martes, 5 de marzo de 2013

Una ultima mirada

Por Ernesto Suárez.


El hombre recordó el día en que los invasores llegaron y como empezaron a destruir todo lo que conocía.  Recordó el famoso dicho que asegura que una guerra avisada no mata gente y no pudo evitar reír al pensar en que esta guerra, si es que podía llamarse así, era la excepción a la regla. Su risa se hizo más fuerte al percatarse de que no era una guerra en lo absoluto, porque en ellas cada ejército ataca al otro y ellos no lo hacían, no podían hacerlo; estaban viviendo un exterminio y la única opción que habían encontrado viable fue la de huir en todas direcciones aún sabiendo que sólo posponían lo inevitable. 
   Su inoportuna carcajada se cortó y dejó de correr cuando se produjo una fuerte explosión detrás de él; y aunque en el fondo no quería hacerlo, no pudo evitar voltearse y observar una gigantesca columna de fuego que se alzaba a un par de kilómetros de donde se encontraba.  Permaneció largo rato viendo como el fuego se desvanecía y daba paso a una nueva columna, esta vez de humo negro, tan alta que parecía perderse en la atmósfera; escuchó atento una serie de pequeñas explosiones y gran cantidad de disparos; vio como varios hombres y mujeres surgían de entre las ruinas de las casas que le rodeaban y huían sin destino fijo.  Una mujer se detuvo un par de segundos delante de él y le gritó que huyera, el hombre no le dijo nada y vio como se alejaba, vio como rápidamente se alejaban todos aquellos que aún creían que era posible sobrevivir; los vio perderse en la distancia, abriéndose paso a través del polvo que ahora flotaba en el ambiente y de los escombros que constituían el nuevo paisaje, y fue entonces cuando decidió dejar de huir, dejar de sentir miedo, de creer que existía alguna esperanza, decidió que había sido suficiente de este absurdo intento de vivir.

