domingo, 28 de agosto de 2022

Otro golem

No sé cuánto tiempo pasó desde la última vez que estuve despierto, los días se sucedían, lo sabía, pero el tiempo no parecía ser el que marcaban los relojes. De mi propio tiempo fue una cantidad inmensa y complicada, como nadar en la oscuridad en medio de una cascada tumultuosa y profunda. La llegada de la nota me trajo nuevamente a mí.

 

Estimado Al Green:

                                    Deberá dirigirse al poblado de Rain a fin de investigar la creación de vida en forma clandestina a partir de materia inerte no especificada. Recibirá el apoyo de Cuervo. Él sabrá encontrarlo. No deje rastros, y recuerde que la vida no deberá abrirse caminos paralelos al nuestro.

S.I.

 

Efectivamente, resultó así. Esa misma tarde me encontraba en la sala de mi departamento, recostado sobre el sofá de terciopelo, tomando café junto al hogar. Cuervo se había ubicado sobre el apoyabrazos y escudriñaba atentamente cada objeto de la sala, al tiempo que volvía su mirada siniestra sobre mi persona. Le pregunté si dejaría algún día mi soledad intacta y volvería a la tempestad y a la ribera, y, obviamente, dijo: ¡Jamás! Luego conversamos por horas; me contó de la señora Jobs, del lejano pueblo de Rain y de aquellos vegetales que parecían tener vida. Finalmente, emprendió su vuelo y yo me dispuse a preparar mi equipaje.

 

Llegué al pueblo junto con las primeras luces del amanecer. Una mujer, alta y resuelta, abrió la puerta principal. Me presenté y, sin preámbulos, me remití a los hechos:

—Fuerzas superiores a usted y a mí exigen conocer aquello que se gesta en su granja —expliqué.

 Pudo ver entonces el vacío y fuego en mis ojos, y comprendió de forma irremediable que debía decirme la verdad. Me invitó a pasar a su casa y me condujo hacia la cocina. Allí permanecía sentado, con los antebrazos rígidos apoyados sobre la mesa y la mirada ausente: el creado. Sus puños estaban cerrados, y de los nudillos florecían perfumadas lavandas violetas. La mujer suspiró con resignación, hizo una pausa, levantó la vista y comenzó su relato:

—Cuando mi esposo falleció, pensé que la mejor opción era enterrarlo en el jardín de casa, donde él pasaba la mayor parte del tiempo, ocupándose de su pasatiempo favorito: cultivar su huerta. Maíz, lechuga, escarola, zanahoria, zapallo, tomates, todo estaba perfectamente organizado, teniendo en cuenta el tiempo de exposición al sol, la humedad, el riego, la dirección del viento. Incluso el sistema de cosecha y recolección estaba definido a través de un circuito. No quise alterar su orden, y entonces me decidí a tomar el hacha de los leños y corté el cadáver en perfectos cubos de cuarenta por cuarenta, como a él le hubiera gustado. Los enterré cuidadosamente uno por uno a veinte centímetros de la superficie como es debido y pensé que la tarea estaba cumplida, que mi esposo estaría orgulloso de mí. Hasta que tiempo después ocurrió algo inesperado. Cada uno de los vegetales que crecía en el huerto poseía una parte humana, una oreja, un dedo, un ojo, un pie. Y no era cualquier parte, eran su oreja, su dedo, su ojo, su pie, exactamente iguales a los de él, pero en textura vegetal. Quedé fascinada por tan sorprendente hallazgo, y me vi tentada a armar el rompecabezas. Tenía todas las piezas disponibles. ¿Por qué no hacerlo?, pensé.

»La cuestión es que, una vez armado mi marido en formato vegetal, vi que era él, pero en realidad no era exactamente él. Podía hidratarlo con un rociador, dejarlo un rato frente al sol de la ventana y luego era capaz de cumplir algunas tareas simples, pero faltaba algo. No podíamos discutir, no podíamos conversar, ya no me acariciaba. Su mirada oliva, brillante y amarga estaba como clavada en el vacío; no se enojaba cuando yo dejaba las cosas desordenadas ni cuando le despeinaba, al pasar, su frágil cabello, hoy convertido en radiante siboulette. Reinaba en la casa un silencio frío e indiferente a cualquier sentimiento ajeno. No me hacía feliz su compañía, debo reconocerlo, pero tampoco era capaz de acabar con él. Me daba pena cortarlo y comerlo en ensalada.

 »¿Qué se puede hacer cuando las cosas llegan a este punto en una relación? —inquirió la mujer, como exigiendo una pronta revelación de mi parte.

—Querida señora, es una decisión muy personal. Evidentemente ese ya no es su esposo, porque su alma no habita en él. Es simplemente un golem, una entidad que tiene una forma de vida muy elemental: puede moverse, ejecutar órdenes sencillas, carece de cualquier tipo de intencionalidad o violencia, es un ser indefenso, dependiente… la pareja ideal, para muchos.

—Entiendo el punto, pero no es mejor vida de la que tenía sin él. ¿Se le ocurre cómo poder darle, de una vez, fin a este asunto? —preguntó.

Guardé silencio y advertí, entonces, que dos pequeños, pero incisivos, ojos rojos me miraban expectantes desde la ventana. El Cuervo, que todo lo sabe —y evidentemente todo lo escucha—, parecía haber arribado con la solución. Confiaba en él, aunque no me imaginaba lo que ocurriría a continuación.

La luz del amanecer mutó en oscuras plumas, picos y graznidos, los cristales de la ventana estallaron; cientos de cuervos invadieron la sala y, arremolinándose en un negro y ensordecedor torbellino, cubrieron de oscuridad al golem, devorándolo a él y a su fútil existencia.

La mujer miraba alucinada el imponente espectáculo, en el cual la criatura desaparecía en un voraz vórtice de horror. Luego todo se convirtió en lúgubre silencio y quietud. Sigilosamente, tomó los pétalos de lavanda que habían quedado en el piso y los guardó con cuidado en el bolsillo de su delantal.

Minutos más tarde, satisfecho por haber finalizado el caso, me dispuse a abandonar la vivienda mientras encendía un cigarrillo. Atravesé por última vez la granja y noté con asombro, y especial fastidio, que allí seguían creciendo otros ojos, otras bocas, otras manos. Otro golem. Cuando estaba por arrojar el fósforo, comprendí que debía asegurarme de no volver nuevamente a ese extraño lugar. Lancé una bocanada de humo sobre el fósforo encendido, la cual se transformó en una enorme y extensa llamarada que envolvió fugazmente los cultivos humanos. Vagos lamentos y quejidos eran arrastrados y olvidados por el viento a medida que me alejaba de allí. Vegetales asados o humanos ahumados… lo mismo daba; mi misión había concluido y ya era hora de volver a mi oscuridad.

Por Nadando en la oscuridad

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Matar a un murf

Matar al murf de ayer fue complicado. Yo estaba concentrada adoptando la posición de ejecución. Se acercaba con su hermosa piel anaranjada, lentamente, como siempre. Levantó con suavidad su gruesa cabeza para contemplarme con sus ojos profundos y desvalidos. Entonces, tuve un pequeño despiste, y crucé mi mirada con la suya. A pesar de toda mi experiencia, abrió con facilidad mi flanco emocional. Durante unos instantes, me sentí un ser miserable; una auténtica canalla. Por suerte, me logré reponer. Terminé de adoptar la postura de ataque, y le atravesé limpiamente el cuello con mi lanza. Chaszzz  La piel no es muy dura y sus músculos son esponjosos. Nunca se defienden. Me dejó perdida. Su sangre es azul. AZUL, por Dios. No me logro acostumbrar.

Carlos, mi pareja, también lo pasó mal con su murf. Era de los que presentan diferencias. En su caso era aterciopelado, más pequeño de lo habitual, con un andar cauto y elegante, parecido (me contó) al de los gatos. Tuvo unas ganas casi irresistibles de acariciarlo. Afortunadamente, controló el impulso. Lo degolló, como hace con casi todos. Él prefiere esa técnica.

