miércoles, 26 de diciembre de 2012

El bien y el mal queriendo emerger

Campana sobre campana

Campana sobre campana,


y sobre campana una,
asómate a la ventana,
verás el Niño en la cuna.



Belén, campanas de Belén,
que los ángeles tocan
qué nueva me traéis? *coro



Recogido tu rebaño
a dónde vas pastorcillo?
Voy a llevar al portal
requesón, manteca y vino.


*coro


Campana sobre campana,
y sobre campana dos,
asómate a esa ventana,
porque ha naciendo Dios.


*coro


Campana sobre campana,
y sobre campana tres,
en una Cruz a esta hora,
el Niño va a padecer.


*coro

Por Patricia Fabiana Ferrari.


El bien y el mal queriendo emerger

"Entretanto, Satán, el enemigo de Dios y el Hombre, llena su mente de ambiciosas imaginaciones, extiende su raudo vuelo y explora el solitario camino que conduce a las puertas del infierno. Toma unas veces la derecha, otras la opuesta mano; ya se desliza con iguales alas por la superficie del abismo, ya se eleva cual torre aérea hacia la ardiente concavidad del firmamento."

JOHN MILTON. El paraíso perdido.


El día había amanecido nublado. El sol aparecía entre las nubes muy de vez en cuando, como si se le ocurriera de repente. Con el correr de las horas se olvidó de aparecer.

Yo quería descansar pero también anhelaba la venida del Mesías.

Al desmayarse la tarde, grandes nubarrones se apoderaron del cielo. Cuando nos cubrió la noche, las nubes eran arrastradas por fuertes vientos. Los primeros relámpagos seguidos de ensordecedores truenos, anunciaban una gran tormenta y el fin de la tranquilidad deseada. Los partos se adelantarían.

Al menos, siendo la única partera de la aldea, era normal que pensara que si se desencadenaban varios, que no sucediera al mismo tiempo.

La tormenta se desató al fin y con ella la lluvia. Al mirarla a través de mi ventana, tenía la sensación de que algo bueno se avecinaba. Un gran suceso cambiaría la historia de nuestra aldea y más aún de la humanidad. Pero a la vez me embargaba un extraño sentimiento. Presentía otro hecho totalmente opuesto. El bien y el mal queriendo emerger.

Quizá eran solo mis fantasías, el poder de mi imaginación. Las horas transcurrían en tranquilidad a pesar de la gran tormenta.

Así iba avanzando apacible la noche.

Cuando logré poner mi mente en blanco, el sueño se apoderó de mí. Me dirigía a mi habitación cuando, con fuertes golpes, llamaron a mi puerta.

Una mujer estaba a punto de dar a luz. Y allí acudí en su ayuda.

María yacía en su cama. José, a su lado secaba el sudor de su frente. Todo sucedió muy rápido y sin complicaciones. Un hermoso niño había nacido.

La tormenta se disipó y en un cielo despejado, una gran estrella surgió justo encima del lugar. El niño Jesús había nacido.

De pronto, las estrellas desaparecieron. El cielo se volvió una gran cúpula negra. María se retorcía con espasmos de dolor. Su vientre se movía violentamente. Yo me acerqué a examinarla. José tomó en sus brazos a Jesús. Otra criatura pugnaba por salir. Fue muy difícil, pero al fin la recibí en mis brazos. María quedó exhausta. Apenas tuvo fuerza para intentar sostenerlo. El nuevo niño abrió sus ojos rojizos y una mirada de fuego hizo voltear el rostro de su madre.

No me había equivocado. Jamás volvería a dudar de mis presentimientos.

Ya no quiso volver a verlo. Entre sollozos me suplicó que se lo llevaran.

José recordó el sueño en el que se le apareció el ángel Gabriel anunciándole el embarazo de María. Al principio había dudado de la pureza de su mujer pero luego comprendió todo. Pero esta segunda criatura no estaba anunciada y de ningún modo podía haber sido engendrada por el espíritu santo. Así rehusaron hacerse cargo de ella.

Yo estaba desconcertada, no sabía como actuar ante esta situación. María y José solo se dedicaron a darle todo su amor al Mesías como les había predecido el Ángel del Señor. A partir de aquel instante negarían la existencia del otro ser.

Por el momento me hice cargo de él. Más tarde decidiría que hacer.

Los dos niños crecieron en hogares diferentes.

Jesús fue bautizado por Juan el bautista. Con sus seguidores iba proclamando las santas escrituras y realizando milagros.

Yo me encariñe con el pequeño rechazado. Más allá de la particularidad de aquellos ojos, sentía que mi “hijo” estaría bien.

Ahora sí que nada sería cómo había imaginado. A los pocos meses de vida su fisonomía empezó a cambiar. Su tez pasó, poco a poco, del rosa pálido al rojo intenso. Encima de sus sienes aparecieron unas elevaciones hasta transformarse en cuernos propiamente dichos, Sus orejas se tornaron puntiagudas y surgió en su cuerpecillo una incipiente cola con su punta terminando en forma de flecha. Con el paso de los años todas estas características se fueron intensificando. Ya a los quince años se había transformado totalmente. Mi “hijo” era el mismísimo “Príncipe de los demonios”, “Satanás”, “Diablo”, “Lucifer”, “Belcebú”, entre otros tantos nombres que ha recibido a través de la historia.

Sólo un instrumento le faltaba, pero a los pocos días tenía su tridente.

Mi vida se transformó en un calvario. Salió a la calle a predicar su “biblia”. También él la poseía. “La biblia del diablo”. En varias ocasiones se cruzó con Jesús instándolo al mal pero aquel no cedía a sus tentaciones.

Se acercaba el momento de la última cena. El Mesías se reunía con sus apóstoles. Y ahí estaba él en la piel de Judas traicionando a Jesús. Nuestro salvador sería crucificado.

Los aldeanos al enterarse a quien había criado me aborrecían. Me quedé sin trabajo y ellos sin comadrona. Creí volverme loca o ya lo estaba.

Yo también preparé la última cena. Sólo Satanás y yo. Sin apóstoles. Él no los tenía. El somnífero con el que sazoné su porción pronto hizo efecto. Sobre una tabla de madera pinté un círculo rojo con dos círculos entrecruzados. Lo coloqué sobre la cruz que había preparado sobre la tabla, até sus brazos y sus piernas con gruesos alambres de púas. Clavé sus manos y sus piernas. Con el menique y el índice, ocultando sus otros dedos, sus manos formaban cuernos. Marqué con rojo el “666”, dos seis a los costados de su cuerpo dentro de los triángulos y otro sobre su vientre.

Le dí la espalda y sin voltearme huí.



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