miércoles, 13 de junio de 2012

Déja vú


Por Angie Leal Rodríguez.


Meyrin, Ginebra.  Noviembre, 2034.


Prácticamente todo estaba en silencio, lo único que rompía la monotonía de ese árido, sofocante y acalorado lugar era un zumbido constante y apenas perceptible.
Lo que pocos años atrás había sido un reconocido centro industrial y científico de fama mundial había desaparecido, como casi todo en la superficie del planeta que alguna vez fue conocido como “el planeta azul”; es curioso, ahora ese nombre no lo describiría en lo absoluto. La belleza de sus paisajes y la sonrisa de las personas felices habían desaparecido por completo, lo mismo que los animales y los ecosistemas, de hecho, hasta la raza humana estaba a punto de extinguirse y ser solo un recuerdo perdido en los anales del tiempo.
Sentados sobre lo que parecían ser restos de ladrillos, cobijándose de los impasibles rayos del sol a la sombra de un desvencijado cobertizo estaban dos hombres, uno de ellos si acaso sobrepasaba los veinte años y el otro reflejaba en su rostro el paso de los años y esa peculiar mezcla de melancolía y nostalgia típica de quien alguna vez lo tuvo todo y lo perdió.

—Muchacho —dijo apesadumbrado el anciano—, es increíble la forma en la que todo se va al carajo; recuerdo el día en que pisé por primera vez estas tierras extranjeras, yo no sé por qué dejé mi patria y decidí probar suerte aquí.
—¿Por qué dice eso, señor? —inquirió el joven.
El anciano empezó a describir la sucesión de imágenes que llegaban a su memoria, no sin cierto dejo de tristeza en la voz.
—No me llames señor, déjate de formalidades, solo dime Santiago, ése es mi nombre —hizo una pausa breve como para retomar el hilo de sus recuerdos—. Tenía apenas treinta años cuando, después de haber terminado con éxito el Doctorado en Física Nuclear en una de las mejores instituciones educativas del mundo, me llamaron para proponerme que colaborara en un importante proyecto-suspiró, cerró los ojos unos segundos y calló.
—¿De qué país viene usted, Santiago? —quiso saber Bernard, con un remolino de preguntas en mente para su recién conocido amigo—.  Cruzarse en el camino con un ser humano en esta época era un privilegio que muy pocos podían tener, algo que, sin duda era una de las pocas cosas que podían disfrutarse antes de que todo acabara para siempre.
Santiago continuó contándole su historia, aunque de repente se interrumpía para voltear al cielo y cubrirse lo más posible de la implacable lluvia de meteoritos que cubría la superficie. No quería correr la misma suerte que los casi seis mil millones de terrícolas y terminar pulverizado por un gigante rayo desintegrador de partículas, absorbido por un poderoso agujero negro o, en el mejor de los casos, abducido por alguna nave extraterrestre.
—Yo vengo de la tierra del maíz y los mariachis, sí, de México; pero, como te decía, investigadores de la NASA me propusieron formar parte del equipo científico del CERN (Conseil Européen pour la Recherche Nucléaire) y acepté encantado pues no todos los días se tienen esas oportunidades —dijo con lo que podría haber sido una orgullosa sonrisa en su rostro y continuó hablando—. Fuimos poco más de ochenta los mexicanos que conformamos el equipo de trabajo en esa organización dedicada a la investigación nuclear, nos unimos al enorme grupo de más de dos mil profesionales de diferentes partes del mundo empeñados en construir un artefacto capaz de recrear lo que conocíamos como “Big Bang”, pero tal vez te estoy aburriendo, Bernard —dijo el anciano.
—No, al contrario, es un placer tener la oportunidad de escuchar de viva voz la versión de uno de los hombres responsables de la destrucción de la Tierra —sentenció con cierto enojo, pues ya sospechaba lo que escucharía a continuación.
—Aunque me duela aceptarlo es así —reconoció Santiago—. Durante los años siguientes estuvimos trabajando en la construcción de esa poderosa máquina sin imaginar, ni por asomo, que estábamos cavando nuestra propia tumba —hizo una pausa para admirar una gigantesca nave extraterrestre de forma ovalada, llena de luces intermitentes que pasó lentamente en ese momento haciendo piruetas para no ser derribada por algún meteorito humeante y continuó—. Pero era más nuestra ambición de jugar a ser Dios y, a en agosto del dos mil ocho pusimos en marcha lo que bautizamos como Large Hadron Collider (Gran Colisionador de Hadrones, LHC) —dijo el anciano.
La cara de Bernard expresaba todo el interés que le estaba poniendo a su interlocutor, era impresionante todo eso que le estaba contando, sin embargo, le interrumpió para preguntar.

