Por Alcides Bertran
—¡Odio a estos animales! ¡Voy a matarlos a todos!
Sentenciaba la
anciana mientras corría detrás de los gatos en el amplio jardín de la casona.
El más desgarbado y pequeño no logró escapar, quedó atrapado en un rincón. La
mujer lo enfrentó y éste, erizando su pelaje rojizo, se ovilló hacia atrás
dispuesto al primer zarpazo, le abrió la boca y le enseñó sus filosos dientes.
Pero fue atrapado y envuelto en una lona para evitar sus garras y llevado
luego a un sector alejado del jardín, en donde la anciana, tras correr con
muchos esfuerzos una pesada losa, lo lanzó al agujero. Un maullido aterrador
se escuchó en la noche, pero fue sepultado rápidamente. Tras el desbande, uno
de ellos quedó mirando a la anciana fijamente, agazapado detrás de un cantero
desde donde la apuntaba con las orejas y la centraba en sus encendidas
pupilas, pero luego, cuando la septuagenaria agigantaba su silueta y hacía
tintinear sus alhajas avanzando con dicha dirección, escapó trepándose al muro
de un fondo vecino. Al instante todo cesó y los macilentos muros del fondo del
caserón nuevamente comenzaron a amalgamarse con la turbidez de los silenciosos
pasillos.
La casona, una
mansión antigua ubicada en el barrio de Belgrano, había pertenecido a una
familia que se mudó a Europa antes de ser adquirida por la anciana con todas
las pertenencias, entre las que se destacaban: muebles de principio de siglo,
alfombras árabes en los salones principales, escaleras de mármoles,
barandillas terminadas en bronce y una araña central revestida en oro cuyos
brillantes caireles realzaban el resplandor de sus cuarenta lámparas; además de
un imponente jardín con una fuente ovalada circundada de pinos y jazmineros.
Desde su posesión casi siempre permanecía en silencio y a oscuras; muy
diferente a aquellos años en que una niña jugaba con un gato gordo y hermoso en
el umbral de la puerta de calle. Ahora parecía envuelta en un extraño silencio,
que sólo se quebrantaba con los estridentes gritos de la anciana cuando
sentenciaba de muerte al primer gato que se le cruzaba. Todos los vecinos,
testigos de los anteriores años, hoy escuchaban aterrados esos extraños
maullidos, por lo tanto pasaban por allí girando la vista hacia el caserón con
intención de descubrir algo; pero sus paredes, casi completamente cubiertas con
hiedras, más que aclarar ahondaban en sospechas.
Un joven diariero,
puntualmente cada mañana, golpeaba el pesado portón de calle, lo que
despertaba a la anciana, quien salía a recibir el matutino. Pero un día en el
que se encontraba junto a ella, el joven dejó por un instante de observar el
jardín arbolado para preguntarle lleno de reminiscencia:
—Señora, ¿qué ha
sido del pequeño gato de la niña?
—¿Qué gato? —la
anciana frunció el ceño y se mostró sorprendida.
—El gato de la
niña Eleonora —repitió el joven, mirándola.
La anciana
enrojeció, su rostro denunció un profundo nerviosismo, entonces, con suma
irascibilidad, entornó la vista hacia el jardín y exclamó:
—¡Estos animales
me tienen harta!
El joven la miró
por un instante, absolutamente extrañado, luego aseveró:
—Era un gato
manso, de un color atigrado, recuerdo que era su mascota preferida —la anciana
seguía en silencio, por lo que el joven agregó—: A propósito, ¿cómo andará
ella? Hace ya tantos años que no la veo y de verdad, créame, extraño no verla
corriendo y saltando por el jardín.
—Escúcheme
—interrumpió entonces la anciana, con ceño fruncido—, no tuve el gusto de
conocer a esa niña que usted menciona —luego, como queriendo desprenderse de dicha
conversación, dijo—: Ah, si uno de estos días usted viene y no me encuentra, no
se preocupe, acérquese al garito y déjeme el diario a través de la ventana. Yo
después se lo pagaré.
—No hay problemas,
señora —le respondió el joven, enseñando una sonrisa; pero dueño de una sagaz
curiosidad y reflexión, que sabía esconder a la perfección bajo su agradable
trato y simpatía, preguntó—: ¿Se va de viaje?
—No —respondió a
secas la anciana tras recorrerle con la mirada de pies a cabeza, evidentemente
molesta puesto que con un ligero titubeo agregó—: Aconsejada por mi analista
voy a participar de una terapia de grupo; me ausentaré por unos días.
Luego de que dijo
esto, giró pesadamente y entonces retumbaron, una vez más y con suma nitidez,
oro y diamantes de los collares y pulseras que usaba.
