Navidad, Navidad
Navidad, Navidad
Hoy es Navidad.
Con campanas este día
Hay que festejar
Navidad, Navidad
Porque ya nació
ayer noche, Nochebuena,
El niñito Dios.
Por Mauricio Vargas.
Navidad,
Navidad
Hoy es
navidad,
Con
campanas este…
«¡Paf!»
—Hoy
no es navidad, es mañana, maldito aparatejo del demonio.
La
bruma del sueño de disipa en un santiamén, me volteo sobre la cama y ahí está
el reloj despertador tirado en el suelo hecho pedazos, tratando de sonar otra
vez. Ese duendecillo de plástico cantando con su boca de marioneta ese
villancico de mierda. ¿Qué clase de imbécil es el que compone esas canciones
tan idiotas? Y lo más molesto es que están por todas partes: la radio, la
televisión, en las películas, en la calle un montón de hijos de puta
cantándolas en familia, y los niños con sus vocecitas chillonas. No puedo
pensar ni siquiera en el martirio que debe ser que se paren en tu puerta a cantar
y tú tengas que abrirles y oírlos mientras sonríen como tontos. Pobre la gente
que debe pasar por eso. Afortunadamente por mi casa ni se asoman. No podrían. Y
si lo hicieran los despacharía tan rápido como al despertador.
Debe
estar haciendo frío afuera. Deseo poder sucumbir al sueño como acostumbra a
pasarme siempre, pero justo ahora no puedo. Sencillamente estoy condenado a
levantarme de la cama, y tan cómoda y caliente que está. La ventana está
empañada y el despertador en el suelo ha dejado, al fin, de funcionar. Pero no
me he librado de él, no. Mi mujer comprará otro al instante, estoy seguro, no
sin antes recriminarme por dañar este. Pero lo hago con tanto placer… Es mi
modo de rebelarme ante lo inevitable. Destruir al maldito duende de plástico es
el equivalente a lo que quisiera hacer hoy y no puedo: quedarme en mi casa todo
el día. El trabajo me mata, ME MATA, y con todo debo ir hoy también. La gente
ama la Navidad, muchos salen a vacaciones o trabajan al menos hasta mediodía,
pero a mí me toca responder con mis obligaciones, obligaciones que, no sé por
qué demonios asumí desde un comienzo. «Dedícate a lo que te gusta mi amigo», me
decían. «Sigue tu corazón» Y el corazón me trajo hasta un trabajo que se ha
hecho insufrible con el paso de los años. Es lo que pasa cuando no eres un
maldito universitario. Hubiese podido dedicarme a la contaduría pública, a la
administración de empresas o la agronomía, yo que sé. Pero no, tenía que
montarme en esta vaca loca.
Ahora
es Navidad, la gente se divierte y a mí me toca trabajar. Seguramente hay muchos
como yo, que deben trabajar mientras los demás descansan: bomberos, médicos,
pilotos, camioneros, vigilantes, policías; pero eso no me tranquiliza. Lo mío
es lo mío, y punto. Y lo quiero es no hacer nada, ni una mierda. Quedarme aquí
en mi casa, durmiendo, odiando en silencio estas fiestas que ya me saben a
cacho. Pero desgraciadamente no puedo porque seguramente vendrían los
problemas, las demandas, las quejas y es peor lidiar con eso que con tener que
trabajar este día.
Así
que con todo el esfuerzo del mundo me levanto de la cama. Busco las pantuflas
pero no están. Jamás he podido saber dónde las esconde mi mujer. Busco por la
habitación y veo solo unas viejas botas contra la pared. Me desperezo y me las
pongo, luego pateo el despertador debajo de la cama, no vaya ser que ella venga
y lo encuentre allí. Ella no barre hoy porque es Navidad. Vaya tontería. Afuera
se oye el viendo silbar. Voy lentamente al perchero y agarro el abrigo de la pijama.
Salgo de la habitación.
Afuera
todo es barullo y prisas. La gente va de aquí para allá con regalos. Camino por
el corredor hacia la sala de estar y mi mujer aparece de repente.
—¿Hasta
ahora te levantas? ¡Qué descaro! Ya se te ha hecho tardísimo, como siempre. —Se
baja un poco los lentes— ¡Y es Navidad por Dios! Cámbiate esa pijama al menos
una vez.
—Ajj,
por qué te vuelves tan insoportable. Nadie me va a ver.
—¿Y
por eso tienes que andar en esas fachas?
Mi
mujer me mira con rabia y se va hacia la cocina. Huele a galletas, puaj. Toda
la noche voy a tener que comerlas. Las detesto. Ya me saben a cartón.
Voy
al baño y me hecho agua en la cara para despertarme. Me miro en el espejo y
decido que no estoy tan mal. La gente ya sabe cómo me gusta vestirme a mí en
Navidad. Me gusta la comodidad y mi pijama es bastante cómoda.
Voy
a la habitación por mi cinturón, me abrocho el abrigo y salgo. El viento es
tenaz.
—¿De
nuevo te vas a trabajar así? —dice una vocecita atrás de mí—. Qué vergüenza.
Esa pijama es horrorosa.
Me
volteo.
—¿Acaso
no te cansas de joderme todos los años? Y deja de imitar la voz de mi mujer.
El
duende asiente. A veces se vuelve tan insoportable como mi mujer.
—El
trineo ya está lavado y polichado. Ya revisé la alineación y todo está calibrado.
La nariz de Rodolfo está iluminando bien. ¿Algo más?
—Sí,
sal de mi vista, enano.
Dejo
escapar un largo suspiro. Después de tantos pero tantos años, cualquiera se
cansa de su trabajo.
El
duende se aleja, luego se voltea y me dice:
—Muévete
panzón, o le digo a tu mujer.
Le
levanto el dedo del medio. Hijo de puta.
Y
pensé que el 21 sería libre al fin. Quiero mi jubilación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario