domingo, 24 de noviembre de 2019

El hombre que no estuvo ahí

Mi nombre es Alexandre Dumont, soy parisino, emigré a Estados Unidos de Norteamérica en 1968, pocos días antes de iniciarse la revuelta del célebre Mayo francés y en plena retirada de las  tropas estadounidenses de Vietnam. Como si de antemano mi destino hubiera sido signado por la desgracia, arribé a Memphis, Tennessee, el 4 de abril, sí, exactamente una hora antes que asesinaran a Martin Luther King. Quizás mi historia nada tenga que ver con el entorno político de la época, pero quiero que comprendan lo convulsionado que estaba el mundo en el momento en que mi vida se cayó a pedazos. Sí, se quebró de golpe, así sin avisar, sin que ni siquiera yo lo notara, lo esperara o lo supusiera; de repente una gran nova gigante engulló mi vida y me convirtió en esto... Ella, ella fue la culpable... Él, todos. Y esta es mi confesión, espero les sea de provecho.
Mi decisión de viajar no fue algo premeditado, mí tía Edna, hermana de mi fallecida madre, acababa de morir y me había dejado como único heredero. Es así que un día tomé mis pocas cosas y llegué a "la tierra de las oportunidades", así la llamábamos entonces; ¡que ingénuos e ilusos éramos los jóvenes en ese tiempo! Muy tarde aprendí lo que en realidad era, la tierra del oportunismo, la gran ramera, esa que cuando puede te retuerce para darte vuelta y después te sodomiza para más tarde llamarte marica.  
Todo fue muy rápido, las reuniones con el abogado, la certificación de identidad y validar el testamento, entre otras cosas, demoraron poco más de una semana. A los diez días ya estaba instalado en esa agradable casita de solterona que había heredado de mi tía. Aunque la herencia había sido buena, nadie puede vivir mucho tiempo sin trabajar. Empecé a dar clases de francés y adquirí un renombre en la zona. Mi principal alumnado eran mujeres de mediana edad, matronas amas de casa aburridas de tanta rutina que acudían a mi clase en busca de algo de distracción. Cambiaban por unos dólares la telenovela diaria y los bombones que engullían mientras la miraban por algo nuevo, conocimiento. Eso, sin duda, era algo bueno para ellas y bueno para mí. Inmediatamente en mi heladera comenzaron a abundar distintos tipos de comidas con las que me agasajaban, era querido y respetado.
Una mañana me despertaron los golpes en mi puerta, alguien la había emprendido contra ella sin darme tiempo siquiera a despabilarme. Me levanté como pude, mi pelo revuelto me delataba, pero ese visitante era insistente, debía atender cuanto antes o me estallaría la cabeza. La noche anterior me había quedado hasta tarde escuchando viejos discos de jazz de Charlie Parker y Louis Armstrong de la colección de mí tía y el whisky tampoco había escaseado.
—¡Ya voy! —grité.
Abrí la puerta y quedé pasmado ante lo que mis ojos veían. Rápidamente traté de acomodar mi pelo rebelde con los dedos de mi mano.
—Señora..., eh, mmm... no recuerdo su nombre... —claro que no lo recordaba, en realidad nunca la había visto.
—Señorita, ajajá. No se preocupe, no nos conocemos. Vivo a unas cinco calles de aquí y quiero aprender francés, una vecina nuestra lo recomendó a usted... No quería importunarlo, supuse que ya estaría levantado a estas horas.
En tan solo tres oraciones me liquidó. Era despampanante, su sola presencia había anulado todas mis funciones mentales, era un idiota que solo podía balbucear palabras incoherentes.
—Verá, usted. Yo soy cantante y este año he decidido incorporar algunas canciones de Édith Piaf a mi repertorio, como "Non, je regrette rien", estaría interesada más que nada en... ¿Cómo se dice?... —preguntó y su acento sonó más alemán que francés.
—¿La fonética?
—¡Eso mismo!, ya nos entendemos —dijo guiñándome un ojo—. Discúlpeme, no me presenté, soy Maddie Fletcher.
—Encantado, señorita. Mi nombre es Alexandre Dumont —respondí.
—Ya lo sabía, si pudiéramos concretar días y un horario... —dijo impaciente.
—Por supuesto. ¿Qué le parece de lunes a viernes de once a doce de la mañana? —contesté.
—Si esa hora de la madrugada es correcta para usted, nos vemos mañana —concluyó con una sonrisa irónica por demás de sexy.
Balbuceé algo, no recuerdo qué y se fue. Si esto fuera una película el director lo llamaría "el punto de giro", pero como no lo es, yo lo llamo "el principio del fin".
Los días se sucedieron y a medida que pasaba el tiempo la relación se fue tornando más íntima. Creo que se notaba en cada expresión de mi cuerpo que me estaba enamorando de ella, y ella lo sabía. Pero, ¿cómo no estarlo?, era el arquetipo de mujer con la que cualquier hombre soñaría... A ver, yo estaba solo en el mundo, tenía 25 años y ella era una hembra hecha y derecha. Me resultaba imposible calcularle la edad, pero suponía unos 35, aunque quizás fueran más... No es que pensaba en ella como la madre de mis hijos, pero... ¡Oh, criatura! ¡Quizás yo podría ser su graduado y ella mi Mrs. Robinson!
En las clases, la energía sexual se percibía en el ambiente; sin poder o querer contenerme la besé y Maddie me correspondió apasionada. Hicimos el amor toda la tarde, no podía cansarme. Que ella manejara la situación le daba un encanto aún mayor y el placer que me generaba nunca antes lo había sentido. Éramos amantes, o al menos eso creí yo en ese momento. Cuando uno deja de pensar con la cabeza y comienza a pensar con otra parte de su cuerpo es natural que idealice situaciones.
Un día me invitó al club nocturno en el que cantaba y fui sin dudarlo. Ahí conocí a su representante, un ítaloamericano llamado Vitto. Nos quedamos conversando; era un tipo agradable y congeniamos de inmediato, hasta que ella salió a escena y empezó a cantar. Su voz gastada denotaba todas las noches de whisky y cigarrillos que habían pasado por su vida, algo que a mis oídos le resultó tan terriblemente sexy que sentí deseos de poseerla ahí mismo.
En una de esas noches, Vitto, al que ya consideraba un amigo, deslizó la propuesta:
—Alexandre, ¿por qué no inviertes el dinero que te ha dejado tu tía en vez de tenerlo agarrando moho quién sabe en dónde?
La noche anterior entre copa y copa le había contado el porqué de mi llegada al nuevo continente.
—¡Nada de moho! ese dinero está a buen resguardo —respondí riéndome—, aparte ¿en qué podría invertirlo?
—Esta mujercita que tienes vale oro, podrías lanzarla al estrellato en un abrir y cerrar de ojos con toda esa pasta y se multiplicaría por millones —contestó con una sonrisa de tiburón—. Siempre será mejor que tenerla en el banco, con la miseria de intereses que dan.
—No es tanta y no está en el banco, no confío en ellos —dije riéndome.
—Piénsalo —respondió.
Y el tema quedó ahí.
El domingo siguiente estaba preparando la cena para Maddie y para mí, una carne al horno con vegetales, cuando golpearon a la puerta.
