Basado en Venganza de Paris Legaz
Los sesos esparcidos en el suelo le hicieron cagarse.
Olor a humo y sangre. Su última visión,
un hombre llorando antes de jalar del gatillo.
La
puerta del cuarto estaba abierta. Y al oír el primero disparo, la niña abrió
los ojos y vio como un segundo disparo, le desaparecía las orejas a su perrito
“poky”. Se acurrucó en su cama y abrazó la
almohada.
El
hombre que se paseaba por el salón, a la vista de la niña, no hacía más que
resoplar y manchar de rojo todo el piso.
Sus manos temblaban y cuando se pasaba la manga de la chaqueta por la boca —que
no era su boca, aunque tenía tanto tiempo con esa máscara que la sentía como
una segunda piel— el sonido del roce del hule hacía que un escalofrió lo
estremeciera.
La
niña lo veía desde el cuarto embojotada en su cobija, con los ojos abiertos en
par en par. El temblor le empezó desde los pies, el sudor y las lágrimas le irritaban
los ojos y con la boca seca gritó: ¡mami,
corre, el hombre malo está afuera!. Cuando el reloj dio una campanada, el
hombre de la máscara volteó y ladeando un poco la cabeza, se interesó por lo
que estaba debajo de esa cobija. Se acercó poco a poco, empuñando la escopeta con la mano derecha, apartando de una patada
el cuerpo de “poky”. Se detuvo en medio del pasillo, resopló por enésima vez y volvió
para tomar por los cabellos a la mujer que estaba tirada en el piso junto al
sofá y que sollozaba sin parar, la colocó para que, ese par de ojos verdes que
eran idénticos a los suyos, los observara. Levantó el arma con lentitud y disparó… los sesos y la sangre salieron
volando por todo el pasillo, dejando tras si una pintura surrealista en las
paredes.
La
niña —al ver la escena— se le relajaron los esfínteres y una mancha oscura se
abrió paso en su pijama. Arrugó su nariz y se quitó la cobija; al notar lo mucho
que estaba mojada tanto ella como la cama, se empezó a desvestir. Al alzar de
nuevo la cabeza vio al “hombre malo” en la entrada de su cuarto, apuntándola
con la escopeta. Su atención se centró en el anillo ostentoso, que éste tenía en
el dedo anular de la mano izquierda.
—
¡Papito, papito!, te juro que no me vuelvo a orinar—. Dijo la niña, cerrando
los ojos y abriendo los brazos.
—No,
princesa, ya sé que no lo harás más.
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