lunes, 7 de septiembre de 2020

Brígida (Arcadia)

      Brígida llegó a nuestra casa en otoño para ayudar en las tareas de cocina. Venía recomendada por las trinitarias y madre la recibió con la misma indiferencia con que recibía todo lo referente al trabajo doméstico. Desde el primer momento su visión me produjo un fuerte impacto. No era bella, pero sus enormes ojos melancólicos y el aire casi fantasmal que la rodeaba me fueron calando más, día a día. Pude haber intentado algún avance con ella; era lo más común entre nuestros conocidos que los patrones recibieran ese tipo de favores del servicio. Pero las ideas que pululaban por los pasillos de las universidades y por las tertulias de los jóvenes intelectuales habían introducido nuevos conceptos sobre el sentido de la igualdad social, con los que yo mismo estaba de acuerdo. Además, el carácter inocente de Brígida aumentaba mis pruritos al respecto. En poco tiempo se transformó en el centro de mis pensamientos. Sin que ella se diera cuenta, mis ojos la seguían por la casa, atesorando cada gesto, cada movimiento de sus gráciles miembros. No; yo no podía albergar hacia ella afanes de baja estofa.

     Fue precisamente esa enamorada vigilancia a que me había entregado, lo que me hizo descubrir algo que me produjo a la vez estupor y una vaga incomodidad, como si una nota discordante se hubiera colado en una armonía orquestal perfecta, enturbiándola. Cierta noche de verano, después de la cena me quedé fumando en el salón ya a oscuras, esperando por si la veía al terminar su tarea en la cocina, ya que a veces hacía una recorrida final para comprobar que todo estuviera en orden. Esa noche no vino; pero desde la ventana del salón la vi salir subrepticiamente, por la puerta de servicio, hacia la calle. La sorpresa me dejó helado. ¿Una muchacha saliendo sola y a escondidas por la noche? Mis celos me hicieron pensar mil cosas, todas desagradables, y decidí esperarla hasta que regresase. Lo hizo un par de horas después, o poco más, con el mismo sigilo. Mi frustración no me permitió dormir, y al día siguiente, el rostro inmutable de Brígida me puso de un humor peor. Actuaba con la misma lejana y dócil cortesía de siempre.

     De más está decir que empecé a acecharla cada noche. Por unos días, todo permaneció tranquilo. Pero a la semana siguiente… ¡otra vez presencié su escapada desde mi atalaya invisible! Jueves, como la vez anterior… ¿Qué pasaba los jueves? ¿Adónde iba? Es huérfana, así que resultaba improbable que se tratara de una visita familiar, que por otra parte no tendría por qué ser oculta. Decidí entonces que yo tenía que saber, y esperé con ansiedad los días siguientes.

     Finalmente llegó la noche del jueves. Me aposté con tiempo en el jardín delantero, inmóvil y oculto por las ramas generosas del jazmín, que en esa época del año lucía frondoso y constelado de pequeñas flores blancas cuya fragancia penetrante me mareaba hasta el vértigo. La vi salir cautelosamente, cruzar el portón de hierro y  detenerse un instante para mirar por encima del hombro a uno y otro lado. Y entonces partió. Su paso se me antojó que se volvía extrañamente elástico y decidido, ajeno a la timidez vacilante, casi etérea que acostumbraba mostrar. Cuando estuvo a prudente distancia salí a mi vez, parapetándome en los umbrales y salientes de las casas del vecindario. Por suerte no volteó la vista; de haberlo hecho, podría haber descubierto mi persecución y no podía ni imaginar la vergüenza que eso me habría producido, amén de que nuestro trato diario, ya bastante estricto y lejano de por sí, se habría convertido en demasiado molesto. Quizá hasta dejara de trabajar en casa a causa de lo retorcido que mi conducta le resultaría. Aunque sabía que era muy pobre y seguramente necesitaba la paga…

     Cruzó media ciudad sin la menor vacilación, siempre conmigo detrás. En algún momento topó con un chiquillo astroso que corría en sentido contrario. El encontronazo le hizo caer el sombrero y bajo la luz mezquina de un farol, vi la llamarada de un mechón rojo, escapado del ceñido rodete. Mi corazón se disparó; volví a pensar que era el cabello más hermoso que había visto en mi vida. Ella se apresuró a recoger el sombrero y colocárselo, acomodando la guedeja que tanto me había maravillado. Reanudamos la marcha, ya más calmadas mis aprensiones porque habíamos dejado atrás la iluminación profusa de las calles del centro, y nos adentrábamos en arrabales tragados por las sombras ominosas de las últimas callejas. Mi desconcierto crecía al mismo ritmo de mi excitación. ¿Adónde se dirigía? ¿Qué situación podría llevarla a esa zona de tugurios inconfesables y peligros impensados? ¿Quién era esta muchacha cuya presencia había ido colándose hacia los rincones más desquiciados de mi obsesión?

     En un momento dado, apresuró notablemente el paso y giró en una esquina, desapareciendo de mi vista. Sentí un ramalazo de pánico. ¿Había advertido acaso mi figura y se había apostado para sorprenderme? ¿Cómo reaccionaría ella ante un eventual reconocimiento de su perseguidor? ¡¿Y qué haría yo?! Esta idea me hizo detener un breve instante para sopesar la posibilidad. Pero tenía que arriesgarme, ¡no podía perder ahora su rastro! Decidí continuar con cautela y llegué finalmente a la esquina, girando a mi vez en la misma dirección.

     Mi desconcierto fue total: ¡había desaparecido! Alguna que otra luminosidad paupérrima se colaba por las ventanas de las escasas casuchas miserables, pero nada más. No había movimiento alguno en la calle; como en sordina, me llegaron ladridos lejanos y la voz ronca de algún borracho que vociferaba en la distancia. Esforcé la mirada hasta el límite, casi jadeando; pero en la oscuridad del paraje, cuyos contornos más notables eran apenas bultos informes contra el azul profundo del cielo nocturno, su silueta no aparecía.

     Un sentimiento de profunda frustración me hizo maldecir entre dientes. ¡Justo ahora, que estaba a punto de descubrir el destino de sus escapadas! Me apoyé en el tronco de un árbol y descargué sobre él mi impotencia en la forma de un puñetazo. El agudo dolor que me produjo en los nudillos contribuyó a enfriar algo mi ánimo. Encendí entonces un cigarro y dejé que su humo perfumado corriera por mi pecho. Repasé mentalmente mis fantasías pasadas sobre confesarle mis sentimientos y aspirar a una vida juntos contra toda lógica, y me sentí irremediablemente ridículo. ¡Debía estar loco para haber puesto mis ojos en alguien de tan ínfima categoría! Seguramente tendría algún noviecito en las orillas, algún pobre patán inferior y embrutecido; la caminata de esa noche tendría el sórdido y obvio destino de un encuentro furtivo. “Amoríos de sirvienta”, me repetí amargamente para exacerbar el profundo desprecio que sentía por mí mismo en ese momento.  Terminé de fumar y me disponía a regresar sobre mis pasos, cuando mis ojos, ya más acostumbrados a las sombras, dieron azarosamente con algo que me llamó la atención: en diagonal adonde yo estaba, como a unos treinta metros, se  distinguía vagamente la mole de una casa abandonada donde vi los ojos de un gato. A pesar de su fugacidad, la imagen me había resultado casi hipnótica. Obedeciendo a un impulso ciego, sin pensarlo siquiera, me dirigí al lugar.

     La construcción era ruinosa. Alguna vez debió de ser una de esas casas de inquilinato, a juzgar por la cantidad de habitaciones que parecía tener. La puerta, que carecía de picaporte o cerradura, se abrió sin dificultad al primer intento. Adentro, a la luz vacilante de mi yesquero, vi escombros sobre el suelo, que traspuse con cuidado. Era una habitación amplia y sucia a la que le faltaban partes del techo. Un olor extraño, entre dulzón y nauseabundo fue envolviéndome; pero eso no me detuvo. Al contrario, avancé por un pasillo que se abría al fondo de la estancia, siguiendo el rastro de ese tufo inquietante. Al final del pasadizo, mi improvisada linterna me mostró una puerta que me detuvo en seco: ¡era nueva! Quiero decir que estaba en buenas condiciones, con huellas de haber sido lustrada y conservada con esmero. El olor se había vuelto insoportable, era evidente que provenía del otro lado de ella. La empujé suavemente y se abrió sin ruido.

