Por Vanesa Ian.
El sol entraba por la ventana, como un invitado que se ha colado a último momento y ha venido solo a aguarnos la fiesta. Al menos, así lo sentía Sofía. No quería que la luz tocara su piel, no quería ver la marcas que el desgraciado de Juan le había dejado la noche anterior. Se levantó del sofá y cerró bien las cortinas. Y ahí se quedó, sola, en la oscuridad y esperando a que la vocecita le dijera que hacer a continuación.
El sol entraba por la ventana, como un invitado que se ha colado a último momento y ha venido solo a aguarnos la fiesta. Al menos, así lo sentía Sofía. No quería que la luz tocara su piel, no quería ver la marcas que el desgraciado de Juan le había dejado la noche anterior. Se levantó del sofá y cerró bien las cortinas. Y ahí se quedó, sola, en la oscuridad y esperando a que la vocecita le dijera que hacer a continuación.
Sofía
era una mujer de treinta y cinco años, muy bonita, por cierto. Se había casado
joven, todas las ilusiones las había puesto en ese hombre nefasto, que en esa
época era un buen muchacho, o al menos, eso creyó ella. La colmó de halagos,
siempre le enviaba cartitas de amor con una de sus compañeras de colegio, las
que ella leía en el recreo, extasiada de felicidad. Un día, la invitó al cine y
aceptó, aunque ella tuviera diecisiete años en ese momento y el veintidós, era
bien visto por su madre. Lo consideraba un hombre hecho y derecho, según sus
palabras, no era como los tontos adolescentes que solía llevar a casa Sofía,
esos que siempre armaban lío y no sabían tener la boca cerrada. Y la palabra de
su madre, era palabra santa, ya que era su única familia, su padre murió cuando
ella tenía tan solo cinco años. Terminó la secundaria y cuando Juan le propuso
matrimonio no tardó en aceptar. La carrera universitaria, que tanto había
soñado, podía esperar unos años, hasta que ellos se “asienten”, había dicho
Juan y a ella no le pareció raro en lo más mínimo, todo lo contrario, creyó que
era lo máximo.
Todo
fue bien durante el primer año, Sofía, vivía en una casita chiquita, pero muy
mona, la cual brillaba de limpia. Su esposo, se recibió de abogado ese mismo
año y no tardó mucho en empezar a trabajar. Ella siempre pensaba que él sabía
hablar, él tenía el don de la palabra, y eso no era poca cosa en ese submundo de
cuervos, negros como la noche. Al siguiente año quedó embarazada y, si bien
ella se consideraba una mujer feliz, ese día, cuando se enteró y se lo contó a
su marido, sintió el súmmum de la felicidad, un éxtasis imposible de describir.
Se
acercaba la navidad y su madre y ella deseaban hacer las compras navideñas en
el nuevo centro comercial, entonces Juan se ofreció a llevarlas. Ellas pasarían
las fiestas en la casa de los padres de Juan y querían llevar un regalo a cada
uno de los miembros, y eso que eran muchos… Todo sucedió muy rápido, lloviznaba
y la calle estaba resbaladiza, Juan hizo una mala maniobra al esquivar a otro
conductor, perdió el control y estrelló el coche contra una columna de
alumbrado público. Su madre murió en el acto, ella perdió su bebé y Juan no
sufrió ni un rasguño. Ese fue el verdadero comienzo del fin.
Ella
entró en una depresión lógica, cada día que pasaba, le costaba más y más volver
a su rutina. Poco a poco, Juan empezó a maltratarla. Si la comida no estaba
lista cuando él llegaba, pellizco en el brazo. Si estaba fría porque él llegaba
más tarde de lo debido, tirón de pelo. Si la camisa estaba mal planchada,
nalgada. Ahí fue en donde la primera voz hizo su aparición. Mátalo, decía. Y aunque ella casi no
recordaba a su padre, estaba convencida de que la voz pertenecía a él. Con el
tiempo, empezó a tener largas charlas con esa voz, de las que, sin darte
cuenta, te pones a hablar en la calle y alguien te mira extrañado, entonces
disimulas una tosecita. Más tarde, se unieron otras voces, algunas creía
reconocerlas, como la de su padre y luego la de su madre, pero del resto no
tenía idea; hasta pensaba que variaba el interlocutor de su cerebro, según lo
que esa voz quisiera decir. Si bien, ella en un comienzo creyó que estaba
volviéndose loca, poco le duró esa certeza. Si seguía hablando con las voces,
era porque le decían lo que iba a pasar y le daban concejos sobre cómo actuar.
