martes, 26 de septiembre de 2017

Su universo

Por Juan Carlos Santillán.

   Consigna: Relato que sería la futura película animada de Steven Universe en versión para adultos, respetando la versión latina.
Texto:
1
—Nunca el universo me pareció tan obscuro como esta noche.
Sobre el ulular de la brisa marina, la voz llega amortiguada a los oídos de Steven. Desde su lecho en el altillo ve las tres siluetas recortadas contra la ventana, de espaldas a él. En todos esos años, no había reparado en lo extraño de su situación. Todo ese tiempo había sentido a aquellas alienígenas como sus madres. Aquellas coloridas criaturas de apariencia humana, con gemas en sus cuerpos que les otorgan poderes maravillosos. ¿Pero no es acaso él mismo un alienígena, aunque sólo lo sea en parte, siendo hijo de una como ellas? Se levanta la camiseta con la estrella estampada en el pecho y pasa una mano por su vientre. He ahí la respuesta.
Su madre murió cuando Steven nació. Su padre acaba de morir.
—¿Qué haremos con el muchacho? —Oye que dice otra voz.

2
—Mi padre era Greg DeMayo. Era humano, muy humano. Yo adoraba a ese tipo loco de barba y pelo largo, que cambió su apellido para mí.
—Llevábamos mucho tiempo buscándolos. Ignorábamos que su padre hubiese muerto.
Steven sonríe con amargura. Oye y ve todo como en sueños. Sospecha que ha sido drogado.
—Mi universo ya no existe —dice.
—Usted ya es un adulto. No esperaría que esa fantasía durara para siempre, señor DeMayo
—Mi apellido es Universe.
El hombre de traje juega con un largo cuchillo de hoja aserrada. Enciende un cigarrillo.
—Este cuchillo fue hallado en su vivienda, señor DeMayo, y tiene sus huellas en él.
—Era de mi padre; él me lo regaló.
—Fueron halladas también varias mujeres con piedras incrustadas en el pecho...
—Gemas.
—¿Cómo dice?
—Son gemas.
—Ya. Gemas. Pues hallaron a estas mujeres —prosigue el hombre de traje, colocando una a una las fotografías sobre la mesa— con gemas incrustadas en el pecho o en el cráneo. Y sabemos que hubo más, a lo largo de muchos años. Al comienzo fue todo responsabilidad de su padre, claro, usted era apenas una criatura. Pero cuando él murió, usted continuó con esto y fue en adelante todo responsabilidad suya —culmina, entrelazando los dedos de las manos—. ¿Qué tiene que decirnos al respecto?
—No tengo nada que decirles. Yo no soy uno de ustedes.
—¿Porque lleva usted mismo una gema incrustada en el vientre?
—Sí.
—Entiendo. — El hombre de traje arroja una larga bocanada de humo, dando vueltas al cuchillo. A Steven no le agrada su expresión irónica. Instintivamente, se lleva una mano al vientre. Sólo siente una inquietante rugosidad bajo la tela. Se levanta la bata de hospital y ve la profunda cicatriz. Se aferra con fuerza a los brazos de la silla de ruedas.
—¿Qué me han hecho?
—La ciencia ha avanzado mucho, señor DeMayo. Nos ha permitido corregir su malformación.
—¡Me han mutilado! ¡No podían extirpar esa gema, era parte de mi organismo, pude morir!
El hombre de traje clava el cuchillo en la mesa con tanta fuerza que el vaso de vidrio que reposa sobre ella se tambalea. El agua que contiene se estremece de un modo que a Steven, aturdido como está, le resulta curioso. Y finalmente el vaso cae al piso como en cámara lenta, haciéndose añicos.
—¡No era parte de su organismo, señor DeMayo! —estalla el hombre de traje— ¡Lo que usted tenía era una malformación congénita en el vientre! ¡Y, en su insania, había alucinado que esa protuberancia en su ombligo se trataba de una gema alienígena! ¡Llegó al punto, hace unas semanas, de amputarla usted mismo, reemplazándola por un fragmento de cuarzo! ¡Los médicos debieron detener el avanzado cuadro de septicemia que presentaba, antes de poder intervenirlo quirúrgicamente! ¡La operación duró varias horas! ¡Y ha permanecido en coma inducido desde entonces!
—¡Era lo único que tenía de mi madre!
El hombre de traje inspira profundamente, pasándose ambas manos por el cabello.
—Entiendo que la perniciosa influencia de su padre lo ha trastornado gravemente, señor DeMayo. Pero debe reaccionar. ¡Y darme la información que necesito! ¡Sabemos que hay más! ¿Dónde están las demás, señor DeMayo? ¡Responda!
Un chirrido electrónico y un poco de estática dan paso a una voz femenina.
—Eeh... ¿Señor?
—¿Qué quiere? —brama el hombre de traje, volteando la cabeza hacia la amplia superficie reflejante ubicada a un costado. Steven tiene entonces la certeza de que del otro lado los han estado observando durante todo ese tiempo. El hombre de traje vuelve a rugir—: ¡Dije que no debía ser interrumpido!
—Ha llegado información importante, señor —contesta la voz—. Es urgente.
—Por su bien, espero que de verdad valga la pena.
El hombre de traje arranca el cuchillo de la mesa y se lo guarda en la chaqueta. Sale de la habitación dando un portazo. Se oye su ronca voz gritando: «¿qué es eso tan...?». Lo siguiente que Steven oye son ruidos de golpes. Ve la puerta que estalla en mil astillas, dando paso al cuerpo del hombre de traje, que es proyectado violentamente al interior, cayendo boca arriba en las baldosas, donde queda inmóvil. Detrás, Steven ve una pierna bien torneada que se introduce por el boquete, tras la cual ingresa una atractiva mujer de buena figura, con el rostro agraciado cubierto por una espesa capa de maquillaje, que le sonríe amistosamente.
—¡Hola, chico! —Oye Steven la voz de la atractiva mujer, la misma que oyó por el altavoz hace un momento. La observa anonadado. Luego reacciona.
—¿Está... muerto? —pregunta.
—No lo creo. Apenas inconsciente, me figuro. —Oye, como a lo lejos, que le responde la mujer—. Pero sería bueno irnos antes de que despierte.
La ve colocarse detrás de la silla rodante y empujarla.
—Espera —dice Steven, cuando la silla pasa junto al cuerpo del hombre de traje. La silla se detiene. Steven se agacha y abre la chaqueta.
—¿Qué haces? —Oye que le pregunta la voz.
—Me llevo un recuerdo —responde Steven, extrayendo el cuchillo.
La silla vuelve a ponerse en movimiento y sale al corredor.


