Por Yolanda Boada Queralt.
Consigna: Aventuras
Consigna: Aventuras
Texto:
El
faro estaba prácticamente derruido. Sin embargo, aún quedaban algunos escalones
y parte de una barandilla de hierro forjado que conducían a lo que parecía una
boca abierta en el muro de piedra. Mientras los demás buscaban en el exterior,
decidí echar un vistazo al interior. Subí los peldaños poco a poco y, una vez
me encontré ante la entrada, me detuve para rebuscar dentro de la mochila. Ahí
estaba. Sujeté la linterna ante mí, como quien empuña un crucifijo para
ahuyentar a las criaturas de la noche, y crucé el umbral.
Paseé el haz de luz de la linterna por los
muros de piedra. Vislumbré a mi derecha los restos de una escalera de caracol
que, tras el derrumbe, apenas consistía en un amasijo de hierros retorcidos.
Avancé sorteando algunos cascotes y el suelo crujió bajo mi peso. Recuerdo que
una alarma empezó a sonar dentro de mi cabeza, pero, justo en ese instante,
quiso el puñetero destino que unos destellos dorados surgieran de entre los
escombros que había junto a la escalera. Pensé que tal vez allí estuviera
escondida la caja que buscábamos y, envalentonada, avancé un paso. Y otro. Y
otro más. Un estremecedor chasquido me heló la sangre en las venas y el suelo
se abrió bajo mis pies. Caí al vacío.
No
obstante, será mejor que empiece a contar la historia desde el principio...
Todo
comenzó cuando Fran, mi hermano mayor, me hizo cierta proposición:
—El
domingo vamos a salir de caza. ¿Por qué no te vienes con nosotros?
Me
pilló por sorpresa. Levanté la vista del último libro de Los cinco que
había caído en mis manos y le miré como si, de repente, se hubiera transformado
en un hombrecillo verde.
—¿Qué?
Me has interrumpido en el momento más interesante y no sé si he oído bien.
—Venga,
hermanita, estoy seguro de que te lo pasarás bien. ¡Una aventura real siempre
es mucho mejor que las de los libros!
—¡Bah!
Esto del Geocaching no es ninguna aventura —opiné, deliberadamente desdeñosa—.
Además, es que no le veo ningún mérito. ¡Si ya tenéis las coordenadas en el
móvil! Solo se trata de llegar al lugar y consultar el GPS. ¡Menuda emoción!
—Qué
desaborida eres... No siempre es tan fácil, ¿sabes? —me soltó, contraatacando—.
A veces es necesario resolver enigmas para conseguir pistas sobre la
localización y hay que estrujarse el coco. Al menos, podrías intentarlo...
Ya
me había propuesto salir con su grupo otras veces, pero yo siempre había
rehusado. La verdad es que prefería quedarme en casa devorando algún libro de
la larga lista de lecturas pendientes. ¡Hay tantos libros y tan poco tiempo!
Pero entonces recordé que justo aquella mañana me habían llamado «cuatro ojos
sabionda» en el instituto y aún me escocía el ego, por lo que, para sorpresa de
Fran, terminé aceptando. Supongo que quería demostrarme a mí misma que no
tenían razón...
El
siguiente domingo fue el Día D. Nos levantamos muy temprano y preparamos
sándwiches y bocadillos. Poco después pasaron a buscarnos los colegas de Fran,
Andrés y Mikel. Creo que no les terminaba de gustar la idea de tener que
«cargar» conmigo todo el día, pero aun así no se quejaron. Hacía muchos años
que eran amigos, desde que se conocieron en la escuela, y prácticamente yo los
había visto juntos toda mi vida. Aunque todos tenían sus obligaciones, siempre
encontraban algún momento para lo que más les gustaba: practicar senderismo. Y,
desde que descubrieron el Geocaching, ya hacía algunos años, se habían
convertido en unos auténticos forofos.
Ahora,
tras mi corta experiencia, ya no me parece tan extraño, como pensaba en un
principio, pues lo cierto es que ambas actividades, el senderismo y buscar
cachés, combinan muy bien.
