lunes, 7 de septiembre de 2020

El aula (Ewateam)

 Inquieto, no dejo de darle vueltas a mi angustiosa situación mientras sumerjo la pluma en el único superviviente. Escarbo con la punta en la herida que le he infligido en el abdomen, intentando absorber la máxima cantidad posible de sangre en cada punteo para hacerle sufrir lo mínimo posible. No soy un monstruo, ¿O sí? La respuesta la veo en esos ojos llorosos por los que se le va escapando la vida.

Mientras la tinta roja se deposita en los trazos que abro en el papel, levanto de vez en cuando la mirada y la cruzo con la de mi víctima. Me martiriza, pero lo hago porque anhelo su perdón. Ese que no me concede por mucha piedad que emane de mis ojos. El relato de lo ocurrido fluye de mí, al papel, sin dificultad, con ese estilo personal que me ha dado el éxito del que gozo. Y pensar que solo han pasado quince minutos desde que todo comenzó. Tan profundo es el horror que describo y siento, que mis manos comienzan a temblar. La última palabra, «coágulo», casi ni se entiende. Necesito parar.

Me levanto y miro por la ventana. Los gritos guturales que mi prisionero emite no me preocupan. El aula está insonorizada y el exterior es un polígono nocturno y desierto, ajeno a la matanza que me rodea. Seguro que todas mis víctimas, al llegar, pensaron en cuan adecuada y turbadora era la localización de esta isla de conocimiento. El reflejo del cristal me devuelve una mirada que intenta huir de una pesadilla que es fruto de mi vanidad.

Todo empezó el día en que conocí a Luis. Lo recuerdo abordándome con seguridad justo cuando yo salía de uno de esos múltiples concursos a los que me invitan como jurado. Mi categoría de “best seller” me ha abierto muchas puertas, las cuales me permiten vivir del cuento, nunca mejor dicho. Me ofreció colaborar con su asociación a fin de fomentar la creatividad en esta ciudad de incultos y charlatanes. Yo pertenecía, en ese momento, a la segunda categoría. Mi segundo libro fue de una calidad lamentable, siendo muy generoso, y aunque se vendió bastante bien, gracias a la fama de mi primera obra, se convirtió en una losa que aplastó por completo mi creatividad. Así que mi ego se infló hasta límites estratosféricos, alimentado hasta la saciedad por sus palabras de elogio. No pude, ni quise, decir que no. Juntos montamos un taller de escritura de terror en el cual me volqué al cien por cien preparándolo a conciencia. Y él, ahora lo sé, también hizo sus deberes.

Al fin llegó el día esperado. Estábamos juntos en esta pequeña sala, los alumnos no iban a tardar en llegar y mientras yo preparaba el proyector, vi cómo Luis se acercaba a su abrigo para guardar algo y, al mismo tiempo, sacaba un sobre de uno de sus bolsillos. Me miró y me pidió que me acercase. Dejé el puntero láser sobre la mesa y caminé tranquilo hasta él. Sonriendo, me lo ofreció. Lo cogí y sentí su excesivo peso.

Inocente lo abrí creyendo que sería un detalle para el escritor famoso que, en un acto casi altruista, había cuadrado su apretada agenda para trasmitir toda su sabiduría a mentes jóvenes ávidas de conocimiento. Patético. Al volcarlo, solo mis reflejos me salvaron de cortarme la mano con el cuchillo que cayó de él. El que no se libró fue mi pie. El arma rasgó el cuero de mi zapato derecho y, al instante, un hilillo de sangre manó de mi dañada piel causándome un dolor agudo. Me agaché maldiciendo mi mala suerte y, tras un primer momento de sorpresa, al ver que no era tan grave, me levanté indignado, dispuesto a pedir explicaciones a Luis. La expresión fría y sin alma que me encontré me detuvo en seco. Ya no había rastro de jovialidad por ningún sitio.

Con un gesto mecánico me señaló el sobre, dando a entender que no todo estaba dicho. Escarbé en el interior con cuidado y saqué una fotografía. En ella se veía a mi mujer y mi hija, en algún lugar oscuro y sucio, atadas y amordazadas. El pavor que sus ojos mostraban era inmenso. No sé cómo ni cuándo, pero el cuchillo acabó en mi mano. Amenacé con matarlo, pero su tranquilidad era pasmosa. Le grité que las liberara, y él, golpeando con fiereza mi estómago, me hizo callar. Encorvado y dolorido, le escuché.

