Por Alcides Bertran
Cuando sus ojos se nublaron no tuvo más vestigios que cierta claridad, pero ya no supo si se debía al sol del mediodía o al azulado margen de un sueño. El aire le llegaba como en burbujas, hinchaba apenas sus pulmones y lo obligaba a gritar cosas guardadas desde hacía tiempo. En su cabeza todo se contraponía y veía, inmerso en vértigos, oscuros horizontes, algunos difusos y de claridad ondulante que le daban sensación de alivio, otros envueltos en sombras y frío aterrador que lo sumergían y lo sumergían. Luego, cuando creyó que despertaría de lo que supuso un sueño, vio el sol antes de que una nube, esta vez oscura y pesada, le hiciera olvidar todo.
Pero allí estaba,
reviviendo su infancia casi sin saber el porqué. Quizá fue el último carrusel
de su barrio lo primero que haya recordado, no obstante y a pesar de tener más
de sesenta años, aún creía verlo girar y girar como cuando era niño. Y si el
vidrio de aquella ventana que entonces daba hacia la vereda hubiera resistido
el descuido cuando escapaba de casa, ninguna de sus tías, ya cargadas en años,
hubiera descubierto su ausencia; y pensar que fueron por los pochoclos y las
garrapiñadas que las pandillas del barrio se reunían junto al carrusel. Él
lideraba a la más intrépida y desafortunada puesto que uno de sus miembros al
poco tiempo de habérseles unido cayó bajo las ruedas del tranvía.
“¡No
me quedaré a hacer bailar a la cotorra, algún día tendré dinero!”,
decía cuando las pocas monedas que le daban sus tías las apostaba al número de
lotería que el simpático perico le extendía amigablemente; pero el viejo, que
parecía italiano, lo miraba con resignación y con una sonrisa de vasta y
lejana experiencia.
Los jazmines y
madreselvas de casa le enseñaron una tranquilidad rebosante de melancolía,
puesto que los rincones se veían más mortecinos que los que deseaba para poder
fantasear algunas aventuras. Era niño, pero no podía tocar los helechos ni
hacer una cubierta de buque pirata de ese hermoso patio. Esto lo apocaba ya que
quería divertirse y hacer cumplir sus sueños; pero no hallaba el modo ni el
lugar, por eso, casi con obsesión, engordó al cerdo amarillo que era su
alcancía. Pero la primera decepción se llevó cuando, tras gastar esos ahorros
en figuritas y bolitas que las halló en el quiosco de la esquina, supo de la
flaqueza de su porcino. Entonces lo odió. Luego, ya en la adolescencia y tras
abandonar varias ilusiones, comprendió que los libros no sólo eran compendios
de hermosos figuras, sino que había en ellos mucho más que descubrir. Se internó
progresivamente en la matemática, interesándose por cada incógnita, por cada
dificultad y pronto su análisis fue claro: suma, suma, nunca resta. En el transcurso
de ese tiempo su hogar comenzó a deteriorarse y debió exigirse para que se
mantuviera en lo posible digno. De todos modos, si no fuera por un amigo
incondicional de la infancia esa transición le hubiera resultado terrorífica.
—Che, debés ser despierto,
¿cómo no tenés un reloj?
—Yo no recibo
regalos, a lo sumo encuentro una torta para mi cumpleaños.
—Yo tampoco los
recibo, pero vos sos uno de mis amigos, no la totalidad de mis amistades. ¿Por
qué no te relacionás?
Al poco tiempo era
cadete de una tienda en Villa Ortuzar, y a los pocos meses de trabajar allí,
tras engordar nuevamente a su cerdo, se compró su primer reloj, y desde entonces
y sin que nadie supiera el porqué, de un día para el otro comenzó a gustarle
las camisas de mangas cortas. Lo cierto es que cuando la primera chica con la
que pretendió salir seriamente se enteró de que atendía en una tienda, lo
plantó al otro día.
—¿Y qué de malo
tiene que trabaje en una tienda?
—Mirá... ¿Acaso es
tuya?
—Bueno... no;
pero...
—Yo no salgo con
cadetes, mis amigas viajan, conocen el mundo, y vos... ¿Cómo creés darme esos
gustos?
—Flaca, ¿lo tuyo
es el dinero, verdad?