Con
Mikel al volante y con música de AC/DC a todo volumen, pues íbamos en su
todoterreno y él es entusiasta de la banda, salimos a la carretera. Andrés me
mostró su teléfono móvil y vi un mapa con las cachés —unos dibujitos verdes en
forma de cajas— indicando su posición.
—Estas
cachés son muy recientes, por lo que han recibido pocas visitas de momento —me
explicó. A continuación, pinchó con su dedo sobre una de las cachés y se abrió
su descripción en la web de Geocaching. Allí, los cachers, los cazadores de
tesoros, registraban su «descubrimiento» cuando encontraban la caché. En este
caso, solo había dos registros.
—¡Seremos
de los primeros! —exclamó Fran, muy entusiasmado. Y yo bostecé, pues me estaba
aburriendo.
—Esto
no me queda claro —dije—. Uno podría registrar el hallazgo sin ni siquiera
haber encontrado de verdad la caché, ¿no?
—Por
eso hay que escribir tu nombre de usuario en el bloc o papel que hay dentro del
contenedor físico. Siempre hay que ir de caza con bolígrafo —explicó
pacientemente Andrés, como si hablara con una niña de cinco años.
—¿Y
lo comprueban? —insistí, escéptica.
—Claro
que sí, hermanita —comentó esta vez Fran, pues Andrés había puesto los ojos en
blanco—. Hay voluntarios que se encargan de eso.
Al
rato, siguiendo las indicaciones del GPS del coche, Mikel se desvió de la
comarcal y llegamos a un pequeño pueblo del que nunca había oído hablar.
Básicamente solo había cuatro calles. Al final de la que era la calle Mayor,
Mikel detuvo el coche delante de una vieja iglesia.
—Aquí
está la primera del recorrido —dijo mi hermano.
—Un
contenedor muy pequeño y magnético —comentó Andrés, consultando en la web
oficial—. ¡Tiene que estar en la verja!
Contemplé
sorprendida la larga verja que rodeaba la iglesia. Fue en aquel momento cuando
empecé a sentir la emoción de los cazadores de cachés.
—Ahí
está —añadió Andrés, tras consultar las coordenadas, señalando un lugar cerca
de la puerta de la iglesia—. ¡Pero tenemos muggle a la vista!
—¿Muggle?
—pregunté enseguida. No entendía nada—. Eso es de los libros de Harry Potter...
Hace referencia a quienes no tienen habilidades mágicas.
—Exacto.
En el argot del Geocaching, los muggles son las personas que desconocen
la existencia de las cachés. Y hay que evitar que te descubran delatando la
posición de cualquiera de ellas, pues podría caer en malas manos y perderse.
Había
una anciana sentada en un banco, dentro del recinto de la iglesia. Estaba
tejiendo lo que parecía una bufanda, pero justo en ese instante levantó la
cabeza en dirección a nuestro coche. Ya estábamos llamando la atención.
—¿Pero
qué hará esa mujer tejiendo en la puerta de una iglesia? —soltó Mikel.
—Chicos,
lo mejor será aparcar el coche y volver a pie —comentó Fran—. Laura, tú podrías
distraer a la mujer preguntándole cualquier cosa y, mientras, pillaremos la
caché.
—¿Yo?
—pregunté, de repente muy nerviosa.
—Sí,
hermanita. Tú le inspirarás más confianza —dijo Fran, y me guiñó un ojo.
Tras
aparcar el coche, me dirigí hacia la entrada de la iglesia mientras los chicos
estaban al acecho cerca de la verja.
—Disculpe,
señora. ¿Podría indicarme si hay alguna panadería abierta? —pregunté, casi
tartamudeando. Fue lo primero que se me ocurrió.
—¡Oh!
Ya lo creo, chiquilla —me contestó la anciana—. Don Aniceto abre todos los días
del año a las siete de la mañana. Como un reloj. Aunque, a veces, las tripas se
le aflojan fuera de hora, ya me entiendes, y en esos casos se retrasa un poco.
