miércoles, 20 de junio de 2012

La cabaña

Por Leonardo Chirinos.


     La herida no paraba de sangrar y presionaba fuerte con mi mano sobre ella mientras cruzaba el oscuro prado en dirección a la cabaña, guiándome prácticamente por instinto. De forma casi imperceptible, mi paso se aceleraba hasta convertirse en un trote chueco, el cual me hizo caer al suelo más de una vez, y cuando eso ocurría giraba presto, cauteloso de ser acechado por aquella bestia, la misma que de un mordisco me había arrancado un pedazo de piel del brazo que en esos momentos debía estar consumiéndose en sus inhumanas entrañas. Pero al escrutar, solo encontraba niebla, una espesa bruma que se movía con sigilo en la oscuridad, como si la maldad en su estado más puro se cerniera sobre mí. De forma veloz me incorporé y continué el camino.
     Cada paso que daba era como un salto de fe, solo contaba con la luz de la luna porque la niebla me había ocultado el pasaje a casa. Si había errado en la dirección, si mis pasos me llevaban al bosque, estaría cavando mi propia tumba. Pero no podía pensar en ello, no se trataba solo de mí, Diana me esperaba en casa, el único ser que me ha acompañado todo este tiempo y ha soportado mi mala conducta. Se trataba de ella, y si no llegaba antes que esa cosa hambrienta que rondaba en la niebla, estaría en terrible peligro.
     «Papá», susurraron a mi espalda y sentí cómo el sonido palideció mi piel al igual que un soplido extingue una vela. El frio poseyó mi cuerpo y desde entonces jamás lo abandonó. Giré aterrado y pude ver a distancia una sombra que oscilaba hacia los lados con suma lentitud.
     —¡Tú no eres mi hijo! —Grité, y las palabras se extendieron en la noche como un lamento—. Lo sepulté hace un año —agregué en un murmullo que solo yo pude escuchar, como si no estuviera convencido que haya muerto.
     Un agudo dolor inyectaba mis articulaciones con cada leve movimiento que hacía, y mis piernas se volvían cada vez más pesadas. El abdomen se encontraba rígido, presionando el ardor que crecía dentro de mi estómago. Luego de unos minutos, milagrosamente, un resplandor amarillento se comenzó a vislumbrar a través de la espesura de la niebla, formando la silueta curvada de una colina no muy alta. Detrás de ella estaba la cabaña. Me apresuré para subir la elevación y cuando por fin divisé el umbral, un latido de dolor apuñaló mi herida y me tumbó al suelo. La punzada parecía tener vida propia y se extendía por mis venas como un veneno maligno, pero yo solo observaba la cabaña y lo cerca que estaba de llegar a ella. En ese momento no existía sentimiento más doloroso que el de no terminar de recorrer el sendero; aquella imagen de la cabaña se volvió encharcada por las lágrimas y solo una pregunta recorría mi mente «¿Porque no pude ser más fuerte?».
     Permanecí estático por unos segundos y cuando la resignación comenzaba a invadir mi mente el dolor cedió. Al momento en que pude flexionar las extremidades me levanté y continúe, esta vez no presionaba la herida porque la hemorragia ya había cesado. Cuando me encontraba a solo un par de metros de la casa, Diana surgió por la puerta y corrió a toda velocidad hasta mí. Al llegar a mi regazo acaricié su brazo tibio, tiñendo de rojo su pálida piel.
     — ¡Estas ardiendo! —me expresó alarmada. Se apartó de mí y observó la herida en el brazo— ¿Qué te hizo eso?
     —Sinceramente, no estoy seguro cariño —le dije, y formé una mueca burlona—. Tenemos que entrar.
      La halé hasta la puerta, estiré mi brazo hasta el interruptor del poste y un reflejo me hizo voltear hacia la colina: la niebla empezaba a dibujar la silueta que lánguidamente cabeceaba hacia los lados. Aquella criatura había gozado de mi sabor y ya sabía dónde encontrarme. Apagué la luz del pórtico y cerré la puerta con llave.
     Atravesé cojeando la sala de la casa hacia el interruptor y dejé él cuarto en total oscuridad.
     —¿Qué pasa allá afuera? ¿Por qué apagas las luces? —preguntó preocupada.
     —La cosa que me hizo esto —le mostré el brazo—, está allá afuera, Diana, y si no hacemos algo, si le damos la oportunidad, esa cosa es capaz de matarnos. —Su mandíbula inferior se desprendió del resto de su rostro y cubrió sus labios rojos con la mano.
     —Pe... ¿Pero dónde está tu escopeta? —preguntó.
      Limpié el sudor de mi frente
     —La perdí cuando me atacó —contesté sin poder verla a los ojos.
     —¿Pudiste ver cómo era?
     —Diana, cualquier cosa que diga traerá más preguntas y, créeme, este no es el momento.
     —Pero quiero saber si se trata de un oso o…
     —No, no es un oso — intervine y comencé a proyectar la aterradora escena en mi mente—. No recuerdo muy bien pero, entre el forcejeo, por un instante creí que era nuestro hi…
     Un fuerte golpe en la puerta principal hizo vibrar la madera polvorienta del piso y un reflejo nos obligó a inclinarnos al mismo tiempo.
