jueves, 10 de mayo de 2012

Violette

Por Ester Carillo.

Basado en «El retrato oval» de Edgar Allan Poe.

Aquella mañana lluviosa de finales de noviembre, mientras desayunaba con su mujer, Monsieur Babin apuró su segunda taza de café.
—Francamente querida, no sé si debo cancelar la exposición—comentó mientras le entregaba el periódico—Me parece de muy mal gusto seguir adelante con ella…dadas las circunstancias.
Madame Babin, pesada y malhumorada por su avanzado estado de gestación miró a su marido con desaprobación. Su ridículo marido y su intachable sentido de la corrección. La corrección no pagaba el alquiler, no ponía comida en la mesa y no se encargaba de que sus hijos tuvieran ropa sin remiendos.
—Te equivocas querido, ¡ahora más que nunca debes celebrar la exposición! ¡Las ventas se duplicarían! ¡La muerte vende! — contestó su mujer— ¡Podríamos mudarnos a una casa más grande e incluso tener doncella!
Monsieur Babin contempló a su esposa retorcerse de placer en la silla cuando mencionó la palabra “ventas”. La sed de dinero que tenía aquella infeliz la consumía tanto como el niño que crecía en su interior y que, si no había complicaciones nacería en el plazo de un mes.
—No hay duda de que eres hija de tu padre, ¿eh? —susurró éste lo suficientemente bajo para que ella no lo escuchase.
Su suegro era un prestamista de sobra conocido en el barrio por su escasa bondad y su abrumadora codicia. Hacía ya algunos años le había prestado el dinero para abrir una pequeña galería de arte a orillas del río Sena, que, si bien no le daba al matrimonio la oportunidad de vivir como marajás, sí les permitía hacerlo con relativa comodidad. Nada les sobraba pero tampoco les faltaba.
Cogió el periódico y volvió a releer por enésima vez la noticia sobre la trágica muerte de Marcel cuyo cadáver había sido encontrado de madrugada flotando en el río.
Marcel Neville era un joven muy conocido en el mundillo del arte. Era un genio ecléctico: durante mucho tiempo fue pintor, cartelista, coqueteó con la escultura y la poesía, hasta que se decantó finalmente por la fotografía; su último capricho.
Para colmo, envolvía a Marcel una leyenda negra de “enfant terrible”, el perfecto héroe romántico; una especie de Lord Byron a la francesa que hacía a veces imposible separar la realidad de la ficción, el hombre del mito.
Decían las malas lenguas que había sido discípulo de Paul Cezánne hasta que éste le despidió tras haberle sorprendido “in fraganti” con una de sus amantes. Marcel era un ave nocturna, pendenciero, mujeriego y adicto al juego.
Consumidor habitual de opio e invocador del “Hada Verde” quien le visitaba noche tras noche tras haber bebido generosos vasos de absenta.
Se decía que jamás dormía, a penas comía y que si estaba vivo se debía a un pacto con Lucifer. Rondaba siempre los bajos fondos en busca de amor, compañía o simplemente, inspiración para sus creaciones.
Participaba tanto en tertulias políticas en cafés como en timbas clandestinas o mesas de espiritismo en locales mugrientos. Había sido acusado en más de una ocasión de diversos incidentes diplomáticos por acostarse con la mujer equivocada.
Era entonces el artista, una figura que invitaba a la controversia. Amado y odiado a partes iguales: admirado por unos y difamado por otros. El que para sus muchos detractores era una flor de un día, para sus seguidores Marcel ya era un icono del París de finales del siglo XIX, una ciudad moderna que avanzaba hacia el futuro.
Y ahora Marcel estaba muerto y sin duda Paris avanzaría sin él.
La estridente voz de su insufrible esposa consiguió sacar a Monsieur Babin de su reflexión:
— ¡Y podré estrenar enaguas con encaje todos los días! —soñaba ella en voz alta.
Dejándola absorta en su propia fábula de “La Lechera”, Monsieur Babin guardó su reloj de bolsillo, se puso el sombrero, acarició las suaves cabecitas de sus cuatro hijos mayores que se dedicaban a tirarse migas de bollo los unos a los otros, y les pidió que fuesen buenos con su madre. Finalmente, partió hacia la galería de arte llevando el periódico bajo el brazo.
Una vez allí, se puso manos a la obra. Al final había decidido continuar con el plan previsto: iba a exponer la colección de fotografías de Marcel pese a que éste hubiera muerto. La exposición se celebraría al día siguiente, por lo que debía comprobar que las fotografías se colocasen correctamente y en el orden adecuado en las paredes de la sala.
Cuando Monsieur Babin informó a Pierre, su joven ayudante del trágico final de Marcel, éste no se lo podía creer.
—¡Cómo es el destino, patrón! Hace dos días, cuando vino aquí a entregar las últimas fotografías de su colección, estaba vivito y coleando, ¡y ahora está en una caja de pino!
Encargando a Pierre la distribución de las fotografías, se encerró en su despacho y revisó el correo. Intentó centrarse en su trabajo atendiendo llamadas de teléfono y comprobando facturas, pero la repentina muerte de su colaborador le había afectando más de lo que esperaba. Al haber sido Marcel un hombre tan singular se había generado muchos amigos, pero también muchos enemigos celosos de su gran éxito. Según la noticia, la policía estaba casi segura de que su muerte se debía a un accidente tonto: iría borracho y se habría caído al agua; pero, ¿y si alguien…?
Como curiosidad, el artículo informaba que Marcel presentaba en una de sus muñecas un nombre escrito en tinta: “Violette”
Dos meses antes del suceso que nos ocupa, una bella joven llamada Violette Petit entró en un café del pintoresco barrio de Montmartre.
 —Una copita de oporto, por favor—dijo dirigiéndose al camarero detrás de la barra.
Se sentó en una mesa pegada a la ventana desde donde tenía una preciosa perspectiva de la basílica del Sagrado Corazón y sus innumerables escalones, la cual se había terminado de construir hacía relativamente poco.
Harta del continuo desdén con la que la trataba su madre y las constantes palizas a las que la sometía su padrastro cada vez que se emborrachaba, Violette decidió que ya había aguantado bastante; abandonó el pequeño pueblecito donde vivía cerca de París y se mudó a la capital en busca de una vida más fácil.
Probó suerte como lavandera, doncella y niñera hasta que un buen día un hombre que se presentó como pintor, la acechó en un parque mientras vigilaba a los niños de la familia para quien servía. La dijo que era hermosísima, de una belleza clásica, como “si fuese una estatua de mármol”, fueron sus exactos términos. La ofreció trabajar como modelo, a ella le gustó lo que escuchó y aceptó la oferta.
De eso había transcurrido ya un par de años, y Violette había pasado de ser una principiante, a ser una reputada modelo con la que todos los artistas se morían por trabajar.
Por eso, estuvo encantada de leer en el periódico que el controvertido artista Marcel Neville buscaba modelos para una exposición de fotografía que se iba a celebrar próximamente. Esa era la razón de encontrarse en Montmartre aquella mañana; el estudio de Marcel estaba justo al lado del café donde se había metido a hacer tiempo hasta que fuese la hora de la entrevista.
—Su copita de oporto y unas galletitas para que baje mejor, madeimoselle—dijo amablemente el camarero colocando el servicio en la mesa.
—Muchas gracias—contestó ella devolviéndole la sonrisa mientras bebía el licor a sorbitos.
De pronto sintió que le faltaba el aire; se ahogaba y no podía respirar. Se apresuró a ir al aseo donde se desabrochó los botones del cuello de su vestido y tosió hasta sentirse mejor. Se llevó su pañuelo con flores bordadas a los labios. ¡Aquellas manchitas de sangre otra vez!
Permaneció allí hasta que su respiración se hizo regular y el corazón dejó de latirle en la sien. Se refrescó la cara congestionada y perlada de sudor con abundante agua y por último se pellizcó las mejillas para devolverlas algo de color.
Ya estaba lista para su entrevista con Marcel. Apuró el oporto de un trago, dejó las galletas en el platillo y salió del café en dirección al estudio. 
Aquella mañana Marcel Neville estaba de mal humor. Llevaba tres horas entrevistando a modelos y haciéndolas fotografías, pero todavía no había dado con la mujer idónea.
— ¡No, no y no!, ¿Qué entiende usted por una pose natural? ¡No sonría! ¡Si quisiera sonrisas me iría al circo a fotografiar payasos! —gritó Marcel a la pobre muchacha que estaba impaciente sentada en el taburete.