Llevamos ya seis años con esta historia. Empezó con un meme de internet. En Samoa se había descubierto una nueva especie. Un pequeño y obeso cuadrúpedo de más de un metro de alto y 200 kilos aproximadamente. Un mes después llegaron nuevas noticias: eran muy amigables, y buscaban siempre un ser humano con el que vincularse. Sólo uno. Más tarde las novedades empezaron a ser más incoherentes. Hablaban de la curiosa conducta de algunas de las personas que habían entrado en contacto con ellos. “Cerdo de Samoa”, lo llamaban. Pero no eran cerdos.

El asunto saltó del mundo de los mitos digitales a la realidad, cuando se dieron los primeros casos, en varias ciudades, de forma simultánea. La casualidad hizo que yo fuera testigo de uno de ellos. Trabajaba por entonces semiesclavizada, diez horas al día, en un call center de Chivilcoy. Estaba atendiendo en línea a un cliente, cuya licuadora Thompson recién adquirida había volatilizado a dos de sus hámsteres, cuando una serie de exclamaciones de estupor y alarma empezó a crecer desde el fondo de la sala. No era para menos: un enorme y redondeado ser caminaba lentamente por los estrechos pasillos, bamboleando su cuerpo gris semiesférico sobre unas patas parecidas a las de un hipopótamo. Pero lo más llamativo eran sus ojos. No tenía la mirada plana y sin emoción que caracteriza a los animales salvajes. Ésta expresaba muchas cosas. Y, por encima de todo, una: la más desnuda soledad que nunca nadie hubiera soñado vislumbrar. Y, si eres la persona a la que está destinado el murf (porque, como luego sabríamos, siempre están destinados a una sola persona) esa solicitud de afecto es mil veces más poderosa.

Y eso es lo que pasó, delante de mis narices. El murf estaba destinado al compañero del cubículo adyacente al mío. El pobre sujeto no había reparado en nada, enfrascado como estaba en intentar colocar a una jubilada de Cacharí un pack de cuchillos. Sólo se fijó en el murf cuando lo tuvo delante, a un palmo de distancia.

Se quedó mirándolo, fascinado. Se acercó al enorme bicho, y se le abrazó al cuello, despacio. Pero con la mayor emoción que hubiera sentido nunca durante su gris vida. El murf ladeó su tierna cabezota y cerró los ojos, respondiendo a su abrazo con dulce ternura. Sus compañeros, conmovidos, nos alegramos infinitamente por él. No faltaron algunas lágrimas. Y aunque suene absurdo, algunos envidiamos, secretamente, no haber sido el elegido por ese bicho amorfo pero de enorme ternura que contemplábamos por primera vez. Pronto sabríamos que esa envidia no tenía sentido. Porque tarde o temprano, un murf llega a tu vida. Tu murf.

Las situaciones, para qué negarlo, fueron en su mayoría absurdas. La más famosa en sus principios fue durante un concierto de la última banda juvenil lanzada al estrellato mundial. Mientras sus cinco imberbes componentes  bailaban en un escenario gigantesco,  de repente, un ser gris y perezoso, salido de no se sabe dónde, comenzó a andar en mitad del escenario. Los auxiliares intentaron ahuyentarle, alarmados, para poder continuar el concierto, pero todo fue inútil. Siguió su camino directo hacia la voz solista del grupo. Éste acabó por fijarse en el bicho. Entonces, le acarició el lomo, y a pesar de sus ganancias anuales de 4 millones de USD y su récord de escuchas en Spotify, abandonó el concierto, ante el estupor de sus compañeros. Salió del estadio andando junto a la criatura. Lanzando al estercolero su contrato, el amor de sus seguidores y su futuro profesional. Pero feliz.

Pronto se hizo obvio que había un murf para cada uno de nosotros. Tarde o temprano, llegaba a ti allá donde estuvieras, por extraño o intrincado que fuera el lugar; No importaba  quién fueras. o qué estuvieras haciendo. Un murf llegó a cada uno de los soldados de estadounidenses destacados en Irak. A cada uno de los presos de máxima seguridad de la Prisión Central de Vladímir. También a todos aquellos paranoicos que se encerraron, temerosos, en su domicilio. Cuando llegó su momento, un murf estaba delante de ellos, mirándoles y pidiéndoles su amor como si no hubiera un mañana. No sabemos cómo lo hacen. Hasta ahora hemos sido incapaces de averiguarlo.

Y bueno… Al principio no se interpretó como algo necesariamente malo o peligroso. Dejando a un lado que nadie sabía de dónde vienen. Que cada día cientos de ellos perecían atropellados. y que algunos empezaron a verlos como un alimento exótico o como un nuevo trofeo de caza…… Dejando, como digo, todo eso a un lado, lo cierto es que muchas personas (pronto serían millones), conseguían con su murf algo a lo que en realidad casi todos aspiramos: ser especial para otro. Ser su consuelo, su luz. Aquel que da sentido y dirección a su existencia, entre la masa egoísta y miserable que nos rodea. Es difícil renunciar a esa sensación de importancia y de poder... En el caso de los murfs es simplemente imposible.

La parte oscura comenzó a conocerse a los pocos meses de que el fenómeno se hiciera masivo. Las personas que se han vinculado con un murf entran en una sintonía emocional completa, de tal calibre, que hace que todo lo demás pierda gradualmente sentido para ellos. El proceso empieza con una drástica disminución de la vida social de la persona. Luego suele continuar con absentismo laboral. Prosigue con la eliminación de algunas de las comidas diarias. Con el tiempo estas tendencias se agudizan. En la fase final, el sujeto deja de realizar las funciones básicas de la vida. Tan sólo quiere permanecer día y noche junto a su murf. Dándole amor y sintiendo la irrefrenable felicidad de éste. Llegados a este estadio, el desenlace suele ser rápido. Fallo multiorgánico por inanición. Una vez muerto el ser humano, su compañero entra en un sueño melancólico. Del que ya no despierta.

La ternura del murf es adictiva. Su amor, letal.

El proceso es imposible de parar, o al menos nadie ha encontrado la cura. Si se mata al murf, o si se separa de él a la persona vinculada, ésta reacciona de forma salvaje. Se vuelve loca de rabia y desesperación, incapaz de soportar la separación. Y acaba, o bien en el suicidio, o en la locura, o la mayoría de las veces, de nuevo en la muerte por inanición, hundidos en la consternación y la más negra de las angustias.

Pronto, en medio mundo, se estaba liquidando a todo murf que se viera por la calle, para evitar que llegara a su destinatario. Los gobiernos dieron luz verde a esta masacre mundial cuando el volumen del fenómeno empezó a superar la capacidad de las fuerzas del orden. Pero todo fue inútil.

Por supuesto, todos empezamos a preguntarnos en qué momento nos iba a llegar a cada uno nuestro bicho barrigón. Porque por muy eficiente que sea la maquinaria celeste o demoníaca que nos envía estos seres, despachar 8.000 millones lleva, al parecer, su proceso. Así que la mayoría  tuvimos tiempo de prepararnos para liquidar nuestro murf. Porque nadie lo iba a hacer por nosotros, claro. Los pobres, los desheredados del mundo, deberíamos hacerlo nosotros mismos. Antes de que clavara en nuestra alma su mirada esperanzada y profunda.

Muchos no lo consiguieron. Otros, sí. A trancas y barrancas, con medios manuales, llorando casi siempre, pero lo hicimos. Aunque, claro, hubo un “pero”. Siempre lo hay ¿verdad? La terrible realidad es que, si logras matar a tu murf, ese no era realmente tu murf. Porque poco después, llega a tu vida otro. Que también aspira a ser tu murf. Y si acabas con el segundo, pronto llega otro. Y cuantos más matas, más rápidamente llega el siguiente. La frecuencia se estabilizó a los cuatro años de iniciado el fenómeno en uno por día. Lo necesario para recuperar unas mínimas fuerzas mentales. Lo suficiente para destrozarte la vida. Una vida dedicada al asesinato para sobrevivir. Rodeada de sangre y extraños animales muertos. Muchos de mis conocidos han perdido el equilibrio mental ante esta certeza.

Como era de esperar, las explicaciones más peregrinas proliferaron, cubriendo todo el espectro de la estupidez humana. ¿Son aliens de otra dimensión que necesitan nuestro afecto como nutriente? ¿Alguien decidió cruzar un hipopótamo con un oso amoroso? ¿Se les ha ido la mano a los chinos con los experimentos genéticos en Wuhan? Etcétera… También, inevitablemente, surgió un culto religioso. Los adoradores del Gran Murf. Un ser multidimensional y todopoderoso que nos envía periódicamente sus retoños para enseñarnos el camino correcto. Por algún tiempo yo llegué a creer en una de esas tonterías. Es lo que tiene la desesperación. La del Murf número Cien. Decía básicamente que debes matar a cien murfs. Si caes antes en las garras amorosas de uno de ellos, fin del juego para ti. Si logras matar al centésimo, lograrás una revelación instantánea. Y ya no habrá más murfs en tu vida, sólo clarividencia infinita. Llevo ya novecientos seis murfs liquidados. Y la civilización occidental se está comenzando a tambalear. Aunque eso ya me importa poco.

Son las 4 de la tarde. Carlos acaba de irse de mi desvencijado apartamento. Ni siquiera hemos hecho el amor, no encontramos ya consuelo en eso. Acabo de oír un ruido sordo. Viene de la cocina. No tengo dudas. El murf de hoy está allí. No me desea el mal, de eso estoy casi segura. Me necesita. Pero voy a tener que coger mi lanza, y liquidarlo.

Yo… No sé, quizás nos estemos equivocando todos, y esta sociedad está condenada. Quizás alguien ha decidido que esto es más misericordioso que un apocalipsis nuclear, o una extinción masiva por el cambio climático.

Lo que sí sé es que estoy agotada. Al límite de mis fuerzas. Siento que tal vez, dentro de poco, dejaré de afilar mi lanza por la noche. E intuyo que llegará un día, que siento cada vez más cercano, en que me acerque al murf de la jornada. Agarre con mis manos esos enormes mofletes. Clave mi mirada en la suya. Y le dé todo el consuelo que tanto está necesitando.

Y ese será mi murf. Y mi murf será feliz.

Tal vez los dos lo seamos.

Chivilcoy, 6 de marzo de 2022.

Por Senderista gris

Consigna: Escribe el relato que quieras, del género que quieras. 

miércoles, 24 de agosto de 2022

El cobertizo

Los recuerdos tienen el poder de hacernos cómplices del tiempo y volver como una losa a los momentos más duros de la vida. Es un bucle doloroso, muerde como una lamia hambrienta, deja en los huesos, tu alma. Cuando los guardas para ti son como un lastre que arrastras para siempre. Igual que Sísifo, en pos de transportar su piedra egregia hasta la cima, para volver al principio por toda la eternidad.

Como mi compañera, amante, esposa, te mereces saber la verdad. Todo aquello que no me deja conciliar el sueño y es dueño de mis insomnios desde hace tantos años. ¿Por qué no te lo he contado hasta este instante? Por cobardía; la de antes, por no evitar lo ocurrido y ser partícipe de los acontecimientos. Y la de ahora, por quedarme callado durante tanto tiempo. Por eso tengo la necesidad de escribirte estas letras, soltar el lastre por fin; siento asco por todo lo que voy a escribir, verás que no soy ese hombre ejemplar con el que duermes cada noche, por lo menos en aquella época no lo fui…

 

  Aquel chaval, de unos doce años por aquel entonces, siempre volvía de vacaciones al pueblo cada verano. La familia se alojaba en casa de sus abuelos paternos durante todo el mes de agosto. Nuestro grupo del barrio lo consideraba un intruso, un niño pijo de ciudad de gestos afeminados. El muchacho, consciente de nuestra animadversión, intentaba pasar desapercibido y nos evitaba a toda a costa. Sin embargo siempre conseguíamos acercarnos a él y era objeto de nuestras burlas… Pero aquel verano todo subió un escalón.

Fue uno de los chicos mayores, colíder del grupo, el que me indicó el camino.

─¡Vamos, está mañana tenemos una sorpresa! Dijo. Y me agarró del brazo tirando de mí.

El cobertizo abandonado se hallaba a las afueras del pueblo. Había estado algunas veces allí, jugando. Era un edificio de una sola planta, de tejavana. Su fachada estaba agrietada. La cal de las paredes había perdido su candidez  y su blancura; el musgo, los desconchones, poblaban a su antojo la vivienda. Una cerca desvencijada hacía inútil su servicio rodeando a un maltrecho huerto sin cuidar; dos limoneros languidecían secos y deshojados. Seguí al espigado zagal por una vereda de polvo amarillento, los cardos crecían a su antojo y eran casi tan grandes como nosotros, las pisadas sonaban en el albero opacadas por el polvo.

 

La vieja puerta de madera se abrió con un chirrido de sus goznes y la claridad del exterior no me dejó ver al principio el interior de la casa. Cuando mis ojos se habituaron al cambio de luz empecé a ver más nítido. Aquella habitación era un antiguo pajar; se podía apreciar los pesebres para las bestias y algunas alpacas desperdigadas y podridas sobre el suelo. En uno de los rincones se hallaba la totalidad de los chicos. Rodeaban en semicírculo algo que no pude apreciar. Escuché un lamento soterrado y algunas risitas. Cuando se percataron de nuestra presencia volvieron la cabeza, apartándose.

─¡Os estábamos esperando! Alzó la voz el líder del grupo. Un chico pelirrojo, con la cara cubierta de pecas.

Fue entonces cuando lo vi. Sobre un poste de madera donde otrora ataban a los mulos, se hallaba el chico de ciudad. Le tenían amordazado, con las manos por detrás del tronco, amarradas. Solo llevaba los calzoncillos puestos.

Me quedé petrificado. No supe reaccionar. Permanecí lejos del grupo, a cierta distancia. El chico que me había guiado se acercó al niño atado.

─¡Vaya, vaya, si el conejito ha caído por fin en la trampa!−Hizo una pausa mientras le cogía el rostro surcado por las lágrimas−. ¿Qué vamos hacer contigo, dime?

─¡Está aquí para su reinserción! Espetó el líder apartando a su colega.

El chico lloraba desconsolado, en sus pupilas se adivinaba un terror ancestral. La presa rodeada por una jauría, a punto de ser devorada.

─¡Vamos hacer una prueba muy fácil. Si la superas te dejaremos marchar!−El pelirrojo se acercó a una alpaca y sacó una revista porno de chicas, oculta dentro de ella−. Mira, esto es muy sencillo. Tú observas la revista y vemos tu reacción. ¡Bájenle los calzones!

Uno de los chavales se acercó hasta el asustado chico y de un tirón dejó al aire su sexo. El líder se plantó delante de su cara y comenzó a pasar las hojas de la revista una a una, lentamente. Las risas de todos se hicieron sentir. Como vieron que me alejaba, dos de mis colegas de juego me empujaron hacia delante. Yo estaba anonadado, no podía reaccionar ante lo que estaba viendo.

El jefe, llevaba más de media revista pasada y echó un vistazo hacia el miembro del niño atado, que no cesaba de llorar.

─¡Uffff…Agua…veo que no te gustan los chochos ni los buenos melones! ¡Esa ridícula cosita ni se ha inmutado!−Tiró la revista a un lado y le propinó una colleja− Creo saber lo que te gusta. ¡Soltadle, pero al loro con la puerta, no quiero que escape!