Una
vez, se le había hecho tarde en el mercado porque se puso a charlar con la
chica de la panadería, ella ya no tenía amigas y disfrutaba mucho cuando podía
conversar con alguien, pero el tiempo se le había escapado sin darse cuenta.
Cuando llegó a su casa y aun sabiendo que no llegaba con la cena a horario, se
puso a preparar el pastel de carne que quería Juan, él todos los días le decía
que debía preparar de cena y pobre de ella si no lo hacía. Cuando faltaban diez
minutos para que Juan cruce la puerta y media hora para que el pastel estuviera
listo, la voz le dijo:
—Cuidado Sofía,
cuando te diga “maldita inútil de mierda”, cúbrete el ojo derecho, levanta el
brazo.
Y así fue, tal
cual, se evitó un ojo negro o algo peor, le quedó el antebrazo hinchado, pero
eso se tapaba fácil, una blusa de mangas largas y listo.
Así
fueron pasando los años, entre golpe y golpe. Las alegrías, si es que alguna
vez las hubo, eran cada vez más distanciadas. Para colmo de males, tenía que
aguantar a la siniestra suegra por teléfono todos los días y verle la cara los
domingos al mediodía en el almuerzo familiar. Era una vieja sádica y malvada,
que no tardó en sacar las uñas de una verdadera bruja cuando se dio cuenta que
ella se había quedado sola en el mundo. Varias veces la había visto pellizcar a
los hijos del hermano mayor de Juan, o sea, sus nietos, y a las niñas, hijas
del hermano menor, les tiraba de las trenzas cada vez que podía. Eso
significaba, no ser vista por nadie. Sofía la vio, porque se lo dijeron las
voces.
—Cuando tu
suegra vaya a ver a los niños al jardín, síguela despacio, que no te vea Sofía,
y fíjate lo que hace —dijo una voz indefinida.
Y
Sofía la vio. La voz la instó a que hablara, a que contara, pero esta vez, ella
no hizo caso. No servía de nada hablar, seguro lo negaría y pobre de ella
después.
Llegó
un momento en que las voces no paraban de hablar, hablaban entre ellas mismas,
y no la dejaban dormir. Sofía se hallaba inmersa en una hiperrealidad que
rayaba lo absurdo. A veces, pensaba, por qué si las voces sabían tanto, no le
decían un número de la lotería, así ella se fugaba para siempre. Pero no,
sabía, muy dentro de ella, que jamás tendría el valor de hacer algo semejante,
porque también sabía que Juan, la perseguiría hasta el fin del mundo si era
necesario y no quería pasarse el resto de su miserable vida huyendo y mirando
sobre su hombro; esto era hasta la muerte, como tantos años atrás había jurado
ante Dios, sería hasta que la muerte los separe.
Con
el correr de los días las voces, (una voz en especial), la instaba
constantemente a actuar. Esa voz le había dicho que su nombre era Vescatur* y que era el Dios de las
causas justas, y que la de ella era una causa justa. Ella, al estar cada día
más metida en ese mundo de ensueño, no respondía como antes a las exigencias de
Juan, lo que hacía que Juan estuviera cada día más y más violento. Vescatur se hizo cada vez más insistente.
—Tienes que
matarlo, Sofía, antes de que él te mate, porque eso es lo que va a pasar, te lo
aseguro —dijo Vescatur.
—¡No puedo! No
sé cómo hacerlo —contestó confundida.
—Yo voy a
ayudarte, solo tienes tiempo hasta navidad, después, será tarde. Ahora
escúchame y sigue al pie de la letra el plan —dijo terminante, Vescatur.
Y ella escuchó,
sus ojos se iban abriendo a medida que las palabras entraban en su cerebro,
hasta que quedaron velados. Podían, tranquilamente pasar, por los ojos de una
muñeca. Unos ojos vacíos, sin alma.
Faltaban
solo dos días para navidad. Sofía, empezó a actuar. Cuando Juan se fue esa
mañana, Vescatur le pidió que saliera
a la calle y se fijara en los setos de la casa de enfrente, lo que debía
encontrar era una prescripción médica, que él sabiamente, había hecho “volar”
del bolso de una descuidada señora. Cruzó la calle, y ahí estaba, flameando
entre los setos, como Vescatur le
había dicho. Caminó hasta la farmacia y entregó la receta como si fuera suya,
nadie peguntó nada. Volvió con una caja en la mano, con el contenido exacto, de
sesenta comprimidos ranurados de Clonazepam. Esa mañana la utilizó para hablar
con su malvada suegra sobre la cena navideña. Todos los años pasaban las
navidades en casa de Sofía y ella debía preparar todo, ellos solo llegaban y
sentaban su fruncido culo en la silla y ella debía de atenderlos como si fuera
su mucama. Bueno, este año será el último
y se llevarán de regalo una linda sorpresa, pensó Sofía, mientras una
risita siniestra se escapaba de sus labios.