   Cerró la puerta y apoyó su espalda contra ella. Levantó su mirada, sin dirigirla hacia ningún punto en particular, trató de ordenar sus ideas y de encontrar las palabras exactas para explicarle la decisión que había tomado.  Temía, y era un gran temor en realidad, que ella no aceptara y que quisiera seguir aferrándose a esta ridícula vida.
  ¿Encontraste suministros? –El hombre se sobresaltó al escuchar su voz y la miró fijamente.  Ella estaba de pie junto a los escombros de lo que había sido la escalera que llevaba al segundo piso, tenía sus brazos cruzados delante de su pecho y también le miraba fijamente–. ¿Algo?
   –Nada –contestó–. Esta zona quedó totalmente destruida por los primeros bombardeos. No ha quedado nada.
   La mujer bajó la mirada un par de segundos, luego la levantó y dio tres pasos hacia él.
   –La conexión de internet se ha perdido del todo.
   –Tuvimos suerte de que hubiera durado lo que duró –acotó el hombre, aún tratando de encontrar las palabras que necesitaba.
   –Estuve escuchando la última estación de radio que quedaba.  Su señal se cortó hace media hora.
   –¿Dijeron algo que valie…
   –Dijeron que habían arrasado con todos en Europa y con miles en América del Sur –le interrumpió ella, sin apartar sus brazos de enfrente de su pecho.
   –¿Ya no queda nadie en Europa?
   –Nadie.  Los exterminaron a todos.
   El hombre no terminaba de creer lo que escuchaba, los ataques habían empezado seis días atrás y en menos de una semana habían conseguido acabar con todos los que vivían en un continente.
   –Vi a una docena pasar corriendo frente a la casa gritando que había que huir…, que estaban muy cerca…, que…, que…
   –Yo también los he visto.
   Otra fuerte explosión sacudió la casa en la que llevaban refugiados los últimos dos días.  La ruinosa pared que separaba a la cocina del comedor finalmente se desplomó pero ninguno de los dos se inmutó ante ello.  Continuaron mirándose fijamente, en silencio, escuchando como se acercaban los disparos.
   –Ya no quiero seguir huyendo –dijo ella con firmeza, rompiendo el silencio que flotaba entre ambos.
   –¿Qué dices?
   –Digo que es estúpido seguir corriendo…, estúpido… –su voz se quebró un instante y usó un instante para recuperar la compostura–.  No importa hacia donde corramos…, no…, no hay a donde ir…, no hay…, no sé…
   –Ya no digas nada –le interrumpió el hombre, segundos antes de atraerla hacia él y de abrazarla lo más fuerte que podía.  Ella cerró los ojos, cruzó sus brazos por detrás del hombre y le devolvió el abrazo–. Yo también pienso lo mismo.  No tiene sentido extender nuestra agonía.
   –¿En serio?
   –Muy.
   –¿Crees que será rápido? –preguntó la mujer con voz entrecortada–. No crees que decidan torturarnos primero o hacer algo cruel, no sé, humillarnos antes de…, de…
   –No lo creo –le aseguró, aunque era una posibilidad que también le preocupaba.
   –¿Porqué son tan malos?
   –No lo sé…, yo…, realmente no lo sé.
   Una nueva explosión puso a temblar todo a su alrededor y escucharon como una parte de la fachada posterior, o tal vez toda, se desmoronaba. Permanecieron abrazados por unos segundos más, segundos que les parecieron eternos, luego se miraron, se sujetaron de las manos y se sentaron en el piso.
   –¿Recuerdas el día que nos conocimos? –preguntó la mujer con una sonrisa en el rostro.
   –Por supuesto –respondió él, también esbozando una sonrisa–. Estabas en la cocina lavando todos los platos que habían quedado sucios de la fiesta de la noche anterior.
   –Bueno, esa fue la primera vez que tú me viste a mí –dijo ella, mientras la casa se sacudía nuevamente–. Yo te vi primero a ti, en el jardín, trabajando en los rosales que adornaban la fuente.  Estaba tratando de limpiar una olla cuando te vi a través de la ventana –rió un momento y el hombre rió también–.  Te veías tan serio y tan concentrado en esas rosas, parecías un científico tratando de encontrar una cura para el cáncer.
   –Siempre me absorbía mi trabajo.
   –Te veías tan especial –dijo ella, apretando las manos de él con un poco más de fuerza–.  Fue ahí cuando sentí ese cambio dentro de mí, cuando entendí que no quería vivir lejos de ti.
   –A mí me pasó lo mismo cuando te vi.
   Escucharon a los invasores afuera de la casa, gritando y haciendo mucho ruido, comprendieron que su momento había llegado y continuaron mirándose, sin soltarse de las manos.
   –Lord y Lady Rutherford no se alegraron mucho al descubrir lo nuestro –dijo ella, aún sonriendo.  El hombre se alegró al notar que ya no había miedo en su voz.
   –Es verdad, pero al menos nos apoyaron –contestó él–.  Estos noventa seis años que he vivido contigo, han sido los mejores de mi vida.
   –También han sido los mejores de la mía.
   La puerta por la que el hombre había entrado, junto con gran parte de la pared, estalló.  Ambos fueron golpeados por una lluvia de piedras, astillas y vidrios que cubrió sus cuerpos de heridas profundas.  Casi la mitad del cuero cabelludo de la mujer desapareció y el ojo derecho del hombre se salió de su órbita y cayó al suelo entre ambos, pero continuaron sujetándose de las manos, sonriendo y mirándose cariñosamente.
   –Te amo PA237 –dijo él.  Varias chispas empezaron a salir del lugar donde había estado su ojo.
   –Te amo XL119 –respondió ella, mientras una sustancia azulada emanaba de su cabeza y cubría todo su rostro.
   Dos soldados entraron rápidamente y les apuntaron con sus ametralladoras modelo KP, armas especialmente diseñadas para el proyecto de aniquilación que sus superiores habían orquestado y que ellos ayudaban a ejecutar.
   –¡No se muevan malditos monstruos! –gritó uno de ellos.
   –¡No intenten hacer nada! –gritó el otro.
   –No haremos nada –respondió calmadamente el hombre, sin apartar su vista de la mujer–.  Las reglas de la robótica no nos impiden cuidarnos pero siempre nos han impedido atacar a los humanos.  No era necesario que llegaran a esto.
   –Tal vez –dijo un tercer soldado mientras entraba a la casa. Se detuvo junto a los dos primeros y observó al hombre y a la mujer, sentados en el piso y con sus manos entrelazadas–. Pero llegó el día en que decidieron ser independientes, luego llegó el día en que decidieron formar colonias, y después llegó el día en que empezaron a levantar sus propias ciudades. No podíamos arriesgarnos a que llegara el día en que pensaran que el mundo sería un lugar mejor si ustedes lo manejaran.
   –Lo sería –respondió el hombre. El tercer soldado no dijo nada más y se limitó a observarlos en silencio por todo un minuto, sentados ahí, sin moverse, mirándose el uno al otro, por un instante pensó en separarlos pero inmediatamente desechó la idea.  Observó a los hombres que les apuntaban, asintió con su cabeza y se alejó caminando.
   El hombre y la mujer apretaron sus manos con más fuerza, sonrieron y, segundos antes de ser destruidos por una ráfaga de balas capaces de atravesar un blindaje de titanio, se obsequiaron una última mirada, una mirada amorosa; la misma mirada, alcanzaron a darse cuenta, y a pesar de la deformidad de sus rostros, que se habían obsequiado el uno al otro el primer día que se conocieron. 



1 comentario:

  1. Muy bonito, esa historia de amor entre robots me gustó y creo que sería mejor el mundo con ellos, saludos.

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