martes, 22 de septiembre de 2020

Pan y circo (Potemkin)

  La guardia pretoriana lo escoltó hasta donde estaba el resto de prisioneros. Caía ya la noche romana y el cielo, ensangrentado, se derramaba sobre el mármol del anfiteatro, dándole un brillo de muerte. El leve empujón de un soldado bastó para hacerlo caer de bruces a los pies de uno de los sentenciados a morir en la arena. El preso lo miró y le dijo: qué poca carne tienes, hijo mio, los leones se van a morir de hambre contigo. Espero que, al menos, tus piernas sean ágiles para correr, ya que de otro modo, poco espectáculo vas a ofrecer. Jesús, casi desnudo, se levantó del suelo y buscó un lugar dónde sentarse. La conversación con el emperador había resultado muy amena, aunque infructuosa, pero, durante un momento, los dos hombres se habían acariciado el alma. De algún modo, sus intelectos, aún divergiendo en lo básico, se habían rozado el uno al otro. No hubo falta de respeto, no se desentendieron, por el contrario la conversación fluyó rica y no dejó de notar el reo cierta admiración en los ojos del emperador, más al final este hizo lo que tenía que hacer y lavándose las manos, como parecía ser la costumbre del lugar, lo mandó apresar.

La noche antes del espectáculo, tanto los sentenciados a muerte, como los gladiadores, abandonaban la oscura humedad de las mazmorras subterráneas y eran agasajados con una suculenta cena libera. Esto venía sucediendo así. A Jesús, la idea de una última cena le gustó y lloró de emoción. El esclavo negro, viéndole llorar, le puso una mano sobre el hombro y le dijo que no hiciera eso porque no servía para nada, que disfrutara del luminoso fulgor de las estrellas y que comiera todo lo que se le antojara, que pensara en los pobres animales pues su carne era lo único que iban a probar antes de ser abatidos. Que no te vean gemir como una mujer, rubio, muéstrate como un valiente, le dijo y añadió: ahora, cuando subamos, la gente acudirá para vernos de cerca; algunos se aproximarán para examinarnos los dientes y palparnos el músculo y aprovecharán luego para hacer sus apuestas, pero no les odies, son así. No les odio, respondió Jesús, no sé hacerlo, por el contrario, amo a toda la humanidad entera, así me lo enseñó mi padre, dueño y hacedor de todo lo que nos rodea. Amar de ese modo está bien, contestó el esclavo, yo amaba a los míos más que al cielo que nos cubre y por intentar vengarlos, cuando fueron masacrados, me veo aquí. La venganza envenena la sangre y el espíritu, dijo Jesús ofreciéndole la mano a modo de consuelo. Eres zurdo, exclamó el esclavo, sonriendo. ¿Y qué tendrá eso que ver?, preguntó el nazareno sorprendido. Mucho, te lo explicaría ahora, pero es mejor que duermas, dijo el esclavo, te va a hacer falta, los combates son muy largos. Pero yo no voy a combatir, exclamó Jesús, de hecho yo no debería estar aquí, no es mi tiempo, ya me fui. Nunca se va uno del todo, dijo el esclavo antes de cerrar los ojos.

Los días previos a los combates, la fiesta era anunciada con sugestivas pintadas en las fachadas, en los edificios, incluso en las tumbas. El anfiteatro lucía hermoso, el sol arrancaba destellos de oro en el suave bronce que unía las piedras de toba, y a primera hora de la mañana las gradas ya estaban a reventar. El emperador, los senadores y los magistrados, abajo, en el podium, los demás, dependiendo del rango, un poco más arriba, los pobres al final, como siempre. Venían de todos los confines del mundo a ver el espectáculo del más hermoso óvalo de piedra construido, enclavado donde se hallara antes la antigua Domus Aurea de Nerón y su coloso de bronce. Britanos, tracios, etíopes, egipcios, sármatas y hasta árabes, acudían a ver el glorioso espectáculo del que se hablaría eternamente. Cuando sonaban las trompetas el griterío callaba, y la masa, sobrecogida por la excitación, veía con sus propios ojos las fieras más exóticas, los más extraños animales, animales que, en ocasiones, eran atados con la misma cuerda y azuzados a luchar entre ellos. El programa de ese día comenzaba con una cacería. A continuación, retirados los cadáveres de las bestias,  saldrían los sentenciados a muerte que lucharían con nuevas fieras, leones, tigres, tal vez un toro, o un oso. Luego llegarían los gladiadores, que eran el plato fuerte.