Vescatur le había dicho
que a las dos de la tarde iba a recibir un sobre lacrado, y así fue, cuando
escucho el sonido del papel deslizarse bajo la puerta corrió a buscarlo. Debía
abrirlo y mirar bien la fotografía, después ir a la peluquería y pedir
exactamente eso. Sofía abrió el sobre y lo que encontró adentro fue un
pasaporte, un documento de identidad, un pasaje de avión a Canadá y mucho
dinero. Se quedó mirando el pasaporte, lo que vio le gustó, nunca había probado
el color rubio y esa foto que jamás se había tomado le decía que iba a quedarle
muy bien. Fue hasta una peluquería a la que nunca había ido, en la otra punta
de la ciudad, y pidió exactamente eso, el resultado fue asombroso. Al salir,
compró un pañuelo grande y se lo ató a la cabeza para ocultar su cambio.
Cuando
llegó a su casa agarró el mortero y empezó a aplastar metódicamente las sesenta
pastillas. Continuó con la cena, una exquisita bolognesa que acompañaría las
pastas de esa noche, de la cual, obviamente, ella no probaría bocado.
Más
tarde llegó Juan, hecho una furia como siempre y con ganas, muchas ganas de
agarrárselas con ella.
—Imagino que
tendrás la cena lista Sofía, hoy no estoy para peros —dijo en forma altanera,
las discusiones en su trabajo le daban hambre o nada arruinaba su rutina, por
lo visto.
—Sí, mi amor
—contestó Sofía.
—¿Qué mierda te
has puesto en la cabeza, mujer? ¡Dios!
—Es solo un baño
de crema, Juan. Es para tener el pelo más bonito mañana, en la cena de navidad
—respondió Sofía, esperando que no notara el cambio antes de estar fuera de
combate, si pasaba eso, todo su plan se desmoronaría—. Siéntate y come.
—¿No vas a
cenar?
—No, esta noche comeré
solo fruta, no quiero tener pancita mañana.
La respuesta de
él fue solo un gruñido.
Y Juan comió. Cuando iba por el segundo plato
su boca se abrió en un gran bostezo. Sofía esperaba y ofrecía más. Cuando sus
ojos se pusieron vidriosos, se sacó el pañuelo y enseñó su nuevo cabello.
—¿Te gusta, mi
amor?
—No… me
siento…bien, pareces…puta…unaputademierda —dijo, uniendo las palabras, en un
último esfuerzo por mantener la consciencia.
—Me lo hice
pensándote amor, vamos a la bañera, a darte un buen baño de inmersión, creo que
te pasaste con el vino esta noche.
Lo llevó a
rastras prácticamente, como tantas veces había hecho cuando llegaba pasado de
copas. Lo desnudó mientras se llenaba la bañera. Lo sumergió entero, cuando
Juan abrió los ojos al sentir la falta de aire, el último vistazo que dio de
este mundo fue la cara de su esposa sonriendo y la de un ser extraño, con unos
largos dientes y una cara ancestral al lado de ella. Esos dientes son para morder y desgarrar, pensó, presa del pánico
pero sin poder hacer nada. Entonces, murió.
Sofía
rápidamente puso manos a la obra. Seguía una a una las instrucciones que Vescatur le daba. Había llegado el turno
de cortar y seccionar. Ella prestó atención y lo hizo a la perfección, parecía
como si en vez de haber sido ama de casa toda su vida, hubiese sido carnicera,
eran cortes limpios, impecables, pensó que su madre estaría orgullosa de ella,
ya que siempre la criticaba porque no sabía ni trozar un pollo, siempre le
pedía al carnicero que lo haga por ella. Pero,
esta vez, el pollo es Juan, dijo entre dientes riendo.
Una
vez cortado, seccionado y eviscerado, venía el momento de pelarlo, si, los
seres humanos también se pelan, al igual que cualquier animal; era una tarea de
mucho cuidado, había que hacerla con un cuchillo especial para no dañar la
carne que había debajo. Cuando terminó, el alba ya hacía su aparición. Llevó
los trozos a la cocina y los dejó marinar unas horas en ricas
especias y condimentos, mientras ella limpiaba el desastre del baño. Una vez
concluida esa tarea, puso las presas en una asadera con ajíes y cebollas y las
metió al horno. Vescatur había dicho
que era necesario unas cuatro horas de cocción en horno moderado. Aprovecho ese
tiempo para dormir. A las veinte horas llegaron los “invitados” a la cena
navideña.