3
—¡Lapislázuli! —exclama Steven, observando la espigada figura encadenada—. ¡Sabía que eras tú!
Ve a su antigua amiga pender del techo en una habitación de concreto, tras una gruesa lámina de vidrio con perforaciones circulares muy pequeñas. Sus tonalidades azules lucen apagadas.
—¿Lo sabías, dices? —Oye a su espalda la voz desconcertada de la mujer que empuja la silla.
—Tuve el presentimiento de que ella estaba cerca —explica Steven— cuando vi el agua agitarse de un modo extraño en el vaso. Pero... ¿Qué haces?
Mientras Steven habla, ve cómo la mujer ha dejado a un lado la silla y la ha emprendido a puñetazos contra el vidrio. A primera vista, sus nudillos lucen ya oscuros moretones, producto del impacto. Pero una mirada más atenta descubre que es el espeso maquillaje el que ha desaparecido, dando paso a la piel de ese color tan peculiar.
—¡Amatista!
—¿Qué, no me habías reconocido? —Steven la ve sonreír sin dejar de aporrear el vidrio con los puños— He tenido que adoptar este aspecto para pasar desapercibida.
—Claro que te he reconocido, tu voz es inconfundible —Steven sonríe a su vez, nervioso, intentando poner orden a sus ideas—. Pero te pregunto qué haces, no tenemos tiempo para eso.
—¿De qué hablas, Steven? ¡No podemos dejarla ahí!
—¡Sí que podemos, si queremos salvarnos! ¡Ya es muy tarde para ella!
—¡Steven!
—¡Vamos, Amatista, no queda mucho tiempo, debemos huir! —Steven apoya las manos en los brazos de la silla, se incorpora y da dos pasos tambaleantes, hasta colocar su rostro a un palmo del que ya empieza a ver algo borroso ante sí— ¡Tú conservarás ese aspecto, que es estupendo, pero tendremos que huir lejos, porque ya nos han visto a ambos así y nos han grabado las cámaras, o tal vez puedas cambiar tu aspecto y el mío..., y pasaremos desapercibidos! ¡Podemos ser felices!
—¿Podemos... qué? ¡Steven, estás loco!
—¡Yo no...! —La vista de Steven se desenfoca un poco más antes de que deje caer los brazos a los lados y un resoplido salga de su boca—. No estás siendo razonable.
—¿Yo no estoy siendo razonable? ¡Tú no pareces tú! ¡Y yo no soy esto! —Steven ve transformarse el armonioso cuerpo en una figura rechoncha de metro y medio de altura—. ¡Ésta soy yo! ¿Te acuerdas? ¡Mírame!
Steven la mira: la rechoncha Amatista se pasa furiosa la mano por el rostro pintarrajeado, desgarrando la gruesa capa de maquillaje. Cuatro surcos profundos de fondo morado atraviesan ahora la masa blancuzca y roja.
—¡Ésta soy yo! —La oye repetir—. ¡Y esto...!
Pero no la oye terminar la frase. La ve dirigir la mirada a la aserrada hoja del cuchillo que brilla en la mano de Steven.
—¿Me matarás, Steven?
—No tenemos tiempo. Ellos sólo quieren las gemas. Y nos dejarán tranquilos..
—¡Pero las gemas son parte de nosotras! ¡Esas gemas somos nosotras mismas! ¡Y sólo quedamos nosotras dos! ¿Entiendes? Yo... —La voz de Amatista para de gritar. Lo siguiente que Steven oye salir de sus labios es casi un tímido susurro—. ¿Quieres que te dejen en paz, verdad? Eso lo entiendo. Pero yo no...
—Sólo quiero una vida normal —dice Steven, viendo sobre la cabeza de Amatista a los hombres de traje que se aproximan—. Ya es tarde. Perdóname.
Da un paso adelante. Y puede ver que también lo hace ella. Entonces empieza el forcejeo.