En aquel entonces pude reaccionar y quise huir de allí. Una sensación de repugnancia empezó a subir de lo más recóndito de mi estómago hacia mi garganta. Me ahogaba.

─¡Eh, eh, eh! ¿Dónde crees que vas? ¡Escuchad, no lo voy a repetir más veces. Esto es cosa de todo el grupo, de aquí no se va ni Dios! Dijo el pelirrojo sacando su navaja y blandiéndola delante de mis mejillas.

─Te juro que no diré nada… es que… es que… he recordado que tenía que hacer unos recados para mi madre. Balbuceé.

El jefe me miró con sus ojos verdosos y su cara pecosa se tornó en una mueca indescriptible.

─¡Ahora vas ayudar. Vamos, sujeta por detrás a ese maricón! Bramó, mientras descargaba su puño sobre mi estómago. Me doblé por completo de dolor. El silencio fue sepulcral.

Nunca me sentí más asqueado conmigo mismo como aquel día. El miedo me sometió, la impotencia… Aguanté desde atrás al pobre desgraciado al que habían obligado a ponerse de rodillas. A través de la mordaza le escuché suplicar.

─¡Deja de llorar, marica. Voy a darte lo que siempre deseaste! ¿Crees que no me he dado cuenta como nos miras, asqueroso? –La navaja se puso en su garganta, yo miraba horrorizado lo que estaba a segundos de ocurrir−. ¿Ves la faca? Nada de dientes o te rajo como un cerdo. ¡Fuera la mordaza!

Cerré los ojos. Escuchaba los vítores, los aplausos, y el gruñido de satisfacción del pelirrojo. Yo sujetaba fuerte; le clavaba las uñas al defenestrado niño, preso de la indefensión que me sometía. Me mordí el labio inferior de rabia, mientras las lágrimas bajaban por mis mejillas, calientes. Un estertor extraño dio paso a una gran ovación de parte del público presente.

─¡Límpiate ese hocico guarro!−Dijo, mientras se subía los pantalones−. ¿Quién sigue?

Dos de los chicos mayores se acercaron al desgraciado, ya no lloraba. Permanecía allí, de rodillas, la cabeza gacha. Yo lo miré y me sentí sucio, malsano. La risa cínica de aquellos chavales intuyeron que lo peor estaba por llegar.

─¡Agarradlo bien fuerte, ponedle otra vez la mordaza, vamos! Gritó el jefe sentado sobre una alpaca mientras se fumaba un cigarro liado.

La mayoría del grupo se abalanzó sobre él. El niño solo podía negar con la cabeza, farfullando a través de la tela que atosigaba su boca. Yo me arrastré hasta un rincón. En aquel momento yo ya no existía para ellos, objeto de la más vil actuación que perpetraban. Me acuclillé sobre mis rodillas ocultando mi cabeza con las manos, intentando tapar mis oídos. Había una ventana abierta. Podía haber escapado por allí, podía haber avisado en el pueblo de lo que estaba sucediendo allí, podía haber evitado aquella atrocidad, pero no lo hice. Sin poder evitarlo, preso de una repugnante curiosidad, comencé a mirar entre mis dedos. Solo vi un culo desnudo sobre un cuerpo inmóvil tirado en la sucia paja. Dos o tres niños esperaban en fila de a uno, desnudos, su turno.

No sé exactamente cuánto duró aquella pesadilla. Solo sé que hubo un instante en el que solo reinaba el silencio… El chaval fue recogiendo su ropa desperdigada por el pajar, su mirada estaba ida, ausente. Se vistió despacio; mientras el grupo comenzó a hablar de los nuevos fichajes de sus equipos favoritos de futbol. Como si aquello que acababa de ocurrir no tuviera la más mínima importancia. Cuando el muchacho abrió la puerta para irse se percataron otra vez de su presencia.

─¡Eh, mariquita, sabemos donde viven tus abuelos, como se te ocurra abrir esa boca chupona para largar lo que ha pasado aquí ellos sufrirán terribles consecuencias! ¿Estamos? Gritó uno de los chicos soberbio.

El chaval no contestó, se quedó mirando uno a uno a cada individuo que estaba allí. Algunos agacharon la cabeza avergonzados, otros sonrieron maliciosos. Yo me quedé petrificado, en aquella mirada me trasminó todo su dolor.

 

  No espero querida esposa, tu perdón. Ni siquiera te lo estoy pidiendo. Soy un ser aborrecible y lo único que merezco es desprecio… Cuando llegues a casa no me encontraras aquí; la carretera me conducirá a mi destino, aunque cada kilometro sea una puñalada rasgando mi espíritu maltrecho… He conseguido la dirección de aquel chico, después de años de búsqueda infructuosa... Le perdí la pista porque no volví a verle desde aquel día y como sabes por aquellos años mi padre consiguió un buen trabajo en el norte y nos fuimos del pueblo para siempre; jamás he vuelto a él... No sé qué le diré sí consigo que acepte mi invitación para verle. Solo quiero mirarle a los ojos y que mi alma hable por mí si las palabras se mutan en la garganta. Solo quiero decirle todo lo que en estos años, en estas noches insomnes mi corazón ha guardado.

Solo quiero…quiero…Descansar…

Por Cuervo

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El titiritero

Todo tiene un principio, aunque la mayoría de las veces desconocemos cuando empiezan las cosas; simplemente las aceptamos como si siempre hubieran estado ahí. ¿Cuándo comenzamos a caminar o a hablar?, ¿cuándo surgió la ciudad en la que vivo o cuándo se inventó el teléfono? No le damos importancia porque consideramos que esas cosas llevan con nosotros toda la vida y no podríamos decir qué hacíamos antes de que aparecieran.

Yo, por ejemplo, tengo un don que posiblemente nadie más tenga. A diferencia del hablar, caminar o cualquier otra habilidad aprendida, yo sí sé desde cuando tengo ese don. Era el día que cumplía seis años y el primero en probarlo fue mi hermano. No fui consciente de lo que pasó hasta bastante tiempo después. De hecho, no volví a emplear mi don hasta varios años después.

Aquel día, mis padres me habían regalado un coche teledirigido. Era el regalo más impresionante que me habían hecho nunca. Una réplica de un Porsche 911 de color gris. Llevaba detrás de aquel coche desde las últimas Navidades. Desde entonces había ahorrado cada céntimo que tenía para comprármelo y mis padres, de sorpresa, me lo regalaron por mi cumpleaños. A mi hermano también le encantaba aquel coche y se lo había pedido a mis padres en infinidad de ocasiones, pero mi cumpleaños era antes que el suyo y yo había recibido el regalo primero.

Eso no le gustó absolutamente nada. Esa misma tarde, cuando mis padres se encontraban en la cocina y nosotros en el salón, pisó mi coche haciéndolo añicos. Lleno de furia me lancé hacia él con ganas de pegarle hasta que me pidiera perdón, hasta que el tiempo volviera hacia atrás y mi coche estuviera de nuevo intacto. Le tiré al suelo y le comencé a golpear, pero de nada me sirvió. Él era mayor que yo y mucho más fuerte y, enseguida, la cosa cambió. Logró librarse de mis golpes, me agarró por el cuello y comenzó a apretar. Llegó un momento en el que pensé que me iba a matar.

Entonces pasó. No sé cómo, pero pasó. Empecé a pensar que aquello no era una pelea justa. Que ojala pudiera controlar a mi hermano y así dejar de apretarme el cuello. Cada vez pensaba más y más en aquello. Un instante después, estaba perdiendo el conocimiento y frente a mí todo se había vuelto borroso. Cerré los ojos y cuando volví a abrirlos me vi. Vi mi propia cara ante mis ojos. Asustado di un paso hacia atrás y caí de espaldas contra el mueble bar derramando todas las botellas.

Ante el alboroto, mis padres aparecieron en el salón y comenzaron a gritarme.

—¿Pero se puede saber qué estás haciendo? —me preguntaba mi padre mientras me zarandeaba como un loco y luego me propinaba un bofetón. Entre tanto, mi madre abrazaba mi cuerpo inconsciente y le daba ligeros cachetes para que despertara—. Casi matas a tu hermano.

¿A mi hermano? Entonces miré en todas direcciones y en el espejo de la sala lo vi. Yo no era yo, era mi hermano. Estaba dentro de su cuerpo. Miré mis manos y descubrí que realmente eran las de mi hermano. En la mano derecha tenía aquel lunar que él tanto odiaba. Cuando me miré los pies vi sus zapatillas. Mi deseo se había cumplido, estaba controlando a mi hermano como un titiritero controla una marioneta. Era mi oportunidad de vengarme por romperme el coche. Tenía que hacer que mi hermano pagara por lo que me había hecho.

—Voy a darle una paliza a ese idiota—le dije a mi padre señalando mi propio cuerpo. Le di una patada a mi padre y simulé ir contra mí mismo—. El muy cabrón ha conseguido el coche teledirigido antes que yo, y os lo llevo pidiendo mucho tiempo. Por eso se lo he roto. Os odio. Ojalá os murierais todos.

—¡¿Qué has dicho?! —preguntó mi padre alterado. Cogió a mi hermano por la muñeca y lo levantó en el aire con un fuerte tirón.

Justo un momento antes de aquello, y sin saber cómo, regresé a mi cuerpo. Estaba en brazos de mi madre que no paraba de llorar. Cuando me vio abrir los ojos siguió llorando, pero con un ligero cambio: ahora el llanto era de alegría. Mi padre giró levemente la cabeza mientras seguía dándole azotes a mi hermano. Le propinó tal tunda que estuvo dos días sin poder sentarse.

—No le he hecho nada, ha empezado él —gemía mi hermano.

—Esto te enseñará a no decir todo lo que has dicho —le recriminaba mi padre.

—¡Yo no he dicho nada!

Minutos después, mi hermano lloraba en la soledad de su cuarto sin entender lo que había sucedido.

No sabía qué había sucedido ni por qué, solo sabía que me había colado en la cabeza de mi hermano y había hecho de él lo que había querido. Lo mejor de todo, era que él no parecía recordar nada. Me acerqué a su cuarto a hablar con él y a que me confirmara lo que yo pensaba.

—Vete —me dijo—. Por tu culpa me ha pegado papá. Cuando te coja ya verás.

—¿Por qué le dijiste eso a papá?

—¿Decirle qué?, yo no le dije nada —me respondió anonadado.

—Le dijiste que me ibas a pegar una paliza, le pegaste una patada y dijiste que ojala nos muriésemos.

—¡Yo no dije eso! Y no le pegué a papá. Si le hubiese pegado a papá me habría dado una paliza… —dejó la frase en el aire. Acababa de caer en la cuenta que lo que le estaba diciendo era cierto.

Era el momento de hacerle saber por qué le había pegado mi padre y que si volvía a hacerme algo lo pagaría.

—Tienes razón. Tú no has hecho nada y por eso no lo recuerdas. Yo he sido quién ha hecho todo. Mientras me estrangulabas me metí en tu mente y comencé a controlarte. Yo le dije todo eso a papá y yo le di una patada… pero era tu cuerpo quien lo hacía, y fue tu cuerpo el que sufrió el castigo.

—Te voy a matar, enano —me dijo mientras se ponía en pie. Levanté una mano en señal de detenerlo.

—Ahora has visto de lo que soy capaz. Vuelve a hacerme algo y me meteré en tu cabeza y haré cosas para que papá te castigue de por vida. Y si eso no es suficiente, cogeré los cuchillos de la cocina y empezaré a hacerte heridas por todo el cuerpo, y si aún así no me dejas en paz, el siguiente paso será subirme al tejado y saltar. Serás tú el que se mate, no yo.

 

Esa fue la primera vez que utilicé mi don, pero ha habido más. Me costó algún tiempo aprender a usarlo a voluntad y comprender las reglar que rigen la trasposición de almas, como que anteriormente tengo que haber estado en contacto físico con persona que quiero controlar y que solo puedo tomar posesión de su cuerpo treinta minutos; pasado ese tiempo, quiera o no, vuelvo a ser yo. He aprovechado mi don para sentir cosas que, por miedo, no habría experimentado nunca, como hacer paracaidismo, puenting o rappel. Lo he utilizado para meterme en la piel de Cristiano Ronaldo y Messi y ser vitoreado a la salida al terreno de juego. He vivido en mis propias carnes (bueno, realmente no eran las mías) la sensación de un parto. También lo he utilizado para lucrarme robando bancos y joyerías con otros cuerpos y recogiendo el botín del lugar donde lo había escondido cuando había recuperado mi propio cuerpo.

A pesar de tener una vida envidiable, también he llegado a temer por mi vida, como cuando, por error toqué a un yonki inmediatamente después de tocar a mi marioneta y cuando tomé control de su persona se había metido un pico y estaba al borde de la sobredosis. Al perder la consciencia, no pude regresar a mi cuerpo y casi me muero. También he tenido miedo cuando he tomado como huesped a un matón para cobrarme algunas venganzas personales y la cosa no ha ido tan bien como planeaba y me he visto envuelto en peleas y en tiroteos, pero eso son otras historias que ya contaré en su momento.

Por Dirdam

Consigna: Escribe el relato que quieras, del género que quieras. 

sábado, 6 de agosto de 2022

Conexiones contiguas

Santiago Ramón y Cajal, médico y científico español. Sus investigaciones sobre la estructura del sistema nervioso y las conexiones entre las neuronas lo llevaron a recibir, en 1906, el Premio Nobel de medicina.

 

 

Notas del lunes 27 de julio:

Luego de sumergirme horas en las marañas de las prolongaciones de las células nerviosas, he continuado mis investigaciones en seres menos complicados: los embriones de pollo. Allí el bosque neuronal es menos denso y tupido que en los adultos, y puedo rastrear y seguir fácilmente a cada una de las esquivas terminaciones nerviosas libres. Cuento ahora con una visión amplia y despejada, que espero me lleve pronto a dilucidar el misterio de la perfecta comunicación existente en el tejido nervioso.

Si logro intensificar el trabajo y eliminar distracciones, este será, sin duda, el tema central de mi próxima publicación. Espero que Silveira haya preparado, como le pedí, los ahorros de este mes para que pueda imprimir la semana entrante. Siempre le digo que es la última vez, que debería comprarse vestidos nuevos para ella o ropa para los niños, pero ella insiste en que su dinero es mi dinero. No hay otra forma de publicar en este país, más que financiándolo uno mismo. A simple vista puedo parecer egoísta, que sacrifico a mi esposa y a mis hijos por mi afición, pero la realidad es que es mi obligación por la profesión que he elegido. La investigación es la base del progreso; y creo firmemente que el progreso es la religión de nuestra época. Al fin y al cabo, no es mi culpa que mi trabajo me guste, y sé, que mi querida esposa lo entiende. Como toda buena mujer, nunca se ha contrariado ni replicado, y ha aceptado de buen grado lo que implica ser la esposa de un científico; lo hemos conversado en varias oportunidades: hoy se sacrifican ellos, pero a futuro se beneficiarán muchísimos más. Es una ecuación simple.

 

***

 

—Doctor, espere, llegó Santiago. Ha estado desde temprano encerrado en su laboratorio, ni siquiera ha salido para comer. Usted sabe que no le gusta que lo interrumpan, pero gracias a Dios ya está aquí. Hable con él, que es quien entiende. Dígale qué le pasa a nuestra hija, qué podemos hacer por ella —dijo Silveira angustiada, mientras Santiago ingresaba a la habitación de la niña.

La pequeña yacía en su cama, tapada con la cobija hasta el cuello, junto a su muñeca de trapo; los ojos entrecerrados, su piel temblorosa empapada en fiebre y su respiración entrecortada le permitían, apenas, emitir una vocecita débil y ahogada: «duele mamá».