—¿Y Juan? —ni
buenas noches, ni feliz noche buena, nada. Así entró su suegra.
—Buenas noches,
primero, —contestó sonriendo Sofía— A Juan lo vino a buscar un cliente muy
importante que tuvo un problema legal, viene dentro de un rato, dijo que
empecemos la cena sin él.
—El auto está
afuera, y ¿por qué te has puesto ese ridículo pañuelo en la cabeza? Pareces una
de esas estúpidas mujeres árabes —preguntó sin tacto alguno su suegra.
—El auto está
afuera porque lo vinieron a buscar, dije, y las mujeres árabes no son
estúpidas, el pañuelo es última moda en Europa y le gusta a tu hijo —contestó
Sofía conteniendo la irritación que esa maldita mujer provocaba en ella, se
consolaba pensando en que esa sería la última vez que la soportaría.
—En Europa hace
frío, Sofía, aquí hace un calor de mil demonios, —contestó la vieja bruja,
siempre tenía que tener la última palabra— vamos a comer, querida.
Si, pensó Sofía, vamos a comer y verás que sorpresa te llevas mañana, puta vieja.
Se sentaron a la
mesa y Sofía sirvió la cena. Como siempre, los maleducados de los hermanos de
Juan, empezaron a comer antes que ella terminara de servir.
—Esto está
delicioso cuñada, la mejor carne que comí jamás. Esta vez, sí que te has
esmerado.
—Es cierto
Sofía, este cerdo está delicioso. Lo mejor que has hecho hasta el momento, sin
dudas, —añadió su suegra— siéntate y come, querida.
—Sí, ¿por qué
no?, si está tan sabroso como dicen… —y probó, Sofía probó.
El avión partía
pasada la media noche, por eso Sofía programó su celular para que suene dos
horas antes. Fingió hablar por teléfono y dijo:
—Voy a buscar a
Juan, el auto que lo traía se ha roto a mitad de camino. Ustedes siéntanse como
en su casa, ya vuelvo.
En el auto
estaban las valijas preparadas en el baúl. Se subió y partió rumbo al
aeropuerto.
Nunca más en su
vida volvió a ver a esos parientes siniestros, ni a saber nada de ellos, aunque
lamentó no estar ahí cuando se dieran cuenta de lo que habían comido, le habría
gustado verles la cara. El avión salió a horario y todo fue sobre ruedas, o
sobre alas, si lo prefieren. Sofía llegó a Canadá, desembarco, pasó unos días
en un hotelucho de mala muerte y cruzó por tierra a Alaska.
Residió un
tiempo en un pueblito costero y luego se mudó a Juneau. El idioma no fue un
problema y ella se adaptó de maravillas a ese nuevo lugar, tan distinto al que
había vivido toda la vida. Hizo amigas y amigos. Pasó por diferentes empleos
cada uno mejor que el anterior. Vescatur seguía
siendo su amigo y aliado, jamás podría desentenderse de él. Él la había
salvado, liberado y todo le había ido tan bien… Es por eso que cuando le
sugirió que busque empleo en Alaska Network on Domestic Violence & Sexual
Assault*, ella no dudó. Él le explicó que debía conseguir ese empleo, porque, en Estados Unidos, cada año, dos millones de mujeres
eran violadas o acosadas físicamente por un pariente cercano, una cifra que es tres
veces más alta en Alaska, y ella tenía que ayudar.
Demás está decir
que Sofía consiguió el empleo, como todo lo que se proponía en esta nueva vida
que tenía. Ayudó como concejera a muchas mujeres maltratadas por sus esposos, y
si bien, ese era el trabajo que se le había otorgado, y ella lo cumplía a la
perfección, también ayudó a la comunidad de una manera diferente, una manera
que solo ella sabía.
Cuando empezaron
a desaparecer esos esposos maltratadores, nadie sospechó; eran lacras humanas y
todos pensaban que se habían ido para evitar el castigo de las autoridades.
Nadie jamás se dio cuenta de nada. Y Sofía hace un gran favor a la comunidad
que tan amablemente la acogió en sus brazos, Sofía recibe de la comunidad, lo
que para ellos es basura y ella, sabiamente y con la incalculable ayuda de Vescatur, lo transforma en comida…
Fin
*Vescatur: Palabra del latín cuyo
significado en español es caníbal.
* Alaska Network
on Domestic Violence & Sexual Assault: Red de Alaska sobre la Violencia
Doméstica y Asalto Sexual.