—¡Bonne nuit, mon amour! Espero no te moleste que haya venido Vitto, estaba muy solo y me dio pena —dijo Maddie.
—¡Por supuesto que no! Pasa Vitto, siéntete como en tu casa —contesté, pero en realidad sí me molestaba, era una cena íntima que había hecho con esmero y no tenía ganas de compartirla con él.
—Grazie, Alexandre. Traje el vino —dijo Vitto.
—Voy a atender la cena, pongan a girar unos discos, mientras —respondí.
Fui para la cocina y a los minutos entró Maddie con una copa de vino en la mano.
—Para ti, mon amour, el mejor cheff que conozco.
—¿No conoces muchos, eh? —dije sonriendo y ella me imitó mientras se iba a la sala.
Bebí rápidamente, el horno había caldeado el ambiente y tenía sed, aunque no fuera un buen vino y tuviera un dejo amargo al final, terminé mi copa. Me dirigí a la sala a escuchar buen jazz, eso siempre lograba animarme. Tuvimos diferentes temas de conversación que ya no recuerdo y cuando quise levantarme del sillón no pude, todo daba vueltas. Ellos me miraban fijamente.
—¿Qué te pasa, mon cheri? ¿Estás mareado?, debe ser una baja de presión, toma más vino —dijo sirviéndome otra copa, Vitto solo observaba.
Cometí el error de beberlo, mis ojos se cerraron y ya no pude abrirlos. Solo podía oír pero nada más. Alguien se acercó y me dio una cachetada, por la dureza debió de ser Vitto.
—Tu registras arriba y yo abajo, pero antes ve a la cocina y apaga esa cena inmunda que hizo el alfeñique tuyo —dijo Vitto riendo.
Me habían engañado, todo fue una mentira para robarme. Sentía que flotaba en una nube y mis ojos pesaban toneladas, pero mis oídos seguían alertas. Conocía mi casa, sabía de donde provenía cada sonido. Pasaron minutos, horas, días, quién sabe cuánto, cuando escuché un grito de alegría y pasos que corrían por la escalera.
—¿Lo hallaste, Maddie? —preguntó Vitto ansioso.
—¡Aquí está, por fin! Gracias por tu colaboración, mon cheri, bien escondido lo tenías —dijo y me plantó un beso en la frente.
  Intenté abrir los ojos y solo se abrieron una cuarta parte, en ese momento un golpe durísimo en la cabeza me dejó fuera de combate. Vitto me había dado con la culata de su arma.
Desperté a los dos días ensangrentado, famélico y con una resaca de mil demonios. No hice la denuncia, quería revancha. Cerré puertas y ventanas a cal y canto y suspendí mis clases diciendo que tenía un viaje urgente, una cuestión familiar y se lo tragaron. Una idea había comenzado a gestarse en mi cabeza, pero era un plan arriesgado, no obstante, si daba resultado podría eludir a la policía. A la madrugada tomé unas pocas cosas y partí. Empeñé algunas joyas de mi tía que no lograron encontrar y me hospedé en un hotelucho de mala muerte en las afueras. Me afeité el ralo bigote que tanto me gustaba y lo que vi en el espejo fue la cara de un niño, puede funcionar, me dije.
Y funcionó, es por eso que ustedes están leyendo esto. En esos años había tomado bastante notoriedad la Coccinelle, una célebre vedette y cantante transexual francesa, me dispuse a imitar todo de ella. El hacer una voz femenina no remitía un problema, nunca fui poseedor de una voz grave y mi acento francés hacía magia; mi temor era el cuerpo. Aunque era delgado y no muy alto, me faltaban curvas. Eso lo solucioné con unos postizos extraordinarios que vendían en una tienda relacionada al teatro. Aprendí a maquillarme como una actriz, con muchas capas de revoque y me depilé íntegro, el resultado fue sorprendente y empecé la cacería. Ubicar a Vitto no fue muy difícil, obviamente ninguno de los dos estaba en el club que yo conocía, pero mi disfraz era tan bueno que cuando me presentaba en los clubes como la Margot que buscaba un representante, todos querían ayudarme. Esa misma noche di con él. Me hicieron pasar a un sucucho que llamaban su despacho. Entré y él muy amablemente me hizo pasar, antes de sentarme me acerqué como para decirle algo y cubrí su nariz y su boca con un trapo embebido en cloroformo que antes estaba en mi cartera. Le asesté unas veinte puñaladas, le corté el miembro y se lo metí en la boca, ni se enteró. Al salir, di vueltas el cartel de no molestar de su puerta y me fui saludando para que todos me vieran bien. Al día siguiente estaba en todos los titulares: “Representante local asesinado: buscan intensamente a ciudadana francesa”, hasta habían hecho un retrato hablado de Margot, que afortunadamente, nada tenía que ver conmigo.
Pero todavía faltaba la zorra, para esa tenía algo mejor, pero debía dejar pasar el tiempo. Volví a mí casa y reanudé las clases, también empecé a trabajar por la mañana en un instituto privado de señoritas, debía recuperar el dinero perdido. En seis meses ya había ahorrado bastante, entonces vendí mi casa y compré una pequeña granja en las afueras en donde la soledad era absoluta. Contraté obreros que pusieron la granja y el granero en condiciones. En menos de un año ya estaba todo listo.
Comencé a frecuentar los clubes nocturnos hasta que dí con ella. Estaba cambiada, ya no era la femme fatale de la que yo me había enamorado perdidamente, ahora nuevas arrugas adornaban su rostro antes terso y su mirada tan sexy había dado paso a una expresión de alerta que jamás le había visto. Genial, tenía miedo…, y lo bien que hacía.
Yo tampoco era el mismo, aunque tenía menos de treinta ya peinaba algunas canas y mi frente se ensanchaba a pasos agigantados. Me dejé la barba, tan usada en esa época y me dio un aspecto totalmente diferente.
La seguí. Vivía sola en una casucha humilde en los barrios bajos, me enteré por terceros que se vendía al mejor postor todas las noches y hasta pena me dio.
Al otro día ya estaba preparado, esperé a que saliera del club y cuando entró a su casa dejé pasar unos minutos y golpeé la puerta. Abrió hecha una furia.
—No se quién seas, pero no es hora —pronunció casi escupiendo las palabras.
—Soy yo —dije y esperé a que el cloroformo cumpliera su función.
Y así pasaron cuarenta años, ella sigue encerrada en el granero, en su jaula especial y yo soy un profesor jubilado. Creo que ya está acostumbrada, aunque con las mujeres nunca se sabe, ¿no creen?
Mi propio jurado la condenó a cadena perpetua y así está desde entonces. Encerrada y gozando de los derechos carcelarios como cualquier rea, que hasta goza de visitas conyugales. Estos años no fueron fáciles, al principio gritaba mucho, tanto que temí que no llegara a cumplir su condena. Ahora está muy vieja, tiene setenta y cinco años y yo, su carcelero, sesenta y cuatro. Veníamos bien, hasta que mi médico me detectó un cáncer incurable. Ahora temo por ella, no quiero morir un día y dejarla sola.
Por esto me entrego. Se equivocaron, buscaron a una mujer todo este tiempo, buscaron a Margot, pero en realidad a quien buscaban era a mí. Y yo quería justicia. Yo fui el hombre que no estuvo ahí.