—Buenas noche, doctor, gracias por haber venido. Cuénteme por favor cómo encuentra hoy a la niña.

—Santiago, usted sabe muy bien que la complicación más frecuente del sarampión, es la encefalitis. Los dolores de cabeza y la fiebre continua podrían ser indicadores, habrá que estar atentos y ver cómo evoluciona en los próximos días —afirmó con tono sereno y solemne—.

 

***

 

Notas del martes 28 de julio:

Los extremos de las prolongaciones de las células nerviosas, parecen constituir a simple vista una red continua, un todo… sin principio ni final.

Aquí está, parece que he encontrado algo. Miraré de cerca con la lente de mayor aumento.

 

—¡Santiago! La respiración de la niña está empeorando, por favor, ven a verla…, apenas se mueve —exclama Silveira desde la cama donde está sentada. Mientras se pone de pie, abandona el dormitorio y atraviesa el pasillo que lleva a la puerta del laboratorio.

 

Sin embargo, puedo afirmar, a la vista de las observaciones realizadas en este nuevo estudio, que dichas terminaciones se hallan separadas por un diminuto espacio que sí logra verse en los embriones de pollo.

Lo encontré, he descubierto el final del laberinto. Hallé, por fin, el extremo de estas puñeteras células, en donde… ¡no hay nada! solo un espacio vacío ¡es increíble!

 

—¡Santiago! ¡Santiago! —Silveira golpea desesperadamente la puerta del laboratorio con sus dos manos, y a voz en cuello, suplica—: ¡Vicenta! ¡No está bien! ¡Abre!

 

Este espacio resulta lo suficientemente significativo como para poder afirmar que «las neuronas», como he decidido llamarlas, no presentan conexiones continuas, sino contiguas, y, por tanto, constituyen en sí mismas las unidades anatómicas y fisiológicas del sistema nervioso.

Parece que estoy inspirado. ¡Qué maravilla!

 

—¡Santiago! ¡¿Por qué no vienes?! ¡Abre la puerta! —Golpea, grita y reclama desesperada—. Abre de una vez, ególatra hijo de puta.

Ahogada en lágrimas, finalmente desiste y cae de rodillas, sumergida en amarga soledad.

 

***

 

—¡Vicenta, Santiago! ¡A la mesa, por favor! Ven niña, que tienes que alimentarte bien si quieres recuperarte. ¡Tengo una sorpresa!  He encontrado una receta del lejano Oriente, más precisamente de Japón. Se llama Ramen, quise agasajarte, querido esposo, por tu reciente descubrimiento, con un almuerzo especial —dijo Silveira, sonriente—. Me ha tomado toda la mañana prepararlo. Tiene vegetales, caldo, pollo, y unos fideos que he elaborado de forma casera para ti; son muy delgados, parecen que están «pegados» pero, si miras con atención, te darás cuenta de que en realidad no lo están. Se encuentran muy cerca, pero no se tocan. Están conectados, pero no de forma continua, sino contigua —concluyó, mirándolo fijamente a los ojos.

«¡Pero, qué casualidad! ¡Justamente como lo expongo en mi teoría!», pensó Santiago mirando el plato recién servido, cuando, al levantar la cuchara y acercarla hacia él, advirtió que la materia prima de los fideos japoneses eran, sorprendentemente, las hojas de su preciado diario de notas del laboratorio, rasgadas en finas tiras.

La venganza no siempre es un plato que se sirve frío.

Por Nadando en la oscuridad

Consigna: Escribe una historia, anécdota, lo que se te ocurra, en un día de la vida del médico y científico español Santiago Ramón y Cajal.

viernes, 5 de agosto de 2022

La Juani

Abrió los ojos y lo primero que vio fue una figura borrosa, vestida con un traje rojo. Enseguida se le vino un bofetón.

—¿Quién los ha enviado? —le dijo una voz de mujer. Levantó la cabeza e intentó enfocar la mirada hacia ella. Otra cachetada, esta vez por el otro lado de la cara, le hizo girar la cabeza (a eso se le llamaba poner la otra mejilla, aunque él no la había puesto voluntariamente).

La mujer se colocó a su espalda, paciente, esperando una respuesta. No alcanzaba a ver dónde estaba o lo que hacía debido a que se encontraba atado de pies y manos a una silla. Le dolían los tobillos y las muñecas de los amarres. También le dolía la cabeza y la mandíbula, lo que le hizo suponer que le habían golpeado con algo en la testa y, posteriormente, había sido amordazado.

 

—Vayan y róbense esa cajita —les pidió el hombre—. Será tarea fácil, ella es una anciana y vive con un subnormal. No tendrán problema.

—Está bien, patrón —respondió su compañero—. ¿Hay alguna cosa más que debamos saber?

—Nada, será como quitarle la frutilla a un niño.

 

Sin embargo, nada había salido como estaba planeado. Él no sabía de la identidad de la anciana a la que tenían que asaltar, pero eso no era problema. Recibían una nota en la cantina y, al caer la noche, se reunían con quien les había hecho el mandado para recibir las instrucciones finales y acordar el pago.

Al oscurecer del segundo día, cuando la luna estaba nueva, se adentraron por el sendero que conducía a la pequeña choza donde vivían la anciana y el deficiente. Las cañas estaban altas, por lo que se podían ocultar entre ellas con facilidad. Desde su posición se podía ver la titilante luz de un candil en el interior y, de vez en cuando, una sombra que se movía.

—Será sencillo —le dijo El Chato—. Tú te acercas a la puerta, y picas pidiendo limosna o un mendrugo de pan. Cuando la vieja abra, yo, que estaré escondido a un lado, me lanzo sobre ella y la metemos en la casa. Los atamos a ambos y les sacamos dónde tiene escondida la caja. Cuando el tarado vea que golpeamos a la anciana, nos lo dirá sin problemas.

—¿Y si el tarado no lo sabe?

—Pues le golpearemos a él para que hable la vieja. Sencillo.

Pusieron su plan en marcha. El Chato se colocó en un lateral de la entrada y esperó. Él golpeó ligeramente la puerta a la vez que pedía un mendrugo de pan y un jarro de agua. Cuando la anciana abrió para atenderle, su compañero se abalanzó sobre ella y la introdujo en la casa. Él entró detrás y cerró la puerta. Desde ese momento, no recordaba nada.

 

Armado con una pala, el compañero de la anciana golpeó a uno de los intrusos en la cabeza, al mismo tiempo que ella, tras un breve forcejeo, le aplicaba una llave de estrangulamiento al otro hasta dejarlo sin sentido.

 

—¿Quién los ha enviado? —repitió la mujer. Continuaba a sus espaldas esperando una respuesta—. Los estaba aguardando, sabía que vendrían a por mí y a por mi caja.

—No diré nada, revieja, hija de mil putas. —Y le escupió en la cara. Un nuevo bofetón sobrevino sobre su rostro tras limpiarse con la manga del vestido rojo.

—Tengo formas más efectivas de hacerte hablar —amenazó. Cogió un hatillo con instrumental de tortura que tenía en la mesa cercana. La luz del candil proyectaba una sombra siniestra en la pared que tenía frente a él. Podía ver (y oír) que la anciana estaba manejando instrumentos: los miraba, los acariciaba y volvía a depositarlos en su lugar, buscando el más conveniente.

De la estancia contigua llegó la voz del tarado llamando a la mujer.

—Míreme, mamá Juana, soy uno de los tipos malvados.

—Ahora no puedo ir, Indalecio, mamá Juana está ocupada con el otro de nuestros invitados.

Él intentó mirar hacia la habitación de al lado, pero las ataduras le impedían girarse más. Entonces el tarado apareció en la sala repitiendo la misma frase.

—Míreme, mamá Juana, soy uno de los tipos malvados.

El prisionero levantó la cabeza y lo que vio le heló la sangre. Un gritó intentó salir de su garganta, pero se quedó atrapado antes de pasar por sus cuerdas vocales.

