viernes, 3 de octubre de 2014

El sonido del tormento

Por Gean Rossi.

            El juego iba ocho a nueve en contra, sabía que si perdían tendrían que recoger la malla y Oliver odiaba cuando le tocaba recoger. Era su turno de sacar, caminó a paso seguro hasta la línea, se posicionó en busca del tiro perfecto, debía ganar, no podía defraudar a su equipo.
            Lanzó, justo en el momento que lo hizo se dio cuenta que la mano le falló. El balón pasó por encima de su lado de la cancha, el lado del equipo contrario y voló sobre la alta pared de la escuela como tal pájaro que emigra.
            —Suspendido el juego, el equipo que iba perdiendo vaya recogiendo la malla —interrumpió el entrenador con su voz proyectada—. Rodriguez, busque el balón.
            Oliver no respondió nada, no había nada que responder. Se limitó a dirigirse a una pequeña puerta de salida peatonal que había en una pared cerca de la cancha que daba a la calle trasera. Al salir no vio el balón en el pavimento así que dedujo que caería en alguna casa, pero la única casa ahí era la de la señora Anabelle. Contaba con un terreno que cubría la calle de punta a punta y una casita de madera que se alzaba en medio de un montarral que pedía a gritos una podada.
            Se detuvo en frente de la baja cerca de madera y se adentró en el monte que alcanzaba su tamaño. Por un momento pensó en decirle al profesor que alguien se había robado el balón, o que no lo consiguió, pero desde allí podía ver un atisbo del balón que se asomaba sobre el montarral como quien busca oxígeno en el mar. Los de su escuela siempre contaban historias sobre esa casa, y él conocía muy bien otras historias muy famosas sobre el típico chico que bota la pelota, cae sobre la casa maldita, el niño muy ingenuo va, la busca y más nunca regresa. Pero él no se terminaba de convencer de esas historias y no quería volver con las manos vacías, estaba decidido a buscar el balón.
            Se adentró a trompicones, dando manotazos a diestro y siniestro a las largas espigas de monte, éstas se hallaban verdes por la época de lluvias, cosa que agradecía ya que siempre suelen estar secas y amarillas lo que haría la situación algo más escalofriante.
            Tras una caminata que le pareció eterna llegó al punto donde había visto el balón, pero ya no estaba.
            Debió haberse devuelto, sabía que no debía seguir, pero la casa lo llamaba. Un par de minutos después llegó a lo que en algún momento sería tal vez un bonito porche. La casa se erguía frente a él a duras penas, la madera que constituía las paredes estaba gris y negra en algunos sitios, y parecía no aguantar siquiera el más leve temblor. Examinó el exterior de la casa con la mirada. Las ventanas estaban rotas con cortinas derruidas que se asomaban fuera por la fuerza del viento, el interior de la casa se divisaba negro como boca de lobo.
            Volvió la mirada al porche, había un par de sillas que se miraban una a la otra y parecían no aguantar el peso de una persona, ambas separadas por una mesa de hierro rota. Había también algo que le llamó la atención, un largo móvil que colgaba de una de las vigas de madera que parecía hacer su mayor esfuerzo por mantener el techo en su lugar, con largos tubos y raras formas talladas en plantillas geométricas de madera. De pronto una mujer de piel arrugada como una pasa, con el cabello más blanco que gris y ojos oscuros abiertos como platos apareció detrás del móvil, mirándole fijamente. Oliver se sobresaltó con la presencia súbita de la mujer.
            —Vengo a buscar un… —Las palabras no le salían de la boca, olvidó qué hacía ahí, sabía que no debía haber entrado—, un balón salió volando y-y… cayó aquí en su casa, creo.
            La mujer seguía con la mirada clavada como dos arpones encima de él. No parpadeaba, no respiraba, parecía muerta.
            —De casualidad —Sabía que no debía seguir hablando, tenía que correr de ahí lo más rápido posible, pero quería volver con el balón también—, ¿No lo ha visto?
            Se decía que la mujer se llamaba Anabelle, otros le decían “la loca”, y un par afirmaban que en la casa no vivía nadie y que la mujer se había suicidado hacía mucho tiempo. Ésta no dijo una palabra, se limitó a mirarlo mientras lentamente levantaba la mano señalando con el dedo a sus pies. Oliver bajó la vista y tenía el balón justo frente a él, las cosas cada vez eran más extrañas en ese lugar, se agachó sin quitarle la mirada a la mujer, tomó el balón con manos temblorosas y empezó a dar lentos pasos en retroceso.