El joven
permaneció en silencio observando a través de la verja, aunque sin desdibujar
su sonrisa, aún después de que la anciana atravesara el extenso patio. No podía
comprender cómo la mansión estaba tan sombría ya que en otros tiempos había
sido muy envidiada en la vecindad por su colorido; las flores del jardín más
los sectores arbolados le traían recuerdos entrañables, y por sobre todo, la
ausencia de la pequeña niña y su mascota.
Una mañana, en
pleno otoño, cuando las veredas ya se afelpaban de hojas amarillentas, el
joven llamaba resueltamente en la puerta.
—¡Señora Rosalía,
soy el diariero!
Nadie respondía a
su llamado; sólo silencios emergían de los confines amplios del jardín y de los
entornos oscurecidos de las habitaciones.
—¡Señora! ¡Soy el
diariero! —volvió a insistir el joven parado frente al portón; pero luego,
cuando ya se disponía a retirarse recordó el pedido que le hiciera la anciana
hacía apenas un par de semanas: dejar el diario en el garito si no la
encontraba. Entonces observó la pequeña casilla que distaba a unos veinte
metros de allí y repentinamente quedó paralizado: unos ojos amarillos, penetrantes,
lo observaban desde el marco de la ventana.
—¡Un gato!
—exclamó atisbándole la mirada, luego fue acercándosele lentamente.
Lo observó con
desconcierto, repulsado por el estado del animal cuyo pelaje atigrado mostraba
erosiones sarnosas y una suma descomunal de parásitos. Pero de pronto, cuando
le apoyó la mano sobre el lomo y vio que el animal se paraba en sus patas y le
refregaba su pequeña cabeza por los brazos, exclamó acongojado:
—¡El gato de la
niña!
El animal, sumiso,
como acostumbrado a las caricias, parecía estar esperándolo.
—¡Cuántos años
hace que no te veía! —musitó, en un diálogo íntimo con el animal, desbordado
por la alegría y sin dejar de acariciarle el pelaje ya opacado y ensarnecido.
Luego, tras
arrimarse a la pequeña ventana, observó a través de ella y halló abierta la del
interior; que era de esas cuyas hojas quedan suspendidas por una cuerda. Le
pareció extraño tanto silencio y al no poder controlar su intriga decidió
ingresar al garito; forzó la de calle y trepó la angosta pared. Una vez
adentro, un impregnado olor a materia fecal y orina invadieron sus fosas
nasales, lo que hacía que le resultara casi imposible permanecer allí, por lo
que, esquivando los fétidos excrementos, se apresuró a observar en rededor.
—Pero… estuvo
encerrado... —exclamó, como si se olvidara que se encontraba solo. Al instante
presintió algo fatídico. Se dirigió entonces sigiloso hacia la ventana abierta,
pasando por encima del bastidor de tela metálica que estaba tirado en el piso,
cuando de pronto sus ojos se desorbitaron.
—¡Está muerta! ¡La
señora está muerta! —exclamó tomándose de la cabeza.
La anciana se
encontraba del lado del patio con el cráneo partido en medio de un gran charco
de sangre; junto a ella había una lona de arpillera completamente deshilachada
y una madera extrañamente atravesada sobre su cuerpo.
—¡Chorros! —sólo
atinó a decir el joven, sumido en un absoluto desconcierto; quedó observándola
sin poder creer lo que veía. Luego, cauteloso, giró la vista hacia la mansión;
pero nada halló, todo estaba en silencio y el jardín parecía mecerse aún más
mortecino por la suave brisa que en ese instante lo atravesaba.
—¿Quién pudo
haberla asesinado? —se preguntó en un análisis fugaz; sus setenta años la
hacían indefensa.
Pero su sorpresa
aún no concluía ya que comprobó que el cadáver poseía sus collares y pulseras.
Atónito quedó observándola, hasta que el gato, con un leve maullido, lo bajó a
la realidad: comenzaba a dirigirse hacia el fondo del jardín. Lo siguió, pues
no sabía qué hacer. El animal, enflaquecido, tambaleante, transitó por el
parque hasta un lugar alejado. El joven, agazapado, observó todo el perímetro
de verjas cuyas partes más alejadas se veían enturbiadas, producto de que los
arbustos no permitían el mínimo paso de resolana; el sol apenas si titilaba
entre las hojarascas amarillentas. Nada extraño observó o al menos nada que
le evidenciara signos de violencia que pudiera relacionarlos o atribuirlos al
hecho. Luego se acercó al felino, que, girando sobre sí, se inquietaba olfateando
con insistencia la base de una pesada losa; parecía buscar algo en su interior.
El joven se compadeció una vez más del estado del animal y cuando ya iba a regresar
junto al cadáver de la anciana, escuchó nuevamente los maullidos del gato,
entonces volvió tras sus pasos. Una vez junto a él, levantó la pesada losa,
hizo cono con sus manos para ver en el interior.
