miércoles, 13 de junio de 2012

El tiempo vuela

Por Adrián Granatto.


El hombre ingresó al puente de mando arrastrando los pies. El cabello cano le caía hasta los hombros.
—¿Cómo está hoy, Doctor Stephen? —preguntó una voz exquisitamente modulada.
—Hola, Clay —saludo el hombre apoyándose en el panel de control.
—Su voz denota cansancio. Debería dormir, Doctor Stephen.
—Ya tendré tiempo para eso, Clay. Cuando lleguemos a Vega Cinco dormiré por varios días. ¿Novedades?
—No se ha registrado novedad alguna, Doctor Stephen.
—¿La señal de auxilio se sigue radiando?
—Tal como usted lo dispuso hace cuarenta años.
—¿Cuarenta años ya? El tiempo vuela.
—Según la teoría de Albert Einstein, el tiempo transcurre más lentamente en una nave espacial.
—Pues te aseguro que Albert Einstein nunca viajo en una para comprobar su teoría. Si yo te digo que el tiempo vuela, es porque vuela.
Algo, una cosa redonda, apareció flotando y se detuvo detrás del Doctor.
—Debe disculpar a Clay, Doctor Stephen. No reconoce la ironía que yo sí encuentro en su registro vocal. ¿Está usted bromeando, verdad?
—Así es, Theo. Pero cuando se debe explicar la broma, esta ya pierde su gracia.
—Sus circuitos son obsoletos. Hace tiempo debió haber sido cambiado por una unidad nueva. Vuelvo a postularme para ser su reemplazo, Doctor Stephen. Conozco cada detalle de la nave y estoy programado para cualquier eventualidad.
El Doctor no conocía demasiado de robótica, no era su rama, así que creyó que ese tono de ansia en la voz de Theo era idea suya.
—Creo que Clay está haciendo un buen trabajo, Theo. Pregúntame dentro de cinco años y veremos.
Hubo un silencio de reflexión. El Doctor aprovechó el momento para salir del puente, acordándose de bajar la cabeza al cruzar la entrada, y salió al pasillo que siempre lo retrotraía a la película Alien. La nave contaba con una videoteca en la cual algún erudito pensó que era buena idea incluir esa cinta. La vio sólo una vez, pero el mal ya había sido hecho y el Doctor no podía recorrer esos pasillos sin ver por sobre su hombro de forma nerviosa, un tic bastante molesto que lo desconcentraba.
Heaven no era una nave de guerra, aunque sí llevaba un armamento básico de defensa. Heaven era un gigantesco vivero. Había partido de la Tierra con destino a Vega Cinco para estudiar la adaptación de la flora terrestre en el espacio. A esto se le sumaba un terrario de hormigas, una pareja de conejos, una docena de canarios y unas cuantas lombrices.

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La tripulación original constaba de ocho personas: la Teniente Williams, Anderson, Dumas, Wallace, Erich, Beckley, Torrance y el Doctor Stephen. La Teniente Williams y Beckley murieron en las cámaras de hibernación. Eso fue tres años después de la partida. Claypole, nombre real del cerebro positrónico que comandaba la nave, creado por un genio argentino que ganó la licitación, inició el despertar de los demás tripulantes al no hallar signos vitales en dos de las cámaras.
—Deberíamos regresar —opinó Torrance—. Estás máquinas no deberían fallar, pero fallaron. Y ahora tenemos a dos de nuestros compañeros muertos. ¿Quién de ustedes me da la seguridad de que no volverá a pasar?
—Fue un accidente —dijo Wallace—. Las cámaras de hibernación son seguras. La Teniente Williams murió ahogada por su propio vómito. —Paseó la vista entre nosotros—. Todos sabemos que son necesarias veinticuatro horas desde la última comida para entrar en estado de hibernación. Ella cometió el error, no la máquina. Beckley sufrió un derrame cerebral. No podemos echarle la culpa a la cámara por eso.
—No confío en esas cosas —continuó despotricando Torrance—. Prefiero hacer el viaje despierto.
—Son doscientos cincuenta años, Torrance —dijo Erich revoleando los ojos.
—Mi abuelita llegó a los ciento cinco, y la vieja le daba al cigarrillo y al whisky —replicó Torrance—. Mi padre vivió hasta los cien. Llevo en los genes ser una persona longeva.
—Longevidad —dijo Theo, que flotaba entre ellos—. Dícese de la cualidad de la persona que vive muchos años. Debo advertirle que, según su último examen médico, su tiempo estimado de vida se encuentra entre los sesenta y setenta. Considerando que tiene treinta y cinco, le restan…
—Cállate — le dijo Torrance.
—Sólo quería ponérselo a su consideración. No fue mi intención molestarlo.
—Ya entendimos, Theo —trató de calmar las cosas el Doctor—. Pienso que deberíamos seguir. Esta es una misión muy importante y no podemos dejarla inconclusa.
—Estoy de acuerdo —proclamó Dumas, el más joven del grupo—. Digo que vayamos a dormir y sigamos viaje. Si Torrance quiere velar por el sueño de todos nosotros, allá él.
—Podemos enviarte en una lanzadera a la Tierra, si eso quieres —propuso Wallace.
—Esas lanzaderas son muy pequeñas. Me dan claustrofobia.
—Entonces, a la heladera — dijo Dumas, que así era como llamaba a las cámaras de hibernación.
Anderson rió. No era de hablar mucho, pero sí reía demasiado. Se me erizaron los pelos de la nuca.