—Sí… ¿Por qué
mentirte? Hoy todo es el dinero, pensé que lo sabías.
No tuvo respuesta,
pero reflexionó y comprendió que si no conseguía un buen trabajo seguiría
perdiendo chicas.
¡Vaya! Debía
comprarse una corbata y quizás un saco que le sirviera para todas las
estaciones. Debía estar más presentable o al menos simular estarlo. ¿Pero
atender una tienda en corbata y saco? No, pensaba que haría el ridículo, a su
edad y en una tienda tan informal.
—Tengo razón,
Carlos, uno es lo que sus padres le dejan.
—Yo no pienso
igual, en todo caso, si algo me quedara de ellos, en lo único que me
preocuparé es en mantenerlo con la dignidad de siempre, después me abriré pasos
en el mundo, solo. Confío en mí, no me siento una marmota.
—Yo sepultaré a
mis tías y viviré con mis gatos y mis perros.
—¡Hombre, a no
bajar los brazos! Cuando yo sea gerente voy a llevarte conmigo.
—¿De cadete, che?
—Aprendé, Mario.
Todos los trabajos son dignos si uno lo quisiese.
Parecía que
aquellos tiempos, aquellos diálogos con el amigo volvía a revivirlos una vez
más, como si el tiempo jamás hubiera transcurrido.
No pudo recordar
cuántas chicas había perdido de verdad hasta que tuvo algún dinero para
invitarlas a bailar o a tomar algún helado. Pero cuánto dolor, los recuerdos
eran verdaderamente dolorosos. Siempre creyó que las heridas del corazón no
dejaban huellas, sin embargo, ahora parecía desfallecer sintiéndose vacío,
desgarrado. No era su mundo, quizá por eso sufría y sentía como una despedida
de la humildad, como un desvanecimiento del cual no podría regresar quizá
nunca mientras girara en ese mundo de vanidades y egoísmos. Sus manos
temblaban, temblaban como la primera vez cuando tuvo que sentarse frente a una Olivetti a tipear, sin sacar los ojos
de la hoja, una transacción comercial. ¡Ah, pero qué sensación!, el espejo no
lo engañaba: su cabello engominado y con el nudo de la corbata ceñida al cuello
lucía impecable. Supo de ese aire desconocido al suplantar su primer reloj
por uno automático y liar en su muñeca una pulsera de oro con sus iniciales.
Sí, muy pronto comenzó a aceptar aquellas cosas minúsculas, pero que le daban
cierto nivel y prestigio.
Cuando pasaba
frente al carrusel de su niñez lo veía opaco, sombrío, menguado de giros y con
escasos niños divirtiéndose en él, y al vendedor de lotería sumergido ya en un
semblante de vejez, al igual que su cotorra; para entonces sus tías eran dos
grises lápidas en el cementerio de la Chacarita y, aunque con gladiolos nuevos
algunos domingos, lentamente iban cubriéndose de olvido. No obstante, sus
noches, de boliche en boliche, no era más que para disfrutar de la vida, vivir
tal vez como muchos le exigían, pero como nunca supo. Le costó tirar su cerdo
amarillo que por entonces decoraba una vieja repisa; pero ya no le hacía falta
puesto que lo había suplantado por una cómoda y solvente billetera.
—No te voy a usar
más —le dijo mientras lo sepultaba, ocultando algún remordimiento, en una
bolsa de residuo negra, como de muerte—. Allí vas a quedarte, en todo caso
porque sos de plástico no te maté antes.
El pequeño cerdo,
inerte en su composición aunque consecuente con la vida por lo que en su panza
podía ahorrase, parecía irse con la simpática mirada de siempre; sus ojos eran
saltones y su cola enroscada. Sí, casi como la vida.
No tuvo compasión
de los helechos ya que pidió al jardinero que renovara todas las plantas del
jardín, y casi con desdén él mismo las arrancó como queriendo olvidarse de su
pasado.
—Piso de parqués,
de roble claro, ¡basta de una vez por todas de estas baldosas!
—Hay de varios
precios.
—El más caro
—ordenó.
