lunes, 7 de septiembre de 2020

El extranjero (Potemkin)

 Ojalá pudiera explicar la fascinación que sentía por aquella naturaleza enferma. A veces, en el lecho solitario, divagaba sobre si ese embeleso se debía a aquella niebla azulada que lo impregnaba todo de cierta suciedad malsana, o tal vez fuera el hedor salado que emanaba de las aguas estancadas. El caso es que nada me embriagaba más que asomarme a aquella orilla ponzoñosa y calcular su negra profundidad. A mi me gustaba pensar que no tenía fin y que en el caso de que, en un estúpido descuido resbalase, mi cuerpo caería y caería en un perpetuo descenso  en el cual yo iría contemplando los cadáveres hinchados de otros que, como yo, también sufrieron un torpe descuido.

Aquella mañana gozaba de estas y otras ensoñaciones en medio de un grato silencio cuando de pronto reparé en él. Recé para que no me viese o para que, al menos, no deseara entablar conversación. Que no dijera: bonita mañana, ¿no tendrá, por casualidad, un cigarrillo? Disimulando, le observé de reojo y vi que se mantenía callado, hermético, con la cabeza gacha y los ojos fijos en el pantano. Contento, retomé mis pensamientos y me sumí de nuevo en la contemplación. Pero al cabo se acercó y cuando lo hizo supe que no nos íbamos a llevar bien. Habló, y yo intenté descifrar aquel mensaje vehemente, incluso me esforcé en entrelazar aquellos sonidos metálicos para darles un sentido. Es usted extranjero, le pregunté con mucho fastidio, pero él me miró sin comprender. Totalmente desinteresado me encogí de hombros dispuesto a marcharme ya, pero entonces él, tal vez disgustado por mi indiferencia, me tomó del brazo y lo apretó en extremo. Sorprendido miré allí donde sus dedos ya se hincaban en mi carne y enfrenté mi mirada contra la suya, buscando entender por qué me hacía tanto daño, pero su rostro era inexpresivo. Me desenredé como pude de aquellos dedos y escapé raudo de allí, ansiando no verlo más.

Pero supongo que debió seguirme, porque al anochecer lo descubrí parado ante mi puerta, como esperando algún tipo de amabilidad que no llegaba, cuando se hartó de esperar se dio la vuelta y regresó al bosque. No es que yo le tuviese miedo, pero no quería su compañía; si la hubiera deseado tal vez le habría brindado un poco de hospitalidad, además me asqueaba sobremanera su fisonomía indefinida, su piel escamada y correosa, y no estaría mal añadir, en mi defensa, que todo cambió con su llegada.

Tras su marcha y como todas las noches, leí un poco a los clásicos para apaciguar mi alma de la insolencia de la rutina; cuando llegó el adormecimiento apagué el candil y me hundí en el frescor de las sábanas. Acomodado, cerré los ojos dispuesto a dormir pero al instante se desató un viento inesperado y cuando cesó su aullido una lluvia violenta descargó contra los cristales alejando el sueño. Me incorporé dispuesto a pasear un poco para recuperar el sosiego pero no lo logré,  porque sabía que de algún modo sus ojos seguían brillando allá afuera, en mitad del bosque.

También fue la primera noche que escuché revolotear a las zumayas.

Llegaron enloquecidas, ciegas, chillaban intentando penetrar dentro de la casa y en ese intento infructuoso se rompían los huesos contra los cristales, resbalando luego, rotas. Entonces escuchaba yo el estertor último de la muerte y casi podía oler la sangre mezclada con las plumas.

 Cuando se fueron y vencido por el sueño entré en un mundo de tierra roja y ciclópeas fortificaciones, un lugar inhóspito, transitado por unos seres con el rostro desdibujado, individuos de cabeza pequeña, que entraban y salían del interior de una gran mole arenosa que se elevaba más allá de las nubes. Tras ella un océano negro levantaba su puño en forma de olas gigantescas y en medio de aquellas olas, vapuleado por la bravura salvaje de aquellas aguas distintas, un gran buque se acercaba imparable. ¡Se va a estrellar!, gritaba yo corriendo de un lado para otro y esta certeza angustiosa me arrancaba de la pesadilla en mitad de un alarido. Este sueño se repetía y llegado a este punto siempre me incorporaba de la cama, tembloroso, y siempre estaba allí el hombre del pantano con sus ojos insistentes que parecían decir: es mi mundo, de allí vengo.

Pero yo no quería saberlo.

