miércoles, 13 de junio de 2012

Autonomía esporádica

Por Mauricio Vargas.


   Estaba avanzada la tarde y la multitud aún permanecía agolpada en la entrada del apartamento. Andrés, que había decidido trabajar algunas horas de más, llegó cansado y lo último que quería eran problemas. Nadie lo notó cuando terminó de subir las escaleras corriendo.
—¡Qué está pasando! —exclamó abriéndose paso entre la gente con su portafolio en la mano—. Permiso, permiso.
—No puede pasar. Labor policial. —El uniformado lo detuvo poniéndole la macana en el pecho.
—¡Yo vivo aquí!
—¿Es el señor Adrián López?
—El mismo.
—Discúlpeme —dijo el sujeto haciéndose a un lado para dejarlo pasar.

   El interior estaba hecho un desastre: los muebles estaban patas arriba, los cuadros estaban rotos en el suelo y un cristal de la ventana estaba hecho añicos. Uno de los policías recogía con una pequeña aspiradora los diminutos fragmentos esparcidos por el linóleo; los demás, corrían de aquí para allá, pasándose información y recopilando datos en los delgados tableros de análisis que tenían. Adrián se acercó al tipo de gabardina verde que dirigía toda la operación con sus manos obstinadamente puestas en la cintura.

—¿Me puede decir qué está pasando aquí? —le preguntó.
El tipo se dio la vuelta, inexpresivo, y lo miró detenidamente.
—Usted es Adrián, ¿no es cierto? —Antes de que Adrián pudiera responderle, miró la pantallita de su tableta digital y confirmó con un movimiento de cabeza—. Me presento: detective Arciniegas —lo saludó con un apretón de manos firme—. ¿Puede responderme unas preguntas?

  Adrián quería entrar, inspeccionar, ¡Era su hogar!, pero sabía cuán dura se había vuelto la ley después del 2100. Prefirió dejar su portafolio sobre una silla, quitarse la gabardina y limitarse a responder. Era lo básico: Su nombre completo y su profesión. No era más que un ingeniero de treinta años que le temía a la soledad. Vivía con Benedict hace siete y la relación, hasta ahora, había sido normal hasta ahora. Sólo había salido para su trabajo y había regresado cansado para encontrarse con aquel problema.

—Muy bien —dijo Arciniegas al detener la grabación del testimonio—. Le informo: según el testimonio de su vecina, a eso de las cuatro y veinte de la tarde escuchó un alboroto en este apartamento. Salió y les tocó la puerta, pero nadie abrió. Parecía que estuvieran destruyéndolo todo. Luego, los demás vecinos empezaron a salir y decidieron abrir la puerta a la fuerza, pero fue demasiado tarde… ¿Cómo es que se llamaba su compañero? —Revisó la pantallita de nuevo—. Ah sí, Benedict. Pues cuando entraron, el cuerpo de Benedict ya estaba flotando en la tina. Ahí fue cuando nos llamaron. Hemos tomado algunas fotos para guardar en el archivo.
Arciniegas puso su mano en la espalda de Adrián y lo condujo por el pasillo hasta el baño.
—Hubiera venido antes, pero doña Manuela no pudo avisarnos porque no tiene su código móvil.
—Comprendo —respondió Adrián mirando la luz que salía del baño—. No hablamos mucho, pero siempre me saluda.

  Los dos agentes que trabajaban en el baño salieron para que Adrián pudiera revisar a su gusto. El cuerpo de Benedict flotaba boca abajo. Adrián se acercó y tocó su piel fría. Arciniegas jamás se dejaba emocionar por su trabajo. Sólo le dio unas palmaditas torpes en la espalda.
Pasó una hora y la policía terminó el trabajo. Se llevaron a Benedict para terminar de hacer el papeleo, recogieron los materiales y dispersaron a la multitud. Adrián se ocuparía de recoger el desastre.


  Lo primero que hizo Adrián a la mañana siguiente fue llamar a la empresa y solicitar otro compañero.
Él había sido el responsable de todo. Había olvidado desactivar a Benedict antes de irse a trabajar. Era una precaución contra  la «Autonomía esporádica», un problema que algunos años antes había puesto en riesgo el derecho de los países sub-desarrollados al acceso de la producción en masa de robots. Las grandes naciones lo tenían bien controlado, mientras que en los demás países aún lidiaban con ese problema, a pesar de los enormes intentos por mejorar los diseños.

  Adrián procuraría hacerse a uno mejor, más sofisticado que el antiguo Benedict. Según decían los comerciales de la televisión privada, habían logrado mejorar sobremanera la «Autonomía esporádica» con un sistema de reconocimiento de soledad, en caso de que el usuario olvidara desactivarlo. Se suponía que era totalmente preventivo, pues abusar de la mejora suponía un serio problema con la empresa fabricante; multas, cursos presenciales, prohibición de adquisición futura, en fin.

