Desde el alto cielo
Desde el alto cielo, el hijo de Dios (bis),
a esta baja tierra vino por mi amor (bis).
Tendido en la paja, temblando de frío (bis),
tiernamente llora el niñito mío (bis).
Del pobre Dios niño,
tenga compasión,
para consolarlo he venido yo,
pero de qué modo le consolaré,
aún dándole mi alma nada le daré.
Hijo de la Virgen, mi Rey y mi Dios (bis),
lleva si quieres esto, todo esto es para vos (bis).
Desde el alto cielo, el hijo de Dios (bis),
a esta baja tierra vino por mi amor (bis).
Del pobre Dios niño,
tenga compasión,
para consolarlo he venido yo,
pero de qué modo le consolaré,
aún dándole mi alma nada le daré.
Por Enrique Urbina.
Ya es diciembre y, aunque no debería
de sorprenderme, mi piel se eriza. Van
tres noches que ya lo oigo de nuevo, esperando a que, si no hago nada, se
calle.
El plan divino jamás cambia, jamás
falla; y así, ya son 6 años que, en el principio del fin del año, en este mes,
comienzo a escucharlo. En las noches de diciembre Él llora y yo recuerdo todo
¿Por qué? Porque desde hace tiempo yo sé que vivo y existo por ese llanto que
suplica por mi salvación y por la de todos nosotros. Él hace su silenciosa
llegada cuando el mundo simula pintarse -o envolverse- de verde y rojo, como si
todos se vistieran de los colores de la bandera que es tejida anónimamente, tal
vez por esos billetes verdes, para que la felicidad reine al menos en las caras
(o ¿máscaras?) de la gente durante un mes. Ahí, entre las cajas de regalos, las
luces de colores y los brindis hipócritas Él hace su aparición, y yo soy quien
tiene que mantenerlo a salvo, porque el pecado mismo, a veces, parece que lo
consume. Llora por nosotros, y yo soy el único que puede calmar ese dolor, aún
por unos instantes. Parece que mi misión es solitaria, pero gracias a ella, mi
mundo ha cambiado: yo ya no espero a escuchar el trineo de Santa Claus en el
techo de mi casa, yo espero oír la música que acompaña a las lágrimas divinas.
Pero este año, algo es diferente.
Ese llanto de mandrágora que a veces parece de
anciano que despierta de un sueño que ha durado toda una vida, y que a veces
parece de un recién nacido, quien aún se lamenta por el primer sorbo -que sabe
a muerte- de oxígeno que inunda sus pulmones; muestra de realidad que ha sido
introducida -casi- por la fuerza a sus dos pequeños globos respiratorios, me
recuerda que aún soy parte de esa labor (que tal vez es milenaria, no sé, sorprendentemente
hasta para mí, no encuentro esta parte de la Biblia) que me es encomendada una
noche donde el cielo de esta época, como cada año, está estrellado. Esa noche
no me es posible comprender el lenguaje de los brillos que flotan en el cielo
y, finalmente, es un ángel quien viene a mí a hacerme el anuncio de mi
importante tarea. En los segundos en los que me habla esa noche recuerdo cómo
lo nombran en lo alto, pero el olvido vuelve siempre que intento recordar su
nombre...sí, su nombre al parecer tiene que ser olvidado, me cuesta trabajo
revivir las letras que articula cuando pronuncia al presentarse en mi mente.
Como lo digo anteriormente, en una noche estrellada; justo cuando el frío del
blanco de la Luna comienza a hacerse paso entre los suéteres de lana y los
guantes de algodón, el ángel sin nombre llega como luz de noche a mi mente y me
recita mi futuro, pero éste no sucede como yo espero.
La profecía tarda algunos días en
suceder; pero, al fin, una noche, pasa. Yo lo recuerdo bien; las imágenes del
primer encuentro regresan cada año. Todo pasa de nuevo.
Como hace 6 años, yo me encuentro como ahora,
sentado en mi cama, con mi casa iluminada -en el exterior- por cientos de
pequeños focos de colores que parecen superar hasta al mismo arcoiris, y escucho
un llanto. Vivo solo, y no espero visitas esa noche, pero sé que el llanto
viene de una parte de mi casa; del piso de abajo seguramente. Después, con
curiosidad (de esa que mata al gato) decido bajar, buscando la fuente del
plañidero. Con cada puerta que se abre viene un interruptor que deja salir la
luz de los focos; sé que, si es un peligro el que está acechando y, con el
llanto, está atrayéndome hacia su trampa, no habrá alguna diferencia si la luz
está prendida, pero no se piensa en esas pequeñas cosas cuando la gente se
siente en peligro; después de todo, somos animales del día. Continúo buscando;
aunque la imagen del mensajero celestial aún sigue en mi mente, todavía no
logro hacer la conexión entre ese suceso y el llanto que escucho en esos momentos;
por eso voy con cuidado, busco la fuente del quejido por todos lados, pero ésta
parece venir de las paredes mismas.