Me dijo que, como fan absoluto de mi primer libro, no podía permitir que yo volviese a escribir otra mierda como mi segunda obra. Que, con su ayuda, mi próximo trabajo sería la obra maestra definitiva y que para hacerme alcanzar ese culmen creativo había planeado todo lo que iba a pasar en los próximos minutos. Me explicó su plan, y mientras le escuchaba supe que estaba en manos de un auténtico psicópata. Me negué. Pero él ya lo había previsto y, apuntándome con una pistola que sacó de su espalda, puso un video en su móvil que, según él, era en tiempo real.

En él, un enmascarado se acercaba a mi mujer y, con saña y brutalidad, le pegaba una serie de patadas por todo el cuerpo mientras mi hija miraba. Mi princesita intentaba gritar a pleno pulmón a través de la cinta aislante que cubría su boca, pero era inútil. Tras un último golpe en la frente que dejó inconsciente a mi mujer, el extraño se acercó a la cámara y, antes de que un fundido en negro me dejase helado, vi como señalaba, con un esquelético dedo, a mi pequeña. Fue entonces cuando Luis me comentó que su amigo, si no recibía una llamada suya en menos de dos minutos, tenía libertad para dejar aflorar sus instintos más infames. Me pidió una respuesta. Acepté ser su títere. 

Mientras Luis hacía la llamada, llegaron los estudiantes. Nervioso, empecé la clase. Al poco tiempo, mi extorsionador, tras recaudar las cuotas pertinentes de todos ellos, se fue. Ese fue el pistoletazo de salida. A mi alumno de la izquierda, mi compañero de fatigas hasta el final, lo pillé desprevenido. Hundí el cuchillo en su estómago, recordando aquellas míticas frases de la película “Espartaco” en donde enseñaban a conseguir una muerte lenta. Según me había ordenado Luis, al menos uno de ellos debía permanecer vivo el tiempo suficiente como para suministrarme la tinta necesaria.

La sorpresa inicial de mis alumnos tal vez les indujo a creer que aquello era parte del curso. Un espectáculo. Esa absurda idea se transformó en locura total cuando extraje el cuchillo del cálido vientre del chaval y pasé a cercenar la yugular de la alumna sentada a mi derecha. Tras esto, las cartas estaban sobre la mesa. Ya no había marcha atrás. Podrían haberme plantado cara, aún eran ocho, pero supongo que su instinto de supervivencia no tenía el día. En vez de defenderse unidos, optaron por huir sin ton ni son. El problema fue que su plan de escape tenía un par de puntos débiles.

El primero: la escalera. Estrecha y con excesiva pendiente, convirtió su huida en la típica estampida de ñus, saltando unos encima de otros, a través de los ríos del Serengueti. Los dos primeros que cayeron bajo las deportivas pezuñas de sus compañeros me ahorraron el horror de tener que matarlos yo. Escuchar crujir sus cuellos como ramas secas mientras los más rezagados los pisoteaban llevados por el pánico, me revolvió el estómago.

El segundo inconveniente con que se encontraron fue que Luis había cerrado la puerta con llave. Desde el descansillo observé a esas seis almas perdidas, sin escapatoria, que continuaban respirando. No comprendían en absoluto lo que les estaba sucediendo. Se notaba que confiaban aún en despertar de la alucinación que creían estar viviendo. Desde mi atalaya, cautivo y asqueado, vi cómo algunos intentaban utilizar sus móviles. Se agarraban a ellos como si fueran un salvavidas, marcando números de teléfono o escribiendo frases en el Whatsapp con la velocidad innata de las nuevas generaciones. Por las maldiciones que salían de sus bocas parecía que nada funcionaba.

Enterré mi humanidad, en lo más profundo de mi ser, para evitar cualquier atisbo de bondad y arrepentimiento que me alejará de mi objetivo final. Bajé corriendo los escalones y, al alcanzarlos, fueron cayendo, uno tras otro, bajo los mortales golpes de mi brazo armado. Cercené brazos, corté cuellos, saqué intestinos, extirpé ojos; fue un auténtico baño de sangre. Al terminar, cubierto de pies a cabeza con los restos de todos ellos, lloré sin encontrar alivio. Más que nada porque aún quedaba trabajo por hacer. Subí la escalera dejando marcas pegajosas en el suelo y me senté junto a mi último alumno vivo. Su actitud denotaba derrota. Sin poder evitarlo, devolví la cena. El vómito salió despedido sin mesura y manchó sus zapatillas Converse. “Lo que le faltaba”, pensé. Ya más aliviado, comencé a escribir el macabro encargo hasta que no pude más.