—¿Hay algún modelo nuevo disponible? Tuve un inconveniente con el que tenía, por aquello de la autonomía…
—Oh sí —le interrumpió el funcionario con una risita—. ¿Sabe una cosa? Jamás pensé que se fueran a presentar problemas con eso. Pero hay gente para todo, incluso para olvidar presionar un botón.
Adrián no pudo objetar nada. ¿Qué le costaba presionar el botón antes de salir? Aunque también había corrido con mala suerte. Algunas veces, el robot que se enloquecía quedaba averiado, y la reparación no costaba mucho. Pero Benedict había llenado la tina con agua y luego había caído estúpidamente en ella.
—Entonces, ¿tiene algo para mí? —dijo ignorando la insolencia del funcionario.
Sí que lo había. Le informaron que el modelo Z390-2 estaba disponible, aunque muy costoso debido a los pocos ejemplares. Eso no fue problema. Recién le habían pagado en el trabajo y podía darse el lujo, incluso de que se lo enviaran ese mismo día.
—¿Nombre genérico o alguna solicitud en especial? —le preguntaron.

  Adrián había repasado la lista de posibles nombres que le había llegado con el primer robot, pero no decidió cambiarlo. Haría de cuenta que era el mismo Benedict, solo que con algunas mejoras. El nombre iría estampado en el brazo izquierdo. Antes venían en el pecho, como una tarjeta de presentación , pero se veían totalmente ridículos.

—Hoy mismo le llega su encargo.
—Muy bien. Gracias. —Colgó.

  Todo fue de maravilla con Benedict, desde el momento en que llegó la enorme caja metálica.

—Benedict es tu nombre, ¿entendido —dijo Adrián después de presionar el botón de activado.
—Sí señor…
—Adrián.
—Sí, señor Adrián.

  Con aquella voz inexpresiva respondía a todas las órdenes. Benedict funcionaba de maravilla, mejor que su versión anterior. Era servicial y obediente. Al día siguiente, Andrés salió para el trabajo y lo dejó sin apagar para confirmar si había habido alguna mejora de la «Autonomía esporádica», incluso si se arriesgaba a llegar y encontrar todo hecho un desastre. No quería volver a pagar por todos los daños; ¡el seguro no le había ayudado en nada!

—¿Saben lo que son ustedes? ¡Unos malditos hijos de puta! —le había gritado por el teléfono.
—…si desea hacer otra consulta, favor vuelva al menú principal marcando asterisco.
A veces las máquinas eran irritantes, pero al menos las tenían. Mucho habían protestado para que Estados Unidos les enviaran, al menos, un poquito de todas esa tecnología que estaba desarrollando.
—Si lo desean, nosotros nos encargamos de toda la fabricación y distribución. Hay bastante gente capacitada para llevarlo a cabo, ¿saben? —dijo uno de los presidentes en representación de los otros países.
Estados Unidos estuvo de acuerdo. Sólo distribuiría materiales y herramientas.
Cuando Andrés regresó a su apartamento, todo estaba en orden. Benedict estaba desactivado, recostado a una pared. Se había propuesto no olvidar la operación antes de salir, pero lo hizo muchas veces. Menos mal nunca se salió de control.
¡Qué buena elección había hecho! Incluso llegó a agradecer por la falla que había sufrido su antiguo Benedict. ¡El cambio de un modelo a otro era impresionante! Había que reconocer la gran labor de los desarrolladores de su país. Por fin habían podido controlar los estúpidos deseos de los robots por revelarse.


Cinco años después, la sala de velación estaba muy concurrida. Todos los asistentes se paseaban nerviosos, lamentándose. El único que permanecía de pie en un rincón era Benedict, con un ramo de flores entre sus manos.
—Qué buen muchacho era —le comentaba una señora a otra.
—Sí. Una lástima que se nos haya ido —decía secándose suavemente los ojos con un pañuelo—. Era un joven muy talentoso. Y responsable. Hubiera podido ser un padre ejemplar.
Benedict las analizaba, pero no podía identificar quiénes eran. Jamás había salido de ese apartamento. Ahora podía darse cuenta de todo lo que se había perdido.
Ciertamente, el sistema operativo de Benedict tenía controlada la «Autonomía esporádica», pero no era tan poderoso para erradicar la posible sublevación. Por ahora, sólo se prevenía mediante la información básica programada. El error consistía en que para poder evitarlo, debía suministrase información detallada sobre la libertad.
Benedict lo tenía claro. La «Autonomía esporádica» había fallado en que se desataba en ausencia del amo, pero se delataba a su regreso. Pero él era un modelo avanzado. Estudió lo que sucedería si nunca había tal regreso y los resultados fueron bastante satisfactorios.
Habían pasado dieciocho horas desde el asesinato y hasta ahora todo marchaba a la perfección. Una vez salieran de la funeraria para enterrar a su amo, la libertad sería toda suya. Obviamente no lo iban a reasignar. Con ese peligroso descubrimiento,  lo buscarían y lo destruirían. Pero según sus datos geográficos, existían muchos caminos por recorrer. Podría resistir hasta lo imaginable, pues no  sufría de las precarias necesidades del ser humano.

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