Me rindo, por fin. Mi casa ya está
inundada (por dentro) de luz blanca y yo ya me siento acorralado; el lloriqueo
parece adentrarse cada vez más en mi mente y no hay manera para mí de
defenderme. Estoy ahogándome de luz y -creo- volviéndome loco. Comienzo a dudar
de muchas cosas, incluso de mi cuerpo; pienso que es casi seguro de que son mis
tímpanos quienes me juegan una mala pasada, pero en nigún lugar el quejido deja
de oírse. Momentos de tensión pasan hasta que me quedo dormido en la alfombra
de mi sala.
No logro soñar nada, son sólo unos minutos los
que duermo. El sonido del suplicante me despierta, y ahora las luces de la casa
están apagadas. Todos los interruptores que controlan la corriente de luz
descargada en las lámparas son desactivados mientras dormía; todos excepto las
del pequeño (y artificial) árbol de Navidad que está junto a la entrada.
Esas contadas luces que simulan una
enredadera de cristal y plástico sobre el pequeño pino, y que a la vez forman
un pequeño oasis de luz en la obscuridad, eternidad en la que ahora me
encuentro sumergido ante mi repentino
despertar, despojan de toda sombra a la pequeña representación divina que se
encuentra debajo. En ese pequeño espacio iluminado está el único lugar -y cosa-
donde olvido buscar a quien sufre; ahí, debajo del árbol, entre marañas de heno
y hojas de pino se encuentra un pequeño nacimiento de porcelana y resina que pertenece
a mi familia desde hace muchas generaciones. Esa representación del nacimiento
de Jesús, que ahora se encuentra puesta, como cada año en diciembre, ya no vale
nada. Es, como digo, de hace mucho tiempo; la clásica antigüedad que todos
tienen en sus casas, irremplazable por su valor sentimental, pero también
porque ésta ya es demasiado vieja como para que aún tenga algún valor
monetario. En fin, recuerdo que yo me acerco al nacimiento lentamente, con
miedo, como si algo de la selva miniatura fuera a saltar sobre mí y atacarme.
Me siento, en el camino hacia el árbol con luces, caminando lentamente a la
salida de una casa en llamas en la que la única luz es también mi verdugo.
Llego, temblando, al oasis. El llanto ha vuelto, pero ahora sé que está cerca, se
escucha cerca, pero nada se mueve. Me inlcino sobre el nacimiento y comienzo a
buscar entre la simulación de paja. Nada. Sólo el llanto se sigue escuchando. Y
la desesperación vuelve. Mi cuerpo se vuelve a tensar de nuevo; ya me pienso
muerto de loco.
Pero antes desvanecerme -otra vez-
volteo hacia el pequeño pesebre y veo algo. Observo que todo está completamente
estático, pero las palabras del mensajero se materializan en el heno que está
alrededor. Reconozco al que se quejaba.
Ahí, pequeño y plastificado, la
figura del Jesús recién nacido llora; no se mueve, pero sé que Él es quien
llora. No hay algún movimiento, el muñeco se encuentra completamente inmóvil,
pero estoy seguro de que el llanto proviene de Él. Me acerco al niño en el
pesebre para comprobar que no cobra vida, pero nada sucede. Al menos nada
visible porque, de pronto, casi sin darme cuenta, todo se ha resuelto. Él ya no
llora. Todo parece normal en los momentos anteriores a la resolución del
conflicto: yo me acerco al bebé de plástico, el llanto se escucha, nada parece
cambiar. Sin embargo, cuando mi rostro casi entra por completo a la
construcción (que simula un granero) en la que el pesebre está, un suspiro se
me escapa. Así, sin más, yo suspiro involuntariamente y siento un pequeño vacío
en mí, un pedazo de mi alma se me ha ido con ese suspiro y, por fin, el niño
deja de llorar. Ahora sé que esa es la tarea que me es encomendada para repetir
hasta el fin de mis días.
El sonido es familiar, pero
escucharlo después de un año de silencio, aún me produce escalofríos.
Y ahora las cosas son diferentes.
Dudo ¿Es una bendición o una maldición esta tarea? Ya es el tercer día que
llora, y no bajo a ayudarlo. Tengo miedo de seguir así, de perder por completo
mi alma algún día, pero también del castigo por no cumplir la tarea. Comienzo a
pensar que perder un fragmento de mi alma por más de un lustro me está
afectando negativamente. Cada año, después de diciembre, me siento menos
humano. Ya lo escucho de nuevo, y mi alma parece no ser suficiente para callar
su llanto, ella tiembla, al igual que mi dedo en el gatillo de la pistola que
se encuentra recargada contra mi sien.
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