martes, 14 de agosto de 2012

Los Ojos de su Padre

Por Felipe Real Hurtado.


Hace exactamente seis meses, ella apareció en mi vida.
Entró en mi oficina, levantando aquella pequeña barbilla suya y me miró a los ojos, diciendo:
—Necesito encontrar a mi padre.
Aquellas cinco palabras fueron el comienzo de esta historia.
Hoy, estamos juntos en un cementerio.

***

Hace seis años, yo quería desaparecer.
La guerra había terminado y, junto con ella, una época que había querido olvidar desde entonces; aún así, los colores, los juramentos, los discursos, y aquella propaganda incesante, siempre invitándote a luchar por la «Madre Patria», seguían penándome.
Si antes de los años rojos era un hombre de pocos amigos, al final de ellos sólo me quedaba uno, de apellido «Olvido» y de nombre «Bourbon».
A pesar de esto, me las había arreglado para cruzar el Gran Charco y establecerme con una profesión parecida a la de mis años mozos; después de todo, si hay algo en lo soy bueno, es en hacer que la gente me diga lo que necesito saber.
Con el tiempo, el gris tiño mis cabellos y mi barba, llevándose mi juventud de paso. No niego, por supuesto, que la constante compañía de mi buen amigo puede que haya tenido algo que ver con ello, pero el hecho es que aún así, no lo vi venir.
Desde entonces, sólo me dedicó a investigar esposos infieles y personas desaparecidas.
—Mi padre está desaparecido —dijo ella, aquella primera vez que nos encontramos, hace seis meses—: Se llama Dennis Klemp y nunca lo conocí —concluyó, con el mentón bien en alto, sin esconder emoción alguna.

***

Cuando niña (porque ya era una mujer, ¿no? Al menos se vestía como una), su madre le había contado a mi clienta la clásica versión de estas historias: que su padre había sido un hombre valiente, que había luchado por su país, que había muerto en batalla —y con honores—; en resumen, que había sido un santo en vida.
Obviamente, el paso de los años hizo que la jovencita se volviera más quisquillosa: si había sido tan bueno, ¿por qué no había fotos de él en casa? ¿Por qué nunca lo visitaban en el memorial de los caídos? ¿Qué había sido de sus abuelos paternos, que engendraron aquel parangón?
Finalmente, la Señora Klemp se quebró y le confesó la verdad a su hija (al menos, desde su punto de vista): su progenitor, en realidad, había sido un bueno para nada, un timador y un mentiroso que la había dejado embarazada, y se había marchado para no volver. Incluso, me confesó, ella le había insinuado que su embarazo no había ocurrido con su consentimiento.
Sin embargo —y como siempre ocurre en estas historias— las cosas no eran lo que parecían.
Cuando su madre murió, la joven descubrió que le había escondido un montón de cartas.
En ellas, el tal Dennis se disculpaba con la Señora Klemp, una y otra vez, por haberla abandonado. Además, le preguntaba si el dinero que le enviaba era suficiente, y volvía a excusarse, arguyendo que le mandaba cuanto podía, quedándose con lo mínimo para subsistir.
Al final de todas las misivas, las mismas preguntas se repetían, incesantes: «¿Está bien el bebé? ¿Es hombre o mujer? ¿Qué nombre le pusiste? ¿Puedes decirme al menos si está sano?»
Las últimas líneas de cada carta, me confesó, eran idéntica entre sí: «Cumpliré mi promesa. Me mantendré alejado de ti y del bebé hasta que me dejes regresar. Pero por favor, te lo imploro, déjame regresar».
«Déjame regresar».
No me era difícil imaginarme a la madre, tan implacable y orgullosa como la hija que tenía al frente; aquellas eran mujeres marcadas por la guerra, tanto o más que sus padres, hermanos, esposos e hijos, que se habían marchado al frente y que no volverían.
No había lugar para debilidades o perdón en sus corazones.
Así, tenía un nombre —Dennis Klemp— y una fotografía. En ella aparecía un muchacho macizo y sonriente, con los brazos arriba, en posición de pelea (imitando a los grandes del deporte), pero fueron sus ojos los que me causaron una impresión que nunca podré olvidar: eran pálidos, como si detrás del  boxeador se escondiese un niño confuso y herido.
Tomé lo que tenía, e hice aquello que mejor sé hacer: me sumergí en el lodo hasta las narices, en aquellas partes en que las «gentes de bien» no se atreven ni a mirar. Usando las mismas habilidades con las que había servido a la «Madre Patria», hice preguntas y conseguí respuestas.
La Gran Ciudad no tiene secretos para hombres de mal vivir como yo.