     Lo que allí vi se ha transformado en el centro de todas mis maquinaciones, de todas mis visiones y pesadillas, que cercan no sólo mis sueños sino también mis afiebradas vigilias. Sobre una especie de lecho, una… cosa enorme se movía con espasmos gelatinosos y verdes, en medio de una fosforescencia alucinante. Todo el ámbito de la cámara parecía latir en monstruosa sintonía con esa masa informe, de donde emergían algo como brazos o tentáculos que dibujaban arabescos de pesadilla en el aire casi líquido que la envolvía. Entre ellos, desnuda y a horcajadas, Brígida (¡mi Brígida!) cabalgaba en un frenesí lento y enloquecedor. La cabellera, ahora completamente suelta, era un mar embravecido de ondulante cobre sobre su grupa blanquísima. Sentí que la eternidad era un tren que pasaba raudamente por encima de mí, aplastándome, impidiéndome el menor movimiento. Y entonces, “ellos” me advirtieron simultáneamente. Hubo como un tris en que el universo pareció detenerse mientras la muchacha giraba la cabeza sobre su hombro para clavarme los ojos, y juro que la mirada que depositó sobre mí era la más tierna, la más inocente y sencilla mirada que alguien pueda jamás ofrecer. Hubo entre sus piernas como un temblor convulso y escapó de aquella mole infernal, un gorgorito ronco e hilarante, y el ritual retomó su ritmo llevando a la cópula a su punto más frenético. En el rostro transfigurado de Brígida pude leer la dimensión de un placer insoportable, más allá de todo lo imaginable, de todo lo verosímil.

     La primera arcada me dobló, quebrando el hechizo. Salí del lugar como loco, y corrí, corrí sin sentir mi cuerpo. Sólo percibía las imágenes raudas de la calle que se desplazaban vertiginosamente hacia atrás, deformándose en estirados jirones de oscuridad. Llegué a mi casa en un estado terrible. Me faltaba el aire y me tomaba la cabeza, sacudiéndola, tratando de no pensar. ¡No pensar!

     Al día siguiente amanecí con fiebre y llamaron al médico. Madre me miraba desconcertada; era difícil entrever si su desconcierto era de temor por el hijo enfermo (padre había fallecido de unas fiebres tercianas unos años antes), o por no saber qué se esperaba de ella en situaciones como ésa. Como fuere, el buen doctor, sin poder explicarse el origen del mal, recetó reposo, dieta estricta y unas gotas de láudano para conciliar el sueño. Al mediodía, unos golpes tímidos en mi puerta me hicieron dar un nervioso respingo. Era Brígida que traía un cazo de caldo y algo de queso y pan para el enfermo. Sentí que el pánico me agarrotaba la garganta y la miré, creo que desorbitado. Pero ella pareció no advertirlo, y me ofreció la vianda con naturalidad imperturbable. Mi cuerpo quedó repentinamente laxo y comí como un autómata. Los días siguientes fueron parecidos; yo en reposo y Brígida trayendo puntualmente mi comida.

     Hacia el lunes la fiebre había pasado y una invencible necesidad de salir de mi inmovilidad me sacó de la cama pese a las protestas de madre y del médico. Pero ya estaba suficiente.

     He tratado, en esos días subsiguientes, de no pensar en nada que no sea lo “normal”: leer, salir a caminar por el bulevar para reponer fuerzas, recibir a un par de amigos, reintegrarme a la mesa familiar. Pero por las noches… ¡ah, las noches! Apenas lograba cerrar los ojos con la pesadez del láudano en los párpados, las imágenes volvían en torbellino tomándome brutalmente por asalto. En mi mente alucinada surgía de nuevo la casa abandonada donde había visto unos ojos de gato, y ahora sentía que era la casa la que me miraba a mí. Y otra vez ahí, el rostro angelical de Brígida trascendiendo hacia ese estado de absoluta lubricidad, hundiéndose –hundiéndome- en ese pozo de oscuridad vertiginosa. Contemplaba mis pies justo al borde de ese abismo que era a la vez objeto de terror indecible y de impulso palpitante. ¿Qué inefables horrores habría ahí abajo? ¿Qué fronteras de lo infranatural franqueaba la criatura que acudía a su potente llamado? ¡Y de nuevo se me figuraba el rostro amado, desfigurado de placer, poblando o mejor aún reinando desde el centro mismo de la abyección!

     Hoy es jueves nuevamente y durante la cena, Brígida, por primera vez desde el incidente, me ha mirado a los ojos y lo ha hecho con la misma mirada de infinita inocencia con que me miró y ató mi vida aquella noche. Creí adivinar que me sonreía desde adentro, sin necesidad de mover un solo músculo. Y supe lo que va a suceder. Lo supe con lucidez absoluta, con la claridad y precisión que despejan toda duda, toda vacilación.

     Estoy en el salón a oscuras, fumando con serenidad mientras espero que ella salga por la puerta de servicio. Esta vez no necesitaré esconderme. Ambos sabemos que nos está esperando y la cita es ineludible.

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