El deficiente había entrado en la habitación portando la cara de El Chato, le habían arrancado la piel del rostro y aquel tarado la usaba como careta.

—Indalecio, no juegues con eso. Sabes que nos las pagan muy bien, pero tienen que estar en perfectas condiciones.

—Sí, mamá Juana.

La mujer se acercó con un afilado cuchillo a su rehén y se lo aproximó a la altura de la oreja derecha. El hombre temblaba y las lágrimas de terror comenzaron a aflorar en sus ojos.

—Le diré lo que quiera, pero no me haga daño.

—¿Quién los ha enviado acá?

—No sé su nombre, pero he oído que le llaman El Bolivariano. Contactó con nosotros en la cantina, nos dijo que viniéramos y nos robáramos no sé qué caja. Que estaba en la casa, que sería sencillo, como robarle la frutilla a un niño.

—El hijo bastardo de Bolívar. Siempre quiso lo que no le pertenecía, igual que su madre. ¿Acaso no saben quién soy yo? Yo soy la legítima esposa de Simón Bolívar a los ojos de Dios. La gran Juana Azurduy, mariscal del Ejército de Bolivia y general del Ejército de la Argentina. Yo ayudé a la independencia de ambos países de España. Mi cara será puesta en sus monedas, mi nombre lo llevará una provincia boliviana y será usado en el Siglo XXI por un participante de Versus 8.

—¡Mi abuelo luchó a su lado en el Cerro de las Carretas! Fue uno de los pocos supervivientes y siempre nos habló de usted y de su valor.

—¡Tu abuelo fue un cobarde! Todos los que sobrevivieron en aquella escaramuza fue porque huyeron como ratas, yo tuve que hacerme pasar por muerta y teñirme con la sangre de mis compatriotas caídos para que los realistas no me creyeran muerta. Pero se llevaron una gran sorpresa cuando me vieron aparecer sobre mi caballo días después para derrotarles y conseguir la liberación de mi pueblo. Y me lo pagaron dejándome sin mis posesiones y sin la pensión que me correspondía. ¡A mí, que soy historia viva! ¡A MÍ, QUE SOY LA JUANI!

Tras lanzar aquel grito le clavó el cuchillo en el ojo a su prisionero. La hoja le llegó tan rápido al cerebro que murió al instante.

—Indalecio, ayúdame con este también.

—Mamá Juana, ¿qué es lo que querían robarse estos hombres? —preguntó el deficiente.

—Mi caja de los tesoros. Donde guardo el corazón del único hombre que me amó y me respetó: Simón Bolívar.

—Pero yo te amo y te respeto, mamá Juana —sollozó.

—Lo sé, Indalecio, y yo a ti, por eso, cuando yo falte, podrás tener mi corazón guardado en tu propia caja de los tesoros.

—Gracias, mamá Juana.

Por Dirdam

Consigna: Escribe una historia, anécdota, lo que se te ocurra, en un día de la vida de la patriota del Alto Perú Juana Azurduy.

Patria de sueños

La calle empedrada desciende suavemente, con pequeños escalones cada pocos metros. Un emparrado cubre varios tramos de la travesía, y su sombra se esparce sobre los adoquines centenarios. El frescor casi se puede paladear. Juana camina lentamente. Desea alcanzar lo que parece el final de la calle: un patio penumbroso que se vislumbra en una cercana lejanía. Se está aproximando. Esta vez va a alcanzarlo.

Sus ojos se abren. Despierta, la luz inclemente del mediodía  ciega su pensamiento. Una vez más, el sueño recurrente que no logra culminar.   

—Señora.

Con ella no hay títulos o grados militares. Es la hija de una familia patricia, que ha abandonado la tranquilidad de una vida resuelta, por un fin superior al que se siente predestinada. Todos lo saben, y reconocen su grandeza. También su arrojo, su obstinación, y su genio militar.

—Señora.

—Ya te he oído, Alvear. No hace falta que te repitas. ¿Qué sucede? ¿Ya han llegado?

—En efecto. Tal como nos dijeron.

Un mensajero les ha anticipado la derrota de la partida enviada a tomar Antauta. Una aldehuela que, por su ubicación, es necesario controlar si quieren tener esperanzas de derrotar al ejército realista, que desde hace meses se prepara para masacrarles.

—Malos tiempos son si no somos capaces de tomar un pequeño poblado.

—Parece que los habitantes habían sido comprados por el oro del rey. 

—Qué estupidez, Alvear —dice mientras se levanta del sofá. 

Se arrepiente enseguida de la frase. Sus mandos provienen todos del ejército realista. Son, por tanto, legalmente, desertores, o peor aún, traidores que solo merecen la ejecución con deshonra. Es injusta al tratarles con ese desprecio.

Sale del salón hacia la pradera inmensa que rodea la modesta estancia. Los supervivientes de la escaramuza vuelven sucios, emponzoñados de sangre y derrota, sobre caballos moribundos, o andando con sus últimas fuerzas. Son atendidos por las mujeres, aunque algunos ya están sentenciados por sus heridas. Pero lo peor no es su muerte, asumida como posibilidad desde que salieron a la lucha. Lo peor es la sensación de que las posibilidades se agotan.

Esa noche Juana se reúne con sus colaboradores para analizar la situación. Son siete hombres, cada uno con un mando sobre un batallón de doscientos soldados.  La disyuntiva es clara: intentar reforzarse para defenderse mejor de la inminente ofensiva realista; o, contra toda lógica militar, intentar un golpe de mano. Para morir junto a la nueva nación por la que luchan, o para torcer el rumbo de la historia de una forma inaudita en la historia de América. Pero la situación es desesperada, hasta tal punto que los ánimos comienzan a flaquear. Tras la derrota de Huaqui, apenas han podido recomponer sus tropas. El silencio se mantiene ante la pregunta que lanza Juana: “¿Qué es lo más conveniente para la causa?”.  Y ese silencio evidencia las dudas que albergan algunos de ellos. Dudas que les lleva a pensar en una posible salida honrosa, a la altura de sus ideales. 

—Señora  —responde finalmente el teniente Alvear—. El fracaso en la toma de Antauta nos ha dejado en una situación muy delicada.

—Más que delicada, desesperada —apostilla el teniente Velarde—. Tenemos las provisiones justas, las fuerzas al límite. Y sin esa plaza...

—¿Qué opina, Acevedo? —responde nerviosa Juana; ella misma duda.

El aire parece espesarse repentinamente. Aunque no se puede comentar, todos saben de los profundos sentimientos que unen a Juana Azurduy y a Leonel Acevedo, primos lejanos por línea materna. Sentimientos que van mucho más allá de la hermosa fraternidad que une a todos. Mientras que el marido de la señora, don Manuel Padilla, está luchando en el frente oriental. Todos callan pues. Les domina el respeto por una figura a la que se resisten a reconocerle tal flaqueza, imperdonable en aquella sociedad.

—Yo creo... —Acevedo recompone la voz titubeante, y dice con calma— yo creo que estamos aquí porque Dios nuestro señor así lo quiere. Quiere que fundemos una república. Libre e igualitaria. Y si Dios lo quiere así... si nos consideramos cristianos, nuestra sagrada obligación es ser consecuentes con sus designios.

—Nada más que decir —repone Juana con calma—. Preparen sus hombres. Mañana al alba atacaremos al ejército realista.

La noche cae y trae un ligero frescor a la seca llanura. Pero no hay calma en las almas de los que quieren romper con el orden establecido desde hace más de tres siglos. Los que han sido criados en el respeto a un rey, que hoy sienten lejano y extraño. Y el alma de Juana se siente más azorada que ninguna en esta noche oscura. Porque a la duda sobre su destino, que ya no puede negarse a sí misma, se une el deseo de estar con su primo, su compañero del alma, y no con su marido. Y eso le atormenta hasta extremos indecibles.