***

Antes de marcharse hace seis meses, me dijo:
—Quiero saber lo que pasó —con esa mandíbula suya, frágil pero desafiante, aquella que haría que cualquier hombre decente se enamorase de ella en un instante, provocando toda clase de catástrofes—. Quiero conocer al hombre tras estas cartas.
Por suerte, no soy un hombre decente.
Hace seis años, yo también estaba recibiendo cartas, aunque las mías eran mucho menos cariñosas y conmovedoras que las de ella. A mi favor, por lo menos siempre estuvo mi amigo el Señor B., que me ayudaba a olvidar aquellas palabras afiladas, escritas con esa letra apretada inconfundible.

***

Hablé con boxeadores, entrenadores y promotores; en la Capital, Klemp era conocido por su resistencia. Era lento y no tenía gancho de derecha, pero su uppercut y fortaleza eran suficientes para cierto nivel, en los que sólo bastaba con que se mantuviese en pie por un rato.
Su último agente me dijo que, cuando se separaron, el hombre era famoso por ser capaz de aguantarle una paliza a cualquier otro grandullón —por inepto o mal comido que estuviese—, al menos por tres rounds.
En la Gran Ciudad, en cambio, nadie había oído hablar de ningún Dennis; eso sí, varios recordaban a «La Pinza» Clamp, un bruto capaz de enfrentarse a cualquier en el cuadrilátero, no muy sociable y más bien callado.

***

Hace doce años, las cartas para la Señora Klemp cesaron.
Hace doce años yo estaba en el frente, sirviendo a la «Madre Patria» como sólo yo sabía hacerlo. En ese entonces, tenía a mi cargo a un grupo que debía aprender el oficio, y mientras más rápido mejor.
El duro entrenamiento, sin embargo, era mucho para algunos; recuerdo que uno de mis aprendices terminó besando el cañón de su arma de servicio, y otro nunca volvió a hablar.
Del resto, no puedo acordarme mucho; sólo sé que me visitan todas las noches, a menos que esté acompañado por B.
Hace seis años, la madre de mi clienta enfermó de una dolencia que la fue consumiendo poco a poco; hace seis meses, ella encontró aquel paquete de cartas amarillentas en el ático, mientras limpiaba la casa para venderla.
Hoy, finalmente encontramos la sepultura que me indicó su último entrenador.

***

—Nunca dejó de buscarte —le digo como consuelo.
Leí todas las cartas, cada una como un puñetazo bajo el cinturón. En la Gran Ciudad, fueron más idiotas que en la Capital; para cuando escribió acerca de «probar suerte en otro lugar», era incapaz de deletrear su nombre.
—Tenía un agente, pero no pude encontrarlo —me excuso, tal y como el hombre lo hizo con la madre de su hija toda una vida—. Nadie sabía su nombre aquí, pero todos le decían «Murmullo» —añado, intentando distraerla.
Mientras tanto, ella mira fijamente la fotografía que le pasé antes de que llegáramos acá: parece un rostro humano, pero tan deformado por los golpes, los cortes y las hinchazones, que más bien parece un muñeco cosido a la rápida.
Sólo los ojos se parecen a la primera imagen: siguen estando heridos y confusos.
Entonces, ella levanta la vista y observa por primera vez la lápida, que reza: «Estoy en la Costa. Déjame regresar».
—En sus último días, aquellas palabras eran todo lo que podía recordar —le explico, aunque no me ha hecho ninguna pregunta.
En ese momento me callo; no soy capaz de hablarle de las otras cartas, las respuestas de su madre. Espero que la tumba sea suficiente, y si después de esto todavía sigue perdida, quizás tendré que sacar la «artillería pesada».
Espero que no sea necesario.
En la guerra, vi a uno de los «invitados» a mis sesiones de intensa conversación ser ejecutado por un pelotón; aún después de todo lo que le había hecho, el muy bastardo levantó la barbilla y enfrentó el final con la vista al frente.
Mi clienta levanta la suya, tan delicada y perfecta como una escultura, y me mira por primera vez desde que llegamos aquí.
Tiene los ojos de su padre.

1 comentario:

  1. opinion como simple lectora, veo que esta bien distribuida para el largo que era necesario y me gusta la emocion que generan los vinculos, me dio la sensacion de que me falto algo fuera de lo contado alguna imagen mas, y alguna otra intriga.
    pero en general me gusto.

    mich

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