            —Mu-muchas gra-gracias. —concluyó Oliver.
            —¿Qué haces aquí? —dijo de pronto la mujer, su voz fue un leve susurro en el viento pero lo percibió tan claro como el agua.
            —Y-yo, solo buscaba la pelota… —Sudaba, el corazón le iba a millón, quería correr pero las piernas parecían olvidarse que eran las encargadas de su cuerpo.
            —¡Vete de este lugar!—Los ojos le brillaban como si ardiera un sol en cada uno—, ¡Aléjate de aquí!
            De pronto un fuerte vendaval le removió el pelo, hizo temblar el alto montarral y también el móvil, que empezó a emitir un sonido de campanas tan característico de los móviles pero tan diferente y único a la vez. Las plantillas de madera emitieron luz, vio figuras, rostros y demás formas a través de la madera que no tenían explicación. De pronto el viento se detuvo, y la anciana ya no estaba.
            Corrió sin mirar atrás, sentía el corazón en la garganta latiendo como un bajo en una discoteca a máximo dar, las ramas le daban fuertes latigazos en la cara y los brazos pero no les dio la mínima importancia. Cuando se tiene miedo las demás sensaciones son solo pequeños atisbos que nos recuerdan que estamos vivos y que el miedo sigue ahí.
            Hasta que por fin llegó a la escuela otra vez, el balón seguía en sus manos no sabía cómo pero ahí lo tenía. Cruzó la calle y entró en la puerta metálica por la que había salido y al llegar al patio de juego vio que ya habían recogido todo. El profesor de educación física estaba de pie mirándole fijamente.
            —¿Por qué has tardado tanto? —preguntó—, luces como si hubieses visto un fantasma ¡estás palidísimo! —rió—, que bueno encontraste el balón.
            Estaba a punto de responder o de intentar articular alguna palabra cuando sintió una punzada fría de aire que pasó por su cuerpo, el tiempo se detuvo, y de pronto un sonido de campanas y tubos huecos llegó a sus oídos, Ding… Dong… penetrando en lo más profundo de su cerebro como ramas de árbol que se extendían a lo largo de su cabeza. Reconoció aquel sonido perfectamente, era el mismo que emitió el móvil de la casa. Bastó con un parpadeó para que el sonido se fuera.
            Todo parecía haber vuelto a la normalidad, excepto la cara del entrenador, donde su ojo no era más que un agujero negro que lucía como una autopista de acceso a su cerebro.
            —¿Qué te pasa muchacho?, no cargas buena cara —rió otra vez, como si no tuviese un cráter en la cara—. Deberías volver a clases lo antes posible, tus compañeros ya subieron al salón.
            No estaba en capacidades de emitir palabra alguna, solo de limitarse a correr sin mirar atrás. Dejó caer el balón de sus manos durante la corrida.  
            A través de los pasillos se cruzó con más de un profesor, algunos le gritaron que no corriera o que fuera más lento pero el hizo caso omiso.
            Llegó al salón, todos sus compañeros de clase levantaron la cabeza súbitamente y posaron sus miradas sobre él. Oliver cruzó a trompicones y la profesora de historia parecía perdida en la pizarra, muy de la mano a su clase de la revolución rusa. 
Divisó un puesto vacío en la primera fila, no a muchos les gustaba sentarse adelante, incluso a él, pero no tenía de otra. Cuando consiguió sentarse el mundo giraba en su cabeza, respiró profundamente para intentar relajarse. Quería volver a casa lo antes posible, lanzarse sobre su cama y dormir todo el día. La clase de historia era la última que tenía, duraba aproximadamente una hora y media. Sabía que esa iba a ser la clase más larga de su vida.
            La profesora se dio la vuelta y miró el aula, Pasó la mirada por cada uno y la terminó posando sobre Oliver.
            —¡Rodríguez!, veo que has llegado —Sabía que estaba preparando una pregunta para él—. ¿En qué año se dio la Revolución Rusa?
            En… —En otro momento seguro hubiera podido responder aquella pregunta, estaba seguro que se la sabía pero su cabeza no estaba en capacidades de responder, así que probó atinar—, ¿en 1910?
            De pronto el tiempo se detuvo por un segundo y el sonido de las campanas volvió otra vez, Ding… Dong… inundando el salón de clases pero penetrando en los rincones más profundos de su cabeza, se estaba volviendo loco.
