Los pastores a belen
Los pastores a belén
corren presurosos
llevan de tanto correr
los zapatos rotos
Ay! Ay! Ay!
que alegres van
Ay! Ay! Ay!
si volverán
Con la pan pan pan
con la de de de
con la pan con la de
con la pandereta
y las castañuelas
Un pastor se tropezó
a media vereda
y un borreguito grito:
¡este aquí se queda!
Ay! Ay! Ay!
que alegres van
Ay! Ay! Ay!
si volverán
Con la pan pan pan
con la de de de
con la pan con la de
con la pandereta
y las castañuelas
que alegres van
Ay! Ay! Ay!
si volverán
Con la pan pan pan
con la de de de
con la pan con la de
con la pandereta
y las castañuelas
Por Alejandra Lopez.
Los sucesos de los últimos días me tienen alterada. Ya está
empezando a caer la noche y miro por la ventana. El cielo plomizo, el aire
cargado de humedad y algunos refucilos lejanos, presagian una inminente
tormenta.
Es Nochebuena, pero decidí quedarme sola en mi casa. Rechacé
formalmente todas y cada una de las invitaciones a festejar.
Quiero reflexionar sobre lo que ocurrió en la escuela,
necesito saber cómo todo se me escapó de las manos.
Cuando Lucía entró al curso, en el mes de mayo, empezaron
los problemas. Su carácter violento no tardó en deteriorar la armonía del
grado. “Lucía me insultó”, “Lucía me pegó una patada”, “Lucía está empujando”,
“Lucía le pegó una piña a Fulanito”. Continuamente agredía a sus compañeros
hasta el hartazgo, y en los recreos hacía lo mismo con cualquier otro chico de
la escuela.
Los padres de mis alumnos vinieron con frecuencia a quejarse
por la violencia de la nena, que en varias oportunidades hizo sangrar labios y
cabezas.
Yo tenía orden de los directivos de amparar a Lucía porque
venía de un orfanato, la adoptaron este año y había sido sometida a crueles
experiencias en el instituto, por lo que para ella, agredir era la única forma
posible de proceder. Siempre estuve mediando entre ella y sus compañeros, entre
ella y los padres que venían a quejarse
Pude llegar a fines de noviembre tratando de calmar los
ánimos, hasta que preparamos con los chicos un Pesebre viviente para representar el veintiuno de diciembre.
El objetivo era recaudar fondos con la venta de entradas y así poder pintar la
escuela durante el receso de verano.
Varias veces habíamos ensayado la obra; hasta contamos con
el hermanito de una alumna, que había nacido dos mese atrás, para representar
al Niño Jesús.
Cuando llegó el día del acto, todo el público, padres y
familiares de los niños, estaban ubicados en las sillas dispuestas frente al
escenario. Se apagaron las luces y empezó a sonar un villancico navideño. A
medida que las luces se encendían de a poco, los niños iban subiendo al
escenario para adorar al Niño Jesús, que ya estaba acostado en el pesebre ante
las miradas embelesadas de quienes representaban a José y María. Así, fueron
subiendo los Reyes y los pastores, algunos hacían sonar sus panderetas y otros,
las castañuelas. Uno de los pastores (Magali, la hermana de Manuel, el Niño
Jesús) tropezó y cayó sobre el escenario. Luego todo pasó muy rápido. Magali se
levantó de un salto y corrió hacia la pastora que estaba delante de ella al
momento de la caída, Lucía.
Cuando la alcanzó, la agarró de los pelos mientras le
gritaba: “Me pusiste la traba, hija de puta, me tenés harta”.
Enseguida todo se transformó en caos, el resto del “elenco”
se alió a Magali y empezaron a pegarle a Lucía. Solo María y José permanecían
quietos al lado de Manuel. Lucía pudo zafarse y corrió hasta donde estaba el
bebé, lo levantó y lo arrojó con fuerza al piso, desde el escenario.
Los niños se quedaron paralizados, los padres comenzaron a
levantarse y gritar con el terror dibujado en los rostros, el bebé permanecía
inmóvil, no lloraba.
Ya pasaron tres días desde el “accidente” y Manuel, el Niño
Jesús, permanece internado con pronóstico reservado.
El timbre interrumpe mis pensamientos. Levanto la vista
hacia el reloj, las nueve de la noche. Los truenos suenan cada vez más fuerte,
ya se escuchan caer los primeros goterones de lluvia.
Abro la puerta y la veo a Lucía con los ojos llorosos y el
cabello mojado pegado al rostro por el chaparrón que ya se está largando.
Atónita, la invito a pasar. Agacha la cabeza como un perro
asustado y cuando se acomoda en el sillón me empieza a decir que tiene miedo,
que está arrepentida, que ese escapó de su casa y no quiere regresar.
La observo en silencio. Ya sé cómo sos Lucía, siempre la
misma historia. Te mandás la cagada y después venís como un corderito con el
cuento de que estás arrepentida, de que vas a cambiar. Y el director de la
escuela, y las reuniones con tu puta psicóloga diciéndome que la vida fue dura
con vos, que hay que darte otra oportunidad, que
“tratemos-de-que-se-integre-al-grupo”.
El sonido del teléfono me sobresalta, es una colega, una
maestra de la escuela para decirme que el “Niño Jesús” acaba de morir. Le
respondo con monosílabos, le digo que no puedo hablar, que mañana la llamaré.
Me siento hervir de bronca, de impotencia, de culpa, de
odio.
Me acerco a Lucía que me mira con ojos mansos, y forzando
una sonrisa, le ofrezco una gaseosa que acepta.
Voy a buscarla a la cocina y regreso con el vaso.
El Niño Dios ha muerto.
Le extiendo el vaso a Lucía y, mientras lo bebe, asesto una
puñalada en su espalda con la cuchilla que traje escondida en mi falda.
Me mira incrédula mientras cae y vomita sangre.
Ya es hora de un brindis.
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