lunes, 7 de septiembre de 2020

El moldeador (Kitasato)

 Iba y venía todos los días. ¿A dónde iba? Lo ignoro. Por el día se ocultaría en forma de sombra de un árbol, de una farola o incluso de un perro. Por la noche… Por la noche tomaba su verdadera forma. Nunca lo oí hablar. Solo salían de su boca, o lo que pretendía ser la boca, sonidos guturales. Lo que sí lo caracterizaba eran sus manos. Largas y afiladas. Y su aliento fétido, capaz de fundir cualquier cosa sin calentarla. Carecía de ojos, lo que hacía que todo lo que lo rodeaba fuera horrendo.

Apareció por primera vez una noche de tormenta hace un año. El señor Willy, un anciano encorvado, con los ojos entrecerrados, rostro arrugado y boca desdentada, solía cuidar de sus ovejas y su campo de girasoles. Tenía un pozo privado del que sacaba el agua con el que abastecer su pequeña casa.

Yo solía llevarle leche todos los días para sus desayunos. También le llevaba bolsas de patatas de mi campo. Eran las mejores del pueblo. No lo decía yo. Lo decía el señor Willy. Y a él todos lo tomaban en serio. Puede que fuera un anciano. Pero era el hombre más avispado del pueblo.

Después de la guerra, lo pasó muy mal, su pozo se secó y no pudo regar sus plantas ni alimentar a sus ovejas. Los pobres animales peludos y blanditos, igual de cariñosos y agradables que su dueño, fueron muriendo desnutridos uno a uno. El anciano utilizó un porcentaje de las ovejas para rascar la poca carne que les quedaba y alimentarse él para sobrevivir. Pero había demasiadas y comenzaron a pudrirse. Ante el peligro de una infección por la descomposición de los cadáveres, el señor Willy comenzó a lanzar los cadáveres al pozo seco que una vez había dado vida a su pequeño huerto.

Cubrió el hueco del pozo con hormigón y madera para que el olor a putrefacción no impregnase el pueblo entero. Mientras su vida se consumía entre la tristeza de haber perdido sus girasoles y sus queridos animales, yo compartía lo poco que tenía con el pobre hombre. Parecía que fuera a morir en cualquier momento, pero su alma se resistía a abandonarlo.

Entonces llegó la tormenta. Es un acontecimiento que suele pasar varios días al año, especialmente en las épocas de frío. Pero aquella vez la tormenta dejó un recuerdo en casa del señor Willy. El pueblo entero se encerró en sus casas, temeroso de que el viento o la lluvia pudieran arrancar las puertas o hacer saltar los vidrios de las ventanas; o incluso que uno de los múltiples rayos que cayeron en la oscuridad prendiese fuego alguno de los hogares.

El señor Willy era el que tenía la casa más vieja del pueblo y todos, especialmente yo por la estima que le tenía, estábamos preocupados por él. Pero la casa aguantó. En medio de la noche, cuando todos los habitantes dormíamos, se oyó un estruendo que nos despertó de un sobresalto. Nos asomamos todos a nuestras ventanas y vimos que el rayo había caído muy cerca. Demasiado. El pozo del señor Willy tenía un agujero allí donde él lo había tapiado con hormigón. El rayo había entrado en el pozo lleno de cadáveres de ovejas. Cuando amaneció al día siguiente, la lluvia había cesado, pero el sol no apareció. Las nubes, casi negras, continuaron cubriendo el pueblo y un olor a muerte nos dejó sin olfato durante mucho tiempo.

Me dirigí a la casa del señor Willy temiendo lo peor. Pero lo que me esperaba en el interior de esa casa no era, ni mucho menos, nada que me pudiera imaginar. Atravesé el umbral de la puerta y el olor a muerte se hizo más intenso. Oí un gemido. Una buena señal, pues significaba que aún había esperanza para el buen anciano. Sobre la repisa de la chimenea había una sombra que la oscuridad no me dejaba apreciar con detalle. Me acerqué y el gemido se hizo más intenso.

