jueves, 8 de noviembre de 2012

La culpa

Por Héctor Priámida Troyano.

Basado en CONTROL de Evelia Garibay.

                                                              Mientras las agujas perforan mi piel no emitiré ni un ruido. 
                                                              El control es lo que importa, mi control. 
                                                              Y no darle la satisfacción al cabrón.



     Todo era culpa de aquella perra insolente. Rudin Fellon estaba convencido de ello. Aunque el dolor y la confusión le nublaban la mente, no lograba encontrar otra explicación. Se trataba de una maldición: la mujer a la que le había rajado la garganta era una hechicera, seguro, y lo había jodido —pero bien jodido— con un temible conjuro.
     La extraña estrella de cinco puntas que colgaba de su cuello debía haberle puesto en guardia. La fulana pertenecía a la detestable ralea que siglos atrás había infestado la ciudad.
     ¿No podía haberse quedado quieta, como habían hecho las anteriores? La visión de la afilada navaja había bastado para que ellas, paralizadas por el temor, le dejaran hacer. Rudin solo quería follar, y las zorritas le habían proporcionado lo que necesitaba. Si la bruja del demonio no se hubiera resistido, si no le hubiera mirado con aquellos ojos agrandados por el asco, despreciativos; si no le hubiera escupido, si no le hubiera hecho sentirse un insecto insignificante, si no hubiera gritado (le había metido las bragas en la boca, pero aun así seguía intentando chillar la muy puta), todavía continuaría viva. Y para colmo ni siquiera había conseguido correrse: la lucha le había dejado extenuado y la erección se le había desinflado como un globo pinchado.
     Desde entonces habían cesado sus correrías semanales de caza mayor por los parques y callejones de Salem. Al día siguiente del incidente, Rudin amaneció con la palabra «ASESINO» inscrita en el pecho. Con enormes letras rojas, del color de la sangre. Había intentado ocultarlas grabándose un tatuaje sobre ellas.
     —Ahí no tiene usted nada, amigo... —dijo, perplejo, el operario del taller de tatuajes.
     —Cierre el pico y realice su trabajo. —¿Cómo osaba burlarse de él aquel muerto de hambre? ¡Imbécil!   
     El obrero le pinchó de manera inclemente, molesto por la rudeza del cliente. Mientras las agujas perforaban su piel, Rudin no emitió ningún sonido. El control es lo que importa, mi control, pensó tumbado en la camilla. Y no darle la satisfacción al cabrón.
     Pero fue en vano. El tatuaje desapareció al poco por arte de magia y la infamante acusación volvió a hacerse visible. Y pronto empezó a provocarle un escozor insoportable.    
     Cuando, tras firmar su confesión espontánea, fue desnudado para el registro, el agente anotó escuetamente en el parte oficial: «Hombre. Raza blanca. 35 años. Sin defectos físicos aparentes. Cuerpo limpio: sin ninguna marca».

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