—Perdone Monsieur; ¿qué tal así? —dijo esperanzada la joven colocándose de nuevo.
—Déjelo, recoja sus cosas y salga de aquí. ¡No puedo creer que Babin me haya recomendado a semejante esperpento!
La modelo salió del estudio dando un portazo y Marcel se sentó a repasar las fotografías que había tomado hasta el momento. Estaba muy satisfecho con la inmensa mayoría de ellas; las que mostraban las calles de Paris o parajes rurales. Pero todavía no tenía suficiente material de retratos femeninos y sentía que el tiempo corría en su contra, pues la exposición en la galería de Monsieur Babin iba a ser su debut como fotógrafo y quería que todo fuese un éxito.
Llamaron al timbre y Marcel abrió la puerta topándose con la muchacha más bella que había visto en su vida: tenía el cabello color miel recogido en un sencillo moño, ojos almendrados, piel blanquísima y labios rosados y sugerentes.
—Buenos días Monsieur Neville, vengo por lo del anuncio—dijo ella a modo de saludo.
—Claro, claro—atinó a decir Marcel todavía impresionado por la deliciosa aparición de la joven—Pase al estudio Madeimoselle…
—Petit; Violette Petit—recalcó ella.
Marcel indicó a Violette que se sentase en el taburete, él se colocó detrás de la cámara y pidió que posase con naturalidad.
—¡Esa! ¡Esa es la pose! ¡No te muevas por favor! —exclamó Marcel jubiloso.
Violette permaneció muy quieta y esperó a que el artista hubiese tomado unas cuantas fotografías. Después, él pidió que cambiase de postura y que mirase de lado.
—Eres bellísima—comentó él sin poder parar de retratarla.
Resultó ser una mañana de lo más productiva. Violette posaba con una naturalidad innata; como si se hubiese pasado la vida entera posando. Parecía que Marcel y Violette habían trabajado siempre juntos. Desde el principio, ella admiró la dedicación y pasión que vertía en su trabajo, y él perdió irremediablemente la razón por ella.
Marcel se sintió satisfecho como nunca antes había experimentado. Tras mucho esperar había encontrado finalmente a su musa, y al poco tiempo, la relación artística que les unía pasó a ser una relación amorosa.
Al principio, la pareja pasaba los días alegres y despreocupados mezclando arte con placer. Sin embargo, conforme se fue acercando la fecha de la exposición de fotografía, algo cambió en Marcel.
Se había vuelto huraño e intratable. Durante el día, sometía a su musa a interminables sesiones fotográficas y por la noche, se encerraba en el cuarto de revelado estudiando poro a poro el rostro de Violette.
Llevaban días enclaustrados en el estudio. Ya no paseaban por los Campos Elíseos, no acudían a tertulias en cafés y ya no reían. Muchas veces, Violette se sentía como una prisionera en ese microcosmos nocivo que ella misma había ayudado a construir.
El nuevo estilo de vida de la pareja no había hecho más que perjudicar la salud de Violette. No recibía aire puro ni se acordaba de cuándo había visto el sol por última vez; pues Marcel había colocado espesos cortinajes negros cubriendo los ventanales del estudio, ya que estaba convencido que la luz solar hacía peligrar la calidad de las fotografías. Además, las partículas de bromuro que se creaban cada vez que la cámara disparaba una instantánea se adherían a sus pulmones, dificultando aun más su respiración.
—He pensado que esta tarde si no llueve podríamos dar un paseo por las Tullerías. Están preciosas en otoño con las hojas de los árboles esparcidas por el suelo—se atrevió a sugerir Violette mientras posaba  recostada en un sofá.
—No me interesan las Tullerías. No es arte. El arte está en esta habitación. El arte eres tú. Eres bellísima—contestó Marcel sin levantar la vista de la pila de fotografías que tenía en la mesa.
Violette entendió que volver a sugerir cualquier plan en el exterior estaba fuera de toda cuestión hasta que la exposición de fotografía hubiese concluido. Y así lo ansiaba ella, tachando noche tras noche un día más en su calendario imaginario.