Con la poca luz que entraba por la ventana pude vislumbrar un líquido oscuro que goteaba hasta el suelo. Levanté la mirada y lo vi. Allí estaba el señor Willy retorcido de formas imposibles. Los huesos se le habían reestructurado y se le habían estirado y retorcido, dándole forma al cuerpo como si fuera un trozo de plastilina. Pude distinguir una costilla atravesando el cuerpo, parte de la columna vertebral que no había soportado tanta flexibilidad y se había partido. Pero esa cosa que había sido el señor Willy gemía. Abría y cerraba con dificultad un orificio que parecía ser la boca. Ignoro dónde podía estar el otro ojo o su nariz. Solo distinguí uno de los ojos, ya decolorado por la edad, metido tan profundamente en la cuenca y aplastado que parecía mentira que una vez pudiese haber podido ver con él. Parte del líquido ocular caía por fuera su cuenca y comenzaba a secarse formando un coágulo mezclado con la sangre. Dudo que siguiese vivo. Seguramente gemía por espasmos al haber retorcido su sistema nervioso.

Una brisa maloliente se acercó a mi nariz. Casi me desmayo por el olor a putrefacción. Me giré y lo vi. La criatura de masa sanguinolenta y humeante me agarró con sus largas manos y me echó el aliento encima. Al principio no noté nada, hasta que comenzó a trabajar sobre mí. Creo que fue su pestilente aliento lo que, de alguna manera, impidió que perdiese el conocimiento por el dolor. Perdí la capacidad de hablar o de moverme, pero todavía podía pensar y sentir. Me estiró y oí mis huesos al quebrar. Aplastó mi cráneo por debajo de la nariz, dejando mi cerebro intacto y la cabeza en forma de bombilla. Estiró mi mandíbula haciendo que diese la vuelta a mi cuello y apareciese de nuevo por delante. Separó mis dos piernas con tanta fuerza que me desgarró y creó un agujero por el que metió mis manos y mis pies. Dio forma a mis rodillas que quedaban mirando al suelo y me apoyó como un trofeo junto al señor Willy. Creo que él había corrido una mejor suerte. No sé lo que llevó a la criatura a dejar mi cerebro intacto mientras moldeaba el resto de mi cuerpo o simplemente fue casualidad. Pero el señor Willy y yo no fuimos sus únicas víctimas.

Cada noche salía a cazar. Cada noche traía a un vecino a la casa. Cada noche hacía nuevas “obras de arte” con aquellos que eran mis amigos del pueblo. Los arrastraba por el suelo, ya ablandados por su aliento fundente y moldeaba esa masa humana y gelatinosa para convertirlos en monstruosidades. Algunos podían hablar e intentaban pedir ayuda. Yo intentaba responder, pero no podía hablar. Otro, en cambio, hablaban por causa de respuestas nerviosas, pero su cerebro no respondía: el monstruo lo había estirado o retorcido demasiado.

Lo peor fueron los niños. Incluso recién nacidos. A ellos no los moldeaba. Al intentar darles forma parecía que le costaba y pensé, por un momento, que tenía piedad. Pero me equivoqué. Al parecer los niños eran todavía inmaduros y su aliento no ablandaba su cuerpo de la misma forma. Así que con ellos no hizo figuras moldeables. A ellos les partió los huesos e hizo esculturas rectas y sanguinolentas con los huesos y órganos partidos. Con el tiempo, el pueblo quedó vacío y, con él, los pueblos vecinos que quedaban a cien kilómetros a la redonda.

Vinieron ejércitos especializados y armados contra el moldeador. La criatura no dio forma a sus cuerpos, sino que los mató sin piedad y echó sus cadáveres al pozo donde él había nacido. Lo cerró tal como había hecho el señor Willy y esperó. Pensé que se había cansado de crear formas horrendas, pero lo que hizo fue armar paciencia hasta que llegó la tormenta. Tal como había ocurrido la primera vez, el rayo alcanzó el pozo y de ahí salió otra criatura similar a la primera. Sin embargo, el hermano del moldeador no se quedó en el pueblo. Se mudó y vagó por las tierras vecinas hasta que encontró más humanos con los que expresar su arte innato. Los gritos se oían desde aquí. Al estar el pueblo vacío, los sonidos llegaban con más claridad. Y, al parecer, esta nueva criatura era mucho más macabra y cruel que la primera. Esos gritos no los había oído con el que me moldeó a mí.

Algo me decía que seguirían reproduciéndose hasta haber amasado toda vida en la Tierra según su voluntad.

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