Su buen pasar lo
permitía y quizá venía como recompensa a tanta desilusión y desesperanza;
nada le faltaba ahora pues había heredado el hogar familiar, por lo que pronto
se abocó a comprarse un automóvil. Su trabajo lo permitía ya que era cajero en
una de las sucursales del Banco Nación. ¿Qué más quería?, y para colmo de
dichas, las chicas con las que salía casi a diario eran de un modo u otro los
placeres que creía merecer en la vida. Se colmó de exquisiteces y su
habitación se convirtió en centro de robados amores, de romances fugaces, de
amistades superfluas y cuando algunos casos se tornaron complicados o
escandalosos, su dinero le permitía buenos abogados. Por fin se sentía protegido
frene a esos avatares. El sacrificio y una buena orientación fueron los
factores fundamentales para dicha condición. Y supo de las diferencias, puesto
que ya no le daba lo mismo una mesa sin mantel o los paseos por la calle Lavalle
o Florida como lo hacía anteriormente para alegrar la vista. Ya no tenía que
sufrir porque las chicas le hicieran "la pera", ahora las míseras
monedas de entonces eran suculentas propinas que alegraban a mozos y
camareras. Todo había cambiado en su vida; pero en el fondo seguía siendo
consciente de lo difícil que le había resultado llegar a dicha situación.
Estos recuerdos
ganaron su mente, como lo habían hecho los de su niñez. Eran imborrables.
Pensó que en aquel tiempo había podido consolidar algunas ilusiones, quizá ya
no las de la infancia puesto que aquellas se habían desvanecidos con el paso
del tiempo, pero de haberlas podido cumplir, aunque fueran algunas, hubieran
quedado menos huellas de fracasos en su vida. Siempre recordaba lo que había
sufrido cuando niño. Sin embargo, cuando rondaba los treinta y decidió
quedarse con Verónica, fue porque necesitaba la tranquilidad de un hogar y
pensó que era lo mejor para esa etapa de su vida. Así es que le propuso, casi
como en un juego, que fuera a vivir con él; aunque nunca imaginó que dicha
relación duraría dos escasos años.
—No soporto estar
aquí, en este barrio —le reprochó una vez la joven.
—Nena, es donde
nací. Soy de acá, ¿qué querés?
—Pero no es igual
al mío. Allí están mis amistades, no sabés cuánto extraño mis salidas al Delta
los fines de semana. Fijate, vos no tenés ni un pequeño velero —se quejaba la
joven casi a diario.
Había logrado un
trabajo diferente al de atender en una tienda, había dejado de ser cadete y por
fin encontraba significado a las corbatas y sacos, y... ¿No era suficiente con
eso? ¿Ambicionar más aún? Los zapatos parecían caerles bien y por si esto
fuera poco, no hallaba motivos para quejarse de su billetera. Ya no juntaba
monedas en una alcancía como lo había hecho de pequeño; ahora una cuenta corriente
era receptora de su mensualidad.
Hasta que un día
tuvo que sumar una nueva decepción en su pareja que hizo que temblara la
relación definitivamente: se encontró con unos gastos de la joven proveniente
de la extensión de su tarjeta de créditos. ¡Vaya! Si los anteriores gastos de
un modo u otro los había sabido sobrellevar, esta vez lo urgían a una aguda
reflexión: ¿De qué modo pagarlos?; debía hallar la manera, debía reaccionar de
inmediato. La solución llegó tras una nueva programación de pago, aunque
estrechando los márgenes de gastos. No se la esperaba, además, para peor de
males, ya cargaba con la insatisfacción de la joven, quien le puso mil y un
obstáculos desde entonces.
—¡No tengo ni para
la peluquería! —se quejaba, convirtiéndosele casi en una pesadilla.
—Verónica,
escuchame… ¡Flaca! ¡Flaca!
—¡Verónica, nada!
¡Estoy harta, harta!
Aunque contrariado,
parecía comprenderla y esto se debía a que le había tomado el gusto al mejor
vivir, no obstante, se daba cuenta de que aún no estaba para nada asegurado su
futuro. No era como había pensado. Entonces llegaron a su mente los viejos
recuerdos. Supo el valor de su cerdo amarillo, que seguramente a esta altura de
la vida ya estaba reciclado y tal vez convertido en un producto nuevo. Recordó
sus primeros ahorros, incluso en sus oídos repercutieron, con la misma
nitidez de entonces, el chocar de aquellas monedas cuando, lleno de alegría,
las introducía en la minúscula ranura del lomo.
