martes, 22 de septiembre de 2020

Radiante (Tulipán Negro)

 Todo dispuesto. Los carteles publicitarios con los rostros más bellos del panorama social colgados en las paredes, el mostrador con el champán burbujeante de bienvenida, una suntuosa alfombra con cristales de Bohemia y, cómo no, el panel luminoso. La gran joya. Verde, resplandeciente. ¡Bravo! ¡Maravilloso! La sesión iba a ser todo un éxito. Bronia cayó de pronto en la cuenta de algo y lanzó por los aires los pocos panfletos que le quedaban anunciando la próxima apertura del negocio que regentaba con su hermana. ¡Los labios! Eso era. No podía olvidar el toque con más glamour del momento. Haría que sus ventas se dispararan, eso era indudable. Necesitaban el dinero con urgencia, pues la pechblenda era muy cara y Marie necesitaba cantidades ingentes del elemento para continuar con sus investigaciones. Se dirigió a uno de los espejos de cuerpo entero que copaban la sala y se maquilló los labios con un pincel fino. Cerró el recipiente con mimo. Brillaban. Oh, si brillaban. Refulgían en la semioscuridad de aquel garaje que ahora lucía como un sofisticado salón pero que, durante el día, era el laboratorio donde su hermana Marie llevaba a cabo sus ensayos sobre radiactividad.

Oh, Pierre, si nos vieras ahora. Todavía recuerdo el día que extrajiste una pequeña probeta con esa sustancia resplandeciente. Se quedaron boquiabiertos gracias al compuesto que creaste mezclando el radio con cobre y zinc. ¡Bellísimo! ¡Pero jamás te echaremos de menos, perro callejero! Mi pobre hermana sufrió más de lo que ninguna otra persona hubiera aguantado. Menos mal que estaba yo ahí para ayudarla. ¡Bendito carruaje! En buen momento se te llevó por en medio cercenando tu futuro. El futuro es ahora de Marie, pues bien se lo ha labrado. ¡Mas la vida continúa y ya acuden los primeros invitados!

Marie, en el piso superior, comenzó a escuchar una música sensual. Preparaba los últimos detalles y se contoneó por la pequeña alcoba mientras ajustaba sus ligueros. Cubrió unas pequeñas quemaduras que estaban formándose en sus piernas con las medias y suspiró. Pero estaba acostumbrada. Cuando Pierre vivía, cubrir sus cardenales era el pan de cada día. Ahora eran quemaduras. El trabajo en el laboratorio estaba produciéndole alteraciones en la piel, pero qué importaba. Tras meses de cavilaciones, discusiones con su hermana Bronia, prerrogativas, vueltas a empezar…, al fin, el negocio que la salvaría de las financieras de París para ser autosuficiente tomaba forma.

La música fue in crescendo hasta alcanzar un volumen hipnótico. Como en un sueño, Marie Curie, afamada investigadora química conocida por todo el mundo, se quitaba el velo que siempre había ocultado su verdadera personalidad y echaba por tierra el rostro circunspecto, el semblante serio, la boca prieta y la mirada abstraída. Sacudió la melena de fuego y el repiqueteo de sus tacones se fundió con el ragtime que tan acertadamente su hermana Bronia había elegido para la ocasión. Al bajar por la escalera desde sus aposentos, un aplauso estremecedor le erizó todo el vello del cuerpo. La fama. ¿La gloria? Una leve sonrisa comenzó a marcarse en su rostro y los ojos le brillaron como nunca. Descendió despacio, pero con firmeza. Con la cabeza alzada, permitió que un caballero elegantemente ataviado la tomara de la mano enguantada al alcanzar la alfombra.

La estampa era divina. Marie brillaba literalmente. Su ajustado vestido resplandecía en tonos ligeramente verdes y finos ribetes en torno al escote, los puños y los volantes de la falda refulgían especialmente como pequeños grupos de estrellas sobre la tela. Se acercó con delicadeza hacia su hermana y se sonrieron. Ambas se habían maquillado con los productos que habían creado a base de radio y ahora comercializaban. Así conseguían ese brillo verdoso que tan de moda se había puesto en París, tanto en cosmética como en tratamientos medicinales.