Se acuesta, inquieta. Una hora después sigue despierta, con el espíritu atormentado como un pecador en penitencia. Oye entonces un suave golpeteo en la puerta. Sabe bien quién es. Se levanta y la abre. Enfrente de ella, en la penumbra, el brigadier Acevedo duda y se avergüenza. Juana desea abrazarle. Besarle, como tantas otras noches. Pero no quiere ni puede caer, una vez más, en lo que sabe bien que es una deshonra. Le despide con suavidad, sin reproches, y vuelve al lecho. Poco después logra conciliar el sueño. Entre lágrimas.

***

 Extrañas lunas se dibujan en el suelo adoquinado. El sol se está poniendo. Las sombras se funden con la luz de las lámparas de aceite que, ahora, repentinamente, cuelgan en los dinteles de la calle. Juana inspira y siente la frescura del aire inundar su cuerpo. Lleva un ligero vestido de lino que le acaricia la piel. Al caminar puede ver sus alpargatas de esparto. Levanta su vista y contempla unos gallinazos picoteando los entresijos de las piedras, gordos y plácidos. Se aproxima cada vez más al patio, a la plaza donde desemboca esa calle que lleva ya tantas noches descendiendo. Está ya muy cerca.

***

Escucha un extraño ruido metálico. Despierta. Es su asistente, que ha traído sus armas de la sala contigua y se apresta para ayudarla con los preparativos. Juana se desespera por dentro. ¿Qué sentido tiene ese extraño sueño? Pero se domina. Se levanta y comienza a cambiarse. Como siempre, irá al frente de sus tropas.

La batalla es extraña. Porque en ella se decide el destino del virreinato del Perú. Porque frente a un disciplinado ejército realista, el ejército insurrecto, de inferior tamaño, está compuesto por voluntarios. En su mayoría han tenido que procurarse  ellos mismos sus armas, y hasta sus casacas azules,  por lo que cada una tiene un tono distinto. Unos son soldados profesionales, y otros son luchadores por una patria que todavía no existe. El enfrentamiento es directo, sin artimañas. El ejército patriótico inicia su ataque nada más distinguir a su oponente, porque la sorpresa es imposible ante la casi total ausencia de elevaciones del terreno. Los hombres, a pie o a caballo, luchan con sus sables, sus machetes, sus lanzas, con todo lo que pueden utilizar. Las armas de fuego son excepcionales aquí. Pronto se evidencia la realidad latente de toda refriega. Que, aun cuando las fuerzas no están equilibradas, la victoria se decanta a menudo por el bando que logra mantener la entereza unos pocos instantes más que el adversario.

Juana se desgañita animando a sus soldados, trotando con su caballo de un lado a otro. Sabe que insuflar valor a sus hombres es lo más valioso que puede darles. Aun cuando sabe matar, y así lo hace, -ella y sus dos escoltas-, cuando intentan derribarla, conscientes de su importancia.

En un momento de la contienda, cuando las fuerzas de los soldados comienzan a flaquear, cuando los uniformes son solo amasijos de barro y sangre, Juana intuye que la victoria puede decantarse de su lado. Son detalles, intuiciones que solo alguien con su perspicacia y coraje puede percibir. Una sombra de duda en la mirada de algunos soldados realistas. Las vacilaciones con las que los oficiales monárquicos deciden hacia dónde mover sus caballos. El inconsciente movimiento con el que las tropas realistas empiezan a concentrarse, pegándose unos a otros, en una actitud que empieza a ser puramente defensiva.

Pronto el espíritu de derrota toma cuerpo en el ejército enemigo. Los soldados rebeldes lo perciben, y redoblan su violencia y arrojo. En un momento dado, un soldado realista inicia la huida. Es el principio del fin para ellos. Las tropas monárquicas pierden la posición poco a poco e inician una desbandada, como todas, desordenada. Juana entonces tiende a calmarse, porque sabe que nunca debe dejarse envolver por el odio, menos aún en esos momentos. Pero no es capaz de percibir el ataque de un oficial español, que arremete lleno de odio a sus espaldas. Y que le logra dar un sablazo plano en el costado. 

Juana cae del caballo, doblándose la rodilla derecha. Grita de dolor, pero aun así se incorpora, aturdida, con el costado en carne viva. Ve el caballo del oficial, que vira para terminar la faena: eleva el sable y comienza la carga. A diez metros de su objetivo, parece que todo va a terminar. Pero, en el postrer momento, cuando todo está perdido, un huracán de color celeste le desvía de su camino. Es Acevedo, que ha observado todo, y se ha lanzado con su caballo, desesperado y furibundo, sin tiempo para armar el ataque, contra el jinete realista.

El choque de las dos monturas es feroz. Dos masas colosales de músculo y tendones que colisionan con un sonido hondo y brutal. Los jinetes son lanzados por el aire, pero Acevedo se lleva la peor parte, y se rompe el brazo al caer. El oficial realista se incorpora y mira en derredor, realizando un rápido análisis. Acevedo está más cerca, y además gravemente lesionado. Cambia por tanto de presa, y se dirige al brigadier con rabia asesina. Éste se intenta recomponer, pero todo es muy rápido. El oficial saca su machete y se lo clava con todas sus fuerzas el vientre, rajándoselo de lado a lado

Juana, al borde de sus fuerzas, grita desesperada. No es un grito de generala, no tiene un matiz marcial. Es un aullido por el ser querido, lleno de horror y miedo.

Acevedo queda arrodillado, mientras intenta contener sus entrañas con las manos. Todo ha acabado para él. Pero, en ese crucial momento, algo inaudito sucede. Recupera por un breve instante la calma que siempre le ha caracterizado; la que le ha hecho famoso en el virreinato por su confiabilidad y su cordura. Son sus últimos instantes de vida, y pareciera que su alma no quiere apagarse enfangada en el dolor y la desesperación. Entorna pues sus ojos. Su brazo derecho deja de sujetar sus intestinos. Lo extiende con segura rapidez para tomar su sable, y en un movimiento mil veces ensayado, lo desenvaina para, de seguido, degollar de un tajo a su verdugo mientras cae hacia atrás.

El cuello del oficial es un breve surtidor de sangre, la última que derramará en vida. Acevedo se derrumba, muerto.

Juana, al límite del dolor, se desmaya.

***

El sol se ha acabado de poner, y el frescor inunda por fin la calle de piedra. Las lámparas lanzan una suave luz dorada que engalana las paredes encaladas. Juana se siente ligera y animosa. Aunque descubre que en su vestido quedan restos de barro y sangre. Se aproxima a la pequeña plazoleta en la que desemboca la travesía tantas veces recorrida. Da un paso; otro más; y, por fin, la alcanza. Gira la cabeza hacia la derecha, para encontrar a un gallardo brigadier con su impoluta casaca azul celeste y sus doradas charreteras. Es Leonel Acevedo, que la contempla con inmenso amor. Juana se aproxima, emocionada. Se funden en un beso apasionado y quedan unidos en un profundo abrazo. Juana sabe, de repente, por qué está ocurriendo eso. Y sabe bien que va a despertar pronto.

***

Abre los ojos. Se encuentra en una modesta cama, rodeada por sus oficiales.

—Por fin se despierta, señora. La victoria ha caído de nuestro lado. El ejército realista del virreinato del Perú ya no existe. Dios nos ha dado el privilegio y la oportunidad de poder construir una nueva nación.

Juana casi se enternece al observar la fruición casi infantil con la que le comunican las buenas nuevas. Mira el horizonte a través de la ventana abierta del fondo de la estancia. Muchas batallas restan hasta la victoria final. Y las enfrentará sin su compañero del alma. Pero, al menos, ha podido despedirse de él. Y ahora sabe, con total certeza, que Dios tiene un plan para el Perú. 

Y para ella.
Por Senderista gris
Consigna: Escribe una historia, anécdota, lo que se te ocurra, en un día de la vida de la patriota del Alto Perú Juana Azurduy.