¡Cosas de la edad! La panadería está en la calle de atrás, no tiene pérdida,
pero... ¿Sabes qué, hermosa? Voy a acompañarte yo misma y así saludaré al bueno
de don Aniceto.
—No
hace falta que se molest...
—¡Qué
va! De molestia, ninguna —dijo, metiendo las agujas de tejer y la bufanda de
colorines dentro de un gran bolso violeta—. ¡Vamos, vamos!
Cuando
regresé, con un pan redondo tan grande que más bien parecía una ensaimada de
Mallorca talla XL, habrían transcurrido unos veinte minutos. Encontré a mis
tres guardaespaldas sentados en el banco donde antes había estado la anciana.
Sus caras reflejaban un idéntico hastío y, al verme, bufaron a la vez. Se me
escapó una risita.
—¿Ya
la habéis encontrado? —pregunté—. ¡Me he perdido lo mejor!
—La
encontramos hace siglos. ¡Cuánto has tardado, chiquilla!
—¡Uf!
No sabéis las batallitas que me han contado el par de abueletes...
—¡Joder!
—soltó Mikel—. ¡Por ahí vuelve la vieja!
Callamos
todos y la anciana se acercó directamente a la verja, justo donde estaba
camuflada la pequeña caché magnética. Los cuatro nos miramos muy sorprendidos.
—Ya
veo que lo habéis dejado todo como estaba, ¡menos mal! —comentó.
—¡No
me diga que la caché es suya! —exclamó Andrés. Estaba atónito.
—En
realidad es de mi nieto, pero me gusta vigilar quién viene.
Los
cinco estuvimos un buen rato riendo. Y volvimos a reír más tarde, cada vez que
lo recordábamos. ¡Caramba con la abuela! Lo cierto es que me encantó conocerla.
Nos
alejamos del pueblito por una carretera de tierra. «Un camino de cabras», según
Mikel. Pocos kilómetros más allá tuvimos que dejar el coche y seguimos con el
recorrido a pie, tal como estaba previsto. Descubrí que Fran me había preparado
una mochila con algunas cosas que, según él, podía necesitar. Vi ropa de
repuesto, una gorra con visera, un pequeño botiquín, una linterna, repelente de
insectos y protector solar factor 50. Puse los ojos en blanco, pero decidí no
protestar. Me apliqué un poco de crema y me ajusté la gorra.
Poco
después, encontramos la segunda caché del recorrido. Estaba cerca de una fuente
natural, de la que manaba constantemente el agua cristalina que, a
continuación, descendía hasta el llamado Estanque de las Ninfas. El contenedor,
en esta ocasión, era una fiambrera de buen tamaño y tuvimos que desenterrarla.
Un escarabajo pelotero salió también del agujero y me dio un buen susto.
—Este
nos estaba vigilando, igual que la abuela —dijo Fran, y los cuatro prorrumpimos
de nuevo en carcajadas.
Dentro
de la fiambrera había un montón de «tesoros»: un cubo de Rubik, una pelota de
tenis, una figurita de un gato egipcio, un silbato rojo, un sonajero, una
armónica, un sacacorchos y varios llaveros. Los chicos me explicaron que eran
objetos que los cachers dejaban. Existía una especie de código de honor: podías
coger algún objeto si, a cambio, dejabas otro de valor parecido. De este modo
se intercambiaban los «tesoros», que podían llegar a viajar por todo el mundo.
Según me dijeron, ¡ya hay más de tres millones de cachés repartidas por todo el
planeta!
Me
encantó la figurita del gato. Enseguida me pregunté de quién habría sido y cuál
sería su historia. Entonces, al comprender que aquella caja contenía tantas
historias, vislumbré la magia del Geocaching y me alegré mucho de estar allí.
Cogí el gatito y dejé una de mis pulseras de cuentas.
Comimos
algunos de los bocadillos junto a las aguas cantarinas del estanque y, poco
después, continuamos bajando por un sendero que conducía a un bosquecillo que
se divisaba a lo lejos. Allí estaba nuestro próximo objetivo.