 Jesús se encontraba en el grupo segundo, el que iba a formar parte de la damnatio ad bestias. Sería sacado por la guardia como el resto y atado a un poste en mitad de la arena, luego, desvalido y expuesto, se convertiría en el alimento de la fiera de turno. Y así es como casi llegó ocurrir, porque de camino al poste donde iba a ser atado, Jesús levantó los ojos hacia el cielo, tal vez invocando el cálido aliento del padre o su mirada bendecidora, mas solo encontró la del emperador, que, fascinado por la áurea imagen de aquel hombre buscando allí donde no parecía haber nada, lo mandó llamar. Guardia, traedme a ese preso ahora mismo, ordenó, y cuando Jesús estuvo ante él le habló así: predicador, te voy a dar la oportunidad de que pelees por tu vida. Si no accedes serás devorado irremediablemente. No me da miedo la muerte, respondió el nazareno mirándolo de frente, ya me he muerto muchas veces, tengo costumbre. No quiero que sea así, no me gusta, refunfuñó fastidiado el emperador, y se veía sincero. Óyeme, si lo dejo en manos del público será peor,  insistió, porque no sé si lo sabes pero la gente  puede llegar a ser muy cruel. No me dices nada nuevo, dijo Jesús, pero yo les perdono. Mira, si me levanto y consulto este dilema, el circo entero dirá que sí entre escalofríos de placer y no podrás negarte, porque inventarán alguna trampa.

El pueblo, a la pregunta del emperador, obviamente dijo que sí, que sí, por Júpiter, Marte y Quirino, que sí. ¡Menudo espectáculo! Un rebelde, un loco soñador, un charlatán itinerante, contra un sentenciado musculoso, vengativo y cruel. La multitud babeó de gusto y alguien lanzó, desde algún lugar de la grada superior, una espada que se clavó en la arena. Cógela, ordenó el emperador, y Jesús así lo hizo. ¡Es zurdo!, aulló alguien entre el público y a este grito se sumaron otros. ¡Que luche! ¡Que luche, que los zurdos traen suerte! No lo haré, dijo el reo, obstinado, no combatiré, porque le podría matar sin querer y matar es un pecado y como tal me lo enseñó mi padre. Tú lo que eres es un cobarde y un afeminado, gritó alguien desde la parte superior. Si no luchas es que eres un mariquita, vocearon de más allá.

Un poco más lejos, los animales, ajenos al drama que se vivía en ese momento entre los indecisos humanos, se rugían entre sí, ya fuera por miedo o por hambre, o se tumbaban al sol, aburridos, a lamerse el hermoso pelaje los que tenían pelo o a acicalarse las plumas con el pico los que tenían pluma. No se habían escatimado gastos y desde lugares remotos se habían traído hermosos tigres de Hircania, leopardos de Libia y Getulia, leones de Mesopotamia, salvajes perros de Escocia, osos de Dalmacia, las más socarronas hienas del sur de África, avestruces gigantes y elefantes de la India.

¿Permitimos, pues, que lo devoren las fieras?, preguntó el emperador con las palmas alzadas, vuelta la cara a su pueblo. A veces, cuando acababa la fiesta, alguno de los espectadores se acercaba a preguntar si estaban a la venta las tripas del oso, pues dentro, caliente y palpitante, se hallaba parte de un pecho, la carne tierna de la mejilla, los dedos de una mano o un pedazo de nalga, aún a medio digerir. ¿Qué decís?, gritó el emperador.

No, no, que luche, sentenció el pueblo unido. ¿Y si no quiere?, bromeó el emperador. ¿Cómo obligar al que dice haber muerto tantas veces por vuestra salvación?, aclaró el emperador. A mi me importa un rábano, dijo uno, la vida de su contrario, gritó otro, si no accede que ejecuten a su contrario, así la culpa será suya. Menudo dilema, esto no había pasado nunca. El emperador, lobuno, sopesó la idea y el resultado de la balanza le pareció glorioso. Sí, ya le parecía verlo, pasaría a la posteridad como uno de los grandes acontecimientos y su nombre, Tito, hijo de Vespasiano, rezaría al lado del hecho insólito, pues había sucedido bajo su mandato y por su mano.  Ya lo has oído, nazareno, si no quieres pelear la muerte de tu adversario recaerá sobre tu espalda, como una cruz. Siempre puedes dejarte matar, sugirió el emperador, encogiéndose de hombros. Unas horas antes habían conversado estos hombres de otros muchos temas que no tenían nada que ver con lo presente, coincidiendo en alguno, como coinciden los líderes, a veces.