—¿Y cómo tomó la comunidad internacional el hecho de poner en marcha esa idea descabellada? —inquirió expectante.
A lo que el anciano respondió sintiendo ya la boca seca por tanto hablar, la poca cantidad de agua que tenían para consumo estaba a punto de terminarse y los dos sabían que el final estaba cerca, Santiago dio un sorbo a la botella y se preocupó al ver que solo quedaba lo suficiente para un trago más, tomó aire y continuó hablando.
 —Bernard, en ese entonces tú ni siquiera habías nacido, pero te cuento que las opiniones estuvieron muy divididas, gran parte de la población se atemorizó pensando en las terribles consecuencias que podría traer su funcionamiento, se decía que el igualar casi al cien por ciento la velocidad de la luz y hacer chocar entre sí dos haces de protones en condiciones especiales manipuladas estratégicamente podría provocar una desmesurada cantidad de energía capaz de crear miles de agujeros negros de diferentes tamaños que poco a poco irían acabando con la Tierra, y no estaban lejos de la realidad-suspiró con pesar —. Y fueron pocos los que apoyaron nuestra idea.

En ese momento los dos hombres advirtieron a lo lejos lo que parecía ser un grupo de marcianos, se veían como una mancha de algunos diez o doce pequeños humanoides grisáceos con prominentes cabezas y ojos oscuros, estaban buscando algo, veían al suelo y a los alrededores, pero no había mucho que ver, eran pocas las edificaciones que quedaban en pie, la gran mayoría de la ciudad estaba destruida, todo era desolación, soledad y aire caliente.  Santiago y Bernard se agazaparon de tal manera que los extraterrestres no pudieran verlos, luego de unos minutos se dieron cuenta de que una nave llegaba por ellos, subieron uno a uno, y casi al final un larguirucho y descolorido marciano cargaba sobre su espalda el cadáver de uno de sus compañeros que no había resistido el clima terrícola, y como es por todos sabido, cuando un marciano fallece no se le da sepultura, ni se creman sus restos, sino que se utiliza como alimento para los demás, sí, el canibalismo es común allá en el planeta rojo, además, eso les garantiza que el poder y la esencia del muerto no se pierde, solo cambia de morada. La nave despegó dejando tras de sí un incesante remolino de arena y vapor.

Los dos hombres olvidaron el hecho y regresaron a su plática. Santiago continuó narrando lo que había pasado.

—Tras varios experimentos en los años siguientes el gran colisionador llegó a crear energía superior a los 3,80 TeV (Teraelectronvoltios).  Recuerdo ese día como si fuera ayer —dijo el hombre—. Se provocó una gran explosión que liberó una enorme nube de gases radioactivos sobre gran parte de Europa, arrasó con todo lo que había a su paso, millones de personas fallecieron, al igual que las plantas y los animales, no quedó rastro de vida pero, de manera sorprendente el área de una circunferencia de veintisiete kilómetros en la que se encuentra el LHC no sufrió daño alguno, como si aún tuviera que terminar su siniestra misión —dijo tomando su cara entre sus manos y moviendo la cabeza en forma negativa.
—¿Realmente valió la pena arriesgar tanto por tan poco? —preguntó Bernard.
—Nada vale tanto la pena como para terminar con el planeta —respondió Santiago convencido—. Cinco años después de la primera explosión ocurrió otra tragedia, una falla en los controles de los aceleradores de plomo provocó una fuga masiva del mismo, esta vez la dirección del aire quiso que América del Norte y las islas cercanas sufrieran las consecuencias, las personas absorbieron enormes cantidades de plomo y fueron muriendo rápidamente, el cuerpo se reducía a un manojo de piel arrugada y seca, el cabello se les caía, los ojos se volvían grisáceos y la debilidad del corazón terminaba por matarlos en menos de una semana; fueron más de quinientas setenta mil personas las que fallecieron en esa parte del mundo —hizo una pequeña pausa y continuó—. Y por si eso fuera poco, dos años después a algunos científicos del CERN se les ocurrió construir un mecanismo muy similar al LHC en la Patagonia argentina, claro que con dimensiones menores al original y no hubo nada que los detuviera.
Bernard no salía de su asombro, y a la vez le era imposible arrancarse de la mente el coraje que sentía contra los precursores y creadores de la máquina que iba acabando con lo poco que quedaba de la Tierra.