                                                               A su entera disposición, saludo amablemente.
                                     
                                    Alexandre Dumont, Camino Rural N° 7, Memphis, TN 37835.

Consigna: Relato pulp inspirado en la imagen adjunta.

Veinte centímetros

Hacía exactamente dos semanas que Bárbara se había marchado. Tras una fuerte discusión se fue al dormitorio, echó al azar dos vestidos dentro de la maleta, puso la muñeca preferida de la niña, las medicinas del niño y la comida del perro. Cuando estuvo llena se sentó encima para cerrarla mientras le decía a su esposo que ya estaba bien, que hasta ahí, que le aguantara otra las borracheras y que a ella ya no le cabía ni una cornamenta más, que ya pasaría su madre a buscar el resto de las cosas. A Barry los primeros días le resultaron desconcertantes, pero una semana después se negó a pasar otra noche más mirando la puta alfombra color rata muerta y su mancha imperecedera de grasa de mantequilla.
Podría haber tomado un taxi hasta el centro pero hacía una noche maravillosa y le apetecía caminar mientras buscaba algún tugurio coqueto y penumbroso donde tomar una copa, dos a lo sumo, se prometió, que ahora ya no había nadie en casa que lo despojase del sombrero y los zapatos cuando caía como un árbol roto sobre la cama. Se regañó a sí mismo, nada de pensamientos negativos, tomaría unas copas y luego volvería a casa como un buen chico. Algo más alegre recordó que no muy lejos de allí, en la calle 52, actuaba Charlie Parker junto —o contra— Dizzy Gillespie. Sus disputas y su competencia eran legendarias, pero juntos lograban enloquecer al público.
Por fuera el antro no parecía gran cosa; dentro, el olor a tabaco se mezclaba con el dulce aroma de las damas; las paredes estaban pintadas de un rojo violento y los cuadros en blanco y negro hablaban de muchas noches como aquella; en el escenario el humo del tabaco se enroscaba, helicoidal, alrededor de las luces mortecinas y abriéndose paso a través de él la trompeta de Gillespie se erigía, enardecida, con su lamento infrahumano; un poco más allá el bueno de Parker doblaba la cintura hacia delante para acompañar el estertor doliente de su saxo moribundo.
El local estaba a rebosar. Cuando por fin logró conseguir un asiento y una copa, en lo alto del escenario una negra flaca con una orquídea blanca en el pelo juró con su voz despellejada que una de esas mañanas se iba a levantar cantando y que iba a extender sus alas para tocar el cielo. Barry quiso brindar por ello y pidió otra copa a la linda camarera y cuando ella se la trajo él le dijo, sujetándola de la muñeca, que dejase la botella y que si no tenía mucha faena tal vez le apeteciese beber un poco con él. La chica le tiró el contenido del vaso a los ojos y le preguntó que si acaso pensaba que ella era una puta. Unos segundos después, de entre la niebla azulada de los cigarrillos, salió un sujeto alto como una montaña que le dio lo suyo, echándole después de una patada en el culo.
Arriba, sobre los tejados negros, la luna brillaba pálida; abajo, en el callejón oscuro, un gato callejero se bufó enfadado por el barullo metálico de los cubos de basura. Le dolían las costillas, ese ruso de dos metros le había dado una buena tunda. No más líos, pensó, ahora tomaría un taxi y se metería en la cama como un buen chico, pero no había recorrido ni dos metros cuando oyó unos suspiros acompasados y entonces la vio. Sí,  y la oyó gemir con los ojos cerrados y la cabeza echada para atrás y lo vio a él, con los pantalones medio bajados, empujando su cuerpo contra el de ella como queriéndose introducir todo entero. También escuchó los pasos precavidos después, y el chasquido del arma antes del disparo, luego el rugido de un motor alejándose a toda leche. Sí, lo vio todo, amparado en la oscuridad de aquel callejón inmundo.
Al día siguiente todos los periódicos dirían que, mientras “Bird” y “Dizz” competían sobre el escenario a ver quién la tenía más larga, en el callejón de atrás a Monty “El potro” le habían reventado la cabeza mientras forcejeaba con la hermosa Sally Winter, la chica de Lucky Luciano, una belleza morena de veintidós años. Lo que no dirían es que antes del disparo ella se arqueaba de placer mientras la mano derecha del jefe la sujetaba del pelo, embistiéndola. Sí, Barry la vio encaramada sobre el deslumbrante morro del Cadillac Town sedán verde ciprés. Tampoco dirían que el pobre Monty no escuchó los pasos, ni el chasquido del arma amartillándose, porque no podía pensar en otra cosa que no fuera en aquellas uñas haciendo surcos en su espalda o en aquellas piernas tentaculares que se enredaban cada vez más a su cintura, apresándolo,  mientras él le daba las gracias a Dios por su buena suerte.
Por supuesto Monty no oyó el silbido que le reventó la cabeza, esparciendo sus sesos sobre la pulida carrocería del sedán y suerte tuvo de no verlos deslizándose por los cristales empañados, grises y viscosos, como caracoles lentos. Tampoco vio cómo ella, antes de que llegara la pasma, se agachó rauda para coger el abultado fajo de dólares que sobresalía del bolsillo del pantalón. Cuando llegó la poli y le preguntó qué había sucedido, ella balbuceó entre hipos que el muy bestia había intentado forzarla y cuando quisieron indagar sobre la identidad del francotirador ella juró no haber visto nada.
Un poco más allá, Barry buscó su sombrero, le extrajo una monda de patata y se lo ajustó decidido, por fin, a buscar ese taxi salvador, pensando que su viejo estaría disgustado a esas alturas si lo viera allí expuesto a tantos peligros gratuitos y recordó uno de sus consejos más valiosos: “huye de los callejones oscuros, hijo mío, porque es allí donde los demás dejan su basura y la basura de los demás no es la tuya”. Su viejo era un tipo listo, lástima que acabara así, pensó.
Se disponía a buscar ese taxi cuando unos ojos negros se cruzaron en su camino.
—Se cree muy listo —dijo ella colocándose un cigarrillo entre los labios. Barry la observó, divertido, mientras le daba lumbre.
—No era mi intención mirar, se lo juro. Solo es que me curaba de unos golpes propinados por un ruso de dos metros con unas zarpas de oso.
—Convirtiéndose en un testigo molesto —advirtió ella echándole el humo a la cara.
—Ahora tendrá que matarme —bromeó Barry alzando la mano. Un taxi paró por fin y antes de darle su dirección la chica ya se había acomodado dentro—. Yo, por mi parte —dijo Barry cerrando la puerta—  también la he visto meterse un buen fajo de pasta bajo las faldas. Por cierto, su liguero es muy bonito. No hay color más sensual que el rojo. ¿No lo cree así?
—Parece que ya no hay secretos entre nosotros —dijo ella retocándose el cabello en el espejo retrovisor.
—No crea. No le he hablado de lo fea que es mi alfombra.
Sally traspasó el umbral con un balanceo de caderas mientras Barry, admirándola por detrás, pensaba qué por qué diablos no andarían así todas las mujeres. Luego sin quitarle el ojo de encima lanzó descuidadamente la chaqueta sobre el sofá y se dirigió hasta el mueble bar para preparar dos copas. Ella por su parte dio unas vueltas curioseando aquí y allá, después, aburrida, inspeccionó los discos apilados. La voz cascada de Louis Armstrong se abrió paso llenando cada rincón; ella, cerrando los ojos, se puso a bailar descalza.
—Mi viejo decía que se nota cómo  fornica la gente por su modo de bailar —susurró mirándola, embelesado—. ¿Por qué demonios hiciste eso?
—Por qué hice qué? —preguntó ella moviéndose como una cobra.
 —La pasta. ¿Por qué le birlaste la pasta a ese tipo?
—Oh, el dinero  —repitió bajito sin dejar de bailar—. Es una buena pregunta. Bueno, tal vez porque estoy cansada de toda esta mierda,  tal vez porque con ese dinero puedo tomar un autobús que me lleve muy lejos. No siempre he sido una chica mala. ¿Sabes? Tal vez porque con esa pasta podría buscar un trabajo honrado. De camarera, quizá, y a las diez quitarme el delantal y decir “hasta mañana Franky, da un beso a tus hijos de mi parte” y pasear sin prisa bajo las estrellas hasta casa, bordeando los maizales amarillos. ¿Nunca has vivido en un pueblo pequeño? De esos en los que solo hay un surtidor de gasolina, una cafetería con los visillos de color rosa, una iglesia pequeñita, y unas cuantas casitas desperdigadas alrededor, con un tractor en la puerta y un montón de balas de heno.
—No me cuadra que quieras volver a eso. Mira, no soy tonto. Mi viejo siempre decía que cuando uno ha probado el caviar no se conforma luego con un miserable sándwich.
Barry la observó mientras ella extraía un cigarrillo largo y oscuro con la boquilla dorada. Era muy hermosa, pálida, sofisticada. Sí, él también se hubiera dejado volar los sesos por montarla un rato.
—Si nos encuentra juntos nos matará.
—Ni siquiera sé cómo te llamas —se defendió él ofreciéndole otra copa. Sus dedos se rozaron, el hielo tintineó y Barry, sin poder contenderse más, la enlazó con suavidad por detrás—. ¿Por qué iba a matarme? No he hecho nada.
—¿Por qué? Por el simple hecho de rozar mis dedos, por respirar el mismo aire que yo, por susurrarme al oído, por abrazarme ahora o por algo tan poco importante como haberme visto con las piernas abiertas sobre el Sedan verde ciprés.
—¿Y si yo...? —susurró Barry acercando sus labios al cuello desnudo de ella. Armstrong decía en ese momento que la vida puede ser muy dulce en el lado soleado de la calle.
—¿Y si tú...? —rio ella dándose la vuelta y parando ese beso con la mano.
—Si ocurriera eso, nena, si me mataran por haber estado un segundo entre tus brazos no me importaría —dijo él aspirando el aroma de su pelo. Al fondo un cuadro en blanco y negro con una mujer y dos niños observaban la escena con expresión de fastidio.
Sally echó hacia atrás la cabeza y rompió a reír.
—Si te hubieras encontrado alguna vez a veinte centímetros del cañón de una pistola no hablarías así —susurró ella, delineando los labios de él con sus dedos, muy cerca ahora una boca de la otra—. Veinte centímetros. A esa distancia todo se torna difuso alrededor del punto de mira y, mientras esperas escuchar el ruido del arma amartillándose, toda la vida pasa en un suspiro.
—Mi viejo, antes de estirar la pata, dijo que si tienen que matarte al menos que lo hagan por un buen motivo.
Dos días después, la aparición de Sally sería celebrada en la primera página del New York Post: “Sally Winter, la chica de Lucky Luciano, ha aparecido después de dos días de intensa búsqueda policial, tras haberse visto involucrada en el asesinato de Monty Bunner, alias “El potro”. La joven ha declarado que no recuerda nada de lo ocurrido tras el tiroteo, aunque su estado no reviste gravedad”.
Lo que no dirían los periódicos es que uno de los hombres de confianza de Luciano derribó la puerta del apartamento de una patada y encañonando a Barry le dijo que no se le ocurriera hacer ninguna tontería y que se estuviera calladito mientras él le explicaba a Sally que las chicas buenas no roban, ni desaparecen, ni le ponen los cuernos al jefe. Lo último que vio Barry antes de perder el conocimiento fue al esbirro zarandeando a la joven. Luego la nada, la oscuridad absoluta. Claro que podría haber sido peor, podría haber visto, antes de recibir ese culatazo que lo dejó sin conocimiento, cómo Sally introducía, con un movimiento magistral, el fajo de dólares en el bolsillo superior de su americana a rayas de los domingos o cómo se lanzaba después a los brazos de aquél matón, acusándole a él del robo y de su posterior secuestro. Suerte que tampoco se enteró de que poco después Luciano, besando a la chica en la frente, le decía que no se preocupara, que el dinero era lo de menos, ya lo daba por perdido, que lo más importante era que la había recuperado a ella, a su joya más preciada.