            Parpadeó y el sonido se detuvo, todo lucía normal otra vez, excepto por la profesora. Parecía cincuenta años mayor, cargaba un cigarro en la mano (más de un par de veces la había visto fumando en la sala de maestros, pero aquel cigarro no lo tenía hacía un segundo) y no paraba de toser sangre que caía en gruesas gotas en el suelo. Le faltaban muchos dientes y los pocos que le quedaban estaban negros, tenía la piel y las uñas amarillentas y los ojos inyectados en sangre.
            Dejó de toser por un momento para seguir hablando.
            —Pues estás equivocado muchacho —sentenció, tosió y miró al resto del salón— ¿Alguien más sabe la respuesta?
Oliver giró la cabeza sabía que podría ser una mala idea, pero lo hizo de todos modos. El salón de clases se había convertido en una carnicería.
A algunos les faltaba un brazo, otros tenían montones de moretones y heridas abiertas que no paraban de sangrar. Algunos estaban totalmente desfigurados, irreconocibles, pero seguían en su sitio, como si nada pasara.
No podía aguantar un segundo más presenciando aquello, tomó su bolso y salió corriendo del salón. Cruzó los pasillos de la escuela con lágrimas de desesperación que corrían por sus mejillas. Tropezó más de una vez pero siguió a toda marcha. Salió por la puerta peatonal, la calle estaba vacía ya que toda la escuela seguía en clase. Le echó una mirada a la casa, pensó en volver a la suya, abrazar a su madre, llorar todo el día, terminar de volverse loco en su casa, tal vez todo cambiaría. Pero, ¿qué iba a pasar si cuando viera a su madre, escuchara el sonido del móvil? No quería ni imaginar.
Saltó la baranda de madera de la casa de enfrente y se adentró en el montarral otra vez. No tenía tanto miedo como antes, se sentía seguro de que lo que pudiera ver en aquella casa no podría ser tan malo como lo que había presenciado en la última hora; al menos eso creía.
Sintió otra vez los latigazos de las ramas y algún par de espinas que lo rasguñaron hasta romperle la ropa en algunas partes. No le importaba, quería dar fin a aquel tormento. ¿Quién sabe si aquello no iba a parar nunca?
Llegó al porche de la casa. Parecía más aterrador que cuando estuvo allí media hora antes. Miró con cara de desprecio el móvil, se acercó a la puerta principal que se encontraba tan derruida como toda la casa; estaba abierta así que le bastó con un leve empujón para entrar.
Estaba en lo que parecía el salón principal, donde no había más que un par de muebles rotos con más de la mitad de la goma espuma saliendo de ellos como una cascada. Las paredes estaban descoloridas y peladas en gran parte de ellas, lo que hacía visible la madera negra en el fondo. Había montones de fotos colgadas, Oliver se acercó, en todas aparecía una mujer que aparentaba unos treinta y cinco o cuarenta y cinco años como máximo. En todas cargaba tapabocas y bata blanca y siempre junta a alguna persona. Las fotos estaban amarillentas y algunas no se distinguían bien.
Siguió adentrándose en la casa, la mujer no parecía dar señales de que estaba en casa. Miró a un lado y vio la cocina —o lo que quedaba de ella—, cruzó el pasillo principal que no era muy largo y llegó a una habitación donde una cama con la mitad de los resortes salidos del colchón acaparaba prácticamente todo el espacio del cuarto. No vio nada que le llamara la atención allí así que buscó en otro lado.
Vio una puerta a un lado del pasillo, al abrirla rechinó hasta más no poder. Unas escaleras descendían hacia una oscuridad por la que no se divisaba ni un atisbo de polvo, daban a lo que pensó sería el sótano. Sabía que había algo allí abajo, en las historias de terror las cosas malas siempre sucedían en el sótano. Miró a los lados en busca de algún encendedor pero no divisó ninguno. Supuso que estaría al final de la escalera, siempre estaban allí en las historias y aquella historia no le estaba gustando.
Bajó escalón por escalón palpando la pared con la mano, cuando la poca luz que llegaba desde la puerta del sótano se hizo escasa, empezó a entrar en pánico. Hasta que por fin llegó al final de la escalera y palpó el encendedor. En el momento en el que encendió la luz la puerta se cerró de trancazo lo que le generó un sobresalto que casi le saca el corazón por la boca. La luz se volvió a apagar, quedó en la oscuridad otra vez.
—Cuéntame chico —empezó una voz, que sonaba en todos lados y a la vez en ninguno—, ¿qué se siente ver la muerte?