—En diciembre del dos mil doce —continuó Santiago— se realizó el experimento en tierras argentinas pero algo salió mal y fue imposible manipular las condiciones idóneas para que las cosas salieran como se esperaba, gran cantidad de energía se liberó a tal grado que se formaron cientos de agujeros negros que terminaron por absorber en menos de tres días todo lo que había desde México hasta el cono sur —tragó saliva.
Una lágrima rodó por la mejilla de Bernard, inhaló hasta sentir el aire caliente entrar por su nariz y llegar hasta sus pulmones, con una visible muestra de hastío y coraje le reclamó al anciano:
—¡Si tan solo no se les hubiera ocurrido tal idea! Todo sería diferente ahora, tal vez podríamos volver a vivir en aquel planeta lleno de árboles y ríos, y no solo en este medio mundo que me tocó conocer —dijo entristecido.
Santiago bajó la mirada con culpabilidad y decidió terminar de contarle al joven lo que había pasado con el resto del mundo.
—La historia no se puede cambiar, mi joven amigo, no hay vuelta atrás.  Después de lo sucedido en América se tuvo que construir otra réplica del LHC pero ahora en Moscú, y para no hacerte el cuento largo, la historia no fue diferente; Asia, Australia, el continente negro y la Antártida fueron reducidas a cenizas por una mega explosión de gases sumamente tóxicos que destruyeron la atmósfera en segundos y lo dejaron todo a merced del sol, fue imposible resistir más de cuarenta minutos la exposición a los rayos ultravioleta, nada quedó con vida, fue como si el desierto del Sahara se hubiera extendido por toda esa región de la Tierra —hizo una pausa para continuar— y ha quedado solo esta pequeña parte de Europa, estamos solos tú y yo, nadie más, es cuestión de minutos para que algo pase en el sistema interno del gran colisionador y se autodestruya terminando de una vez por todas con lo poco que hay, ¡maldita máquina asesina! —gruñó decepcionado—. Todo lo que alguna vez existió ya no será más, como bien pudiste darte cuenta hace un rato, ni los marcianos podrán venir a hacer su labor de carroñeros; es muy triste, lo sé, pero desconozco si es peor para ti que apenas ibas empezando a vivir, o para mí que estoy en el ocaso de mi existencia y que tantas cosas malas hice pero… —Un estruendo lo hizo callar y los dos voltearon hacia el lugar de donde provenía el ruido, era el LHC que al fin había empezado a autodestruirse, la gigantesca llamarada anunciaba lo peor, una nube verdosa y tóxica se alzaba entre las llamas y en cuestión de segundos se extendió. Santiago fue el primero en sentir el penetrante olor del gas mezclado con el aire caliente entrando por su nariz y explotando sus pulmones, sus ojos se inundaron por la acidez y su boca se abrió enorme en un lamento desgarrador, su voz se apagó para siempre… Bernard sintió una fuerte punzada en el pecho, y por increíble que parezca escuchó el sonido de su corazón al romperse en pedazos, su cuerpo se secó en menos de quince segundos. Ese fue el fin de aquel planeta llamado Tierra.

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