Consigna: Relato pulp inspirado en la imagen adjunta.

Akhara

Año 980. La invasión de una extraña raza de otro planeta cumple su tercer año. En ese tiempo han diezmado nuestras fuerzas con sus sofisticadas armas. Sus modernas naves surcan nuestros cielos dejando una estela blanca que, en el mejor de los casos, nos hace toser y vomitar.
Nuestro pueblo siempre ha sido pacífico. Nunca hemos tenido la necesidad de desarrollar armas porque nunca hemos tenido  un conflicto ni entre nosotros ni entre los planetas más cercanos. Por eso la invasión nos pilló por sorpresa y sin capacidad de defendernos. Algunos de nosotros conseguimos organizarnos y defender nuestro más preciado tesoro: Akhara, nuestra diosa. Ella nos cuida y nos protege de los invasores, incluso ha llegado a indicarnos cómo podemos derrotarles y quitarles las armas.
Año 982. Continuamos resistiendo el ataque de los invasores. A pesar de ser una raza visiblemente más evolucionada, su capacidad de reproducción es inferior a la nuestra.
Akhara nos ha dicho que no debemos preocuparnos por ellos, que vienen buscando una cosa llamada llurodio y que, cuando descubran que no lo hay, se irán de nuevo.
Eso nos ha tranquilizado. Sabe que en nuestro pequeño planeta no existe el llurodio y que pronto volveremos a vivir en paz. Akhara es sabia y conocedora de todo lo existente en el universo. Ella vino de los cielos hace tanto tiempo que nadie lo recuerda. Ya estaba aquí cuando la abuela de mi abuela era una cría y seguirá cuando los hijos de mis hijos se hayan ido.
Año 983. Gracias a nuestra capacidad de reproducción hemos vuelto a alcanzar la cota de población que teníamos antes de la invasión. Sin embargo, el número de enemigos se ha ido reduciendo. Llevamos varios años sin ver sus naves surcando nuestro cielo. Los que vinieron en un primer momento son todos los invasores que hemos recibido.
Akhara nos dice que tengamos paciencia, que pronto se irán. Que no nos enfrentemos con ellos a no ser que nos veamos en peligro. Harán sus exploraciones y regresarán a ese planeta que ella llama Tierra.
Año 986. Akhara se ha ido y todo lo que creía saber se ha desmoronado. Todo fue por mi culpa. Desobedecí su petición y me adentré en las ciénagas siguiendo a dos invasores. Allí estaban con su piel pálida y su cabeza de cristal. Los seguí durante dos brazas sin ser descubierto. Les escuchaba hablar entre ellos con ese acento metálico que los caracteriza. Quería saber a dónde iban, ya que estaban demasiado cerca del campamento de mi tribu.
Cuando pararon a descansar, uno de ellos se acercó contra un árbol y vi como desgarraba su piel en la parte baja del abdomen y emitía un extraño líquido amarillo contra la base del árbol. Ese fue el momento que aproveché para tomar al otro invasor por la fuerza y llevarlo ante Akhara.
Su metálica y estridente voz me perforaba los tímpanos, a la vez que intentaba zafarse de mi agarre. Por suerte mi fuerza era superior a la suya y pude cargarla hasta el refugio de Akhara.
Justo antes de llegar, su compañero comenzó a dispararme. Tuve que repeler el ataque con mi pistola. Ante el estruendo de los disparos, Akhara abandonó la comodidad y la protección de su refugio y salió al exterior haciendo aspavientos, tanto hacia a mí como hacia ellos.
--¡Akhara! —dijo la voz metálica del invasor—. Llevamos varios días buscándote. Papá y mamá están preocupados por ti.
—Lo imaginaba. Hace una semana que mi nave se estrelló en este planeta; pero estoy bien. No te hace falta el traje, el aire no es tóxico.
Entonces el invasor se quitó la cabeza de cristal y debajo tenía otra cabeza. Era como la de Akhara pero con el pelaje más corto.
—Käh, déjala en el suelo. Es mi hermana, no va a haceros daño.
Obedecí, y la otra criatura también se quitó la cabeza de cristal para mostrar una cabeza de piel fina y pelaje largo.
—Käh, estos son mis hermanos. Han venido a buscarme. Pensaban que estaba en peligro. Hace unos días que me aterricé en vuestro planeta y me habéis cuidado de maravilla, pero ahora tengo que marcharme.
—¿Cómo días? Llevas generaciones con nosotros.
—Mi tiempo y el vuestro no transcurren a la misma velocidad. En un día de mi vida, he visto nacer y morir a antepasados tuyos que ni tan siquiera tus ancestros más longevos recordarían. Vuestros años, apenas son minutos para mí.
Se acercó a mí y, por primera vez, me tocó la cara. Su piel era fina y su tacto cálido. Jamás pensé que no iba a resultar repulsivo aquel contacto. Al contrario, me resultó agradable. Después acercó su boca a mi cara y me rozó con sus labios dándome las gracias por cuidarla.
Acompañada por los que decía eran sus hermanos, abandonó nuestro planeta en una de aquellas temibles naves espaciales.

Consigna: Relato pulp inspirado en imagen adjunta.

2001, rescate en Ganímedes

Cuando los demás alumnos avisaron a Wilco de que era su dispositivo el que sonaba este dejó de barrer de inmediato y fue presa de los nervios. Era la primera vez que recibía una llamada. Pasó, al menos, otro minuto, hasta que encontró la manera de responder. En cuanto lo hizo, se puso firmes, entrechocó sus talones y se llevó la escoba al hombro, como si empuñara un rifle de rayos.
— Cadete Wilco. Por fin. Preséntese de inmediato al comandante.
Los cadetes del patio que aún no se habían reído de él lo hicieron al verle marchar, con aire marcial, entusiasmo infantil y escoba al hombro, hacia las oficinas.
Roger Wilco era, posiblemente, el miembro más veterano de la Academia de Cadetes Espaciales, más incluso que el propio comandante. Era ignorado sistemáticamente por los demás alumnos, lo que se veía en su historial de llamadas, pero su nombre gozaba entre ellos de una vergonzante fama por ser el fundador y, hasta la fecha, único miembro de la tuna de la academia (a pesar de lo cual ocupaba el cargo de primer pandereta suplente) pero, sobre todo, por haber fracasado hasta en diecisiete ocasiones en los exámenes finales. Era entusiasta pero rematadamente inútil. Las canas que ya peinaba le conferían un cierto atractivo para el sexo opuesto, atractivo que se desvanecía en cuanto le escuchaban hablar durante más de dos minutos, razón por la cual no se le conocía ninguna relación hasta la fecha. Era, en general, un tipo cargante, a quien los años no habían borrado la impronta fantástica que los comics de héroes espaciales habían grabado en su pequeño cerebro cuando aún era un niño.
Ahora, de adulto, su cerebro seguía igual de pequeño.
— ¡Señor, sí, señor! ¡Se presenta el cadete Wilco! ¡A sus órdenes, señor!
El comandante se vio tan sorprendido por su enérgica aparición en la puerta que derramó su taza de té al son de los taconazos militares. Al cadete le encantaban los taconazos.
— Por Dios, cadete Wilco, haga el favor de no gritar tanto… Ande, suelte usted esa escoba y acérqueme unas servilletas de papel.
— ¡Señor, sí, señor! ¡Aquí tiene señor! ¡Sus servilletas, señor!
El comandante suspiró profundamente, enjugó sus pantalones y, tras escrutar de nuevo el aspecto del cadete, resopló y tomó asiento.
— Cadete, debo decirle que la dirección está muy satisfecha de su trabajo en las áreas comunes del patio. Muchos de los cadetes recuerdan aún con alegría sus logros en el ámbito de los sanitarios: jamás los azulejos de los baños lucieron más limpios. Verá: es usted un veterano. El más veterano, a decir verdad, y su castidad es poco menos que legendaria. Este detalle no es en absoluto baladí, pues es el único de la academia que no se ha dejado llevar por la fogosidad propia de la juventud. Debe usted saber que le ofrezco la posibilidad de pasar por alto la formalidad de los exámenes, y que se convierta usted en un piloto espacial de primera categoría.
» Debe usted saber que el principal mecenas de esta academia, el Sr. Sierra, necesita ahora de los servicios de un hombre de sus virtudes: su hija menor, la joven Bárbara, ha sufrido un accidente con su nave mientras orbitaba Ganímedes. Ha caído en una zona que está fuera del control de la Federación. Un sátrapa gorkiano que se hace llamar a sí mismo “el rey Gator” domina la zona con mano de hierro. Los accionistas de Sierra Adventures Inc. tienen sólidos principios tradicionales y necesitan saber que el presidente de la compañía defiende a su propia familia. Pues bien, necesitamos que alguien se infiltre en el territorio e intente encontrar a la pequeña Barbie a través de su brazalete geolocalizador, y traerla de vuelta. Usted, con sus habilidades y su continencia a prueba de bombas, representa esa defensa. Aún no lo comprende, pero ya lo hará. Usted es nuestra esperanza, hijo mío. Dígame: ¿podemos contar con usted? ¿Es usted el valiente que llevará a cabo esta heroica misión?
— ¡Señor, sí, señor! ¡Soy su hombre! —los ojos del no-tan-joven cadete temblaban, húmedos, por la emoción—. Pero… ¿por qué yo?
— La academia es una institución de la Federación Planetaria. No puede comprometerse oficialmente en esto. ¿Sabe usted las consecuencias que tendría si uno de nuestros cadetes avanzados cayera en la misión? No sólo sospecharían de nosotros, sino que perderíamos todo lo invertido en él: años y años de exitosa formación. Con usted eso no sucedería. Si llegara a encontrarse con usted, el rey Gator descartaría de inmediato que se tratara de una misión oficial. Usted, querido Roger, tiene una triple virtud: su marcha tranquilizará a los accionistas de Sierra Adventures Inc., usted resulta inconcebible como héroe y en caso de caída no compromete excesivos recursos estatales. Ahora no piense más en ello o se provocará una hernia neuronal. Vaya a intendencia, ellos le proporcionarán una nave y todo lo que necesite.
Y así, Roger Wilco, se encaminó hacia su destino, sin saber exactamente si debía sentirse ofendido u orgulloso.
Poco más tarde, a bordo del cohete the great expendable, básicamente un gigantesco supositorio plateado incautado a un traficante de ajos, el cadete Wilco se sintió, finalmente, un auténtico héroe estelar. A pesar del penetrante olor de la cabina, prefirió prescindir del casco hasta llegar al Ganímedes, pues sospechaba que el de intendencia había reutilizado una antigua pecera, cuyo aroma resultaba aún más desagradable. Por fortuna el piloto automático había sido programado para llegar hasta el satélite por la vía más corta y, una vez allí, localizar la señal de la niña y aterrizar en las proximidades. Echó otro vistazo a los cientos de lucecitas que parpadeaban en la cabina de control y se sintió más incapaz que nunca de aprobar los exámenes. Realmente aquella sería su única oportunidad de convertirse en un auténtico piloto espacial.
La cosa, realmente, resultó más fácil de lo que él mismo había imaginado. La nave aterrizó en una especie de prado ajardinado, no lejos del palacio del rey Gator. El aspecto de Ganímedes le recordó a cierta alucinación que tuvo durante la única fiesta del campus de la academia en la que había conseguido colarse. En esta ocasión, sin embargo, tenía la intención de conservar su ropa y vigilar bien todos los orificios de su cuerpo. Apenas había avanzado un centenar de metros cuando la vio. Desde luego, no se trataba de la niña que había imaginado, pero hubiera jurado que se parecía bastante a alguna de las mujeres que había soñado, pero con la ropa puesta. La joven Barbie era una exuberante joven que paseaba sensualmente entre extraños corales y setas gigantes. Wilco se acercó sigilosamente por su espalda hasta que la tuvo al alcance de la mano.
— ¿Bárbara Sierra? No tema. Estoy aquí para llevarla a casa. Venga conmigo.
La tomó del brazo con fuerza y comenzó a correr hacia la nave. Tras un momento de estupor ella comenzó a resistirse, gritando cosas como “¿pero qué estás haciendo?” o un aún más elocuente “suéltame, imbécil”. El futuro piloto Wilco seguro de su misión, achacó estas expresiones al síndrome de Estocolmo y apretó el paso. Ella golpeaba repetidamente la pecera de su cabeza pero desde dentro él sólo percibía algo así como un “zoing – zoing” con cada golpecito. De pronto algo le empujó con una fuerza brutal por la espalda, arrancándole a la joven de la mano y lanzándolo a varios metros de distancia. Se dio la vuelta y tomó con fuerza su fusil de rayos, intentado parecer agresivo. Tal vez lo hubiera conseguido de no haber tenido el arma cogida al revés.
Ante él un gigantesco lagarto gorkiano llevaba con su poderoso brazo izquierdo a la joven como si fuera una delicada pluma. Era un ejemplar magnífico, musculado, varonil. Ella acariciaba su piel azul con fruición rayana en la lujuria.
— Alí, oh Alí, has venido a buscarme. Oh, eso te hace aún más deseable. Venga, acaba con este mequetrefe y hazme tuya aquí mismo.
Wilco estaba confundido. ¿Qué significaba eso? Aún estaba intentando aclararse cuando, de pronto, una pelirroja se abalanzó sobre el rey Gator con un grito histérico, pero él evitó la acometida con un rápido movimiento de su cola.
— ¿Así me tratas ahora? Maldito seas, Alí. Tú ya tienes a tu muñequita rubia y por eso me desprecias, pero yo tengo mis necesidades. ¡Soy una mujer completa, auténtica…! —Y rompió a llorar— ¿Qué voy a hacer ahora?
— ¿Qué haces aquí, humano? —Prosiguió el lagarto ignorando la presencia de la celosa pelirroja— ¿Tú también has venido a intentar destruirme? Los de tu especie sois tan básicos que no suponéis una verdadera amenaza. Muchos como tú han venido antes. Incluso la Federación ha intentado entrar en mis dominios, pero las feromonas que exuda mi piel convierten a los de tu especie en esclavos de sus instintos primarios. Todos los humanos que llegan hasta aquí se ven arrastrados por su deseo sexual y abandonan cualquier otro propósito, incluidas las órdenes de la Federación. Vosotros me consideráis una aberración porque me apareo con vuestras hembras una y otra vez para crear criaturas híbridas. Pero si mi experimento tiene éxito, mis vástagos acabarán para siempre con el odio entre hombres y gorkianos.
Y a continuación el rey Gator describió profusamente sus planes para extender el amor entre especies a todos los planetas y satélites conocidos. Tal vez Wilco hubiera llegado a comprender algo, pero en realidad tenía sus ojos fijos en la pelirroja.
— ¿Eso que se le ve es la aréola del pezón? —pensaba—  Oh, sí. Qué sonrosado y erecto. Y qué carne tan turgente. Seguro que su piel sabe a helado de vainilla. Oh, cómo me está poniendo la pelirrojita…
— ¡…Y de esta forma acabaremos con las guerras y el hambre en el sistema solar!
— ¿Eh? ¡Ah! Disculpe… no estaba escuchando.
El rey Gator pareció sorprendido. Miró alternativamente a Wilco y a la pelirroja. El cadete intentó justificarse con las razones más profundas que pudo encontrar:
— Es que se le ve la aréola del pezón…
— ¡Cómo! ¿Estoy aquí, frente a ti, explicándote mi gran proyecto y tu atención no puede apartarse de esta mujer? Hum, —exclamó pensativo— levántate y ven hacia aquí. Creo que podemos arreglar esto fácilmente.
— Bueno… no se ofenda, su majestad —respondió el cadete, indicando la erección que abultaba su entrepierna— pero es que en este momento no puedo levantarme.
* * * * * * * *
En la alcoba del rey Gator tres humanos y un gran lagarto yacían, desnudos y exhaustos tras haber hecho el amor durante horas.
— Desde hoy, querido Roger, serás mi consejero. Eres el primer humano a quien mis feromonas no suscitan el deseo de copular conmigo, sino que potencian tu deseo hacia las hembras. Y lo más importante para un líder es la seguridad de poder dar la espalda a sus colaboradores. Lo segundo más importante es asegurarse de que nadie de su entorno le hará sombra, y tu exigua capacidad mental es garantía de ello. Además, tú mismo participarás en mi proyecto apareándote con las hembras de mi especie.
— Majestad, puede usted estar seguro de que no encontrará a nadie con una lealtad más férrea que la mía. Esto es mucho mejor que ser piloto —dijo abrazándose a su pelirroja—. Y aunque en este momento esté agotado, juro solemnemente que estoy deseando iniciar los apareamientos con las hembras gorkianas.
— ¡Ese es mi hombre! Sinceramente a mí, las hembras de mi especie nunca me han gustado: tienen largas barbas y la vagina llena de espinas urticantes, pero seguro que eso no será problema para un héroe como tú.

Consigna: Relato pulp inspirado en imagen adjunta.


lunes, 4 de noviembre de 2019

Esos hijos (de puta)

Buenas noches.
Me alegra ver tantas caras nuevas. Bueno, quizá que sea la primera vez que hago esto tiene algo que ver.
Hoy les vengo a hablar de los hijos. De esos señores bajitos que viven en nuestro hogar y que en su infancia no eres capaz de meter en casa y en su más puta madurez no eres capaz de echarlos. Y no me extraña; si es que les tratamos como huéspedes de un hotel y les concedemos todos sus caprichos: quieren un móvil, lo tienen; quieren una tele en su cuarto, la tienen, quieren meterte en un asilo a los cuarenta, y tú ya vas mirando catálogos para ayudarles.
Yo le llevo diciendo a mi hija desde que tenía siete años, que cuando fuera mayor de edad le iba a poner una maleta en la puerta para que la llenara de ropa y se fuera buscando casa. El domingo pasado cumplió los dieciocho. Le dejé la maleta en la puerta y al cabo de una hora me llama, que ya la tiene hecha. Y le dije que me alegraba de que hubiera encontrado casa; tonto de mí cuando le pregunté que dónde iba a vivir. "Aquí" me dijo. "¿Dónde voy a estar mejor? Tú te vas con el abuelo, te hice la maleta. ¿Qué prefieres: boxer o slips?" Y ahí me dejó, en la puerta de la casa de mi padre con una maleta de Hello Kitty llena de calcetines y calzoncillos.
Y la culpa fue mía. Sí, porque no me di cuenta de lo rápido que crecen los niños. Sin ir más lejos, el otro día le dije a mi mujer "Oye, cari, ¿quién es el señor del bigotillo que está revolcándose con una en el sillón?" "Tu hijo Luisito, ¿quién va a ser?" Pero si hace dos días estaba enseñándole a montar en bici y ahora se lo monta él en mi sofá.
Pero eso sí que no se lo consentí. Me planté allí y le dije que mi casa no era ningún motel al que podía llevarse a una chica para darse un revolcón. Les mandé levantarse del sofá e irse con viento fresco. Y su respuesta fue "¡Mamá, papá no me deja estar en el sillón!". Encima me llevé la bronca de mi mujer por no dejar al niño intimidad. Le dije que si querían intimidad que se fueran a un hotel. Y además de pagarles la habitación, tuve que llevarles yo porque estaba en las afueras.
Con lo monos que son los niños cuando son pequeños. En esa época en la que solo duermen, comen y cagan. Que lloran, les cambias el pañal. Que sigue llorando, les acunas un poco. Que siguen llorando, ¡toma!, una teta en la boca. De adultos no funciona, créanme, y si encima pides que te metan una teta en la boca lo que te meten es una hostia y una denuncia.
Hay quien dice que los niños también son muy graciosos cuando empiezan a dar sus primeros pasos o cuando empiezan a hablar. Yo no estoy de acuerdo. Cuando empiezan a caminar, el siguiente paso es empezar a seguirte, y ya se acabó tu individualidad como ser humano, has pasado a tener un parásito siguiéndote allá donde vas. Y cuando empiezan a hablar tampoco es gracioso. Cuando saben hablar saben pedir, y ahí ya estas jodido. La palabra "quiero" va asociada a tu posición para exigir algo, no para mostrar cariño hacia ti. "Papá, quiero una consola", "Papá, quiero que me lleves al cine", pero no te dicen "Papá, te quiero" sin pedir algo a cambio.
Con las madres funciona diferente la cosa. Las madres son más… no sé, madres. Si tú les castigas sin televisión se lo pasan por el arco del triunfo, eso sí, como una madre castigue sin tele… Una vez mi madre dijo "No se vuelve a ver la televisión en esta casa". Eso fue cuando enterraron a Franco. Hoy me enteré por una vecina que lo han desenterrado. Será para que en mi padre pueda ver la tele de nuevo.
Y hablando de madres, un día, cuando mi hija era pequeña, se me ocurrió hacerle la inocente pregunta que se le hace siempre a un hijo.
"¿A quién quieres más, a papá o a mamá?". (¡ERROR!).
"A mamá".
"¿Y después de mamá?". (¡OTRO ERROR!).
"A mamá".
"¿Y después?". (ENCIMA DE GILIPOLLAS, MASOCA).
"A mamá".
"¿Con quién estás hablando ahora?" (ESTA VEZ TIENE QUE DECIR PAPÁ POR COJONES).
"Tú no eres mamá"
En fin amigos, que si una tarde están aburridos en casa con su pareja, mejor que jueguen una partida de parchís. A la larga les resultará más satisfactorio.
Buenas noches.

Consigna: Un monólogo (tipo Club de la Comedia) con tema libre.

Milagro en «Electrodomésticos Martínez»

