcalde agradecido de que los elfos fueran al grano—, me disculpo.

     —Debes regresar a donde perteneces. El bosque no es lugar para ti.

     —No puedo regresar. Este es mi hogar ahora.

     —Sí puedes regresar. Tu villa está inquieta y han estado buscándote, han molestado a los elfos tratando de pasar por sus tierras.

     —No voy a regresar. No tolero a la gente.

     —Nosotros tampoco, ni ninguna otra criatura de este bosque. Por eso no nos metemos en sus pleitos idiotas ni nos mezclamos con ustedes. Debes detener esta construcción e irte. Lo hemos decidido.

     —Pues he hablado con las hadas y los gnomos; ellos están de acuerdo en que me quede si les planto abedules y no silbo ni martilleo cuando cantan.

     Los elfos se mostraron sorprendidos por la réplica del humano. Aunque habían recibido la visita de ambos grupos, en realidad no se habían quejado del hombre, sino de los pájaros, los lobos y hasta las mariposas. Habían mencionado la construcción, pero no que habían hablado con él. Édredon consultó con sus acompañantes en élfico y después de unos minutos de dialogo, se retiraron prometiendo que revisarían el caso.

     La verdad es que Édredon estaba teniendo muy malos días. Los gnomos amenazaron con formar un sindicato y las hadas exigieron participar en el festival de otoño. Su propio pueblo acudía a él con quejas de humanos gritando en busca del alcalde, y su hijo estaba muy interesado en las costumbres de los hombres, mejor dicho, mujeres; tanto que su desviación estaba comentándose en los altos niveles de los elfos. Por eso había decidido alejarse un tiempo y consultar al oráculo del bosque: El Gnomelfo.

     Mezcla de elfa y gnomo, el Gnomelfo tenía muchos poderes pero uno de ellos era muy extraño. No veía el futuro, ni el pasado, veía las variantes, los resultados de cualquier disyuntiva. Era grosero y huraño; tenía una pierna más corta que otra, el cabello dorado pero áspero y rebelde, un ojo azul y otro negro y tenía la horrible costumbre de lanzar sus heces cuando se enojaba. Vivía en una cueva sucia y pestilente, dormía en un montón de hojas y cagaba en cualquier parte. Pero como su sangre también era élfica, estaba obligado a obedecer a Édredon y éste le dio una orden muy especial.        

     La mañana en que la casita quedó terminada y el alcalde estaba sentado a la puerta disfrutando del paisaje y su soledad llegó el Gnomelfo. Vestido de verde y cojeando se acercó al hombre con una sonrisa espantosa en sus labios pero con un brillo especial en sus ojos bicolor.

     —¡Buen día, Matías! —saludó la criatura.

     —¡Buen día tenga usted! —contestó el alcalde sorprendido de que le llamasen por su nombre.

     —¿Tendrás algo de beber que ofrezcas a este pobre caminante? Subir esta cuesta es muy cansado cuando te pesa la joroba.

     El alcalde le ofreció una jarra de cerveza y le acercó una silla nuevecita para que descansara. Nunca había oído hablar de este ser y tenía curiosidad por el motivo de la visita.

     —Matías, has hecho un escándalo entre las criaturas del bosque –dijo el Gnomelfo entre risas después de beber su cerveza—. ¡Muy bien hecho!

     El hombre sonrió indeciso. No sabía que decir.

     —No te preocupes por mí. No me afecta ni me beneficia que te quedes. Aunque a ti sí.

     —¿Cómo?

     —Si te quedas los elfos hablarán con los otros habitantes, harán una campaña para que todos te hagan la vida imposible. Algunos escucharán otros no, eso no importa. Lo importante es que el bosque se dividirá y los elfos tendrán problemas. Podrías provocar una guerra —hizo una pausa para tomar aire y prosiguió—. Si te vas los hombres preguntaran donde has estado. Tu villa estará contenta de tenerte de vuelta, pero ya se ha corrido la voz de que los elfos te tienen secuestrado, porque los humanos son supersticiosos y odian las cosas que no comprenden. Encenderán antorchas y harán expediciones para buscar a los responsables. Provocarías una guerra.

     —Entonces, si me voy hay guerra, si me quedo también…—dijo el alcalde pensativo.

     —Sí. En las dos opciones tú quedas en medio de un conflicto que no puedes resolver.

     —¿Hay una tercera opción?

     —Sí. Pero no te va a gustar.            

     —Pruébame —lo retó el alcalde.

     El Gnomelfo sonrió, se rascó la barba escueta, y dijo alegremente.

     —Puedo hacerte un hechizo especial. Hacer que seas invisible para todos menos para mí. Así los humanos pensarían que estás muerto, y los demás que te fuiste voluntariamente, lo cual es la misión que me encargó Édredon.

     —¿Y eso en qué me beneficia? —preguntó el hombre.

     —Nadie te molestaría. Podrías meterte en el árbol de las hadas y mearte en sus camas y nadie te vería. Podrías ir a la villa y robar quesos, vinos, panes, cervezas e incluso estar con cualquier mujer y nadie sabría que fuiste tú. Y yo tendría el beneficio de una amistad, podría venir a verte y beber cerveza contigo. Soy muy interesante y tengo muchas cosas de que hablar.

     El alcalde miró pensativo al horizonte, era su plan original: desaparecer. En la villa siempre había algo que resolver, hombres que se quejaban de sus vecinos, mujeres que se quejaban de sus hombres, animales vendidos en mal estado, caminos invadidos, propiedades dañadas. Nadie estaba contento tomara la decisión que tomara. Y en el bosque los gnomos se quejarían de los abedules que no sembraría, las hadas de sus silbidos, los elfos le arruinarían la vida tranquila que pretendía conseguir.

     —Está bien —dijo por fin—. Haremos el hechizo.

     El Gnomelfo le tendió la mano en señal de acuerdo y el alcalde la estrecho sonriendo. Pero su sonrisa se borró de los labios al instante. Un dolor indescriptible le recorrió las extremidades dejándolo paralizado. La criatura aún sonreía cuando el hombre se convirtió en estatua y dejó de respirar. Entonces el Gnomelfo soltó la mano del alcalde, tomó el martillo y quebró la estatua del hombre en mil pedacitos que uso para construir un caminito desde la puerta de la casa hasta la arboleda.

     Al anochecer Édredon visitó la casa y encontró al Gnomelfo bebiendo y sentado a la puerta observando la puesta de sol.

     —Se fue —dijo el Gnomelfo sonriendo y le extendió la mano en señal de saludo.

     Édredon no dijo nada y se marchó cuidándose de no tocarlo, pues es bien sabido que los Gnomelfos convierten en estatuas a las criaturas y hombres que tocan y que les gusta la cerveza.


FIN


Consigna: Escribir un relato ―género y tiempo verbal a elección― donde cuentes una historia que creas que va a ganar, inédita, escrita especialmente para el torneo.

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