martes, 26 de septiembre de 2017

EL AMABLE HOMBRE DEL PARAGUAS

Por Emilio J. Bernal.

     Consigna: CreepyPasta extensa sobre un personaje inventado por vos.
Texto:
Recuerdo que aquel día no salió el sol. Entendedme, no es que no saliera, es que le dejó el protagonismo a una densa cortina de oscuras nubes. Asumió, por un día, el papel de actor secundario en un verano en el que había trabajado de manera abrasadora.
Los conductores me miraban algunos curiosos, otros despectivamente, mientras caminaba por el arcén de la autovía en sentido contrario al de la circulación. Siempre había escuchado que era la mejor manera de caminar en una carretera. No quedaba demasiado para llegar a la estación de servicio y llenar de gasolina el bidón de veinte litros que llevaba en la mano. Por desgracia, no me fijé en el nivel de gasolina que quedaba antes de arrancar el motor y encaminarme hacia el trabajo. El resultado podéis imaginarlo. Dos kilómetros a mi espalda había dejado el coche con los conos de seguridad, el triángulo y las luces de emergencia puestos. El plan era simple: caminar hacia la gasolinera más cercana comprar carburante y volver hasta mi vehículo para ponerlo de nuevo en marcha. Pero a veces lo más simple se torna complicado.
La más que previsible lluvia comenzó a caer de forma repentina y violenta. No tenía donde cobijarme allí en medio de la autovía. Pero pensé que después de todo estaba teniendo la suerte de encontrarme ya justo en frente de la gasolinera. Sólo tenía que cruzar la carretera.
—Hola joven, si quiere puede usar me paraguas. Es grande, cabemos los dos.
No sé de donde había salido aquel hombre, no negaré que me asustó por un momento y que incluso me dejó una sensación de repelús recorriendo mi espalda hasta instalarse en la nuca. A pesar de todo le agradecí el gesto y reconocí su exquisita educación. Hablaba con un tono suave, cálido, embaucador... y sin embargo, bajo ese manto de bienestar podían intuirse unos puntiagudos témpanos de hielo.
—Gracias —le dije con desconfianza— se lo agradezco pero creo que si corro no me mojaré demasiado.
—No rechace mi ofrecimiento, como le digo: es grande. Déjeme ayudarle —insistió haciendo ver un paraguas negro de grandes dimensiones.
Era un tipo peculiar, chapado a la antigua. Vestía una gabardina negra, chistera del mismo color y guantes de piel. La expresividad de su rostro no cuadraba con con el tono que usaba al hablar. Había visto esa expresión con anterioridad, no recordaba cuándo. Ahora sé que fue siendo yo pequeño, el día que vi a mi abuelo tirado en el suelo del patio de casa. Muerto.
Era el rostro del que ya no vive, con la nariz afilada, ojos hundidos y pómulos marcados. Ahora lo recuerdo y casi que diría que en ningún momento llegó a mover los labios mientras hablaba. Pero en aquel momento caí presa de una especie de trance hipnótico. Un estado en el que mi voluntad se vio abducida por una fuerza centrípeta que me sugería acceder a las peticiones del amable hombre del paraguas.
—Creo que aceptaré su ayuda, crucemos —acepté.
—Muy bien, sígame —continuó el hombre amable.
La carretera estaba vacía cuando comenzamos a cruzarla. De pronto me hizo parar, justo en la linea discontinua que separaba los carriles.
—Espera, no te muevas de ahí, quiero que veas algo.
Lo dijo de manera tan persuasiva que ni dudé en hacerle caso a pesar de que divisé que un vehículo se acercaba a gran velocidad. Miré hacia las luces y cuando volví a mirar al frente el hombre ya no estaba allí. En cambio vi una pelota. Una de esas de plástico. Se adentraba en la carretera botando hacia mí. Tras ella un niño. No tenía más de cinco años. Como el hombre amable, también tenía aspecto antiguo. Sus ropas. Y la cara de la muerte. Yo  seguía estando en mitad de la calzada, tieso como un palo y agarrando en paraguas negro. Del hombre ni rastro. El niño que seguía corriendo y tras la pelota y el coche que se acercaba peligrosamente.
Fue cuestión de segundos. La pelota fantasmal atravesó mi pecho y el coche, un modelo americano clásico de los tiempos de la ley seca, se llevó por delante al niño. Un golpe seco en la cabeza. El coche frenó en seco pero ya era tarde. De su interior salió el hombre amable y vino hacia mi.
—Esta es mi historia. Le quité la vida a un niño. No lo vi venir, lo juro, pero nunca pude superarlo. ¿Ves aquel árbol que hay junto a la gasolinera? Allí, colgado de una de sus ramas acabaron mis días. Y ahora me dedico a salvar vidas como la tuya. Todas las que puedo. Cruza ya ¡AHORA!
Noté un gran empujón que me tiró sobre la cuneta y la sombra de un camión de gran tonelaje que pasó haciendo sonar el claxon a pocos centímetros de mi. Una pareja de ancianos se acercaron a socorrerme desde el área de servicio.
—Pero criatura, ¿Que hacías ahí parado, en mitad de la carretera? —preguntaron preocupados.
—Yo sólo quería gasolina —dije todavía en shock— ¿Y el hombre amable del paraguas? ¿Lo han visto?
Me tomaron por loco o quizás pensaron que estaba bajo los efectos de algún tipo de sustancia tóxica. No sé. Me ofrecieron un café, pude comprar algo de gasolina me acercaron en su coche hasta el mio. Me despedí agradecido, puse en marcha mi automóvil y hasta el día de hoy.
Es la primera vez que  cuento los hechos que me ocurrieron en la tarde noche del 15 de agosto de 2003. Aunque estoy seguro de que aquel hombre amable del paraguas sigue allí penando. Ayudando a todo aquel que, por un descuido, pueda ser atropellado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario