miércoles, 31 de mayo de 2023

Un otoño peculiar

Ni Polo ni el Vasco sabían que yo tenía un revólver en la mochila. Los filmé mientras probaban las linternas y escudriñaban el frente de ladrillos y los desvencijados ventanales de la planta alta. Cada vez que respiraban, la cámara captaba el vapor de sus exhalaciones formando remolinos a través de los haces blancos.

El Vasco me apuntó con la luz de la linterna directo a la cara.

—¿Por dónde entramos, Diego? La puerta principal tiene candado y mirá: todas las ventanas están enrejadas.

Señalé hacia una zona oscura al final del edificio.

—Es por allá. Atrás del vivero hay un boquete en la pared. Pero igual no te emociones que tenemos que esperar a las chicas.

—Yo voto por que entremos ahora —dijo Polo —. Hacemos unas tomas de las aulas, recorremos un poco el lugar para familiarizarnos, en una de esas nos topamos con algún fantasmita, ¿no? Uno de esos acólitos de la Senda.

La idea era pésima y podía echar a perder mis planes, pero no tuve necesidad de protestar. Oímos el ruido de un motor y a los pocos minutos las ruedas del jeep de Marcela crujieron sobre el camino de ripio del acceso. Había cien metros desde la reja hasta el colegio y sin embargo, a causa de la niebla, las luces del vehículo eran apenas dos estrías pálidas. Mientras esperábamos a las chicas, pisoteamos el alto pastizal para formar un claro. Hice unas tomas descuidadas de la fachada y de las frondosas copas de eucaliptos que tapaban el ala derecha. El lente de la cámara los captaba como ovillos de negrura superpuestos de forma abstracta.

Desde algún lugar Marcela pegó un grito. Se oyeron risas. «Estamos bien, no se preocupen». Dos linternas barrieron el cielo, arriba y abajo. La voz de Jimena vibró en el aire fresco. Era más aguda que la de Marcela, rodeada de un aura infantil. Preguntó por coordenadas. «¿Dónde están?» Polo sonrió y agitó su linterna. El Vasco silbó una nota breve, casi mezquina. Como si no le entusiasmase la idea de generar demasiado ruido.

—Qué increíble que estemos acá, ¿no? —me susurró Polo al oído.

—Increíble es tu hermana en la cama.

Las chicas emergieron desde el yuyal y pusieron cara de alivio. Dejaron las mochilas en el suelo. Tenían las mejillas coloradas a pesar del frío. El Vasco les convidó cigarrillos. Polo abrazó a Jimena y le frotó los hombros para insuflarle valor.

—Les dije que valía la pena venir. Miren lo que es eso —dijo el Vasco.

Marcela contempló el viejo colegio con gesto de valoración.

—Es más horrible que en las fotos.

—¿Qué pasó? ¿Por qué se demoraron tanto? —pregunté.

Marcela contó que las había parado la policía en la entrada de Saldungaray. El jeep tenía la oblea de la VTV vencida, cosa que derivó en una largo tire y afloje con respecto al precio de la coima. Cuando se estaban por ir, los canas vieron las cámaras y se pusieron suspicaces. Ellas les dijeron que iban a filmar el pórtico del cementerio (pensando que la sola alusión a Salamone las haría zafar) pero tuvieron que aguantarse una clase magistral acerca del arquitecto, orgullo local y disparador de un sinfín de anécdotas de misterio y ocultismo. Tanto se entusiasmaron los canas con el “proyecto” que se ofrecieron a escoltarlas hasta el cementerio. Fue Jimena la que los cortó en seco, manifestando que primero irían al hotel porque tenían una videollamada con la productora.

Polo les sonrió.

—Muy astutas. Pero a quién le puede interesar Salamone, teniendo a la Senda del Sagrado Bastón para investigar —Me hizo un gesto con la cabeza— Acá Dieguito nos va a indicar por dónde entrar.  

Bajé mi cámara y los guie hacia la izquierda, bajo la sombra expectante de la fachada de ladrillos. Si se prestaba atención se notaban las señales del antiguo camino que conducía hacia el invernadero y seguía hacia los campos de siembra. Los altos pastos entorpecían el paso y dejaban una desagradable estela de humedad en la ropa. El grupo me siguió de cerca, en fila india, moviendo las linternas de un lado a otro y haciendo comentarios por lo bajo. A los pocos minutos, el invernadero surgió de la niebla. Era un extenso armazón de hierro oxidado de techo redondo y pilotes de concreto emplazados en línea paralela al edificio. Los paneles de vidrio repartido estaban rotos y en el interior se podían ver estantes y bancales tumbados e invadidos por la maleza. Marañas de madreselva se enroscaban en las cañas silvestres, manojos de ligustros y yuyales confabulaban para formar siluetas tétricas. En el fondo, una tupida hiedra trepaba por las columnas y colgaba a modo de guirnalda desde las vigas.

Era una pena no tener más tiempo para inspeccionar. Hice unas tomas rápidas mientras avanzábamos hasta la entrada. Mi contacto me había dicho que el boquete estaba tapado así nomás por unas chapas y pronto descubrí que estaba en lo cierto. Solo hubo que patear unas maderas podridas para poder retirarlas y revelar el agujero. Polo y el Vasco me palmearon la espalda mientras las chicas se frotaban los brazos, indecisas.

—Primero las damas —dije, haciendo una exagerada reverencia.

Marcela me dedicó un gesto burlón, pasó la mochila y entró. Jimena le dio una última pitada al cigarrillo y la siguió. Después entraron los chicos. Desde el interior, sus voces excitadas retumbaron en una cacofonía de ecos.

Me preocupaba que algún detalle imprevisto interfiriera con mis intenciones. El año era exacto, la estación era exacta y el ciclo lunar era exacto, pero había ciertos aspectos de la historia que no terminaban de convencerme. Había inconsistencias. Sacudí la cabeza y pasé por el boquete. Funcionaría. Tenía que funcionar. Lo importante era que los elementos y las ofrendas estuvieran alineados.

—¡Diego! ¡Tenés que ver esto! —La voz del Vasco rebotó por la amplia galería polvorienta. La luz de la linterna se asomaba por la primera de una larga seguidilla de puertas que se perdían en la oscuridad.

 Consulté al reloj: faltaban veinte minutos para las doce. Cambié la cámara al modo visión nocturna y me acerqué al grupo. Me asomé a un recinto rodeado de repisas altas hasta el techo. Las estanterías estaban atiborradas de vidriería de laboratorio y frascos que contenían raros especímenes y órganos conservados en formol. Marcela y Jimena habían sacado sus cámaras y grababan con avidez. Polo sostenía un frasco a trasluz donde flotaba un embrión encogido y arrugado. Tenía el aspecto de un feto humano.

—¿Seguro que no es tu hijo? —preguntó Jimena.

—Ja, ja. Muy graciosa. Creo que es una cabra. —Hizo un gesto abarcativo— ¿No les parece raro que después de tantos años todo esté intacto?

—¿Y quién querría llevarse semejantes trofeos?

El Vasco se colocó junto a las estanterías y le hizo una seña a Marcela para que lo filmase.

—¡Buenas noches, seguidores! ¡Lo conseguimos! Estamos dentro de la antigua escuela agro-técnica de Saldungaray, clausurada en la década del 50 durante la dictadura de Aramburu. Como les contamos en el programa anterior, existe una oscura leyenda sobre este lugar. Durante mucho tiempo se habló de un culto satánico que realizaba sus ritos aquí mismo. El 21 de marzo de 1970, hace exactamente 50 años, se hallaron los restos mutilados de las hermanas Irene y Marta Pereyra, de nueve y once años. Los cuerpos habían sido decapitados y tenían extraños símbolos marcados en la piel. Pero eso no es todo: los testigos dijeron que los cadáveres estaban sentados en unos pupitres en posición erguida. Las cabezas nunca fueron halladas. La policía investigó el caso pero no logró avanzar más allá de algunas pistas dispersas. A lo largo de los años, desapariciones y suicidios han sido relacionados directamente con el colegio. Hasta el día de hoy los pobladores sostienen que el lugar está maldito. Afirman que cada 21 de marzo se oyen golpes y gritos provenientes del… No, no me gusta. Cortá Marcela, por favor. Vamos de vuelta.

Pero algo no estaba bien. Porque en ese momento Marcela bajó la cámara y señaló con un dedo tembloroso hacia uno de los estantes, justo detrás del Vasco.

—Qué… ¿Qué es eso?

Las luces de las cámaras y las linternas convergieron en el mismo punto: un receptáculo que contenía un enorme corazón de vaca suspendido en un líquido turbio.

El corazón se contrajo, se agitó, comenzó a latir. Pequeños coágulos de sangre negra brotaron de la arteria.

Gritamos. Marcela dejó caer su cámara y retrocedió. El Vasco estrelló el frasco contra el suelo. Un segundo después nos atropellamos para salir del laboratorio y fueron nuestros propios corazones los que parecieron querer detenerse. Una vez en la galería notamos que algo había cambiado. Las linternas no tenían fuerza, no lograban taladrar la oscuridad más allá de unos pocos metros. Una atmósfera densa y granulosa había descendido sobre nosotros. Marcela se aferró a mi brazo y lloriqueó unas palabras suplicantes junto a mi oído. Me sacudí su contacto con violencia.

—Esto está mal… Tenemos que irnos —murmuró Polo. Pero el telón negro nos desorientaba. Nos movimos como un animal atolondrado, cinco pares de piernas intentando coordinar el escape. Levanté mi cámara y aproveché la visión nocturna. Vi la galería en un rabioso contraste de grises. Las dimensiones y disposición del lugar habían cambiado. El sitio donde antes estaba el boquete estaba ocupado por una pared de lockers. A corta distancia, a la derecha, se hallaba el acceso a la escalera que conducía a la planta alta. Más atrás, interrumpiendo el punto de fuga de un larguísimo pasillo, una montaña de sillas y pupitres formaban un pesadilla geométrica. Justo delante del desorden había un animal agazapado. Tenía cuerpo de perro pero su cabeza era la de un hombre. Nos miraba fijamente. La sonrisa se descolgó en una mueca demencial. La criatura avanzó hacia nosotros. Después aulló con un sonido que no era ni humano ni animal.

La aguja del pánico se clavó en mi médula. Lo imposible dejaba heridas en la mente. Me desentendí de todos y me precipité escaleras arriba para escapar de aquel espanto. Brazos y manos intentaron detenerme. Detrás de mí venía Polo o el Vasco gritando a voz en cuello. Más abajo se desató un pandemónium de confusión y alaridos. Subí los escalones de dos en dos. En el rellano observé a través de la cámara para ver quién me seguía y se me heló la sangre. Polo avanzaba con dificultad, intentaba subir un escalón pero su pierna se flexionaba con suma lentitud. Estiró un brazo hasta mí. Su piel parecía derretirse y fundirse con la ropa. Vi como su cabeza se retorcía y se achicaba, aplastada cada vez más entre los hombros. Los ojos se hundieron en las órbitas y desaparecieron dejando dos agujeros negros en su lugar. Los brazos se convirtieron en ramas secas. Enloquecido por la visión, llegué a la planta alta y busqué refugio en el primer lugar que encontré. La visión nocturna me mostró una biblioteca con muebles repletos de viejos volúmenes. A la derecha había un mostrador lleno de carpetas y cajas con papeles. Me escondí detrás del mostrador y vigilé la puerta intentando calmar mis temblores. La mochila con el revólver había quedada abandonada en el laboratorio. Eso que yo pretendía llevar a cabo carecía de sentido a la vista de los acontecimientos. Como para corroborar la idea, unas campanas lúgubres tañeron y vibraron en los cimientos podridos de todo el colegio. Campanadas que anunciaba la medianoche. La llegada del 21 de marzo y el cincuentenario de un crimen profano perpetrado en la carne de dos niñas.

Primero llegó la pestilencia como un heraldo de la muerte. Después el gemido. ¿Qué habría cambiado de tener yo un revólver en las manos? ¿Podría acaso haber disparado sobre aquella cabeza monstruosa que se asomó por el vano de la puerta? ¿Habría detenido las compuertas de la locura que se abrieron en mí cuando me llamó por mi nombre?  ¿Habría evitado arrancarme los pelos y rasguñarme la cara cuando aquella cosa gigantesca abrió las fauces y desenroscó su lengua, buscándome?

                                                             ***

Consigna: Un otoño peculiar

Seudónimo: Síndrome de Marfan

Un otoño peculiar

Las hojas habían comenzado su danza hacia el suelo del bosque, dejando encueros a los altivos árboles; que bramaban en fuertes quejidos, como si aquella desnudez anual les supusiera perder un poco sus vergüenzas y su sabiduría ancestral. El viento a veces ralo y desagradable traía el aroma de las uvas pisadas de los tornos del pueblo y hacia pequeños remolinos con las hojas pardas, mustias, yermas. Sobre la sierra se apretujaban las nubes, quitándose el sitio las unas a las otras, pintando de grises el cielo de un verano senil.

Ninguno en la villa supo ponerse de acuerdo en cómo empezó… Los más fantasiosos adornaban sus narraciones con innumerables adjetivos e hipérboles. Mostrando al oyente incauto una realidad aumentada de lo sucedido. Otros, utilizaban tal verborrea que era una empresa harto difícil seguirles la conversación, una muestra de cómo se podía decir tan poco con tan ingente empacho de palabras. Los había que simplemente estaban tan anonadados con el acontecimiento, que solo conseguían balbucear unas silabas entre esputos de saliva… Pero en lo que todos coincidían era en la luz.

Las nubes se apartaron de golpe y un fulgor más poderoso que el sol cegó a los vecinos, que por aquella hora de la mañana haraganeaban en la plaza; cegó a las cotillas del barrio, que se pasaban como un virus letal, de boca a oído, el último chisme del pueblo; cegó al barbero, que casi degüella al alcalde, cuyo cuello orondo emitió un gorgorito parecido al de los pavos en celo; cegó al cura, que se autoflagelaba con ahínco en su celda, por mirar con lascivia los sugerentes pechos de la viuda del carnicero; cegó a los niños del colegio, que en el recreo se entretenían en coger libélulas y mutilarlas, arrancándoles las alas plateadas… Después hubo un silencio inusual. Pero no un silencio con ruido de fondo como es habitual en el quehacer cotidiano, en el que un crujido de la madera de un árbol, el piar de un pájaro lejano, o cualquier otro sonido aleatorio rompe la calma. Aquel silencio, de aquel otoño peculiar, era total y absorbente…

Entonces aparecieron… En el centro de la plaza… un trío inusual.

Nadie se atrevió en el pueblo ni siquiera a mirarlos. Pero todos al unísono, atraídos por un amor infinito, sintieron una paz, una ternura, plácida y embriagadora, en sus corazones. Era como si por un instante todas las penas que embargaban sus almas hubieran sido computadas por un candor puro. Sin saber cómo descifrar tal torrente de emociones, sintieron por vez primera, quizá el amor más incondicional que sus mundanas vidas habían experimentado. Lo pudieron palpar en sus pechos, agitándose como un animal vivo; lo notaron en sus mentes, que por un momento se expandieron hacia una sabiduría ancestral e innominable. Lo sintieron en sus sexos, como una corriente de placer, que mojó las nalgas femeninas y abultó a ojos vista las entrepiernas de los hombres.

En ese instante fueron verdaderamente felices, sin condiciones ni ataduras…

 

Los extraños se limitaron a pasear por todos los rincones del pueblo, sin interactuar con ningún vecino, que embobados seguían con la mirada sus pasos leves, pero sin atreverse a ojearlos deteneidamente. Exceptuando las largas horas que pasaban en la playa, a apenas un kilometro cruzando el bosque. Se les veía de pie mirando absortos el océano. Como si buscaran algo entre las olas. Los animales salvajes salían de sus refugios e iban a su encuentro. Había enormes lobos, que perdían su fiereza con una de sus miradas, imponentes águilas bajaban desde los cielos en un contrapicado que hacia silbar el viento y se posaban con delicadeza en sus hombros, cervatillos, ardillas y demás animalillos correteaban entre sus piernas. Les rodeaban en la arena mojada, felices, y solo volvían a sus hogares después que los acariciaran con bondad… Desprendían una intensa luminosidad, era como una calígine que embotaba la luz, atrapándola, flotando alrededor, siguiéndoles allá donde pisaban sus pies descalzos… Sí se le preguntaba a alguien del pueblo, ninguno podía decir con exactitud el sexo de aquellos que habían venido desde la altitud. La androginia era patente. A ratos parecían bellísimas mujeres, sus cabellos largos y sedosos ondeaban con la brisa marina desprendiendo un aroma embaucador, sus ondulantes caderas y sus, parecía, pequeños senos, moldeaban sus raras indumentarias. Otros, en cambio, la masculinidad se evidenciaba en sus esbeltas figuras. Fuertes, poderosas, invencibles. Sea como fuere eran seres tan atrayentes que el deseo era igual en hombres y mujeres, sin discriminación.

En los días posteriores a su llegada comenzó la buenaventura. De un día para otro las hortalizas y frutas de los pegujaleros mostraron un tamaño rara vez visto por esas lides. Las vendían orgullosos en las villas vecinas, presumiendo ante los corrillos de mujeres y hombres, que admirados contemplaban aquellas maravillas hortofrutícolas. Las cabras y las vacas producían el doble de leche, aumentando la cantidad de quesos. Los buscadores de oro de la mina abandonaba por el gobierno hallaron pepitas como garbanzos, después de décadas rastreando los oscuros túneles. Incluso algunas mujeres yermas, concibieron el prodigio de quedarse embarazadas.

El pueblo veneraba a los extraños. Les habían adecentado una de las casas abandonadas del barrio del centro, para que tuvieran cobijo en las noches húmedas. Aunque jamás la usaron. Ninguno les vio descansar ni probar alimento alguno. A pesar de que junto a la puerta se agolpaban todo tipo de viandas.

A veces algún vecino les había visto al caer el crepúsculo, en la orilla del mar haciendo un corro. Sujetándose las manos los unos a los otros. Y allí se los había encontrado al alba, en un trance hipnótico. Otras veces les hallaron en lo profundo del bosque, abrazados a los árboles más arcanos, susurrándoles en un lenguaje ininteligible y antiguo, y éstos parecían contestarles con crujidos y lamentos que surgían de lo más profundo de la tierra. Una mujer aseguró que al acostar a sus niños un leve resplandor llamó su atención. Al asomarse al alféizar de la ventana presenció un acto sobrecogedor y enigmático… Los tres extranjeros estaban sobre el tejado de la casa que el alcalde les había cedido amablemente. Observaban el inmenso cielo estrellado, que aquella noche parecía contener más astros de lo normal. Y de repente, según relataba la anonadada señora, desde el mismo cenit del cielo una insólita manga de luz estelar bajó serpenteante hasta ellos, que con los brazos en alto la recibían. Sus cuerpos, entonces, parecían vibrar y esa eflorescencia los envolvía, penetraba sus cuerpos, como en una simbiosis de luz, oscuridad y carne.

Pero entonces ocurrieron las tragedias.

Se sabe que cuando las desgracias se ceban con el ser humano se tiende a buscar explicaciones, se le implora y exige a un ser superior que derrame las debidas explicaciones. Pero el mal es aleatorio e indiscriminado, nunca sujeto a leyes algunas. Cuando una mula percherona mató de una coz al herrero, desparramando sus sesos por la fragua, las malas vibraciones comenzaron. Más aún cuando en el velatorio del decapitado, dos jubilados que pescaban en el río entraron sobresaltados en el tanatorio. Narrando que las aguas bajaban negras como la pega e incontables peces muertos flotaban en la superficie. A ninguno se les ocurrió pensar que pudiera haber sido un accidente provocado por el hombre. Con el cuerpo del muerto presente los individuos de espíritus más siniestros comenzaron a murmurar una retahíla sobre castigos divinos y demás sandeces.

Dos días después un pequeño crío jugaba en las inmediaciones de un pozo, que aunque estaba tapado por una vieja tapadera de madera, ésta cedió y el niño se precipitó hacia el negro agujero. La casualidad hizo que los extraños estuvieran allí en uno de sus letargos y aunque intentaron reaccionar cuando llegaron al borde del pozo el pequeño ya se había ahogado.

Fue en el cementerio, mientras daban digna sepultura al pobre niño, cuando desde la multitud alguien gritó señalando a los seres seráficos, que a una distancia prudente contemplaban impávidos el sepelio.

─¡Han sido ellos! ¡Ellos han traído la desgracia al pueblo!

El grito de la madre del crío fue ensordecedor y fue el detonante para que la jauría humana se abalanzara poseída sobre los tres individuos. La algarabía fue contundente; les golpearon, les arañaron, algunos les mordieron. Hechos unos ovillos sobre la hierba fresca, les arrancaron sus vestiduras y pudieron ver sus cuerpos casi albinos. Bajo la ira infundada observaron atónitos que carecían de sexo.

Conducidos por los municipales, atados a una soga gorda y áspera, les llevaron por el camino que bajaba de la necrópolis. Los niños del pueblo les rodeaban; incluso los más atrevidos y malévolos les tiraban piedras y cagajones de mulas. La multitud aullaba, escupiendo maldiciones sobre aquellos que les habían traído esperanza apenas unos días atrás. Ahora eran el centro inequívoco de sus iras. Se estaba preparando la purga.

La mañana amaneció con neblina. Aquel silencio impactante, de cuando bajaron del cielo los extraños, volvió a someter al pueblo. Solo se escuchaban las campanas de la iglesia en una sorda letanía entonando el “toque de muerto”. Doblaban pausadamente, en un vaivén que se extendía con ponzoña en el aire pesado y gelatinoso… Los tenían encerrados en un cobertizo subterráneo. La gente los miraba a través de las rendijas de madera e incluso algunos orinaban sobre ellos, mientras se reían profiriéndoles insultos. En sus ojos se podía adivinar un profundo sentimiento de desengaño y pérdida. Tirados sobre la paja y la mugre, desnudos, aún conservaban dignidad y benevolencia. Era como si se enfrentaran a una causa perdida y la desazón hubiera impregnado sus ojos esmeraldas.

 

La gente comenzó a gritar con vehemencia cuando vieron llegar al cura, el alcalde y los seis municipales que tiraban de dos mulas y un carromato por el camino que venía de la población. Detrás de ellos se aglomeraba el resto de los habitantes del pueblo que murmuraba palabras ininteligibles que el aire viciado devoraba… Se detuvieron delante de la improvisada celda y con gesto solemne el edil dijo:

─¡Sacadlos de ahí!

Las autoridades abrieron el portón, un intenso aroma floral surgió de aquella gayola. Por un momento dudaron, como sí no supieran que hacer, hasta que el bullicio les despertó del letargo. Subieron uno a uno a la carreta. El populacho abucheaba, escupía, maldecía, mientras le tiraban piedras y basura. El birlocho comenzó su caminar por la senda que conducía al mar. Las campanas ahora tocaban más rápido, sin cesar un instante. La gente seguía el cortejo nerviosa. Presa de una ansiedad y una maldad irreconocible.

El carro se detuvo en los límites del bosque. Justo donde comenzaba la finísima arena amarilla. A empellones los condujeron por la arena. A veces se caían y los gendarmes les molían a culatazos con sus rifles.

El mar estaba en calma chicha. La niebla apenas dejaba ver las pequeñas ondulaciones de la marea baja. Estaban  en fila, mirando a la multitud, con aquellos ojos insondables. El cura leyó de su gran biblia versículos de San Juan y después uno a uno los bendijo haciéndoles la cruz en la frente.

El alcalde dio la orden sin mucha convicción. Los municipales prepararon todo los utensilios castrenses, pero no pudieron hacerlo. “Sus ojos… sus miradas” Dijeron.

Y tras meditarlo con el edil y el párroco les dieron la vuelta hacia el mar, dándole la espalda a la gente. En ese instante las campanas dejaron de tañar. El alcalde bajó el brazo y sonaron seis disparos secos. El eco duró un breve instante. Después silencio absoluto… El agua del océano comenzó a teñirse de un rojo intenso, mientras las olas iban y venían, compasadas.

La gente se sintió extraña, rara, confusa. Al fin y al cabo jamás habían presenciado la ejecución de tres ángeles.

 

“Nadie acepta los servicios del ángel asesinado”

Rafael Pérez Estrada.

 

         Consigna: Escribir un relato de género libre bajo el título: “Un otoño peculiar”

Pseudónimo: Gato negro.

martes, 30 de mayo de 2023

Un otoño peculiar

Un tibio sol de finales de octubre lucía en el cielo matinal. Los aldeanos agradecían el dulce calor en sus rostros, mientras, desperdigados por los claros del bosque, aguardaban expectantes. Por fin, oyeron el suave retumbar, tan conocido. La plaga de pikas llegaba, un año más. Esta vez se había hecho esperar unas semanas. Los más ancianos habían empezado a elevar oraciones, aterrorizados por la posibilidad de que ocurriera, de nuevo, lo peor. Pero la migración estaba allí; miles de regordetes roedores arribaban en masa al valle de Chapatonic desde las escarpadas laderas del norte.

El valle era en realidad un pequeño cañón, situado en lo más profundo de las Montañas Rocosas, que aislaba a sus pobladores de la civilización.  La tierra no había sido bendecida por Dios; agreste y reseca, apenas permitía el crecimiento de frutos silvestres. La fauna era muy escasa. La migración anual de las pikas era la savia vital que facilitaba la existencia de aquella remota sociedad. Su caza sistemática les permitía, los primeros días de su llegada, llenar sus encogidos estómagos, castigados por la aridez del verano. Durante las tres semanas posteriores, adultos y niños se dedicarían a recoger los cadáveres de los cientos de trampas, y preparar las salazones y encurtidos que les permitirían sobrevivir el resto del año. Las mujeres utilizarían las pieles para reparar y confeccionar los ropajes invernales. El sebo se guardaría celosamente para las velas que consolaban las negras noches en el cañón. Hasta los huesos serían machacados, como especia, y pulidos, para fabricar pequeñas herramientas como cucharillas y agujas.

Siempre dejaban vivas alrededor de una cuarta parte de los animales. Sabían que eso garantizaba su retorno al siguiente otoño. Setenta años atrás, sus antecesores habían cometido el error de exterminar a casi todas. Al año siguiente del dislate, apenas volvieron cincuenta pikas. Lo llamaron el otoño negro: durante el invierno subsiguiente murió por inanición la mitad de la población del valle. La sociedad de Chapatonic vivía por y para Dios, como fervientes protestantes que eran. Pero era la migración de pikas lo que les daba la gracia de la existencia.

Dos días después de la llegada, sin que nadie le prestara la menor atención, volvía al pueblo el pastor de Dios, Charles Ardwin, bisnieto, nieto e hijo de pastores. La misión divina se había transmitido en su familia por generaciones. Pero en su caso, la gracia del Supremo no le había bendecido en exceso: Ardwin leía libros, escribía un diario, y realizaba largas excursiones por el valle. Los parroquianos le miraban con recelo. Sin embargo, cumplía las obligaciones eclesiásticas con rigor, por lo que toleraban sus desviaciones. Esta vez volvía  demudado y con una mirada extraña en los ojos.

Esa noche se celebró la fiesta del sacrificio; la reunión más feliz del año, en la que los lugareños se permitían transgredir el rígido credo protestante y beber, bromear y hasta bailar. Buena parte de ellos se acomodó en mesas situadas en la explanada principal del valle. A la luz de la hoguera, bebían a pequeños sorbos el preciado orujo de bayas y devoraban cientos de pikas asadas, todavía de forma desaforada.

El alcalde Mergan Thaniek era uno de ellos. De buen humor y un poco chispeado, estaba devorando una carcasa de pika. Se sentía saciado, y bendecido por Dios. Los niños correteaban alegres a su alrededor; las familias se sentían, por una vez, seguras y satisfechas. El párroco Ardwin se acercó entonces al centro de la plaza, temblando de pies a cabeza, con ojeras que demacraban su rostro.

  —Hermanos, escuchadme, hermanos.

Nadie tenía muchas ganas de escucharle justo en ese momento, pero era el pastor de Dios. Así que la algarabía se apaciguó a los pocos segundos.

    —Tengo algo importante que deciros, algo inesperado, y que… que puede suponer la condenación de nuestras almas.

El silencio inundó la noche. Nadie esperaba que, precisamente en esa reunión, mencionara la cuestión que era la guía —y el yugo— de sus vidas. Una brisa helada se levantó con un tenue silbido. Ardwin sintió cómo le acariciaba el cuello, erizándole el vello de la nuca, como el aliento gélido de un demonio menor. Por fin, con un inmenso esfuerzo, pudo encontrar las fuerzas que llevaba horas buscando dentro de sí. Se puso rígido como una vara de enebro y declamó:

    —Hermanos, las pikas son seres pensantes. Las pikas tienen alma.

Mergan Thaniek se quedó inmóvil, con la carcasa del roedor todavía parcialmente dentro de su enorme boca. En cualquier otra circunstancia, su aspecto habría sido motivo de chifla. Pero no en esa: la salvación del alma era el objetivo vital de todos los allí congregados. Al fin y al cabo, sus existencias eran, en buena medida, una carrera desesperada por mantenerse con vida hasta que Dios decidiera llevárselos consigo, mediante unas fiebres o una inflamación de vísceras. Pero esos males eran siempre preferibles a morir de inanición; esa circunstancia contravenía los mandamientos de Dios. Por eso, les resultaba inconcebible lo que acababan de oír: que sus continuos esfuerzos por echar algo en sus estómagos podrían provocar su condena eterna.

—¿Qué quieres decir pastor? —consiguió preguntar el alcalde, una vez escupida sobre la mesa el pedazo de carne.

—He estudiado su forma de organización durante los últimos tres años. Escuchadme, por favor. No son simples bestias. Se organizan para educar a las crías de forma comunal; como hacemos nosotros.

—Eso lo hacen muchos animales —gritó un parroquiano indignado.

—Dejadme terminar. No solo hacen eso; dejan reservas de comida para el retorno de los que sobreviven. Por la noche suelen reunirse para mirar al cielo, a las estrellas. 

—Estás delirando, pastor —repuso el alcalde, muy nervioso—. El demonio habla por tu boca. Deja ya de comportarte en contra de los mandamientos.

Alcalde, yo también pensé que el demonio me engañaba. Pero el supremo creador me ha dado unos ojos para observar, y mi limitada mente para extraer conclusiones. “Quien no quiera oír, que no oiga”, dice la sagrada Biblia. Pero también nos dice: “Bienaventurados vuestros ojos, porque ven”. Y ellas, las pikas, ven. Esta última semana lo he confirmado. Han aprendido a escribir. Símbolos básicos, sencillos. Los marcan con sus incisivos en los troncos. Creo que son instrucciones o consejos, para los que vienen detrás. Pero todas son capaces de interpretarlos. Se quedan paradas delante de ellos y los observan detenidamente, moviendo ligeramente sus bocas. Ellas entienden, hermanos. ¡Entienden! Y quien ha recibido entendimiento de Dios, ha recibido un alma. Tal como nosotros.

Thaniek era la persona más sagaz de Chapatonic. Tenía el don de percibir con facilidad las emociones ajenas. Pudo por tanto palpar el miedo cerval y la desesperación en las almas de los allí congregados, la mayoría de los cuales tenían distintos trozos de pika asada entre sus manos pringosas, entre sus dientes, manchando sus comisuras. Su inteligencia le sugería con frecuencia qué decir en las reuniones, incluso en las más conflictivas. Pero en esta ocasión, tenía en frente a la única persona con más autoridad moral que él en el valle. Un pastor enajenado, de eso no tenía duda, pero al que no sabía qué replicar, aun cuando todas las miradas, suplicantes, se habían posado en él.

Una oscura intuición nació entonces en su mente. No podía enfrentarse a la autoridad religiosa, pero lo que sí podía hacer era desacreditar a la persona que ostentaba el cargo. Y sabía cómo. Se repantigó ligeramente sobre la mesa que había dejado a sus espaldas; tomó una actitud burlona, y exclamo en voz bien alta:

—Bien bien, Charles, así que dices que estos bichos piensan. Que tienen inteligencia. Claro, claro… Charles, dime una cosa, por favor. Si piensan y son capaces de reflexionar —aquí levantó el tono y lo hizo socarrón— ¿Cómo es posible que, un aaaño tras otro, vengan voluntaaariamente a este valle, para que las matemos, les arranquemos la piel, las destripemos y hagamos salchichas con ellas? —agregó triunfante, mientras se llevaba de nuevo a la boca el pedazo asado de pika y lo masticaba con énfasis.

Tras unos instantes de silencio, una carcajada nerviosa, estentórea, salió de las gargantas de todos los allí congregados. Había en ella un punto de liberación, de salida desesperada del borde del abismo. La risotada se alargó durante largos minutos, mientras todos volvían a comer los pedazos de roedor de las cazuelas y las bromas volvían a llenar la noche.

Ardwin se quedó parado ridículamente en mitad de aquel alborozo, con los brazos caídos y la certeza de que había fracasado. En realidad, nunca había tenido la seguridad de que las cosas pusieran suceder de otra forma. Lo intentó una vez más, no obstante.

—Hermanos, por favor, escuchadme

—Reverendo, déjelo.

Era uno de los feligreses, que le estaba tomando del brazo. Tiraba de él ligeramente; no era una petición.  Hundido y derrotado, el padre Ardwin volvió a su cabaña, en la que vivía solo al no haber encontrado todavía esposa.

Al amanecer del día siguiente sonó la puerta de la cabaña. Charles Ardwin la abrió. Sabía a quién iba a encontrar; sabía lo que iba a suceder. Era Mergan Thaniek.

—Padre —ya había recuperado el tratamiento, tras la burla de pocas horas antes—. Es hora de irse del valle. Recoja sus cosas. El paso del norte está todavía abierto.

—Tranquilo; preparé ayer la mochila. ¿Quién va a ser mi sustituto?

—Mi hermano, probablemente. Espero que lo entienda, padre. No puede seguir aquí tras lo ocurrido ayer. No voy a permitir una herejía en mi valle.

—Claro, Mergan, claro.

Lo acompañó hasta el límite del pueblo, allí donde empezaba un sendero apenas insinuado entre la maleza.

—Mergan —exclamó el pastor antes de alejarse para siempre—. Ayer me preguntaste por qué vienen todos los años las pikas para su sacrificio, teniendo como tienen alma.

— Pregunté cómo es que vienen a que las devoremos, si es que son tan inteligentes — corrigió el alcalde, molesto por tener que retomar el tema.

—Bien, lo mismo da —respondió con oscura calma Ardwin—. No me dejaste responder tu pregunta.

—Charles, no me importa. No me importa en absoluto. Vete del pueblo. Ahora.

No muy lejos de allí, una pika malherida y debilitada, oculta entre los arbustos, contempló al pastor partiendo hacia el exilio. Bajó con lentitud su maltrecha cabeza.

Doce meses después, Mergan Thaniek estaba tumbado en un prado, bajo un dulce cielo gris, jugueteando con la hierba reseca mientras esperaba junto a sus conciudadanos el regreso de las bestias. No tenía dudas de que éste se iba a producir, una vez más, y de que iban a poder llenar de nuevo sus estómagos. A pesar de la capacidad de raciocinio y de la avanzada estructura social de esos extraños animales. Hechos que conocía perfectamente desde hacía muchos años, junto a muy pocas personas del pueblo. Sabía también que, muy probablemente, tuvieran alma. No le importaba. Condenaría una y mil veces la suya y la de sus conciudadanos, mientras pudieran seguir llevándose alimento a sus bocas desdentadas. El motivo de que regresaran al valle cada año era algo que no entendía, y que no le importaba. Quizás las guiara el Señor, sus caminos son inescrutables… Recordó por unos instantes al infame Charles Ardwin; una inquietud nubló durante unos instantes su mente. La eliminó rápidamente de su cabeza. Ese no iba ser un otoño distinto del resto.

Se oyó un retumbar de miles de pasos. Oscuras sonrisas comenzaron a nacer en los rostros de los aldeanos. Pero esta vez, algo era distinto. El sonido era mucho más potente que otros años. Y provenía de distintas partes a la vez, no sólo del norte. Pocas horas más tarde, los dos mil habitantes del valle de Chapatonic estaban contemplando a decenas de miles de pikas. Erguidas sobre sus patas traseras, y situadas en las partes altas del valle, tras haber esquivado con facilidad todas sus trampas. Rodeándolos.

Pudieron entonces mirarlas a los ojos. Lo que vieron en ellos disolvió para siempre todas sus dudas respecto a su inteligencia. También, respecto a su capacidad de odiar.

FIN

 

Pika: Género de mamíferos lagomorfos de la familia Ochotonidae. Son nativas de climas fríos en Asia y América del Norte. La mayoría de las especies viven en laderas de montañas rocosas (fuente: Wikipedia)

 

 

Consigna: Relato de hasta 4 hojas, del género que desee, bajo el título: Un otoño peculiar

 

Seudónimo: Igor Náhuatl

Un otoño peculiar

Cada vez que llega mediados de marzo viene a mi memoria algo que sucedió cuando era chica. Tendría once o doce años. Con mi madre habíamos ido a visitar a mi tía Marga. Yo estaba sentada en el pasto de su hermoso jardín, observando fascinada toda la vegetación que me rodeaba, cuando ella se acercó y se sentó a mi lado. Apoyó su mano en mi rodilla y me preguntó porque tenía cara triste. Le respondí, sin dejar de mirar a mi alrededor, que pronto llegaría el otoño y que todo ese hermoso verde desaparecería, que los árboles quedarían desnudos y que eso me deprimía.

-Chiquita, -me dijo – son solo unos meses, después todo cobra vida otra vez. Es un ciclo natural.

-Ojalá no hubiera otoño. Aunque sea por una vez.

Marga me tomó de la mano y me pidió que la acompañe. Caminamos hasta un invernadero que había en el fondo del terreno y entramos. Estaba lleno de plantas de lo más variadas. Algunas que jamás visto. En la esquina más alejada del lugar había una especie de escritorio, bastante viejo y una repisa con libros. A medida que íbamos caminando, mi tía, arrancaba hojas y flores de diferentes plantas y me las daba a mi. Cuando llegamos al viejo escritorio acercó un mortero de piedra y me pidió que pusiera todo lo habíamos recogido ahí adentro. Se estiró para tomar un cuaderno de la repisa. Era grueso, con una encuadernación de cuero bastante gastada. Cuando lo abrió pude ver que estaba todo escrito a mano con una letra estilizada y prolija. Algunas páginas tenían dibujos, símbolos y hasta hojas naturales pegadas. Yo miraba con ojos curiosos pero en total silencio. Cuando encontró lo que buscaba, colocó el cuaderno sobre un atril que estaba en el escritorio. Luego rebuscó entre pequeños francos y apartó dos. Tomó un viejo jarro enlozado y me lo dio.

-Vas a ayudarme -me dijo – Ahí, junto a los geranios rojos, hay una canilla. Necesito que lo llenes hasta la mitad.

Cuando volví con el agua Marga ya tenía encendido un pequeño mechero. Tomó el jarro de mis manos y lo puso encima de este.

-Mientras el agua hierve quiero que primero rompas con los dedos las hojas y flores que recogimos y después las pises con el mortero hasta que se forme una pasta.

Así lo hice. Cuando terminé la tarea, empujé el mortero sobre el escritorio dejándolo frente a mi tía. Ella miró en su interior y luego me miró a mi con una sonrisa. Supe que lo había hecho bien.

Tomó uno de los frascos que había separado al principio y dejó caer cuatro gotas y agregó siete gotas del segundo. Mientras murmuraba unas palabras que no pude entender, mezclaba todo dentro del mortero. Recogió esta pasta con una cuchara y la echó dentro del jarro con el agua que ya estaba hirviendo. Mientras revolvía esa preparación se podía sentir en aire un aroma dulce. Yo no decía nada y mi tía tampoco. Ella cada tanto se volteaba a verme y se le dibujaba una sonrisa en los labios.

Luego de varios minutos apagó el fuego. Volcó el líquido hirviente en una regadera de aluminio, fue hasta la canilla junto a los geranios y la llenó hasta el tope.

-Bueno mi chiquita, vamos a hacer magia -me dijo y volvimos al jardín.

Regamos cada una de las plantas y árboles. Dijo que con sólo un chorrito alcanzaba.

Cuando terminamos, ella dejó la regadera sobre el pasto y suspiró satisfecha. Esperé un rato para ver que pasaba, cual era la magia, y como nada sucedía le pregunté:

-¿Y la magia adonde está?

-Está ahí mi chiquita, solo que no podés verla aún. Quiero que vuelvas a visitarme en un mes y te darás cuenta de lo que hicimos. Pero tenés que prometerme algo, que no le contarás a nadie. Este será nuestro secreto.

Pasaron los días y tal como había prometido, a nadie le conté. Esperaba ansiosa volver a la casa de mi tía para ver cual era la magia.

Seis semanas después mi mamá me dijo que me abrigue por que íbamos a visitar a Marga.

El viaje en colectivo se me hizo eterno. Yo miraba por la ventanilla las calles llenas de hojas, los árboles semi-desnudos y el gris del cielo. Se me hacía el paisaje más deprimente del mundo.

Cuando llegamos a la casa de mi tía, ella nos recibió con abrazos y nos hizo pasar. Había olor a bizcochuelo recién hecho que perfumaba todo el lugar.

-Susi, poné la pava que ya venimos. Le voy a mostrar un cosa a la nena.

Caminamos hasta la puerta de atrás,  la que daba al jardín y antes de abrirla me pidió que cierre los ojos y que solo los abriera cuando ella me lo dijera. Así lo hice.

Una vez que la puerta se abrió Marga se colocó detrás de mí y apoyó sus manos en mis hombros. Suavemente me empujó para indicarme que avance. Luego de unos cuantos pasos me dijo que me detuviera y que ya podía ver.

Lo que había ante mí era un sueño. El jardín estaba lleno de flores, los árboles estaban repletos de hojas de un verde intenso. Se podía oír a los pájaros cantar y mariposas revoloteaban por todas partes. En el jardín de mi tía no era otoño. Lo que allí veía era un imposible. Era magia. La magia que habíamos hecho juntas. La miré emocionada y ella llevó su dedo índice a los labios.

-Shhhh. Es nuestro secreto -me dijo. A lo que yo solo asentí con la cabeza.

Desde ese día y a medida que fui creciendo mi tía fue enseñándome muchas recetas. Han pasado muchos años.

Hoy Marga ya no está y como nunca tuvo hijos me dejó su casa.

Hoy soy yo la que escribe en el viejo cuaderno con tapas de cuero ajado.

Hoy soy yo la que hace magia.

Hoy soy yo la que tiene un jardín siempre verde.

Un otoño peculiar

Cuervo negro

Un otoño peculiar

Como todo en otoño, el fin de las cosas empezó con las hojas de los árboles.

 

A Andrea le encantaban, se le iluminaba la sonrisa cuando veía las amarillas hojas caídas servidas por la naturaleza en manos del destino y también de los porteros que, en una terna lucha de voluntades, las juntaban en pilas y las dejaban abandonadas en el cordón de la vereda para ver si eran ellos o el destino quién terminaba por ceder y deshacerse finalmente de ellas. Las montañas de hojas secas llevaban a Andrea a revivir su infancia Con una aniñada risa inocente y una culpable mirada adulta para asegurarse de que nadie la veía, pisaba con fuerza las hojas para escucharlas crujir o las pateaba para verlas volar. Yo, como único testigo de su búsqueda del tiempo perdido, sólo podía admirarla en silencio y copiar, como podía, una sonrisa que nunca iba a ser tan brillante, pero que, al menos, tenía el honor de reflejar la suya.

 

A mí no me gustaban las hojas caídas. Mientras que la experiencia infantil de Andrea con ellas era de pura alegría, en mí caso, significaban apenas un engaño de la naturaleza para ocultar la inescapable presencia de la caca de perro que uno, de forma irremediable, terminaba tarde o temprano por pisar. Y eso, a su vez, conducía a que mi madre me dijera que era un pelotudo, que se lo hacía a propósito y que la próxima vez me iba a hacer limpiar las zapatillas con la lengua, cosa que nunca pasó, pero que no por eso convertía la amenaza de la posibilidad en algo menos terrorífico. Con el tiempo, supongo, las hojas caídas se habían convertido para mí en una representación de las horrorosas incertidumbres de la vida.

 

Sin embargo, al que más le gustaban las hojas caídas era a nuestro perro que, como todos los perros, prefería los hechos a las metáforas y las usaba, mayoritariamente, para cagar. No se me escapaba la ironía de que mi propio perro continuara, sin saberlo, el legado que atormentó mi infancia pero, después de cierta edad, uno pierde el idealismo y está más dispuesto a hacer la vista gorda ante las injusticias y, si la caca de mi perro hacía que la madre de alguien lo hiciese limpiar las zapatillas sucias con la lengua, ese ya no era un problema mío. Después de todo, mi madre estaba muerta y yo ya había entendido que la vida era injusta con todos. Pero no sabía cuánto.

 

Nunca lo había pensado, pero supongo que en otras partes del mundo donde no era otoño el fin de las cosas habrá llegado de otra manera, pero acá, fue con las hojas. Como no es algo en lo que la gente piense demasiado, el hecho de que no estuvieran no llamó mucho la atención. Todos asumimos que el gobierno había implementado algún nuevo plan de limpieza barrial en medio de un año de elecciones, o que los porteros habían perdido la guerra de las voluntades y habían decidido deshacerse, de una vez por todas, de las montañas de hojas secas. Pero pronto se hizo evidente que no era así, de a poco los medios empezaron a levantar la noticia: era pleno otoño, los árboles estaban cada vez más desnudos y las hojas no estaban por ningún lado.

 

Después de las hojas fueron las ruedas delanteras izquierdas de los autos, la gente se espantó un poco, pero como no pasó nada más por unos días, las cambió por las de repuesto y siguió la vida como de costumbre. El ser humano tiene la capacidad de normalizar casi cualquier cosa. Cuando, de un día para el otro, no hubo más kiwis, simplemente encontraron otra forma de arruinar la ensalada de frutas. Los políticos y los medios y, en menor medida, también los porteros, pedían calma y paciencia. Cosa que se volvió más difícil el día en que desaparecieron los televisores.

 

Una a una las cosas dejaban de estar, como si nunca hubieran estado o, más bien, como si siempre hubieran no estado. Las sobras de las heladeras, los zócalos de madera que, según Andrea, le daban un toque de distinción a la casa, el número treinta y cinco, los viejos papeles de expensas que uno guarda por si acaso, las máquinas de coca y los tachos de basura. Y dentro de toda la locura, eran la certeza de que nada malo iba a pasarte y las pequeñas rutinas las que te mantenían cuerdo. Ambas cosas terminaron para mí cuando quise sacar al perro al dar una vuelta sólo para descubrir que la correa ya no estaba en su lugar habitual y, lo que es peor, tampoco estaba el perro.

 

A los gobiernos de la Tierra les costó seguir cuando un martes, que de no haber sido ese preciso martes, no hubiera tenido ninguna consecuencia, todos los edificios gubernamentales se desvanecieron. Una semana después, desaparecieron los días martes. Andrea ya no sonreía, había empezado a escribir interminables listas de todo lo que se iba perdiendo en un esfuerzo inútil por recordar lo que había dejado de existir. Yo ya había perdido toda esperanza y me había refugiado en botellas de whisky de la misma manera en que ella lo había hecho en sus listas. Cuando un día ya no encontró más lapiceras ni lápices Andrea estuvo a punto de abandonar, pero no lo hizo y continuó con la ayuda de una vieja caja de crayones. Sin embargo, cada vez más seguido venía a refugiarse a la cocina conmigo y mis bebidas que, debo admitir, se habían vuelto más difíciles de tragar desde que no había más hielo.

 

Que yo sepa, nadie supo nunca por qué había llegado el fin de las cosas. Nadie descifró el por qué del orden en que las cosas se iban, o cómo es que ocurría. Me acuerdo que se hablaba mucho de Dios y de aliens. Algunos opinaban que Dios fue el primero en desaparecer y que toda su creación lo había empezado a seguir. Otros sostenían que los extraterrestres habían apuntado contra la Tierra un rayo que nos iba transportando de a poco a otra dimensión para sacar al planeta del medio. Yo, por otro lado, ayudado bastante por el alcohol, creía que cualquiera que viniera a contarme alguna de esas teorías pelotudas iba a terminar por encontrarse en el final de la trayectoria de una botella de vidrio semivacía y que los iba, además, a golpear tantas veces que iban a desear que lo próximo en desaparecer fueran las botellas de Johnny Walker o las contusiones cerebrales.

 

Unos días antes de terminar el otoño, le pedí a Andrea que me alcanzara al baño otro tomo de la Enciclopedia Británica. Hacía ya unas semanas que no quedaba más papel higiénico. Usábamos la enciclopedia porque con la cantidad de palabras que desaparecían cada día ya no tenía sentido y además porque quién carajo usa una enciclopedia hoy en día. Ni siquiera sabía por qué teníamos una en la casa. Cuando repetí el cada vez más urgente pedido de papel atiné a escuchar a Andrea decir las palabras “hace cosquillas” seguidas de un espantoso golpe seco. La casa quedó en silencio. Llamé a Andrea varias veces, pero no hubo respuesta, por lo que salí del baño sin subirme los pantalones. El ruido había sido provocado por el volumen doce de la Enciclopedia Británica al golpear contra el suelo de madera. Andrea, como lo esperaba, no estaba por ningún lado.

 

No recuerdo mucho después de eso, pero creo que el fin de las cosas se aceleró. Las cosas que estaban y dejaban de estar a mi alrededor ya no tenían significado mientras me hundía más y más en las botellas que había ido acaparando desde el inicio de toda esta locura. Otros llenaron sus casas de velas, de comida en lata, de agua potable. Yo traje todo el alcohol que pude conseguir, y lo más variado posible también. En un mundo que desaparece de una cosa a la vez, lo más tonto que se puede hacer es poner todos los huevos en la misma canasta. Por eso, cuando dejó de existir el whisky pude seguir tomando vodka, o sake, o tequila y me pude seguir riendo de todos esos que solo se habían enfocado en comida deshidratada, o en huevos, o en canastas.

 

Lo sentí cuando ya no quedaban árboles, ni colchones, ni agrupaciones vecinales, ni museos. Era un calor que comenzaba en la nuca y se esparcía de a poco por todo el cuerpo. Andrea tenía razón, hace cosquillas. Pase lo que pase, espero que haya algo del otro lado, un lugar donde vuelvan a estar las cosas. Donde pueda volver a ver hojas de árbol caídas y los perros que las cagan. Un lugar con las listas escritas en crayones y, si tengo suerte, la luz de una sonrisa que tenga el honor de reflej     

 

Milo Mantenna

Consigna:

Escribe un relato de hasta cuatro hojas de Word,

del género que desees, bajo el título:

Un otoño peculiar.

Un otoño peculiar

Llegó a las calles de la pequeña ciudad de Edén cuando las hojas cubrían de marrón sus calles; se quitó el casco de la motocicleta y se colocó el sombrero. Vestía como una antigua pistolera. Sombrero de ala ancha para protegerse del sol y abrigo largo para tapar las dos armas que se ceñía a la cintura. Cubría sus ojos verdes con unas viejas gafas de sol que se apoyaban en su nariz, allí donde sus genes  habían decidido que era buena idea ponerle una pequeña marca de nacimiento y algunas pecas.

El vehículo se había quedado sin combustible y no había comido nada desde el día anterior. Avanzó por una calle ancha cubierta de hojas y coches detenidos en un eterno atasco. Seguro que podría recoger de ellos la gasolina necesaria para su motocicleta. Solo necesitaba un tubo y un recipiente para guardarla.

Al final del callejón había una tienda en la que podría encontrar todo lo que necesitaba, incluso comida, si no había sido saqueada con anterioridad. Al acercarse vio que la puerta se encontraba cerrada. Rompió el cristal. Después introdujo la mano con cuidado de no cortarse con los cristales, quitó el cierre y accedió a la tienda. Por su propia seguridad, lo primero que hizo fue registrar el local para comprobar que no hubiera infectados que la atacara mientras conseguía suministros.

Media hora después había conseguido llenar su mochila con algunas latas de comida, refrescos y agua. A pesar de estar pasadas de fecha no pensaba dejar pasar la oportunidad de llevar algo de alimento y no depender exclusivamente de la caza.

Salió de la tienda y, sentado en un banco, se encontró a un muchacho que sostenía un libro en sus manos. Los desnudos árboles franqueaban el camino hasta él. Se acercó con cautela y le habló suavemente para no asustarle.

—Hola. ¿Me podrías decir cómo se llega al Cuartel General? Me han pedido que venga, pero no me han dado muchas indicaciones, solo que se encontraba en la ciudad de Edén.

El chico apenas giró levemente la cabeza hacia ella, pero lo suficiente para poder comprobar que se encontraba infectado. Ella dio unos pasos hacia atrás, pero trastabilló cayendo al suelo. Quiso ponerse en pie de inmediato y defenderse. El muchacho no hizo ningún movimiento.

—Dejale, es inofensivo —dijo una voz ruda tras ella. Tenía un marcado acento. L chica miró y vio al hombre que estaba buscando. Era igual que en la foto que había recibido. Pelo moreno, con entradas. Una abundante barba y un espeso bigote adornaban su cara. Protegía sus ojos con unas gafas oscuras y sostenía entre sus dedos un puro—. ¿Venís buscando en Cuartel General? Seguime. —Y echó a andar sin esperarla.

Ella se puso en pie casi de un salto y siguió al hombre barbado llena de preguntas para hacerle.

—Decime tu nombre, muchacha —pidió.  Y, antes de que ella pudiera responder, agregó—. Pero no el real, si no por el que quieres ser conocida. Has de respetar el anonimato en todo momento, hasta el final de todo esto.

Ella pensó unos instantes y  respondió:

—Solitaria.

Sin decir más, el hombre se  paró frente a una puerta, a escasos metros de donde había encontrado a la chica y tecleó un código en un panel de acceso. La cancela se abrió y el hombre atravesó el umbral.

—Solitaria, se bienvenida al Cuartel General de Edén. He citado aquí a los más brutos de los novelistas, para que, con vuestra literatura, me ayudéis a combatir la plaga de Estupidiencia que asola el planeta. Desenfundá tus plumas y podés empezar a escribir cuando querás. Por cierto, mi nombre es Raúl.

—Y, ¿dónde están los demás?

—Sos la primera en llegar. Además, no tendréis contacto, más allá de las lecturas, que se transmitirán online a todo el planeta. Vos estarás en esta estancia y resto de brutos en la suya.

—¿Y con nuestros relatos podremos curar a los infectados de Estupidiencia? —preguntó ella con desconfianza.

—No por completo y no a quien no se quiera curar. ¡Ah!, casi se me olvida; tendrás que depositar los relatos antes de la finalización del plazo en esta bandeja de correo que está acá, antes de la finalización del plazo.

»Cuando acabe cada ronda de lectura, debés hacer una crítica del cuento escuchado, siempre con respeto, criticar si es necesario y alabar si es procedente. Los comentarios de los textos propios se harán como si fueran de otro participante, no dando a entender, ni de forma explícita ni de forma tácita, que el texto es suyo. Y finalmente votá al que más te gustó. Si contravenís esta norma, en la que está implícito el anonimato, serás expulsada del Cuartel General y de la ciudad de Edén. ¿Entendiste?

—Sí, Raúl. Gracias por confiar en mí para esta tarea. Prometo escribir mis mejores relatos para ayudar en la erradicación de la Estupidiencia.

—Y recordá, aunque tu relato no sea el elegido para pasar de ronda y quedés fuera, debés continuar colaborando con las críticas, eso nos ayudará a todos a llegar al Relato Definitivo que devuelva a la raza la inteligencia que nos robó la tecnología.

—Así lo haré —prometió ella.

—Ahora, desatá vuestras ideas y que fluya la tinta salvadora. Antes del invierno hay que salvar a la humanidad y el otoño será corto y caluroso. Será un otoño peculiar.

Y sin decir más, abandonó la estancia para ir a recibir al resto de novelistas brutos que había citado para aquel evento.

 

Escribe un relato de hasta cuatro hojas de Word, del género que desees, bajo el título: Un otoño peculiar.

Solitaria