4
—¡Esto es una masacre!
Los cuerpos de varios hombres de traje están regados por el piso del corredor. En el centro está la silla de ruedas, vacía. Y, a los pies, una rechoncha figura de metro y medio.
—¡Tiene toda la piel amoratada! ¿Y qué es eso? ¡Tiene un agujero enorme en el centro del pecho!
—¿Quién pudo hacer esto?
—Fue DeMayo. Es un demente. Pero no pudo haberlo hecho solo, ha debido de recibir ayuda.
—¡Señor, ésta está viva!
Todos los hombres de traje apuntan sus armas a la alargada figura que respira fatigosamente al otro lado del vidrio roto.
—¡Atrás, puede ser peligrosa!
—¡Se está moviendo!
—¡No disparen!

5
Bajo el negro cielo sin estrellas, arrastrada por la corriente, la endeble embarcación surca las aguas a una velocidad vertiginosa. Sobre los tablones precariamente unidos, Steven, cubierto únicamente por la bata de hospital empapada, se aferra al ensangrentado cuchillo de hoja aserrada. Ve una vez más la hoja clavarse en la carne morada, hacer palanca, extraer la piedra. Pero sabe que no era su mano la que lo aferraba. Está seguro de que no lo era. No pudo ser su mano. Y sin embargo... No ha parado de llorar desde que abandonó ese horrible lugar y se precipitó al mar.
Puede ver la otra orilla. Reconoce el perfil de Ciudad Playa, su hogar. Casi puede tocarla.
Entonces, la corriente amaina. De improviso, como si alguien hubiese dejado de empujar las aguas, éstas se van aquietando progresivamente, hasta detenerse por completo. Flotando en medio de un océano imperturbable como un espejo, Steven puede divisar la tierra, oscura, en el horizonte. Y en la lisa superficie que lo separa de ella, la primera curva empinada de una aleta dorsal. Y luego otra. Y otra más.
Steven quiere llorar. Pero no puede. Ya no le sale una gota. Ni una gota de agua se mueve ya. Entonces se convence de que ella también ha muerto. Él está ahora solo en el mundo. Ha quedo solo en el universo. Mira hacia el cielo. Y vuelve a oír la voz. Pero ahora sabe que está únicamente en su cabeza:
—Nunca el universo me pareció tan obscuro como esta noche.


25.09.17

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