—¿Quién eres? —preguntó Oliver al negro que inundaba la habitación, el corazón iba a su máximo dar, sudaba frío y no paraba de temblar—, ¿qué quieres de mí?
—De ti, nada —respondió, hubo un momento de silencio y continuó—. Anabelle García. Mejor conocida como la mejor doctora del Hospital Central del estado, como decían algunos. En el mundo hay gente que tiene todo tipo de don, algunos son excelentes ¿a quién no le gustaría poder hacer algo que alguien más no?, pero no siempre las cosas son como uno las quiere ¿cierto?
—¿Qué demonios es lo que veo en la gente? —Empezó a llorar—, no quiero más esto.
—Guau pero qué débil eres si a poco llevas no más de una hora con el don —la voz rió en lo más profundo de la oscuridad—. En el camino del doctor siempre hay altos y bajos; algunos buenos, otros tristes. Eso fue lo que ocurrió el día que aquella mujer de ojos brillantes llevó a su hijo en brazos, y solo me dijo “sálvalo”, es muy fácil pretender que los médicos somos magos. Hice todo lo que pude, se lo hice saber a la mujer, pero ya era muy tarde el chico se había ahogado en una piscina. La mujer lloró, oh sí que lloró. Me maldijo hasta quedarse sin palabras, estaba acostumbrada pues esas cosas pasan mucho en el terreno de la medicina. Pero en la cara de aquella mujer mientras hablaba noté algo diferente; algo que no era normal.
—¡No me importa una mierda! —exclamó Oliver con voz gangosa resultado del llanto— ¡Quítame esto, quiero volver a ser normal!
Todo seguía oscuro, Oliver trataba de no moverse no sabía qué podía encontrarse, solo se limitó a permanecer quieto y escuchar. Había intentado encender la luz una y otra vez pero no funcionaba.
—¿Y tú crees que yo no quería volver a mi vida? —la voz se detuvo un segundo— Pasó el tiempo, aproximadamente uno o dos meses diría yo cuando recibo un paquete frente a mi casa que solo decía para Anabelle. Abrí la caja y contenía un móvil muy bonito, me gustaban lo móviles pero nunca me había decidido a tener uno, así que dije ¿por qué no aprovecharlo? Dentro de la caja solo había un papel escrito en tinta roja que decía “Disfruta de la larga canción” y por detrás figuraba el nombre de la mujer y su hijo fallecido. Se veía hermoso el móvil guindado, pero tras la primera brisa que lo hizo sonar comenzó el tormento. Me estaba volviendo loca, ¿qué era lo que veía?, ¿por qué lo veía?, ¿cómo puedes tratar siquiera a un paciente al que le falta medio cuerpo pero sigue hablando como si nada pasara?, dejé el Hospital y volví a casa corriendo. Más de una vez intenté deshacerme del móvil pero siempre aparecía. Entonces un día cometí el peor error de mi vida. Me miré en el espejo.
La voz se detuvo y la luz se encendió súbitamente. El sótano se iluminó y también lo hizo el cuerpo que guindaba colgado en medio de la habitación. Oliver se acercó poco a poco, el cuerpo era el de la mujer que había visto en el porche cuando buscó el balón, se veía más joven, sabía que el cuerpo llevaba allí mucho tiempo porque se estaba descomponiendo.
Había un papel en el suelo, lo recogió. Escrito en tinta roja se leía “no mires el espejo”. De pronto el cuerpo empezó a tambalearse como cual niño en columpio. Ding… dong… Era el sonido del móvil que iba a la par con el balanceo del cuerpo. Oliver no podía estar más asustado, tenía que salir de ahí lo más rápido posible.
Dio media vuelta y se vio a través del espejo, que estaba posicionado justo en la pared de enfrente mirando al cuerpo guindado; y mirándolo a él. No tenía palabras para describir lo que vio. Era bastante difícil ver la forma en la que las personas morían, pero verse a uno mismo es otro nivel.
Corrió escaleras arriba con lágrimas en los ojos, apenas respirando y sudando gotas heladas.  Cruzó el pasillo, el salón y llegó al porche. Sacó el móvil de su sitio y se lo llevó a una zona que no hubiera tanto monte. Abrió un hueco con las manos, la tierra estaba húmeda lo que le facilitó el trabajo. Con el hueco ya listo, tomó el móvil con manos temblorosas y ensangrentadas del esfuerzo, y rompió el móvil en todas las partes posibles. Arrancó los tubos, las plantillas de madera, todo lo que pudo y lo lanzó en el hueco que luego tapó.
