El hombre recordó el día en que los invasores
llegaron y como empezaron a destruir todo lo que conocía. Recordó el famoso dicho que asegura que una
guerra avisada no mata gente y no pudo evitar reír al pensar en que esta
guerra, si es que podía llamarse así, era la excepción a la regla. Su risa se
hizo más fuerte al percatarse de que no era una guerra en lo absoluto, porque
en ellas cada ejército ataca al otro y ellos no lo hacían, no podían hacerlo;
estaban viviendo un exterminio y la única opción que habían encontrado viable
fue la de huir en todas direcciones aún sabiendo que sólo posponían lo
inevitable.
Su
inoportuna carcajada se cortó y dejó de correr cuando se produjo una fuerte
explosión detrás de él; y aunque en el fondo no quería hacerlo, no pudo evitar
voltearse y observar una gigantesca columna de fuego que se alzaba a un par de
kilómetros de donde se encontraba. Permaneció
largo rato viendo como el fuego se desvanecía y daba paso a una nueva columna,
esta vez de humo negro, tan alta que parecía perderse en la atmósfera; escuchó
atento una serie de pequeñas explosiones y gran cantidad de disparos; vio como
varios hombres y mujeres surgían de entre las ruinas de las casas que le
rodeaban y huían sin destino fijo. Una
mujer se detuvo un par de segundos delante de él y le gritó que huyera, el
hombre no le dijo nada y vio como se alejaba, vio como rápidamente se alejaban
todos aquellos que aún creían que era posible sobrevivir; los vio perderse en
la distancia, abriéndose paso a través del polvo que ahora flotaba en el
ambiente y de los escombros que constituían el nuevo paisaje, y fue entonces
cuando decidió dejar de huir, dejar de sentir miedo, de creer que existía
alguna esperanza, decidió que había sido suficiente de este absurdo intento de
vivir.
Cerró
la puerta y apoyó su espalda contra ella. Levantó su mirada, sin dirigirla
hacia ningún punto en particular, trató de ordenar sus ideas y de encontrar las
palabras exactas para explicarle la decisión que había tomado. Temía, y era un gran temor en realidad, que
ella no aceptara y que quisiera seguir aferrándose a esta ridícula vida.
–¿Encontraste
suministros? –El hombre se sobresaltó al escuchar su
voz y la miró fijamente. Ella estaba de
pie junto a los escombros de lo que había sido la escalera que llevaba al
segundo piso, tenía sus brazos cruzados delante de su pecho y también le miraba
fijamente–. ¿Algo?
–Nada –contestó–. Esta zona quedó totalmente
destruida por los primeros bombardeos. No ha quedado nada.
La mujer bajó la mirada un par de segundos,
luego la levantó y dio tres pasos hacia él.
–La conexión de internet se ha perdido del
todo.
–Tuvimos suerte de que hubiera durado lo que
duró –acotó el hombre, aún tratando de encontrar las palabras que necesitaba.
–Estuve escuchando la última estación de
radio que quedaba. Su señal se cortó
hace media hora.
–¿Dijeron algo que valie…
–Dijeron que habían arrasado con todos en
Europa y con miles en América del Sur –le interrumpió ella, sin apartar sus
brazos de enfrente de su pecho.
–¿Ya no queda nadie en Europa?
–Nadie.
Los exterminaron a todos.
El hombre no terminaba de creer lo que
escuchaba, los ataques habían empezado seis días atrás y en menos de una semana
habían conseguido acabar con todos los que vivían en un continente.
–Vi a una docena pasar corriendo frente a la
casa gritando que había que huir…, que estaban muy cerca…, que…, que…
–Yo también los he visto.
Otra fuerte explosión sacudió la casa en la
que llevaban refugiados los últimos dos días.
La ruinosa pared que separaba a la cocina del comedor finalmente se
desplomó pero ninguno de los dos se inmutó ante ello. Continuaron mirándose fijamente, en silencio,
escuchando como se acercaban los disparos.
–Ya no quiero seguir huyendo –dijo ella con
firmeza, rompiendo el silencio que flotaba entre ambos.
–¿Qué dices?
–Digo que es estúpido seguir corriendo…,
estúpido… –su voz se quebró un instante y usó un instante para recuperar la
compostura–. No importa hacia donde
corramos…, no…, no hay a donde ir…, no hay…, no sé…
–Ya no digas nada –le interrumpió el hombre,
segundos antes de atraerla hacia él y de abrazarla lo más fuerte que podía. Ella cerró los ojos, cruzó sus brazos por
detrás del hombre y le devolvió el abrazo–. Yo también pienso lo mismo. No tiene sentido extender nuestra agonía.
–¿En serio?
–Muy.
–¿Crees que será rápido? –preguntó la mujer
con voz entrecortada–. No crees que decidan torturarnos primero o hacer algo
cruel, no sé, humillarnos antes de…, de…
–No lo creo –le aseguró, aunque era una
posibilidad que también le preocupaba.
–¿Porqué son tan malos?
–No lo sé…, yo…, realmente no lo sé.
Una nueva explosión puso a temblar todo a su
alrededor y escucharon como una parte de la fachada posterior, o tal vez toda,
se desmoronaba. Permanecieron abrazados por unos segundos más, segundos que les
parecieron eternos, luego se miraron, se sujetaron de las manos y se sentaron
en el piso.
–¿Recuerdas el día que nos conocimos? –preguntó
la mujer con una sonrisa en el rostro.
–Por supuesto –respondió él, también
esbozando una sonrisa–. Estabas en la cocina lavando todos los platos que
habían quedado sucios de la fiesta de la noche anterior.
–Bueno, esa fue la primera vez que tú me
viste a mí –dijo ella, mientras la casa se sacudía nuevamente–. Yo te vi
primero a ti, en el jardín, trabajando en los rosales que adornaban la
fuente. Estaba tratando de limpiar una
olla cuando te vi a través de la ventana –rió un momento y el hombre rió
también–. Te veías tan serio y tan
concentrado en esas rosas, parecías un científico tratando de encontrar una
cura para el cáncer.
–Siempre me absorbía mi trabajo.
–Te veías tan especial –dijo ella, apretando
las manos de él con un poco más de fuerza–.
Fue ahí cuando sentí ese cambio dentro de mí, cuando entendí que no
quería vivir lejos de ti.
–A mí me pasó lo mismo cuando te vi.
Escucharon a los invasores afuera de la
casa, gritando y haciendo mucho ruido, comprendieron que su momento había
llegado y continuaron mirándose, sin soltarse de las manos.
–Lord y Lady Rutherford no se alegraron
mucho al descubrir lo nuestro –dijo ella, aún sonriendo. El hombre se alegró al notar que ya no había
miedo en su voz.
–Es verdad, pero al menos nos apoyaron –contestó
él–. Estos noventa seis años que he
vivido contigo, han sido los mejores de mi vida.
–También han sido los mejores de la mía.
La puerta por la que el hombre había
entrado, junto con gran parte de la pared, estalló. Ambos fueron golpeados por una lluvia de
piedras, astillas y vidrios que cubrió sus cuerpos de heridas profundas. Casi la mitad del cuero cabelludo de la mujer
desapareció y el ojo derecho del hombre se salió de su órbita y cayó al suelo
entre ambos, pero continuaron sujetándose de las manos, sonriendo y mirándose
cariñosamente.
–Te amo PA237 –dijo él. Varias chispas empezaron a salir del lugar
donde había estado su ojo.
–Te amo XL119 –respondió ella, mientras una
sustancia azulada emanaba de su cabeza y cubría todo su rostro.
Dos soldados entraron rápidamente y les
apuntaron con sus ametralladoras modelo KP, armas especialmente diseñadas para
el proyecto de aniquilación que sus superiores habían orquestado y que ellos
ayudaban a ejecutar.
–¡No se muevan malditos monstruos! –gritó
uno de ellos.
–¡No intenten hacer nada! –gritó el otro.
–No haremos nada –respondió calmadamente el
hombre, sin apartar su vista de la mujer–.
Las reglas de la robótica no nos impiden cuidarnos pero siempre nos han
impedido atacar a los humanos. No era
necesario que llegaran a esto.
–Tal vez –dijo un tercer soldado mientras
entraba a la casa. Se detuvo junto a los dos primeros y observó al hombre y a
la mujer, sentados en el piso y con sus manos entrelazadas–. Pero llegó el día
en que decidieron ser independientes, luego llegó el día en que decidieron
formar colonias, y después llegó el día en que empezaron a levantar sus propias
ciudades. No podíamos arriesgarnos a que llegara el día en que pensaran que el
mundo sería un lugar mejor si ustedes lo manejaran.
–Lo sería –respondió el hombre. El tercer
soldado no dijo nada más y se limitó a observarlos en silencio por todo un
minuto, sentados ahí, sin moverse, mirándose el uno al otro, por un instante
pensó en separarlos pero inmediatamente desechó la idea. Observó a los hombres que les apuntaban,
asintió con su cabeza y se alejó caminando.
El hombre y la mujer apretaron sus manos con
más fuerza, sonrieron y, segundos antes de ser destruidos por una ráfaga de
balas capaces de atravesar un blindaje de titanio, se obsequiaron una última
mirada, una mirada amorosa; la misma mirada, alcanzaron a darse cuenta, y a
pesar de la deformidad de sus rostros, que se habían obsequiado el uno al otro
el primer día que se conocieron.
Muy bonito, esa historia de amor entre robots me gustó y creo que sería mejor el mundo con ellos, saludos.
ResponderEliminar