—Madame Curie —se atrevió a pronunciar un caballero—, es un honor...

—El honor es mío, Monsieur Dauphine —interrumpió ella observándole de arriba a abajo. El hombre lucía el traje más caro que había visto nunca y reloj, anillos, gemelos y monóculo de oro. Todo iba a ir sobre ruedas. —Si no le importa, tomaré una copa de champán a la salud de todos los aquí presentes y... ¡Comenzará el espectáculo!

Un abrumador aplauso resonó por toda la sala y la música volvió a sonar. Todos los allí presentes, altos cargos de París, representantes de moda y cosméticos, jefes de la Policía, actrices de cine, políticos, modelos masculinos y femeninos de alta costura..., todos ellos sonrieron y se dirigieron a los mostradores donde les aguardaban las copas de champán. Las vitrinas que contenían los productos fabricados por las hermanas Sklodowska estaban situadas junto a las bebidas estratégicamente. Algunos observaban con fruición la afamada bebida al comprobar que pequeños destellos dorados y verdosos recorrían la copa. ¡Bellísimo!, pensaron unos. ¡Inquietante!, murmuraron otros acercándose al líquido.

—¡Radiante! —gritaron Marie y Bronia al unísono, y rieron a carcajadas.

En ese instante, varios modelos accedieron a la sala mostrando diversos trajes confeccionados con elementos radioluminiscentes. Recorrieron toda la sala marcando el paso a ritmo de jazz. Se contoneaban, sonreían, coqueteaban con los señores y señoras de la alta sociedad que se habían acercado hasta aquel inaudito acto para ser los primeros en saborear lo más glamuroso del momento. No se lo podían perder.

Al día siguiente, tras la resaca, comentarían en el almuerzo a sus amistades y conocidos lo auténticamente bien que pasaron la velada rodeados de lo más chic del momento: el radio. Les mostrarían las cremas que habían adquirido y los frascos de agua curativa para casi cualquier dolencia. Las damas abrirían sus neceseres y extraerían pequeños recipientes de polvos de maquillaje luminiscente y barras de labios purpúreas para las más atrevidas. Comentarían con todo lujo de detalles el pase de extravagantes modelos y se enorgullecerían de haber sido los primeros en conocer dichas modernidades. Lo más de lo más.

Y aún quedaba lo mejor, explicarían. El momento en que la gran Marie Curie, ganadora de un Nobel, se subió a una plataforma para anunciar un sorteo para dos personas al Radium Palace Hotel. ¡Asombroso! El novedoso balneario en Joachimstal, Checoslovaquia, donde sus aguas medicinales conferían vigor y sanaban todo tipo de dolencias. No les había sonreído la fortuna en esa ocasión, pero no dudarían en volver en cuanto organizaran otra sesión para adquirir agua de radio y pasta de dientes, que se había agotado nada más comenzar la noche. ¡Divino, queridos amigos! Se despedirían hasta encontrarse en un concierto de música de cámara en los jardines de Luxemburgo y lucir un aspecto asombrosamente radiante.

 

Tras la fiesta, las hermanas descansan sentadas en las escaleras de la entrada a la casa. Bronia revuelve el cabello rojizo de Marie y le saca una sonrisa.

—Has estado magnífica.

—Qué va... Ha sido gracias a ti.

—En absoluto. Lo has organizado a la perfección y los clientes, además de estar satisfechos con sus compras, han disfrutado como tontos. ¿No les has visto las caras?

—¡Ja, ja, ja! Sí, Bronia, sí. Si continuamos así, podremos progresar...

—Si Pierre te viera ahora…

El silencio se adueña de la noche, pero lo rompe enseguida una risita de Marie.

—Así me gusta, Marie, verte contenta

—Si tú supieras, Bronia… Anda, saca un cigarrillo, que nos lo merecemos.

—El tabaco te acabará matando…

—Quién sabe, hermana, quién sabe.

Un ruidoso carruaje atraviesa veloz la calle salpicando el agua estancada en los charcos. Marie lo sigue con la mirada.

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