Armado de valor le hice saber que no le quería merodeando mi casa, pero no se iba y  de nuevo volvían las zumayas a estrellarse contra los cristales y cuando ellas se marchaban volvía a aquel mundo extraño del color del fuego, donde todo alcanzaba dimensiones extraordinarias, un mundo en el que yo hablaba y hablaba y nadie parecía entenderme o tal vez no querían hacerlo. El caso es que el amanecer siempre me encontraba sentado en la cama, exhausto, con la boca llena de aquella tierra roja.

Pero no estoy loco, o al menos eso pienso. Lo que ocurre es que no me gusta conversar, si me gustase, tal vez hubiera buscado algún tipo de ayuda, pero no es el caso. No necesito compartir mis vivencias o inquietudes con nadie en particular. Mi mente bulle rica e imparable y mis ojos se contentan con observar la belleza silenciosa del entorno. ¿Por qué ensuciarlo todo con palabras definitorias? Al principio de los tiempos el hombre miraba las ballenas y no sabía que eran ballenas o si lo sabía no lo anunciaba en voz alta, se limitaba a señalarlas con el dedo disfrutando de su colosal monstruosidad y ellas cantaban y el hombre se sentía feliz y no había tampoco un nombre para definir esa felicidad o si lo había no hacía falta pronunciarlo.

Pasaron los días y no le vi y es por eso que me atreví a volver al pantano. Había un árbol nuevo en la orilla extrema, su tronco era como un esqueleto tumbado. El musgo podrido, el barro, los gusanos, el agua pestilente, la niebla azulada, todo seguía igual de hermoso. Casi feliz me dispuse a  fantasear, pero mi dicha duró muy poco porque allí estaba él y ya me disponía a dar media vuelta, cuando su repentino comportamiento me produjo gran extrañeza y ocultándome tras un árbol, lo observé.

Con las palmas sobre el barro, su espalda comenzó a arquearse de una manera grotesca y los ojos y la boca se desvanecieron y se me ocurrió pensar que pronto sería como aquellos seres de mis pesadillas. Espantado por la certeza grité, y a mi grito echó a correr y quise seguirlo, pero mis piernas, poco o nada acostumbradas al ejercicio, trastabillaron y caí, con tan mala fortuna que me golpeé la cabeza contra una piedra. Al cabo desperté en un lugar muy oscuro, en medio había una cama y sobre la cama había un hombre llorando desconsolado, con la cabeza entre las manos.

—¿Dónde estamos? —le pregunté, anonadado por su proceder.

—¿Qué importa eso? —respondió, mirándome a través de sus lágrimas profusas—. Darle un nombre a las cosas no ayudará en nada.

—Es cierto eso que dice, muy cierto, de hecho me complace muchísimo oírselo decir, pero ahora dígame: ¿Ha visto, por casualidad, pasar a un tipo con el rostro medio borrado?

—Todos los seres andan medio borrados en este lugar.

—¿Cómo ha llegado usted aquí? —le pregunté interesado.

—De la misma manera que usted: a través de un sueño, supongo.

—¡Pero yo no estoy dormido! —chillé—. He venido siguiendo a ese tipo extraño. Bien, es cierto que últimamente he tenido pesadillas, ¿sabe? —confesé algo avergonzado—. De hecho hace días que sueño con un lugar espantoso, poblado de seres imposibles. Un mundo rojo donde la luna yace apoyada en el suelo, pálida y frágil, un mundo donde los arboles poseen ramas que se alzan suplicantes, y donde los edificios son grandes como montañas, y millares de esos seres entran y salen como hormigas laboriosas, un lugar donde los buques navegan llenos de muertos, y son tan grandes como las mismas montañas. Y hay un nombre que se repite constantemente. ¿Quiere oírlo?

—No hace falta, sé cual es. Es el nombre de este sitio. Ahora márchese, si pertenezco a su sueño, esto acaba aquí.

—¿Quiere eso decir que no sabe si existe en verdad? —le pregunté perplejo, colocando mi mano sobre su hombro—. ¡Pero eso es tristísimo!

—Solo digo que uno de los dos debe ser el soñador.

Tragué saliva y miré a mi alrededor. Al borde del acantilado, unos animales con forma de perros miraban nostálgicos como se alejaba una gran medusa voladora, en medio de un cielo ensangrentado y gris. Acongojado busqué la luna, pero no la vi. Tal vez estuviera al pie de algún árbol.

No hay comentarios:

Publicar un comentario