Por fin llegó el día en que Marcel se sintió satisfecho con su producción. Guardó las fotografías con sumo cuidado y partió a llevarlas a la galería de Monsieur Babin. Una vez allí se las enseñó:
—Son unas fotografías magníficas, de una gran calidad. ¡Nada se te resiste, Marcel! —comentó ilusionado Monsieur Babin.
—Gracias. Lo cierto es que me ha inspirado mi musa—contestó Marcel
—¿Te refieres a Marie Pelletier, la modelo que te recomendé?
—No, ella no; la tuve que despedir. No me inspiraba en absoluto—dijo entregando a Monsieur Babin una paquete de fotografías que aun no habían visto—Me refiero a ella.
El dueño de la galería revisó una a una las innumerables fotografías que había realizado el artista de la nueva modelo. No se sorprendía de que Marcel hubiese despedido a Marie Pelletier, porque la muchacha era sencillamente espectacular.
—¿Cómo se llama la joven? —preguntó Monsieur Babin.
—Todavía no lo he decidido—contestó enigmáticamente.
—¿Y qué título debo darle a sus fotografías para la exposición?
—De momento se llamará “Retrato de una muchacha”. Pero no te preocupes; se me habrá ocurrido un nombre espléndido antes de la inauguración.
Monsieur Babin negó con la cabeza sonriendo. ¡Estos artistas eran a veces tan pedantes y misteriosos! Pero lo que le importaba ahora era el negocio. Era muy consciente del maravilloso trabajo que había realizado Marcel y de que sin duda iba a reportar a la galería muchas ganancias.
Cuando Marcel llegó al estudio, informó a Violette de las buenas noticias y ordenó que se preparase porque iban a comer fuera para celebrarlo. La pareja pasó una jornada tranquila y feliz: comieron en un buen restaurante y pasearon por las calles parisinas hasta el anochecer, cuando regresaron a casa.
Violette no cabía en sí de gozo, ¡por fin hacían cosas como dos enamorados normales! No obstante, sabía lo muchísimo que se había esforzado Marcel porque todo saliese correctamente; apenas había dormido durante la última semana y solo se acordaba de comer cuando ella le obligaba a hacerlo.
A la mañana siguiente, mientras estaban sentados en el sofá, Marcel que se había quedado dormido en brazos de Violette, abrió los ojos al sentir un ligero cosquilleo en la muñeca.
—¿Qué me estás haciendo, mi amor? —sonrió mirando con ternura a la muchacha.
—Te estoy escribiendo mi nombre con tinta, para que nunca te olvides de mí—contestó.
—Eso es imposible te lo aseguro. A propósito de tu nombre…tenemos que hacer algo con él.
—¿Con mi nombre? ¿Qué demonios pasa con él? —preguntó.
—Violette Petit; “pequeña violeta”. Es vulgar, impropio de ti. Violette Petit es nombre para una doncella, para una lavandera o para una niñera; pero no para ti. Tú eres bellísima, una divinidad, y te mereces un nombre que esté a tu altura. ¿Qué te parecería llamarte como una de las nueve Musas?, ¿y cómo una de las siete Pléyades?
Violette contemplaba a su amante horrorizada.
—¡No! —gritó— ¡No quiero que me cambies el nombre! ¡No me importa que sea vulgar! ¡Es mío!
Por toda respuesta, Marcel se dirigió a la mesa de trabajo donde había dejado el montón de fotografías que había rechazado para la exposición y empezó a revisarlas.
—Estas fotografías…aun se pueden salvar—contestó Marcel enfrascado en su obra—todavía estoy a tiempo de llevárselas a Babin.
—Marcel te amo, ¿y tú a mi? —replicó Violette notando como las lágrimas empezaban a resbalar por sus mejillas.
—Tal vez podría incluir ésta, o bueno, estas dos de aquí…—Marcel estaba muy lejos del estudio y de Violette; sumido en su retorcido mundo creativo.
—¿Y tú a mí? —repitió Violette sin importarle ya que el hombre al que amaba la viese llorar.
—Por favor, deja que te fotografíe una última vez; una nada más. Serán solo cinco minutos. La revelaré de inmediato y en cuanto esté lista se la llevaré a Babin a su galería— imploró.
—Pero me prometiste…—susurró la desolada muchacha.
