Basado en CONTROL de Evelia Garibay.
Mientras
las agujas perforan mi piel no emitiré ni un ruido.
El control es lo que
importa, mi control.
Y no darle la satisfacción al cabrón.
Todo era culpa de aquella perra insolente. Rudin Fellon estaba
convencido de ello. Aunque el dolor y la confusión le nublaban la mente, no lograba
encontrar otra explicación. Se trataba de una maldición: la mujer a la que le
había rajado la garganta era una hechicera, seguro, y lo había jodido —pero
bien jodido— con un temible conjuro.
La extraña estrella de cinco puntas que
colgaba de su cuello debía haberle puesto en guardia. La fulana pertenecía a la
detestable ralea que siglos atrás había infestado la ciudad.
¿No podía haberse quedado quieta, como
habían hecho las anteriores? La visión de la afilada navaja había bastado para
que ellas, paralizadas por el temor, le dejaran hacer. Rudin solo quería
follar, y las zorritas le habían proporcionado lo que necesitaba. Si la bruja
del demonio no se hubiera resistido, si no le hubiera mirado con aquellos ojos
agrandados por el asco, despreciativos; si no le hubiera escupido, si no le
hubiera hecho sentirse un insecto insignificante, si no hubiera gritado (le
había metido las bragas en la boca, pero aun así seguía intentando chillar la
muy puta), todavía continuaría viva. Y para colmo ni siquiera había conseguido correrse:
la lucha le había dejado extenuado y la erección se le había desinflado como un
globo pinchado.
Desde entonces habían cesado sus correrías
semanales de caza mayor por los
parques y callejones de Salem. Al día siguiente del incidente, Rudin amaneció
con la palabra «ASESINO» inscrita en el pecho. Con enormes letras rojas, del
color de la sangre. Había intentado ocultarlas grabándose un tatuaje sobre
ellas.
—Ahí no tiene usted nada, amigo... —dijo,
perplejo, el operario del taller de tatuajes.
—Cierre el pico y realice su trabajo. —¿Cómo osaba burlarse de él aquel muerto de
hambre? ¡Imbécil!
El obrero le pinchó de manera inclemente, molesto
por la rudeza del cliente. Mientras las agujas perforaban su piel, Rudin no
emitió ningún sonido. El control es lo
que importa, mi control, pensó tumbado en la camilla. Y no darle la satisfacción al
cabrón.
Pero fue en vano. El tatuaje desapareció
al poco por arte de magia y la infamante acusación volvió a hacerse visible. Y
pronto empezó a provocarle un escozor insoportable.
Cuando, tras firmar su confesión espontánea,
fue desnudado para el registro, el agente anotó escuetamente en el parte
oficial: «Hombre. Raza blanca. 35 años. Sin defectos físicos aparentes. Cuerpo
limpio: sin ninguna marca».
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