Ahora, después de esta pausa para el recuerdo, pienso que los horrores que he descrito no son nada comparados con los que mi alucinada mente imagina que le pueden estar haciendo a mi familia. De pronto, un escalofrío recorre mi nuca. Ha sido como si alguien me hubiera soplado con delicadeza en el cuello, o como cuando mi mujer me acaricia de forma sensual tras raparme el pelo. Me giro y no hay nadie.

Desquiciado, apoyo la pluma sobre el papel y, tras el primer movimiento de muñeca, siento de nuevo esa sensación. Esta vez son los pelos de mi brazo los que reaccionan y se levantan como miles de gusanos buscando el sol del mediodía. He notado una leve presión sobre mi piel, como cuando mi hija apoya ahí su diminuta mano pidiéndome protección. Demasiado para mí. Voy a vomitar otra vez. Corro hasta el baño esperando mantener presa a la bilis que pugna por escapar.

Aun con la prisa que llevo, no puedo evitar echar un vistazo rápido a la empinada escalera. Allí, la carnicería me devuelve la mirada con un rubor carmesí intenso. Un amasijo amorfo de vísceras, carne y sangre lo cubre todo. La certeza de que ninguno está vivo abre la compuerta a la arcada definitiva. Alcanzo a duras penas el inodoro y lo pinto de verde eléctrico y amarillo chillón. Durante la maloliente descarga, siento como si alguien me sujetara la cabeza. Intento recordar cuándo fue la última vez que alguien hizo eso por mí. Un flashback muy real me trae a la mente la imagen de mi mujer, junto a mí, cuidándome al volver de una de nuestras legendarias borracheras universitarias.

Tenso, levanto la cara y la alucinación desaparece. Mientras me limpio la barbilla con la manga, un sudor frío cae por mi sien y abre surcos aleatorios en la sangre que cubre mi cara. Respiro y veo salir un ligero vaho que se escapa por mis labios. ¿Soy yo o hace más frío que cuando nada de esto había pasado? Salgo del aseo y algo llama mi atención. El abrigo de Luis sigue apoyado en los cojines del sofá, y eso que estamos en invierno y seguro que afuera hace menos de diez grados.

Lo cojo con repulsión. Solo pensar que ha estado en contacto con su piel me incita a quemarlo, o al menos a rajarlo de parte a parte con el chorreante cuchillo. Me detengo. Noto un peso muerto en el bolsillo que estimula a mi curiosidad. Rebusco y saco un pequeño rectángulo negro que calienta la piel de la palma de mi mano. Una minúscula luz roja parpadea de forma intermitente en una esquina. No hay que ser un genio para reconocer un inhibidor de frecuencias. Ahora entiendo por qué mis alumnos no habían podido usar sus móviles. Dejo el diabólico artefacto sobre la mesa que guarda varios de mis libros en venta. Con furia, tiro el abrigo al suelo.

Me dirijo a la mesa. Ya no hay superviviente. Su cabeza, inclinada en un ángulo inverosímil, oculta su cara. Con delicadeza la levanto un poco. La expresión de horror que veo en sus ojos me hace soltarlo como si hubiera metido mi mano en ácido corrosivo. Es la gota que colma el vaso. Mi visión se nubla. Me siento para evitar desmayarme y caer. Cierro los ojos y vuelvo a llorar por lo que he hecho, por la aberración que soy. ¿Podrá perdonarme mi familia? ¿Me creerán al decirles que lo he hecho por ellas? Si no fuera por la nimia esperanza de recuperarlas, yo sería el próximo cadáver en esta orgía de destrucción. Agotado, apoyo mi brazo izquierdo sobre la mesa y, dejándome caer sobre él, escondo mi desesperación.  

De pronto, mi mano derecha, incontrolable, se mueve y agarra la pluma. Con decisión y rapidez se dirige al papel y garabatea algo sobre él. Al terminar, se detiene. Levanto la cabeza despacio y abro los ojos. Miro temeroso la hoja, a través de un velo acuoso que distorsiona la realidad, y en ella leo un ensangrentado texto escrito con caligrafía infantil: “Aquí te esperamos, papi”. Me giro hacía la mesita, contempló el inhibidor de frecuencias y, al comprender, mi mente se llena de oscuridad y dolor.

De pronto se abre la puerta. Oigo como Luis se ríe al ver el espectáculo que ve a sus pies. Desde abajo me felicita de forma muy efusiva. Yo río también. Va a tener suerte. Voy a convertirlo en protagonista de mi última y definitiva historia y ni siquiera necesitaré el cuchillo para ello. Lo haré con mis propias manos. Eso sí, reservaré el último capítulo para mí.

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