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Doscientos años después, Clay volvió a despertarlos. Esta vez no hubo dudas de que algo estaba pasando. De los seis, sólo quedaban con vida tres. Wallace, Erich y Dumas lucían momificados dentro de las cámaras.
—Se los dije —murmuró Torrance frente a sus compañeros muertos—. Se los advertí y no me escucharon.
Anderson y el Doctor Stephen no dijeron nada. Ambos bebían cerveza en lata. Sobre la mesa había una caja de seis abierta y otra cerrada. Tampoco hicieron nada cuando Torrance pasó de hablar a golpear los frentes acristalados de las cámaras de hibernación.
—Peligro —dijo Theo manteniéndose a distancia prudencial de los golpes de Torrance—. Pueden dañarse las cámaras de hibernación.
—Déjalo hacer —dijo el Doctor.
—Las cámaras de hibernación son propiedad de Unistell Corporatión L.T.D. Su destrucción por parte de terceros puede acarrear…
—Cállate, pedazo de lata voladora —dijo Anderson lanzándole con la lata de cerveza que tenía en la mano.
—Cebada y lúpulo —recitó Theo haciendo un análisis del rastro de líquido que quedó en el suelo—. Su mezcla se conoce como cerveza. La cerveza no está autorizada en esta nave.
Anderson mostró sus dientes en una sonrisa.
—Nadie me dijo nada al abordar, sorry.
Torrance estaba ahora de rodillas y lloraba. Sus nudillos sangraban.
—Vamos —dijo Anderson poniéndole una mano en el hombro—. Te llevaremos a la enfermería a curarte esas heridas, y luego beberás unas cervezas con nosotros a la salud de los que ya no están.


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Igual que con la Teniente William y Beckley, echaron los ataúdes al espacio. Se deslizaron en la oscuridad hasta desaparecer. El espacio es oscuro, oscuro y silencioso. Da para pensar en muchas cosas, la mayoría de ellas nada buenas. Por eso los tres sobrevivientes quitan la vista de la ventana que da a la escotilla.
—¡Vayamos por más cerveza! —clama Anderson—. Propongo que hoy nos emborrachemos.
—Me parece buena idea —acepta el Doctor.
Torrance se mira las manos vendadas y asiente con la cabeza.

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Unos meses más tarde algo los golpea. Pudo haber sido un asteroide, chatarra espacial o cualquier otra cosa que vague por el espacio. Ninguno de los tres quiere salir a averiguarlo. Torrance está seguro de que fueron los ataúdes. Esa idea no lo abandonará nunca más. El impacto, aunque no muy fuerte para causar daños, sí lo ha hecho. Descubren que dos de los siete tanques de oxígeno muestran una fisura.
—Será mejor cerrar secciones aquí, aquí y aquí —El Doctor señala con un puntero laser varios puntos en uno de los mapas de la nave—. De los cinco tanques restantes, sólo tres están a su mayor capacidad— explica a los otros dos hombres—. Debemos tener en cuenta que nosotros no tendríamos que estar aquí, sino en las cámaras de hibernación. Hemos gastado más oxígeno del que deberíamos. Nuestra única salida es volver a dormir.
—¿Y si clausuramos más secciones? La nave es enorme y, sinceramente, ninguno de notros la recorre de punta a punta. Siempre nos hemos movido en estas tres secciones de aquí —dijo Anderson haciendo un círculo con el dedo sobre una parte del mapa.
—Así y todo no llegaríamos a Vega Cinco.
—Podríamos mandar un alerta y que ellos vengan a rescatarnos. Nos podríamos encontrar a mitad de camino.
—Igual es mucho tiempo, cosa que no tenemos.
—Ellos nos siguen –susurró Torrance—. Quieren que los dejemos entrar. Dicen que tienen frío.
—Por mí que se congelen —ríe Anderson.
—Existe otra posibilidad —dijo el Doctor—. Que dos de nosotros duerman y el tercero vigile. Con todas estas secciones cerradas y una sola persona, creo que hay oportunidad.
—No podemos dejarlo a este trastornado —dijo en voz baja Anderson señalándolo a Torrance.
—Claro que no. Tendremos que sortearlo entre nosotros dos. ¿Estás dispuesto?
—Son cuarenta y ocho años, Stephen.
—Enviaremos también la señal de auxilio. Con suerte, vendrán.

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El enlace fue correcto y los cinco hombres forzaron la entrada a la nave. Encontraron dos cuerpos en las cámaras de hibernación.
Vivos.
En el puente de mando hallaron un cadáver sentado frente a la consola.
—El Doctor Stephen manda a decir que llegaron tarde —dijo Theo desde el regazo del Doctor.
—El tiempo vuela —dijo Clay.
Y luego, sobresaltando a los hombres, rió
—Ja, ja, ja. ¡Ahora lo entendí!

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