Marcel hizo un gesto de súplica con las manos entrelazadas intentando conmoverla. Violette se resignó, sabiendo que esos cinco minutos que prometía Marcel se acabarían convirtiendo en cinco horas. Se secó las lágrimas y se sentó en el taburete para que la fotografiase. Cuando hubo terminado Marcel exclamó:
—¡Eres bellísima!¡Esta fotografía es la Vida!
Violette no podía respirar. Intentó desabrocharse los botones del cuello del vestido y comenzó a toser violentamente. Llevándose una mano a la boca pudo comprobar que salía manchada de rojo. En cuestión de segundos, Violette caía sin vida sobre el suelo del estudio, con el rostro pálido, los ojos fijos y los labios ligeramente entreabiertos desde donde se deslizaba un fino reguero de sangre y mucosa en dirección a la barbilla.
Marcel observó la escena paralizado en la silla. Después, corrió hacía donde se hallaba el cuerpo de la que había sido su musa. Se arrodilló ante ella y despejó de su frio rostro unos cuantos mechones que se habían soltado de su peinado. La besó suavemente en sus labios exangües y volvió a colocarse detrás de la cámara tapándose la cabeza con el manto negro.
—Antes retraté la vida, haré lo mismo ahora con la muerte—susurró Marcel mientras tomaba una fotografía al cadáver de Violette. —Mañana mismo entregaré las dos fotografías a Monsieur Babin, ¡ellas supondrán el broche de oro para mi colección!
Pero como ya sabemos, Marcel no llegó a hacer tal cosa. Pasó las horas siguientes fumando opio y bebiendo absenta sintiendo un desasosiego incapaz de calmar. Y ya de madrugada, cuando fue expulsado de la última taberna a orillas del Sena que permanecía abierta, empezó a vagar sin rumbo por la calle adoquinada y húmeda.
—¡Violette! ¡Violette! —se desgañitó Marcel en medio de la noche—¿Dónde estás? ¿Dónde estás, Violette?
De pronto, Marcel sintió cómo una fuerza sobrehumana le arrastraba hacia la orilla del rio sin que él pudiera hacer nada por impedirlo. Cayó al agua y ya no sintió nada más.
Madame Babin tenía razón: había sido una gran idea continuar con la exposición de fotografía pese a que su autor hubiese fallecido horas antes. Un sinfín de expertos en arte y curiosos habían acudido aquella tarde a la galería. Todos coincidían: Marcel era un genio.
A Marcel finalmente se le realizó la autopsia y la policía estuvo en lo cierto: muerte por ahogamiento y una dosis muy elevada de alcohol en sangre. Sin embargo, con lo que no contaba la policía cuando fue a registrar su estudio, era la desagradable sorpresa que se iba a encontrar allí: una muchacha muerta y fotografías de la misma esparcidas por todo el suelo de la habitación.
Más sorprendente fue todavía, el hallazgo al revelar el contenido de la cámara fotográfica de Marcel: dos fotografías de la joven fallecida. En la primera estaba todavía viva, tenía el gesto triste y se notaba que había estado llorando. En la segunda ya estaba muerta, con un rictus que reflejaba que los últimos instantes de su vida habían sido especialmente dolorosos.
La fiesta de inauguración había sido un gran éxito. Se habían servido muchas botellas de champán, el público había comprado muchas fotografías y todos habían disfrutado.
Cuando el último invitado se hubo marchado, Monsieur Babin se quedó solo dentro de la galería vacía y recorrió una a una todas las fotografías que había realizado Marcel. Finalmente, llegó a una que mostraba el hermoso rostro de Violette. Monsieur Babin leyó el título del retrato en una cartulina rectangular: “Retrato de una muchacha”.
—Nunca llegué a saber tu nombre—susurró con dulzura a la joven del retrato—Marcel nunca te lo concedió.
Monsieur Babin comprobó que todas las luces estuviesen apagadas. Cerró la puerta de la galería con llave y se marchó a su casa donde se encontraría con una muy feliz esposa planeando en qué gastarse todo el dinero recaudado. Fue una suerte que se hubiese marchado de la galería en ese momento, porque sin duda se hubiese llevado un susto de muerte: en el instante en que apagó la luz de la sala, el bellísimo rostro de Violette se transformó en lo que ella era ahora: un cadáver.
FIN

No hay comentarios:

Publicar un comentario