domingo, 5 de octubre de 2014

Amor fraternal

Por La Mujercita del Azulejo.

Ya había transcurrido una hora. Mi mirada estaba clavada en el monitor viendo titilar el cursor y solo de tanto en tanto alguna q otra letra, palabra o frase sin sentido ocupar la pantalla en blanco. Mis dedos danzaban sobre el teclado deseosos de escribir las frases que de mi mente no salían. La luz de aquella mañana se colaba, dulce y embriagadora, por las rendijas del ventanal. Qué disímil era a la tenue luz de mis días de encierro.
Hoy sería el primer día que saldría sola a la calle.
Aparté la notebook, me arreglé y salí. Haría un paseo corto por ser la primera vez y para darme tiempo a adaptarme nuevamente al contacto con la gente.
Seguro que cuando regresara, ya con la mente más fresca y despejada, podría escribir mi historia. Tenía que hacer un duplicado de mi documento, así decidí que iría a la librería a la que solía ir de costumbre.
A pesar de los años el dueño pudo reconocerme. El empleado, un joven que apenas rondaría los veinte años, acudió a atenderme amablemente.
Saqué mi documento y como siempre sentí vergüenza por su deteriorado estado. Expliqué que ya tenía la cédula nueva, pero seguía usándolo por miedo a perderla. Me admiró la exclamación del joven:
 – ¿Miedo de qué? Yo no entiendo, todos los días escucho a la gente decir tengo miedo de esto o aquello.
Yo al principio no lo entendí y creo q en definitiva no logré comprenderlo totalmente. Le dije que la inseguridad reinante en las calles nos llevaba a convivir con este sentimiento. Y quizá lo que yo hacía es ser precavida. El seguía insistiendo que todos vivíamos con miedo y eso no nos conduce a nada bueno.
–Además, cuando vivimos una situación traumática en nuestra vida, es más difícil de sobrellevar –le dije.
–El miedo y la fuerza para vivir están aquí –dijo, señalándose el corazón.
Seguimos hablando un buen rato, compartiendo ideas y disertando sobre otras.
Aunque no estuve de acuerdo en todo, me admiró la capacidad de discernimiento en alguien tan joven.
De pronto, en medio de la charla sentí un escalofrío recorrer todo mi cuerpo. Como si hubiera sido transportada en el tiempo, tuve la sensación de que ya nos conocíamos en un pasado incierto. Un sentimiento muy fuerte y fraternal me unía a aquel muchacho.
Antes de despedirnos nos pasamos los nombres de nuestros facebooks.
Ambos sentimos la necesidad de no separarnos y estar en contacto todo el tiempo.
Volví a casa con este pensamiento rondando en mi mente. Nada temía ya, caminaba por las calles con total tranquilidad. Mi cuerpo se dirigía a casa por inercia, como si todo mi ser solo fuera mente.
La frase que más me había marcado seguía dando vueltas en mi cabeza: “de qué podemos tener miedo si desde el preciso instante en que nacemos ya empezamos a morir”.
Al llegar a casa, sin pensar en otra cosa, ni siquiera en el hambre que empezaba a sentir, encendí la notebook.
Increíblemente había recuperado las fuerzas y el coraje necesarios para contar mi historia
Cuanto tiempo había pasado desde mi adolescencia.
Había empezado a trabajar a los dieciséis años en una farmacia. Mi memoria retiene fielmente los acontecimientos de aquél día.
Debía entrar por un largo zaguán hasta una puerta lateral izquierda. Era una puerta de chapa gris, alta y pesada que sólo se abría por dentro.
Por tanto, se debía tocar timbre para ingresar. La táctica perfecta para prevenir la entrada de ajenos a la empresa y para los empleados que llegaban tarde. Además de firmar tarde la planilla de asistencia debían enfrentarse al jefe, quien pasada la hora de entrada se encargaba de abrirla personalmente.
Qué impresión me llevé al traspasarla. El escalofrío que recorrió todo mi cuerpo decía que ya había estado allí.
Algo imposible. Sabía que jamás fue así. Al menos en esta vida. Ahí creí comprender lo que había sucedido. Más tarde confirmaría lo que imaginé en ese momento. Disimulé. Me dirigí hacia un alto mostrador ubicado frente a la puerta. Firmé la planilla de asistencia donde se declaraba la hora de entrada y salida de cada empleado. Luego esperé a recibir las instrucciones del trabajo que conservaría por cinco años.
Con el tiempo, cuando me animé a contar lo que había sentido ese día al entrar, confirmé mis sospechas y supe lo que era un Deja Vu.
Pronto me familiaricé con mis tareas y mis compañeros.
Todo marchaba sobre ruedas. No podía quejarme. Me gustaba el trabajo y ganaba bien.
Siempre que surgía un desperfecto eléctrico llamaban a Don Pedro, el electricista. Era  un hombre bajo, algo gordito, morocho, con grueso pelo rizado y largas patillas.
En realidad mucho no me agradaba, pero no parecía mala persona. Cuando pasaba a mi lado, se acercaba a mi lado y disimuladamente me decía:
­­–Hola, Laura.
–No me llamo Laura –le respondía extrañada y algo molesta.
–Disculpa no quería molestarte. Es que te pareces tanto a Laura Hidalgo. Sabes, es mi actriz favorita.
Así sucedía cada vez que me veía. Yo era Laura.
Ya me fui acostumbrando a la situación. La dejé fluir. Nada me costaba dejarlo cumplir su sueño de creer ver en mí y sentir cerca de su diva favorita.
Ya hacía un tiempo que no aparecía por mi trabajo, cuando un día cuando salía de trabajar ahí estaba él, esperándome.