Cuando la joven se
fue, abandonándolo, no lo hizo sin antes hacerle sentir un inútil, un estúpido.
Todo el barrio supo el porqué de su separación, y para colmo, cuando la joven
aún venía a buscar lo que le quedaba de pertenencia, lo hacía descaradamente
en un auto último modelo y en compañía de un joven que lucía con comodidad
ropas caras y adminículos que marcaban claramente su condición de cuna.
Entonces recordó lo que una vez le había dicho a su amigo de la infancia: "Uno es lo que sus padres le dejan”.
Ahora estaba más convencido de ello; pero una sentida reflexión pareció abrirle
la mente: no siempre era así ya que cargar en la espalda de los viejos la incapacidad
de uno, no era de buen hijo y más él que sólo había conocido a sus dos tías
puesto que sus padres habían muerto en un accidente automovilístico cuando
tenía tan sólo un año y seis meses. Pero al observar la vieja biblioteca del living, que no fue a parar al basurero
quizá por lástima o porque era un recuerdo de sus tías, halló casi como un consuelo
sus primeros libros de matemática que lo obligaron a recordar aquellos
preciados ejercicios: suma, suma, nunca resta. Los observó un largo tiempo, en
silencio, tal vez recordando que cuando pequeño y casi como si fuera un ritual,
antes de dejarlos en su lugar solía exclamar: “¡Sumar siempre, sumar y en lo posible multiplicar!”. Sin embargo,
a esa altura de su vida, él ya había hecho su primera resta.
Cuántos recuerdos,
cuántas ilusiones insatisfechas; aunque la vida, cíclica y extremadamente
justa, e injusta tal vez, no daba tiempo para lamentaciones.
No, debía estar
soñando. En todo caso si pudiera poner en la balanza la segunda etapa de su vida,
estaba seguro de que casi la igualaría a la de la infancia.
Debía tratar de
escapar de esas burbujas y alejar esos dolores atroces que no hacían más que
desangrarlo; no se sentía merecedor de que su carne estuviera desgarrándose de
este modo. Debía tratar de escapar de esa situación en la que el tiempo
parecía ya inexistente; no obstante, como si fuera un castigo, todo le llegaba
de pronto. Era una lucha desesperada consigo mismo, puesto que cada paso que
había dado se incorporaba a los anaqueles de su mente hostigándole y hasta
quizá culpándolo. “¿Es que no existe el
olvido?” Parecía implorar. Pero no hallaba claridad, ya ni siquiera la de
hacía unos instantes. ¿Cómo no poder olvidar la última etapa? ¿Cómo no
resignarse y asumir ser un perdedor?
Cuando los ceros
aparecieron incorporándose a la desesperación de la vida cotidiana, su cuenta
bancaria estaba nula. ¡De haberlo sabido, cuántas cosas hubiera podido corregir!
Pero no fue así: los billetes ya no tenían valor. “¡Ceros y más ceros! ¡Dios mío, cuántos ceros en la vida!”, parecía
exclamar ante el último suspiro.
Cuando lo
despidieron supo que nada le quedaba ya, ni siquiera su gato, su perro, sin
embargo, un perico nuevo entregaba los billetes de lotería y seguía existiendo
en alguna esquina de Buenos Aires, quizá ya no en la de su barrio, pero en
alguna esquina era seguro que estaba. Los carruseles, con más melancolía que
nunca, se aislaban en las plazoletas a la espera de los nuevos niños
aventureros que, como él, sabrían disfrutarlos.
El valor de su
casa no fue lo suficiente que esperaba puesto que casi todo estaba destruido y
debía conformarse con la magra tasación que le dio un inmobiliario tramposo.
Pero la Argentina era grande y habría sus horizontes a los cuatro vientos. Y
hacia allí fue, al encuentro de su horizonte. Optó por escapar de la gran
ciudad buscando montañas, buscando aire nuevo. ¿Qué más le quedaba? En fin,
era dueño de su libertad.