Lo nuestro fue un flechazo. Yo iba por la calle con prisas, como todos los días, cuando algo llamó mi atención. No pude resistirlo y me detuve en medio de la marabunta de gente en plena calle. Después de recibir varios insultos y codazos, me atreví a mirarla de frente. Ahí estaba: tan bonita, radiante como una piedra preciosa. Y sola. ¿No os ha pasado nunca? ¿Sentir ese impulso irrefrenable? En aquella época yo era un joven alocado y no quise asustarla con mis tics nerviosos. Continué caminando de forma distraída de un lado a otro, crucé de acera varias veces y fumé cuatro cigarrillos antes de atreverme. Cualquiera que estuviera observándome habría pensado que era imbécil o, quizá, muy imbécil. ¿Acaso vosotros habríais tenido agallas? Ella permanecía inmóvil, como mirando hacia el infinito. Sin duda, estaba esperando a alguien. Por fin me armé de valor y, tras los gritos de un taxista que dijo algo sobre mi madre y todo el resto de la familia, crucé y llegué hasta donde estaba. De cerca era todavía más hermosa, delgada y con un brillo que embelesaba. La conexión iba a ser segura. Y no me equivoqué. Pagué en efectivo al dueño de la tienda y la llevé a casa.
Y, bueno, ya sabéis, como todos los principios, el nuestro fue perfecto. Nos lo pasábamos de película juntos, preparaba cenas románticas y nos necesitábamos tanto el uno al otro… Era feliz. Desde que me levantaba, lo era todo para mí. Cuando tenía que ir al trabajo se quedaba apagada, por eso durante mi jornada no pensaba en otra cosa más que en su gran pantalla. Era inmensa. Última generación. Nuestros inicios fueron muy fogosos. Admito que puso el punto canalla que mi vida necesitaba. Nos quedábamos despiertos hasta las tantas de la noche y me mostraba su arsenal de armas de seducción de las que no podía escapar. Sus encantos eran tantos que me volvía loco. Me tumbaba en el sofá y me enseñaba cosas que jamás había visto. Siempre con energía, inagotable. Incluso cuando yo no podía más, conseguía que lo alargáramos… ¡Era mi sueño hecho realidad!
Las consecuencias de esta apasionada relación fueron en aumento. Tanto, que empecé a sufrir unos dolores de espalda terribles. Me encantaba el sofá, lo había convertido en nuestro nidito de amor, pero resultaba bastante incómodo. Cuando llegaba a la oficina por las mañanas literalmente doblado, mis compañeros no paraban con la guasa.
—¡Qué, campeón! Anoche hubo movida, ¿eh? —Y las risas, fruto de la malsana envidia, resonaban por todas partes.
—A ver si un día nos la presentas —soltó otro con retintín.
Tras ese comentario, habría lanzado el bote entero de bolígrafos a la cabeza del desgraciado, pero Gutiérrez «El chorizo», había vuelto a operar en mi mesa del despacho dejando un mísero lápiz sin punta como única arma de trabajo. Di un puñetazo sobre la mesa y todos callaron de pronto. A veces hace falta ponerse duro con quienes se burlan de ti. El problema fue que el jefe estaba presenciando la escena, lo cual provocó el silencio de esas aves de rapiña y me tocó aguantar un sermón del quince sobre el sentido del ahorro y la propiedad ajena.
Mis amigos y familia estaban encantados con ella. Siempre sabía estar en su lugar y era considerablemente servicial. Yo nunca le pedí tanto, pero estaba programada para ello. Disfrutaba complaciéndome y pronto descubrí que a los demás también. Mi madre pasaba a menudo por casa pero, curiosamente, siempre que yo no estaba. Decía que iba a visitarla, que se hacían compañía mutuamente y que las dos estaban muy solas por las mañanas. Incluso un día a la semana había formado un grupo con las vecinas del barrio para reunirse en mi piso con ella y entretenerse.
—Hijo mío —llegó a comentarme un día—, no sabes el tesoro que tienes en casa.
—Sí, lo sé, mamá —contesté mientras limpiaba los restos de galletitas saladas desperdigados por el sofá.
—Me está modernizando. Me pone al día de todo —añadió con un aspaviento circular.
No lo podía creer. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Qué se había pensado? ¿Que mi casa era su casa? ¿Que podía entrar cuando quisiera? La quería para mí. ¡Era mía! No podía más. A partir de ese día comencé a cambiar de actitud. Disolví la secta de los jueves creada por mi madre, le dije que me devolviera la llave y registré su cartera para quedarme con cincuenta euros por daños y perjuicios. No, no fue un robo. Todo el tiempo que ella y sus amiguitas pasaban en casa consumían. Sobre todo, electricidad.
—¿Trescientos euros? —grité a la voz del otro lado del teléfono.
—Los kilovatios consumidos en su domicilio son correctos. Puede tomar la lectura de su contador si lo desea para chequear la eficacia de nuestra compañía —contestó una agradable voz.
Colgué antes de que siguiera encantándome con su dulce e inánime voz de sirena. Esa criatura había sido entrenada para aguantar quejas sin inmutarse durante sus catorce horas de jornada laboral. Mi derrota era segura.
Pese a haber echado a todo el mundo de mi casa, mi situación económica siguió empeorando. La factura de la luz continuaba siendo angustiosamente elevada y el fisio me había recomendado ir tres veces por semana por las contracturas de mi espalda. No podía con todo. Me volví huraño, mezquino, apático. Me pasaba el fin de semana encerrado con ella. Mis amigos me llamaban y me aconsejaban, pero yo pasaba de ellos. No los necesitaba. Tampoco a mi madre. Cada día tenía peor aspecto, los ojos totalmente enrojecidos y dormía apenas un par de horas. Hasta que llegó ese día.
Una mañana, aburrido en el trabajo, me dediqué a repasar la correspondencia. Quizá fueron imaginaciones mías, pero me pareció que el cartero me guiñaba un ojo cuando me entregó las cartas. Encontré facturas de proveedores, extractos del banco, lo de siempre… Cuando, de entre la propaganda electoral que iba directa a la trituradora, salvé un folleto de una tienda de «Electrodomésticos Martínez». «Perfecto», me dije, «lo que necesitaba para pasar el rato hasta la hora de salida». Me dirigí al cuarto de baño con el folleto escondido dentro del pantalón y allí me senté a hojearlo. Pasé rápidamente las páginas dedicadas a televisores, ya tenía una impecable, cuando de pronto lo vi. ¡Un disco duro externo de diez terabytes por noventa y nueve euros! Se me cayeron los calzoncillos al suelo. Me enamoré de él en ese mismo instante: negro, de formas aerodinámicas, fuerte, de gran potencia, compacto. Me estaba excitando. Pero, un momento, ¿y ella? ¿Estaría de acuerdo con la decisión? Esta novedad le afectaba directamente. Además, la traición iba a producirse en el mismo lugar donde nos conocimos, donde la compré. Nuestro lugar especial.
Pese a las dudas, a las seis en punto salí como un rayo y llegué a la tienda. Allí estaba. Orgulloso, me incitaba con su base prominente. Saqué mi tarjeta de crédito y concluí que sí, que la convencería para de que era nuestro complemento ideal. ¡Había que ser un poco más lanzado! ¡Pondría el punto picante en nuestra vida! Una fuerza superior a mí estaba llamándome hacia aquel disco duro. Pagué de inmediato para llegar a casa y conectarlo.
Al principio ella se lo tomó a bien. Era un compañero más cuyas funciones potenciaban las suyas. Formábamos un trío perfecto: él tenía una capacidad y potencia inusitadas; ella seguía exhibiéndose como nunca y yo flipaba en colores. Éramos felices juntos, hasta que llegaron los celos. Ella empezó a apagarse de vez en cuando y, a menudo, no detectaba la señal. Parecía que la culpa era de la antena de la comunidad, pero a nosotros no nos la colaba. También dejó de sintonizar canales nuevos y, poco a poco, nos fuimos distanciando. Solo la utilizaba para ver las películas que grababa él. Empecé a aficionarme a todo tipo de cine y me olvidé de programas de cotilleos, series malas y concursos amañados. Grabé las películas de los más grandes: Hitchcock, Johm Ford, Santiago Segura… En definitiva, ¡me estaba culturizando!
La televisión no pudo más y, un día, se apagó y no volvió. Así que le trasladé al dormitorio y acoplé el monitor del ordenador. De esta manera, seguimos pasando los días enteros, lejos de ella.
Todavía no se lo he contado a mi madre. Algún día tendré que dejar de cerrar mi habitación para ocultarlo cuando viene de visita, pero no encuentro el momento. No sé si lo comprenderá. Todavía sigue preguntándome por ella, pero yo le doy largas. Solo rezo para que no me suba la correspondencia un día y me encuentre con un folleto de «Electrodomésticos Martínez».

Consigna: Un monólogo (tipo El Club de la Comedia) con tema libre.