Miró la casa otra vez, ahí estaba de pie la mujer anciana, con su mirada puesta al horizonte. Oliver lloraba de la desesperación que le daba todo aquello, lo increíble de cómo la vida da un giro tan drástico en prácticamente nada.
            —¡¿Qué quieres de mí?! —reventó Oliver, ya no le quedaban lágrimas pero su voz era un mar de mocos.
            —Yo nada —sentenció—. Lo que se me arrebató no lo puedo cambiar. El móvil ya tiene lo que quiere.
            —¡Pues el puto móvil no va a volver a joder a nadie más!
            —No sabes lo que haces.
            Oliver dio un par de fuertes pisadas al suelo allí donde había enterrado el móvil despedazado y corrió del lugar sin mirar atrás.
            Llegó a la calle, ya era la hora de salida y había muchísimos estudiantes que usaban la salida peatonal lo que inundaba la calle de gente en uniforme. Se adentró entre el montón, vio un par de conocidos pero lo que más le llamó la atención era que todos estaban normales. No había sangre, ni extremidades faltantes, ni cuerpos desfigurados. Divisó a su madre en la acera.
            —¡Oliver!, —exclamó—, la directora me llamó que tuviste un comportamiento extraño hoy así que vine lo antes posible ¿Qué sucede hijo?
            Él no dijo nada, se limitó a abrazarla, cerrar los ojos y sentir el calor maternal como un manto de seguridad.
            Ding… Dong… Empezó en su cabeza otra vez el sonido del móvil. De pronto todo volvió a ser una carnicería a su alrededor, y su madre no era más que un cuerpo ensangrentado. No podía soportar tanto, las piernas le fallaron y cayó desmayado.
            Todo fue negro, sentía en la lejanía un peso que caía sobre él, que lo hundían más y más.
            Despertó sentado en una silla derruida, mirando al horizonte. Conocía aquel lugar perfectamente: era el porche de la casa de Anabelle.
            —Así que te ha ganado, pequeño amiguito. —dijo la anciana mujer, que se encontraba de piernas cruzadas en el asiento de enfrente.
            —¿Cómo llegué aquí? —preguntó exasperado, su voz sonaba diferente— ¡Tengo que volver a cas…
            —Estas muerto, no puedes. —cortó la mujer sus palabras como una guillotina a una cabeza.
            —Me tienes que estar jodiendo… —No tenía respuesta a tal barbaridad.
            —Tu alma, una vez escuchas la música del móvil te conectas en cuerpo y alma con el móvil. Enterraste tu cuerpo, te enterraste a ti mismo muchacho.
            —Pero, no puede ser verdad, ¡estoy aquí!
            —Ve tus manos.
            Las vio, eran viejas y arrugadas, llenas de manchas. No entendía nada.
            —¿Por qué no vas y recoges tu cuerpo? —dijo la mujer señalando en la tierra hacia el punto donde había enterrado el móvil.
            —Pero está roto —replicó.
            —Imposible, un alma nunca se rompe.
            Oliver se levantó, fue hacia el lugar con unas piernas que parecían flotar. Lo que vio allí lo dejó sin aliento. Vio su cuerpo tapeado de tierra que abrazaba con brazos firmes el móvil; era lo mismo que había visto en el espejo. Sacó el móvil que ya no estaba roto como antes y volvió con él.
            —Guíndalo allí —señaló la mujer el techo—, alguien está por venir y debes darle la bienvenida. Busca aquel balón —volvió a señalar ahora a otro sitio—.
            Había un balón de voleibol en lo alto del montarral a unos pocos pasos de él. Lo tomó y se lo dio a la mujer.
            De pronto alguien se abrió paso entre el monte, era un niño de quince años, conocía perfectamente su edad. No podía conocer más a aquel niño.
            —Vengo a buscar un… —dijo mirándolo fijamente, asustado—, un balón que salió volando y-y… cayó aquí en su casa, creo.
Lo supo al instante, nueva voz, manos arrugadas. Se había convertido en Anabelle.


FIN


Nota de interés: Como los conceptos cambian mucho en los países hispanoparlantes, no sé si el concepto que uso yo para móvil sea el mismo en otro país así que aquí dejo un par de fotos J. Suerte a todos.



Consigna: Escribir un relato ―género y tiempo verbal a elección― donde cuentes una historia que creas que va a ganar, inédita, escrita especialmente para el torneo.

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