     —¡Sube a la habitación y apaga las luces, yo te alcanzo enseguida! —le grité en susurros.
     —No puedo —balbuceó con las manos cubriendo su boca.
     —¡Sí, sí puedes! Ve, que yo buscaré algo para defendernos.
     Ella accedió a la orden y yo crucé de nuevo la oscuridad de la sala, atento a los golpes que la bestia daba desde afuera. Llegué a la concina, golpeé el interruptor con la palma de la mano y, en un parpadeo, la habitación se tiñó de negro. A su vez, la luz azulada de la luna, la cual entraba por la ventanilla de la cocina, se intensificó y una detestable e indomable intriga me impulsó a mirar hacia afuera. Lentamente comencé a avanzar y a relajar los músculos. Llegué hasta la ventana y el resplandor lunar contrajo mis pupilas. Al asomarme pude ver cómo la niebla danzaba de forma pesada y lúgubre alrededor de la casa. Detrás de esta, distinguí las sombras de unas personas que se aproximaban. Mi futuro pareció tomar el color de la esperanza hasta que noté la pesadumbre y el sigilo del andar de aquel gentío.
     El ardor en mi estómago se incrementó, caí al suelo y comencé a vomitar. Cuanto terminé, limpie la boca con mi mano y observé bajo el débil resplandor que surgía de la ventana mis dedos manchados de sangre. Abrí la llave del fregadero y me lavé horrorizado, giré presuroso, agarré un cuchillo de cocina que atravesaba el borde de la mesa de madera y comencé a caminar hacia la habitación, llegué a la escalera y comencé a subir sobre las rechinantes tablas de la escalera, la luz de la habitación continuaba encendida. Mi respiración se volvió tan acelerada que el oxígeno no parecía suficiente para mantenerme con vida y el miedo volvió a nublar mi mente
     —Dios, no quiero morir. No esta noche —supliqué en un susurro—. Sé que moriré, pero esta noche no. Esta noche es mía.
     Los golpes a la puerta se habían multiplicado y el estruendo dentro de la casa se convirtió por unos instantes en música de fondo para aquella pesadilla que estábamos viviendo. La mano que sostenía el cuchillo dio un vuelco que me hizo caer sobre la escalera, luego cada una de mis extremidades comenzó a retorcerse y empecé a golpearme descontroladamente con los escalones, la pared y las rendijas de la escalera. Todo en torno a mí se cubrió de sangre y luego solo hubo oscuridad.
     Momentos después me levanté del charco de sangre que había dejado sobre la escalera y caminé hacia la puerta de la habitación observando todo a mí alrededor. Nada se veía como antes, nada se escuchaba como antes ni tenía la esencia de antes. Golpeé la puerta de madera, no podía sentir mi legua, al igual que otras partes de mi cuerpo, pero lo más importante era que ya no había dolor. Diana abrió la puerta de par en par y me observó pasmada. Mi estómago se retorcía como una criatura descontrolada llevando a mi mente solo una orden: «Come.»
     Me lancé sobre Diana, incrusté mis dientes sobre la apetitosa piel de su cuello y le arranqué un trozo de un mordisco. Sus gritos alcanzaron cada rincón de la cabaña intensificando los golpes de aquellos que intentaban entrar, pero luego calló con un ahogo y pude sentir cómo su corazón dejaba de latir cuando trituraba uno de sus dedos con mis caninos. Llevé mi mano hasta la boca y saque el anillo dorado de compromiso. «Hasta que la muerte nos separe» se grababa en su interior. Lo tiré al suelo y seguí con mi festín.
     Luego de una hora bajé tambaleando la escalera. Toda la casa parecía moverse de un lado al otro, al igual que un barco en una tormenta, y me hacía golpear continuamente los muros. Los golpes continuaban en las paredes de la casa, pero no sentía miedo ni dolor, no había alegría ni rabia, mis actos eran gobernados por el instinto y una gran parte de la conciencia había desaparecido.
     Abrí la puerta y vi el rostro cadavérico de aquel que una vez fuera mi hijo. Este me devolvió la mirada por unos segundos pero giró y comenzó a andar en dirección al fuerte resplandor que se percibía detrás del bosque. Junto a él estaban otros que hacía tiempo habían sido sepultados, y todos comenzaron a caminar detrás de él. El pueblo estaba de fiesta y muchos borrachos tambaleaban por las calles. Los jóvenes fornicaban escondidos en el bosque y los niños dormían indefensos en sus camas. Mi estómago comenzó a retorcerse de nuevo y el hambre volvió con más intensidad. La poca cordura que tenía desapareció y comencé a caminar con el resto en dirección al pueblo, acompañado de la niebla, a través los árboles. Hacia nuestro gran banquete.






1 comentario:

  1. Eli:

    Me ha gustado, la atmósfera y la forma en que está escrito. La locación y la situación me recordó a las películas de los 80's que tanto me gustaban.

    Me ha agradado en lo particular el detalle de que el niño pudiese hablar. Y sin embargo, en mi opinión, creo que el lenguaje pudo haber sido más fuerte para ir a la par de las escenas.

    Saludos

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