Cuando observó el
arroyo que se desprendía de un río de montañas, lo tentó el riesgo. Nada sabía
al respecto, pero le valió en su derrotero por la zona el haber visto cómo abnegados
emprendedores fomentaban criaderos de truchas y salían a flote. Parecía que en
esta etapa de la vida, con entusiasmo y renovado sacrificio, dependería indefectiblemente
de los mágicos alevinos.
—¡Un día serán
millones, carajo! —exclamó metiendo sus manos en el balde y levantando cientos
de ellos.
No le importó los
días de excavaciones con la pala intentando que el arroyo se desviara para
formar un tajamar. Era el único modo ya que el dinero no le alcanzaba para una
adecuada pileta, que por lo menos debía tener unos cinco metros de ancho,
quizás uno o dos de profundidad y unos veinte de largo. De todos modos, de irle
bien, al año ya podría disfrutarlas en su humilde salamandra y ni que hablar si
comenzaban a serle redituables. Cuando colocó la red que obstruiría la
salida, se sintió feliz; ahora sí podía largarlas allí.
El tiempo pasaba y
todo iba por buen camino. La desesperanza se atenuaba con la nueva ocupación
y más cuando comprobó que las migas de pan que les tiraba parecían gustarles
más que el aconsejado alimento; rápidamente desaparecían de la superficie del
agua. Sus ojos se encendían cuando se aproximaba al borde del canal; desde allí
podía verlas glotonamente engullir miga tras miga. Las observaba con alegría,
como cuando era niño y observaba al perico que al compás del organito le
entregaba el billete de lotería. Ahora también, como entonces, echaba con
decisión toda su suerte.
El tiempo fue
pasando y el cambio de estación trajo un prolongado mal tiempo. Languidecieron
los álamos y los ríos, desbordados de sus cauces, comenzaron a extenderse
peligrosamente más allá de las zonas estancadas. Arrastraban todo a su paso.
Cuando observó el
horizonte vio un cielo azul y un sol reluciente en lo alto de las montañas; si
algo existía para admirar era la naturaleza. Sí, imponentemente bella, aunque
a veces también sombría.
Al caer la tarde,
con lentitud comenzó a agitar el cedazo, aunque extraños remordimientos
parecían retraerlo por momentos; pero luego, cuando volvía en sí era poseedor
de un entusiasmo envidiable. Cuando concluyó se dirigió hacia el estanque con
el balde de migas, luego, y ya próximo, le pareció escuchar unos violentos
revuelcos proseguidos de unos profundos silencios. Se detuvo con la mirada
fija sobre la rolliza y extraña correntada del tajamar. Algo sucedía. Creyó ver
unos fugaces reflejos. Hizo unos pasos más y se detuvo. De pronto tiró el
balde y fue corriendo hasta el borde del canal, y allí, casi con el mismo
brillo de las aguas, sus ojos se desorbitaron: las truchas no eran más que
esqueletos flotando en medio de las aguas turbulentas; un sin fin de coletazos
las enturbiaban. Paralizado, se tomó el rostro, pero luego, sin comprender aún
qué pasaba, se lanzó al canal.
—¡No! —gritó una y
otra vez agitando sus brazos. La desesperación lo enloqueció— ¡No, por Dios,
no!
Pero era tarde.
Nunca pudo imaginarse que las hambrientas pirañas, que estuvieron devorándose
entre ellas, habían hallado como un regalo el manjar del estanque. Ni siquiera
cuando se zambulló supo realmente lo qué pasaba. Una vez más perdía todo. Pero
luego, cuando sintió que sus pies se enrollaban en la destruida red, comprendió
inesperadamente que debía luchar por su vida. Logró desprender una de sus
manos, pero cuando la elevó por sobre el agua colgaron de ella dos, tres, hasta
cuatro voraces pirañas; pronto sintió que su carne se desgarraba sin piedad
una y otra vez. De pronto, cuando creyó desprenderse de la maldita red, le
pareció ver el horizonte, sin embargo, prontamente todo se tornó barroso,
oscuro, pues un mundo de ojos amenazadores lo atacaron nuevamente sepultándolo
una vez más. Esta vez la red lo envolvió, impidiéndole que se escapara de
dicho infierno.
No, ya no tuvo tiempo siquiera de pensar en el presente, y si lo hizo fue porque creyó que era un sueño más, pero que acabó siendo el último.