martes, 22 de septiembre de 2020

Un trago de vodka (Ubiksolar)

 

Colgó el teléfono y se quedó pensativo. El calor húmedo de la habitación hacía que el sudor recorriera su espalda y la camiseta se le pegara a la piel. Absorto aún en la conversación telefónica que acababa de mantener, esa sensación física le trajo de vuelta a la realidad, y observó la puesta de sol desde su ventana. La luz del atardecer reposaba sobre su cara y acentuaba sus facciones delicadas. Una piel blanca y sedosa, una nariz respingada y una bonita boca perfilada con labios rosados. Los ojos de color azul intenso eran herencia de su origen eslavo. Solo la espesa barba rubia de Ramón le daba a su hermoso rostro el aire viril que necesita la compostura de un hombre. .

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Ramón y Marina, dos jóvenes rusos decididos a cambiar el rumbo de sus vidas, habían emigrado a México hacía ya diez años. Allí, instalados en Ciudad de México, vivieron los dos años más felices de su matrimonio; los recuerdos de aquellos días inundaban aún a Ramón. Poco después, la depresión se había adueñado de su salud, y, de manera intermitente, a lo largo de los últimos años, Ramón había recibido tratamiento psiquiátrico hospitalario.

La primera vez que Ramón volvió a casa después de un ingreso en el hospital, notó a su mujer distinta. Aunque preocupada como siempre por el estado anímico y físico de su marido, las muestras de amor hacia él eran cada vez menos frecuentes. Pronto, el intenso deseo sexual que les había unido se transformó en un dulce cariño.

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Oyó un portazo y reparó en que habían pasado diez minutos desde que había hablado por teléfono. Era Marina que, como cada tarde, volvía del trabajo a la misma hora. Ramón se fue a la ducha y se vistió de sport. Antes de salir de casa le dijo a su mujer que se encontrarían en la cafetería El Fresco de la calle Callao, el lugar a donde iban todos los miércoles. Aquellas reuniones semanales eran aún una de las pocas actividades que al matrimonio le gustaba compartir. Allí, se reunían con otros emigrantes soviéticos que, unidos por la distancia y la nostalgia, mantenían un acuerdo tácito para no comparar sus vidas pasadas con un presente tan distinto, tal vez, no más feliz. Compartían vivencias actuales que disipaban sus recuerdos de juventud, al menos, durante una vez a la semana.

En la cafetería, mientras que Ramón charlaba con un compatriota, su mujer estaba hablando con un hombre de pelo canoso, de, aproximadamente, sesenta años de edad. Marina no participaba en la conversación más que con algún monosílabo y movimientos de cabeza para asentir, regularmente, a lo que su interlocutor decía.

       Al cabo de un rato, Ramón se quedó solo. El cansancio le vencía y decidió marcharse a casa sin decir nada a su mujer. Mientras caminaba, iba pensando en la conversación telefónica que había mantenido con Alexei aquella mañana. Su amigo le había ofrecido ayuda y le había repetido que su estado de ánimo cambiaría si acababa con aquella situación. Cuando llegó a casa se acostó y se durmió pensando que ya no volvería a aquellas reuniones semanales.

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Temprano se reunió con Alexei para ultimar los detalles; estaba nervioso y con el ánimo hundido. Había llegado el momento. Durante mucho tiempo, creyendo que Alexei acusaba a Marina de infidelidad porque envidiaba la vida en pareja del matrimonio, Ramón había negado lo que su amigo le contaba. Hasta que una tarde vio a su mujer con un hombre en actitud cariñosa en su propia casa. La escena le hizo sentir que el corazón se le punzaba y, derrotado, salió de la casa en silencio. Se detuvo en la puerta, y, después de unos minutos, miró al interior a través de una ventana. Pudo ver que el compañero de su mujer era de edad madura, y que tenía el cabello salpicado de canas, un bigote ancho y una perilla que acababa en punta. Era el mismo hombre con el que Marina había estado hablando el último miércoles que habían estado juntos en El Fresco.

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Era tarde de miércoles, y Ramón le dijo a su mujer que no iría a El Fresco, ella no le preguntó por qué y se marchó sola. En casa, Ramón, sintió otra vez aquella sensación de calor sofocante, el ventilador de techo no era suficiente para mitigarlo. Se preparó para salir, cogió su mochila y a las nueve de la noche se dirigió hacia la calle Callao, había tormenta de verano y llovía granizo. Cuando llegó a la puerta de El Fresco estaba mojado, y sin quitarse el impermeable entró con la capucha puesta. Vio a su mujer y a su amante conversando en una mesa alta de una esquina de la cafetería. Se acercó a un tramo de la barra cercano a ellos y pidió un vaso de vodka. Notó que Marina no había reparado en su presencia. Sigilosamente, se acercó a ellos e introdujo la mano en su mochila para sacar un instrumento punzante que clavó en la sien izquierda de él. La sangre salpicó el rostro de Marina, y ésta comenzó a dar gritos de pánico mientras su acompañante se desplomaba del asiento. La gente se agolpó alrededor del herido tendido en el suelo y la alarma se estableció en el local. Ramón salió sin ser visto.

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En el asiento del avión, Marina leyó la nota que había encontrado en su cartera cuando fue a sacar dinero para pagar el café: “Mi muerte nos separa ahora, la tuya nos unirá para siempre. Ramón, tu marido”. A continuación arrugó el papel y lo depositó en el vasito de plástico que contenía aún un poco de líquido, y, poco a poco, la nota se fue mojando hasta quedar completamente empapada.

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22 de agosto de 1940

León Trostki, el líder político soviético y exiliado en México, ha fallecido a manos de Ramón Mercader, un hombre de cuarenta años de edad, nacionalidad ucraniana y descendiente de abuelos catalanes. El hecho se produjo en el interior de la cafetería El Fresco sita en la calle Callao cuando el asesino atacó al político por la espalda, clavándole un piolet en la sien que le produjo la muerte. A las pocas horas de lo sucedido, se encontró el cuerpo sin vida de Ramón Mercader, y todos los indicios apuntan a que se trata de un suicidio.

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          Después de leer el resumen de la noticia en el Diario Oficial de Ciudad de México, Marina dejó el periódico en la bandeja junto al vaso de café. Cuando la azafata pasó para retirar la basura, recogió la bandeja y la tiró a la papelera. Se colocó un cojín en la nuca y antes de disponerse a dormir dio un beso en la mejilla a Alexei mientras le decía: “Te amo, José1”. Faltaban dos horas para llegar a Ucrania.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1 José era el nombre con el que Marina se dirigía en México a Iósif Stalin.

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