—¿Estás
cansada? —me preguntó Fran, colocándose a mi lado.
—Estoy
muy bien, her-ma-ni-to —recalqué separando las sílabas—. Ya tengo ganas de
descubrir el próximo tesoro. ¡Es verdad que esto engancha!
Pero
la condenada caché se nos resistió un buen rato. Al final resultó que estaba
sobre nuestras cabezas, dentro de un hueco que había en el tronco de un enorme
roble. Mikel subió con agilidad felina por el tronco y, al inspeccionar el
hueco, la encontró. El recipiente era un bote de Cola Cao. Lo abrimos con
expectación, pero en el interior solo hallamos el bloc de papel, un yoyó azul y
un caballo de plástico con su vaquero. No obstante, al abrir el bloc —que iba
en una bolsa de plástico para evitar la humedad— nos encontramos también con
una especie de postal con fondo negro y letras doradas:
La
caja dorada podrás encontrar
a
los pies del guardián y vigía
que
descansa junto al mar,
de
noche y de día.
—Parece un acertijo
—comenté.
—Pues en la web no se
comenta nada sobre esto —dijo Andrés tras revisar su móvil—, pero parece una
pista para encontrar otra caché.
—Un guardián y vigía...
Podría ser una torre, o un castillo. Y está junto al mar... —pensé en voz
alta—. ¿Estamos cerca del mar?
—¡Oh, sí! A muy poca
distancia. Podríamos ir a ver.
Tras consultar en
Google Maps, descubrimos que había en la zona una torre, que actualmente se
usaba para la información meteorológica, y un faro. Andrés me mostró las fotos
en la pantalla de su móvil y me puse a leer la información.
—¡Tiene que ser el
faro, chicos! —exclamé—. Fue derruido durante la guerra, a causa de un bombardeo.
Un faro es un vigía. Y descansa junto al mar de noche y de día porque ya no
funciona y está «tumbado», derribado.
Así fue cómo llegamos
al Faro del Fin del Mundo. Me envalentoné husmeando entre los restos de la
vieja edificación y el suelo se abrió bajo mis pies. Afortunadamente, caí en el
agua. Comprendí que estaba en una cueva natural, tras el acantilado. El mar se
filtraba entre las rocas y había formado aquel lago subterráneo. Nadé hasta
alcanzar la orilla. Me di cuenta de que, al caer, había perdido la linterna,
pero el musgo fosforescente que había sobre las paredes de piedra me permitía
ver por dónde iba.
Ahora sé que fue una
estupidez por mi parte, pero en ese momento solo pensaba en encontrar una
salida. Por eso me alejé aún más y avancé por un túnel entre estalactitas y
estalagmitas, a lo largo del cual cada vez se oía con más fuerza el oleaje del
mar. Sin embargo, no había salida. Algunos rayos de sol se filtraban entre las
piedras que bloqueaban el acceso. Me apoyé sobre esas piedras y vi algo que
sobresalía por debajo de ellas: las piernas de un esqueleto y algunos jirones
de ropa. Me alejé gritando y tropecé con unas cajas de madera medio podridas.
A la vez emocionada y
muerta de miedo, descubrí que las cajas contenían botellas de güisqui escocés y
de perfume francés. Aquel pobre desgraciado que murió aplastado a causa del
derrumbamiento debió ser un contrabandista.
Mientras tanto, los
chicos se dieron cuenta de lo que había ocurrido y enseguida pidieron ayuda.
Llegaron policías y bomberos y muy pronto me sacaron de allí.
Ya se fundía el sol con
el mar cuando mi hermano me abrazó.
—¿Habéis encontrado la
caja dorada? —le pregunté cuando me dejó respirar.
—No. Tal vez era una
broma... Pero no ha estado nada mal el hallazgo que has hecho tú solita. Ya
eres toda una cazadora de tesoros.
Entonces puso sobre mis
hombros su chaqueta y me encasquetó su gorra. Era su gorra favorita, con las
palabras Los Goonies bordadas en amarillo sobre la visera. Aquel fue el
mayor tesoro que conseguí aquel día.
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