El adversario elegido no era otro que el que lo había acogido tan bien a su llegada al hipogeo helado. Parece que tenemos mala suerte, dijo el negro, pero si lo hacemos bien al menos sufriremos poco. No sé cómo, dijo el nazareno. Sí lo sabes, tu forma de tomar la espada me dice que sí, que ya lo has hecho. Y tus ojos, añadió, tus ojos son honrados, sé que no me darás una muerte mala. Mis ojos lo han visto todo, dijo Jesús. Ahora demosle a esta chusma un buen espectáculo, dijo el esclavo negro, que el pan ya se lo han dado nada más llegar.

La plebe, cuando vio a los dos hombres, tapadas nada más que las vergüenzas, moviéndose en círculos, rompió a reír, pues la imagen de los dos tan desiguales resultaba, como poco, pintoresca. Pero se apagó la carcajada cuando las espadas restallaron en lo alto, cuando el choque brutal arrancó reflejos cegadores. Ah, cómo se miraban los contendientes, con qué sabiduría, cómo se vigilaban, ligeramente agachados, rodeándose el uno al otro, esquivando con audacia el filo de la espada, saltando sobre ella en un salto limpio el esclavo, rodando sobre la tierra para ponerse en pie como un leopardo entrenado el otro, el charlatán embaucador. El sol se estrellaba contra los escudos ornamentados y en las gradas los jaleaban a los dos: ¡El zurdo, el zurdo! Que alguien le tire un escudo, que no tiene, y una lanza y lo mismo para el otro. El emperador suspiró, satisfecho.

Pasado el tiempo, y como no moría ninguno, el público comenzó a ponerse nervioso. Aquello era inconcebible, ¿cómo podía ser? El primer número y se estaba haciendo eterno. Se había pospuesto la damnatio ad bestias y nada había más entretenido que ver a aquellos pobres diablos encadenados al poste,  aullando de terror ante las fauces abiertas del león o las del oso. Pero sobre todo ya tenían muchas ganas de ver a los gladiadores, esos colosos tan admirados por el pueblo de Roma, que aparecían a veces, dependiendo del estatus, subidos a la esplendorosa cuadríga de los desfiles o a una veloz biga tirada por dos caballos.

El sol comenzó a proyectar sombras en la arena, ¿atardecía acaso? Y aquellos desgraciados aún luchando, deshidratados, resoplando, sujetándose el uno al otro a veces para no caer, limpiándose el sudor de los ojos y la baba. ¿Hasta dónde eran capaces de llegar?, pensó el emperador, fascinado, y de pronto se le ocurrió algo maravilloso, algo que declamarían todos los poetas en los siglos venideros: los iba a perdonar. A los dos. Les iba a conmutar la pena. Esto ya se venía practicando con los heroicos gladiadores derrotados, por aquello de recompensar su valentía y su fiereza, pero con sentenciados a muerte, casi siempre traidores o gente de baja estofa, asesinos, sacrílegos o estafadores, ¡ah!, con ellos no se había hecho nunca, pero estos dos... ¡Qué gran idea! Si, eso iba a hacer, se pondría en pie y  mandaría callar a la marabunta, luego se llevaría la palma a la boca como meditando profundamente y después de una eternidad se daría la vuelta y, en medio de un espeso silencio, levantaría muy despacio los pulgares hacia ese cielo que se ensombrecía ya, sorprendiendo con este gesto inesperado a su pueblo, porque, al fin y al cabo, ordenar la muerte de alguien puede ser asunto fácil, basta un encogimiento de hombros o mirar hacia otro lado, pero perdonarlos, ¡ah!, perdonar una vida, dos en este caso, para eso hacía falta una brillantísima inteligencia, una bondad de corazón, una elegancia en la forma de pensar y actuar, que no todos los dirigentes poseían.

Sí, este gesto suyo, tan inusual, lo cantarían luego los poetas por los caminos de Roma, que eran muchos y llegaban a todas partes, e iría de boca en boca y no se olvidaría jamás, porque muchas historias, incluso las más fantásticas, se han forjado y mantenido así, de una boca a la otra.

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