miércoles, 30 de mayo de 2012

Habitación 30

Por Norma Villanueva.


Dos cuarenta de la tarde, habitación treinta, nada de servicio al cuarto, pago en efectivo; al finalizar, cada quien por caminos separados.
Dos meses han pasado desde que Helena Ross cruzó por primera vez la puerta, en forma de arco, del Austen Plaza y bastó con una mirada a las paredes adornadas con exquisitos cuadros prerrafaelistas para darse cuenta que su vida empezaba a transformase para siempre. Y así sucedió. Cada semana llegaba buscando la droga que la mantenía viva, la droga del placer.
Entró como  cada jueves al lobby del hotel, diez minutos antes del encuentro. Se sentó a leer un libro grueso que siempre llevaba consigo. De vez en cuando, mientras leía, ajustaba sus lentes y apartaba el fleco que  le cubría la frente. Sus manos delicadas pasaban las páginas cuidadosamente. Pasados los minutos se dirigió al registro. Su piel estaba ansiosa por ser recorrida una vez más.
­–Cuarto treinta, por favor. Sin servicio a la habitación. Gracias– dijo mientras sonreía tímidamente al encargado.
Tomó las llaves y se dirigió directamente a la habitación. Mientras recorría los largos pasillos hasta llegar a su destino, sentía como las pinturas colgadas de las paredes añadían, capítulos nuevos al romance que ahí escribía. Lentamente abrió la puerta, dio una mirada a su alrededor, como asegurándose de que todo siguiera exactamente igual al encuentro anterior. Dejó su bolso en el suelo espero sentada de espaldas a la puerta, cerca de la ventana, sólo para ver a los transeúntes pasar. Ahí esperó ansiosa a su amante. Había conocido a Hunt hacía unos tres meses. Le encantaba como sus ojos no escondían su deseo por ella, el recorrido de las ágiles manos de Hunt sobre su cuerpo le quitaba el sueño por las noches, y sus besos la dejaban sin aliento. Simplemente le fascinaba.

A los pocos minutos entró al Austen con paso firme, sin detenerse a mirar, pues del hotel nada le interesaba, a excepción de la habitación treinta. Llevaba cabello negro y corto, gafas de sol, jeans, camisa de vestir y zapatillas.  Abrió la puerta lentamente para tomarla por sorpresa.
– Espero no haberte hecho esperar demasiado–  dijo mientras se quitaba las gafas y una sonrisa traviesa se apareció en su rostro.
–No espere mucho– contestó ella, parándose y rodeando con sus brazos el cuello de su amante.
–No entiendo porque usas este suéter tan grande—dijo mientras metía  sus curiosas manos heladas debajo de la tela.
–La curiosidad mató al gato—contestó sacándose  las manos de Hunt.
–Y el placer lo revivió—añadió entre carcajadas.

La sujetó firmemente de la cintura y delicadamente empezó a besar su cuello; acercando su nariz la empezó a oler, respiró profundo, para guardar su aroma hasta en la última fibra de su ser. Exhaló despacio sobre su piel. Y así, el rito de amarse en la clandestinidad comenzó, una vez más. Lentamente la ropa iba cayendo, no había prisa. Un botón menos, una porción de piel más, piel vibrante, ansiosa. Los cuerpos fríos poco a poco se calentaron entre sí, y la ley de causa y efecto era aplicada una y otra vez, perdiendo la cuenta. Dos cuerpos desnudos, dos corazones latiendo desenfrenadamente en un vórtice de pasión interminable, un viaje en el cual nada era prohibido. Nunca era suficiente, y los límites del placer habían quedado atrás.
En un breve momento Hunt se detuvo para observar a Helena. La miraba directamente a los ojos. Con sus dedos tocó suavemente el contorno de su rostro, pasó  por su mentón, rozó sus labios, como tratando de desenterrar besos escondidos, besos prohibidos. Trazó la línea de su nariz;  una estela de besos siguió al recorrido de las manos de sus manos. Despegó lentamente su cuerpo y un hermoso paisaje justo en frente de sus ojos se reveló: el cuerpo excitado de Helena; recorría su cuerpo con la mirada, sus pechos redondos y pequeños; su torso agitado y sudado. Sus piernas cruzadas, como protegiendo el destino final que Hunt ya trazó; miró nuevamente a Helena, esperando que con eso se rindiera. Una sonrisa le indicó que no sería tan fácil como pensaba. Despacio empezó a rozar su piel, no había necesidad movimientos bruscos. Imitando a un hábil lector de jeroglíficos, empezó a descifrar el código de Helena, mientras más la tocaba menos podía resistirse. Después de unos intentos, sus fuerzas le traicionaron y no tuvo más opción que rendirse, Hunt lanzó una mirada victoriosa y le entregó el mejor de los placeres.
Besos y caricias salvajes, apretones y mordidas, empezaron a marcar el punto de partida que Helena deseó: cuando Hunt se separó de sí, y sus manos hicieron lo que les plació. La recorrieron, la acariciaron, la marcaron, la apretaron más y más. Su boca era incontrolable. La besó, la mordió, le sanó las heridas, le susurró al oído. Y sus ojos… simplemente le desnudaron el alma, la dejaron desarmada. Lista para entregarse. Cuerpos calientes, sudados, húmedos, a punto de explotar, buscando ese momento, en el cual sus cuerpos se encontraron listos para dejar de ser dos, y en una especia de danza sensual ser uno solo, aun que sea por un par de segundos.
Un largo gemido, seguido de silencio absoluto. Respiración entrecortada, suaves caricias. Miradas cómplices, débiles risas. Ahí estaban… dos cuerpos tendidos, desnudos, entrelazados, jadeantes, deseosos de comenzar este rito de nuevo. Tocándose sin tocar. Borrachos de placer.
“Te quiero”. “Te quiero solo para mí”; “te quiero aquí y ahora”… “Te quiero muchísimo”. Estas palabras resonaron en la habitación. Ya no se sabía quien hablaba o quien escuchaba. Las palabras simplemente flotaban en el ambiente. Lentamente sus brazos se entrelazaron, sus piernas se unieron, sus cuerpos sabían cómo amarse y también conocían como quedar tendidos uno a la par del otro. Descansaron.
Abrieron los ojos casi al mismo tiempo. Helena tomó la cara de Hunt entre sus manos. Acarició su cabello y besó su frente. Se miraron a los ojos por un buen rato, sonrieron. Con las manos acariciaron sus cuerpos; desearon que el tiempo dejara de existir para prolongar su aventura. Los besos comenzaron de nuevo, como un constante goteo. Buscaron el calor de sus cuerpos; más no deseaban volverse amar, solo congelar este momento, grabar sus miradas, tallar en el alma sus caricias, guardar el olor de sus cuerpos. No necesitaron palabras, pues cada latido lo confirmaba. Mas la tristeza se apoderó del rostro de Helena.
–El tiempo casi se ha agotado ¿verdad?—murmuró Hunt  mientras la apretaba contra su pecho.
–Quisiera detenerlo, Hunt—  dijo ella.
– ¿Hunt? – preguntó con asombro
–Simplemente me gusta tu apellido… Regina, Regina HUNT—terminó diciendo con una sonrisa.

2 comentarios:

  1. ¡Me ha gustado muchísimo! El final es muy original y fresco y da qué pensar sobre los estotipos :)¡Genial!¡Felicidades Norma!

    ResponderEliminar
  2. perdón, se me quedó enganchado el teclado: ESTEREOTIPOS

    ResponderEliminar