miércoles, 7 de noviembre de 2012

El ermitaño maldito

Por Alejandro Aguilera.

Basado en MONÓTONO de George Valencia

                                                                            El hombre de negro entró al bar, 
                                                                            se sentó a la barra y ordenó un vodka. 
                                                                            Nadie le atendió. 
                                                                            Ser el último habitante de la Tierra era aburrido.

Miró la basta variedad de licores en el estante del bar; los analizó uno a uno en busca de un buen vino que lo mantuviera ocupado durante toda la noche. Llenó su pipa con el tabaco más fino y se sirvió un vaso con el mejor whiskey que pudo encontrar. 
Escribía sobre un viejo pedazo de papel, el cual había encontrado en uno de los estantes. “El temor posee mi alma, cada parte de ella. He perdido la cordura pero; llegada la hora, desfilaré impávido y victorioso hacia el abismo”.
Ser la última persona viviente lo había arrastrado a la demencia. Había estado solo durante tanto tiempo que de no ser por el gusto que sentía por escribir, habría olvidado toda palabra.
Revisaba su arma mientras degustaba los mejores vinos. La “colt” que sostenía en su mano, se había convertido en su salvador, ni siquiera el mismísimo “Jesús” podía superarlo.
De vez en vez prendía su pipa, disfrutaba cada bocanada como si fuera la última de su larga y lacerante vida.
No dejaba de pensar en su familia. Pensaba en el último día que vio a su hijo; de todas las personas que había perdido, era él a quien más extrañaba. Cada vez que él venía a su mente, su cuerpo aletargado no podía moverse. Su corazón irrefrenable y, sus ojos amplios y profundos como el averno, lo hacían ver como un loco.
Pensaba en la hora de su partida, imaginaba la inmensidad. No era algo que hubiera pensado de la noche a la mañana, había cavilado durante mucho tiempo. “¿Te volveré a ver?”
Se acercaba la hora, la aurora se presentaba sugerente.
Sentía un fuerte ardor recorriendo su espina dorsal, había llegado el momento.
Tomó su revólver; bebió el último trago de un sorbo, dejó el vaso sobre la barra y prendió su pipa mientras se dirigía hacia la salida del bar.
El sol se exhibía ligero e insólito. La noche había sido tan larga que parecía no recordar la apariencia del astro diurno.
Se encontraba en un momento de sutil rareza, el lugar tenía un aspecto grisáceo y la neblina presagiaba el último haz de entereza.
Sentía una gran debilidad estremeciendo todo su cuerpo, sus piernas hacían un desmesurado esfuerzo por mantenerse erguidas.
Miró su revolver con un apego desmedido, como un ser temeroso e indefenso busca el afecto y protección de su madre.
“¿Te volveré a ver?”.

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