—¡No! ¡No puede
ser! ¡No! —gritó tapándose la nariz, ya que un fuerte olor nauseabundo inundó
sus pulmones.
A varios metros de
profundidad, decenas de cráneos en descomposición parecían estar observando con
sus ojos agusanados la abertura pestilente del pozo ciego. Enterrados vivos,
sepultados en vida en esos desechos cloacales, parecían continuar con sus
garras amenazantes observando el pesado bloque que había sellado sus maullidos
para siempre.
—¡Por Dios! ¡Sólo
una mente enferma pudo haber hecho esto! ¡Pobres animales! —gritó
desesperadamente el joven al no comprender tamaña atrocidad.
Luego dejó caer la
losa, rechazando ver más; pero en la calma del jardín retumbó nuevamente el
maullido del gato, que ahora se alejaba del lugar. Regresó entonces al garito,
instante en que el felino se acercaba al cadáver de la anciana y tras rodearla
y olfatearla comenzaba a orinarla, como si diera señal de que ya formaba parte
de su territorio. El joven lo miró, desconcertado, pero el animal, ajeno a
tanto espanto, continuaba con tan ignoto e innato ritual: aferró entre sus
garras la cuerda que pendía del marco de la ventana y afiló sus uñas, para
luego tomarla con sus mandíbulas y comenzar a masticarla como si quisiera
tragársela de una.
El joven se le
acercó, una vez más compasivo de su deplorable estado y deslizándole la palma
sobre el lomo, musitó:
—¡Pobre animal!
¿Tenés hambre?
Luego, cuando se
desprendió de él, tomó la cuerda y la observó detenidamente; le pareció extraño
que se encontrara totalmente desflecada, esperaba que estuviera cortada con
algo filoso. Con el afán de descubrir el motivo que provocó la muerte de la
anciana, se hizo de varias hipótesis; pero no logró certeza con ninguna.
Los minutos fueron
transcurriendo y el gato ya se había trepado al muro que daba hacia la calle,
se acercó entonces hasta allí, pero luego de observar por ambos lados y sin más
que hacer, optó por alejarse del lugar ya que con un rápido análisis dedujo que
su permanencia allí podría complicarle sobremanera. “Quizá la Policía pueda hallar algunas pistas”, pensó cuando ya
transitaba por una vereda solitaria de la adyacencia.
Ya había recorrido
algunas manzanas, sin embargo, aún no podía evitar a intriga de saber quién fue
el asesino, y esto lo inquietaba; estaba seguro de que al otro día el crimen
encabezaría los diarios y la paradoja del destino hacía que uno de sus clientes
fuera esta vez la víctima. Tuvo lástima de la anciana a pesar del espeluznante
hallazgo del jardín. Pensó que tamaña crueldad no podía ser otra cosa que
consecuencia de una mente enfermiza; pero ningún animal, por más odio que se le
tuviese, merecía semejante suplicio.
De pronto, algo
atroz se inmiscuyó en su pensamiento y lo paralizó de inmediato. Un
razonamiento fugaz iluminó su mente y con la vista fija en un punto inexistente
creyó surgir de la perturbación y armar ese rompecabezas.
—¡La cuerda! ¡Sí,
la cuerda! ¡No puede ser! ¡No puede ser! —exclamó.
Caminó unos pasos
y se detuvo, para luego, y ya sin poder detenerse, regresar corriendo al
lugar.
—¡Pobre, te
convertiste en un asesino! —sentenció una vez junto al gato.
Su cabeza se inundó de imágenes macabras puesto que, y a pesar de la atrocidad, el hecho hacía justo al felino en la venganza. Dedujo esto al imaginar cómo éste pudo haber cortado la cuerda: la anciana lo aprisionó en el garito y luego apuntaló la ventana con un madero, le dejó con la tela metálica para aireación y tras unos días se acercó con intención de matarlo, pero el animal, debilitado y muerto de hambre, masticó la cuerda hasta cortarla, entonces cuando retiró el madero el pesado marco le cayó encima partiéndole la cabeza. El animal se salvó y paradójicamente provocó la muerte de quien quería matarlo. Vaya, un animal el asesino.
Luego de un tiempo y cuando la casona nuevamente había sido adquirida por un matrimonio joven, que coincidentemente poseía una niña, pero de nombre Yamila, el diariero, cada mañana al entregar el matutino, observaba al gato gordo y hermoso mimado en brazos de la pequeña. Pero lo acaecido en el pozo ciego y la muerte de la anciana se constituyeron en secretos que ambos guardaban, a tal punto que cuando él se acercaba a la ventana tenía toda la sensación de que hacía ya algún instante que estaba esperándolo ansioso por recibir sus caricias. Para entonces ya su pelaje había recuperado un hermoso brillo, producto del nuevo hogar tan apacible y de que una niña, como anteriormente lo fuera la pequeña Eleonora, volviera a pasearlo por el jardín.