Me pidió que lo acompañara a su casa. Quería que conociera al orgullo de su vida, su pequeño de apenas cuatro años. Primero dudé pero siempre se había dirigido a mí con mucho respeto.
Sólo me robaría unos minutos.
Unos minutos que se transformarían en los mejores años de mi adolescencia usurpados a mi vida.
Ya no pude huir de allí. A partir de aquel momento ya no era yo. Sería Laura, su esposa, para sus conocidos. Para él, Laura Hidalgo.
Debía cambiar mi imagen. Yo era rubia y tenía el pelo largo y lacio. Ese sería el primer cambio. Con mi cuerpo no hubo problemas, mi físico esbelto era muy similar al de la bella actriz, En la peluquería hicieron un excelente trabajo. Cortaron, rizaron y tiñeron mi cabello de negro. Con los ojos no hubo problemas, eran verdes y grandes muy parecidos a los de Laura. Arquearon mis cejas y quedaron perfectas.
Tuve un nuevo ajuar, similar al de aquella mujer fatal.
Nadie extrañaría mi desaparición. No tenía familia. Mis padres habían muerto en un accidente unos meses antes de haber conseguido aquel trabajo y allí tampoco se extrañarían sabía que ya hacía un tiempo ya no tenía el mismo entusiasmo y la misma dedicación por mi trabajo.
Me acostumbré a mi nueva vida, de esposa, madre y ama de casa.
A pesar estar secuestrada, inexplicablemente me sentía feliz. Éramos una familia. Les cocinaba los platos más deliciosos sobre todo para el pequeño al que adoraba. Era una dulzura de niño y ya empezaba a llamarme mamá. Su verdadera madre había muerto durante el parto.
Su padre me cuidaba, me mimaba, me llenaba de regalos y amor. Tanto me cuidaba que jamás intentó acceder a mi cuerpo. Nunca hubo un encuentro sexual. Aún me intriga la razón.
Quizá quería seguir respetando la memoria de su amada esposa. La única respuesta posible que encontré.
No podía asomar las narices fuera de la casa. Las ventanas permanecían semicerradas. Solo unas rendijas permitían la delicia de unos pequeños ápices de luz natural.
El día de mi cumpleaños pasó a ser el 1º de mayo. Cómo me agasajaban ese día. Me llenaban de mimos. El primero al despertarme ya estaba ahí, una enorme bandeja de desayuno.
Ni qué decir de todas las demás atenciones: regalos, flores, postres, tortas y todas las delicias inimaginables. Me sentía una reina. Me ponían música de Bruno Gelber, mi artista favorito. Es decir el favorito de Laura. ¿Dónde había quedado mi verdadera identidad? Sin duda, ya era Laura.
El momento más bello de ese día era cuando Benjamín se acurrucaba a mi lado en la cama y me acompañaba con todas las exquisiteces de la bandeja. Nos relamíamos y hasta nos chupábamos los dedos embadurnados de dulce de leche y chocolate.
¡Que bellos e inolvidables recuerdos! ¡Cómo nos reíamos juntos!
Su padre nos miraba asombrando, disfrutando del cariño que nos teníamos.
Ya había cambiado totalmente mi identidad. Yo misma ya la había asumido. Ya era su Laura.
Tanto me había acostumbrado que ya no deseaba escapar sobre todo por el niño. Ya lo sentía mi propio hijo.
Viendo el cambio que se había producido en mi personalidad, entendió que ya no debía temer que quisiera escapar. Sabía que amaba demasiado al pequeño como para ser capaz de abandonarlo.
Así recuperé en parte mi libertad. Jamás se animó a dejarme salir sola.
Cuando salíamos a pasear, se sentía orgulloso de tener a su creación “Laura” a su lado.
Hasta un día fuimos a la farmacia donde yo trabajaba a presentarme. Tan grande era mi cambio que nadie logró reconocerme. Ni siquiera mi mejor compañera con quien habíamos consolidado una hermosa amistad. Qué ganas sentí de abrazarla y decirle: – ¡Aquí estoy, soy yo!
Un 18 de noviembre el corazón de su padre dijo basta. Corría el año 2005. Paradójicamente había dejado de existir el mismo día que Laura, la verdadera Laura Hidalgo. No se que sentimiento se apoderó de mí. Cuando lo vi ahí tendido en su cama sentí mis lágrimas brotar. Cómo sufrió el  pequeño la falta de su padre. Pero ahí estaba yo para contenerlo y siempre estaría. Ya era su madre.
Pero el destino nos jugó una mala pasada. Aparecieron sus tías a buscarlo. A pesar de nunca haber venido a visitarlos, exigieron sus derechos sobre el niño, mi hijo. Así nos separaron y jamás volví a verlo. Me arrancaron lo que más amaba en la vida.
Cómo sufrí. Qué egoísmo tenían aquellas mujeres. Ni por un momento se detuvieron a considerar los sentimientos y deseos del pequeño. Cuánto debe haber sufrido mi pobre niño. Otra vez volvía a perder a su madre.
Ya no volví a ser la misma. No quería salir a la calle. Hasta hoy que vencí todos mis miedos y gracias al muchacho de la librería pude redactar mi historia.
Ahora que he terminado, recordé al muchacho de la librería y los datos que nos habíamos pasado.
Busqué su facebook, el me había enviado su solicitud de amistad. La acepté y al ver su muro, no podía creer las fotos que veía. Entre ellas aparecían las del niño que había criado, mi hijo. Era él. Sin dudarlo, salí y corrí a la librería. Solo deseaba estrecharnos en un fuerte abrazo. Ya nada ni nadie nos separaría.


FIN


Consigna: Escribir un relato ―género y tiempo verbal a elección― donde cuentes una historia que creas que va a ganar, inédita, escrita especialmente para el torneo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario