martes, 15 de diciembre de 2020

Lo que un día fue, ya no será (Sauce en el Agua)

 

—Pedro, hijito querido. Ven, siéntate conmigo y come un trozo de pastel de chocolate. Yo misma lo hice. Pasa un momento conmigo. Siempre andas apurado, tienes que darte un momento, un descanso.

Pedro se vistió con un traje gris que ya le quedaba apretado, la panza amenazaba con expulsar otro botón del saco. Se anudó mal la corbata. La barba de una semana y media, los ojos irritados e hinchados y las ojeras ya le daban el aspecto de un indigente.

—No puedo, mamá. Se me hace tarde. Mis compañeros me esperan. Han de estar locos por mi ausencia. Me mandaron un mensaje que decía: URGENTE.

La anciana vertió agua caliente a una taza, destapó el frasco del azúcar y metió una cuchara.

—No, mamá. Ya sabes que no me gusta el café soluble y que no tomo de ese endulzante.

—Oh, carajo, ya cambiaron tus hábitos, bien por ti. ¿Y en qué trabajan ahora?

Pedro no dejaba de mandar mensajes y audios a sus colegas.

—En el mismo proyecto de siempre. Llevamos diez años perfeccionando la máquina del tiempo, pero los resultados valdrán la pena, créeme.

La señora clavó el cuchillo en el pastel y cortó un pedazo delgado.

—¿Y cuándo quedará ese dichoso aparatito?

Pedro levantó la vista, miró por la ventana para cerciorase si su vehículo todavía seguía en el mismo lugar (no se acordaba) y por último gruñó.

—Quizá unos quince o veinte años más. Transportarse en el tiempo no es cualquier cosa. Esto será un gran descubrimiento para la humanidad, no un gran paso, será un gran salto. Yo siento que cada vez nos acercamos más al objetivo. Son asuntos que quizá no entiendas ahora, pero…

La señora lo tomó de la mano y lo interrumpió:

—¿Qué harán con esa máquina?

—No estoy seguro todavía. Eso lo decidirá el gobierno. Hay grandes proyectos a futuro. Yo solo soy un pequeña parte del engranaje.

—¿Podrán viajar en el tiempo y solucionar problemas? ¿Podrán hacer que la gente sea más feliz? ¿Tú serás más feliz?

Pedro titubeó, mientras se sentaba a un lado de su madre.

—No podemos intervenir, viejita. Si lo hiciéramos, podríamos crear un caos en el mundo. El efecto mariposa es peligroso. Lo que algún día fue, ya no será. Lo hecho hecho está. Ya nada se puede arreglar en este catastrófico planeta. Así que ya no podemos vivir añorando el pasado.

—Entonces no le veo el sentido. —Hizo una pausa para aguantarse un sollozo—. ¿Ya fuiste a ver a tus pequeños? Tu exmujer se molestará si faltas de nuevo a la visita. Después tus hijos no querrán verte

—Mamá, me toca ir a verlos los sábados, acuérdate. Hoy es lunes.

—Hoy es sábado, hijo. Y la semana pasada no fuiste al panteón a ver a tu viejo. Tu papá cumplía años y no te acordaste de llevarle flores. Recuerda, lo que un día fue, ya no será… y hoy es mi cumpleaños. Y mañana tengo cita con el medico porque… —La anciana empezó a llorar.

Pedro abrió demasiado los ojos. Se le formó una bola áspera en la garganta. Se incorporó, le dio un abrazo y un beso en la frente a su madre. Luego pensó en todo lo que pudo haber hecho, quizá aún estaría casado y sería feliz con su familia. Tal vez hubiera estado presente durante los últimos días de su papá. Posiblemente habría ido a la graduación de su hijo mayor. Había muchas posibilidades; sin embargo, ya nada podía cambiarse, ¿o sí?

Pedro se secó las lágrimas con la manga del saco, sacudió la cabeza y apagó el celular.

—Mamá, sí voy a querer pastel y un café. ¿Aún hay tiempo de festejar?

—Todavía queda un poco, querido, solo un poquito.

 

La venganza del mártir (Ayante)

 

En mitad de la barbarie, una esperanza relampaguea. Un hombre llamado Axilo entrega su alma a cambio de la paz eterna y la conciliación de los mortales. Es rico, tiene muchas influencias, y pretende con su generosa virtud zanjar la guerra para siempre. Pero ni todo el oro del mundo puede comprar la voluntad de salvajes desdichados y, siendo agredido, humillado y despojado de su honra, ninguno de sus amigos lo defendió. Acabó dando espasmos en una fosa común abierta a la intemperie. 

—I am here all the time— dijo un fiambre que estaba allí tieso.

—¿Qué ocurre? ¿Hemos muerto?—habló Axilo.

—Tú no—respondió el fiambre—. Estás agonizando. Los que te han hecho esto decían ser tus amigos. Eres un mártir caído. Me llamo Hades, acompáñame, vomita lo que te queda de vida y súbete los pantalones.

Salieron del agujero y se pusieron en marcha, tambaleando como viejos amigos que salen del bar de la esquina borrachos. Atravesaron el territorio de campaña sin ser vistos. Eran dos fantasmas errantes bajo la lluvia. Llegaron al pueblo cruzando por mitad de un bosque. Una vieja cargaba con dos tinajas por la calle. Iba lenta y cojeaba. Hades la señaló y Axilo se convirtió en perro, el cual ladrando y por la espalda, se echó encima de la anciana mordiendo su cuello y matándola casi en el acto.

—¿Qué he hecho?— se preguntaba ya convertido en hombre otra vez.

—No has hecho nada que no mereciera esa mujer. Era la madre de tu buen amigo Néstor, el que te escupía en los ojos mientras llorabas rendido.

—No lo recuerdo. A menudo íbamos a cazar jabalís. ¿Cómo pudo hacerme algo así?

Llegando a una pequeña plaza, encontraron a tres muchachos fumando canutos. Hades señaló a los tres de izquierda a derecha. Los jóvenes se sobresaltaron.

—¿Es Halloween?—preguntó uno de ellos y comenzaron a reírse haciendo burlas.

Axilo halló en sus manos una carabina. Disparó sin tregua contra dos de los muchachos que quedaron desparramados en el albero, con los sesos por todos lados como guirnaldas de Navidad. El tercero se quedó quieto.

—Pásame el porro, campeón, que le vas a chupar la punta del fusil a nuestro amigo Axilo—le dijo Hades—. ¿No lo reconoces? Él te regaló tu primera bicicleta cuando cumpliste cuatro años. Tu padre no tenía ni un centavo y quiso que no te quedaras sin regalo de cumpleaños. ¿Y cómo se lo pagó tu padre? Aprieta el gatillo, Axilo.

Los ojos del muchacho salieron disparados hacia arriba junto con parte del mentón.

—No sufras, compañero— habló Hades—. Tus amigos deben pagar por lo que te han hecho. Ahora vamos a entrar sin permiso a la casa de tu camarada Diomedes, que fue quien te empujó a la fosa. Allí está su mujercita. Dirígete hacia el campanario.

En la casa de Diomedes, Mari Puri estaba tranquilamente viendo un partido de Los Lakers en directo cuando de pronto sonó el timbre.

—¿Quién será a estas horas con la noche tan mala que hace? Iré a ver...— se dijo a sí misma la esposa de Diomedes. Por la mirilla comprobó que se trataba de Axilo, el mejor amigo de su marido, y estaba acompañado de un señor con pinta de enterrador.

—¡Hola, Axi! ¿No estabas con Diomedes haciendo vuestras cosas de hombres?

—Hola, Mari... Sí... Pero... Tú me conoces, soy un hombre bueno...

—Perdona que te interrumpa, ahora me cuentas, es que hace un frío del demonio y es mejor que paséis y cierro la puerta. Id tomando asiento.

Una vez dentro y acomodados, Hades señaló a Mari Puri.

—¿Qué le ocurre a usted en el dedo? Lo tiene como amarillento. Eso debe ser porque le faltan vitaminas. Os traigo ahora mismo un trozo de bizcocho que tengo en el horno. ¿Por qué cierras los ojos, Axi?

—Es que... me molesta la luz. Se me pasará dentro de un minuto, tú ve a por el bizcocho— dijo, y Mari Puri fue a la cocina.

—La he señalado y no has visto nada. Ella es tu próxima víctima. Debes violarla y degollarla— aseveró Hades.

—Ya comprendo todo. Me estás engañando, ¿verdad? Estamos en el Tártaro y me estoy sometiendo al juicio final. Tú debes ser el que imparte las consignas o algo así, ¿cierto? ¿Y quiénes son los jueces? ¿Los conozco? ¿Son tan cabrones como mis amigos?—se cuestionaba Axilo cuando Mari Puri llegó con el bizcocho. 

—Aquí tenéis, chicos.

—¡No!—gritó Axilo al tiempo que cerraba los ojos.

—¿No te gusta de fresas?

—Márchate, María, o no respondo de mis actos.

—¿Qué dices? ¿Y dónde está tu amigo?

Axilo abrió los ojos. Allí estaba de nuevo, en la fosa común, y sus amigos acudían en su ayuda. Diomedes le daba la mano para levantarlo; Deífobo lo sujetaba por la cintura para que no se cayera; Néstor le limpiaba con un paño la cara; su viejo amigo Príamo también estaba allí agasajándolo como de costumbre. Y Glauco, con la mejor de sus sonrisas... Y el sol salió. Y una brisa fresca lamió sus mejillas...

Relato de un Sueño (Curicaveri)

 

En un sueño onírico cruce el portal de la vida. Camine por senderos de silencios y sueños florecientes de mil colores que no conocía, el camino me llevo a el embarcadero donde cientos cruzaban al otro lado. Con fuerza y decisión Aqueronte guía la barca una y otra vez. Observo desde una roca el ir y venir, los que cruzan y esperan su turno, una eternidad o no cuando el tiempo no existe. En el instante mismo nace en mí la pregunta que sale de mis labios sin esperar respuesta.

 ¿Qué hace aquí un río?

 ¿De dónde viene a dónde va? No tiene ningún sentido.

Aqueronte a mi lado responde con un suspiro la verdad absoluta. Viene de ningún lado y va a ningún lado. No es un rio es la suma total de tus elecciones en el mundo vivo, las consecuencias palpables de tu día a día. Muchas personas pasan a través de su vida sin confrontar sus problemas sin tomar las decisiones difíciles que debieron haber tomado. Se quedan con trabajos que odian en pueblos que desprecian con amigos que abandonaron años atrás, ellos van por la vida hasta el final aburridos empequeñecidos jodidos miserables.

El rio es el reflejo de ellos que no tomaron decisiones no levantaron olas en su vida así que el rio es tranquilo y cruzarlo es fácil sin desafío. Por eso les cobro por su miseria y aburrimiento una burla a su falta de valor.

Pero en muy contadas ocasiones el rio embravece con mareas y remolinos de fuerzas incalculables y es ahí que no hay cobro por cruzar, es tal el desafío que sería un insulto el peaje de estos que en su vida cuestionaron y rompieron las cadenas de la obligación, que pagaron con sangre su insolencia de preguntar por qué.

 Dejando a un lado todo por el sueño mismo y la verdad de la existencia los errores y caídas en busca del saber, de la batalla que día a día representa la verdad.

Guerreros que aun sabiendo que la batalla está perdida no dudan en marchar por la senda, con la convicción de que el sacrificio vale la pena. Hombres y mujeres que rompieron las cadenas del conformismo a pesar de que serán quemados en las llamas de lo establecido del dogma no cuestionado. Eso amigo no tiene costo para cruzar...

El ciclo del árbol (Joy Tonn)

 

Me he topado con un árbol. Enorme, de esos que no te alcanza la vista para mirar hasta la punta. Me perdí entre sus ramajes abundantes y sus millones de hojas, que bailan al son de una brisa delicada. Cuando me acerco hasta su tronco noto lo importantes que son sus raíces, que sobresalen de la tierra en algunos puntos para esconderse apenadas cada tanto. Hace un calor infernal, pero el árbol me protege, con su sombra que me cubre en un abrazo que no siento. Me estremece la idea que un día el árbol morirá. O puede que lo haga yo primero. Dicen que viven muchos años, ¿no? ¿Por qué debería irme yo antes? No lo sé. Tampoco sé por qué estoy pensando en su muerte. Mejor me dedico a admirarlo un poco más antes de volver a casa.

 

Me he topado con un árbol que ha perdido todas sus hojas, cubriendo el suelo alrededor, desvaneciéndose sobre sí hasta desaparecer por fin. No lo recordaba así, pero me parece inefable el modo en el que sus ramas apuntan a todas partes, como agujas desnudas que buscan atacar un enemigo indescifrable. ¿Seré yo? ¿Me harás daño algún día, árbol de mi vida? Dudo que me responda, así que me quedo un rato más esperando escuchar su voz sin muchas expectativas.

 

Hoy me he ido lejos y cuando vuelva deseo encontrarte de nuevo. Sé que no te moverás de ahí, pero aún así te pido a gritos que me esperes, con la esperanza de que puedas escucharme. La vida se ha hecho dura últimamente y mis días parecen más pesados. Qué digo, no solo los míos sino los de todos. Cada minuto que pasa pienso en cómo la estarás llevando tú. Me pregunto si seguirás creciendo con tu ritmo sereno que apenas se percibe.

 

Ha sido una locura, pero hoy he vuelto a casa. No sé cuánto tiempo ha pasado desde la última vez. Yo era mucho más pequeño y tú pareces igual de inmenso. Me alegra verte entero, con tus hojas danzantes. Espero que este gélido aire no te haga daño. No sé hasta cuando pueda soportarlo, puede que tu seas más fuerte que yo.

 

El cielo se ha teñido de rojo y parece solo empeorar. Papá y mamá se han ido para siempre, así como muchas más personas, pero tú sigues allí en pie, como si nada pudiese tirarte. Ellos volverán tarde o temprano y acabarán con todo de nuevo. Volverán con sus grandes armas y sus cuerpos estremeciéndose de aquí para allá. Espero seguir aquí, me tengo que ir.

 

Me cuesta respirar. En lo que vi la herida lo primero que pensé fue en venir a verte. Pero te han hecho daño a ti también y apenas te reconozco. Se me desvanece el corazón y mis fuerzas son casi nulas. Quiero abrazarte, como la primera vez que te encontré. Muchas de tus ramas se han caído y parte de tu tronco está hueco, pero logro hacerme un espacio para pasar entre tus restos y desperdigarme sobre ti, mientras poco a poco me despido de esta vida entre tus brazos de madera y tu noble corazón.

 

Hoy me he topado con un niño. Me ha visto desde abajo con ojos brillantes. Con su mano como visera ha alzado la mirada para verme detalladamente, como si se tratara de una obra maestra. Casi siento que te conozco, pero no estoy seguro de quién eres, ni de quién soy. Y aunque algún día el dolor será tan grande de nuevo como para soportarlo, sé que volverás a mí.

Y lo volveremos a intentar.

La peste (Potemkin)

 

A los dos minutos de tirar a la papelera aquel relato, mi casa comenzó a oler muy mal. Yo me acostumbré muy pronto porque ya me había ocurrido otras veces pero, para mi desconcierto, el olor fue en aumento. “Huele a perros muertos”, gruñían los vecinos con la garganta cerrada del asco. Cuando aparecieron los gusanos entre las ranuras de los peldaños, alguien llamó a las fuerzas del orden. Buscando el foco de la purulencia la policía no dejó ni un centímetro de mi casa sin registrar. Cuando violaron el escrupuloso orden de mis bragas y metieron las zarpas entre mis juguetes les pregunté si no sería mejor que mirasen dentro del congelador, que es dónde se suele esconder un cadáver. No encontrarán ningún fiambre entre mis bragas negras de encaje, avisé.

Díganos donde lo tiene, dijo el sargento, no nos haga perder más tiempo. Está justo ahí, dije señalando la papelera. El sargento me miró perplejo. Soy escritora, sargento, a veces deshecho relatos, expliqué. ¿Y qué tiene que ver su relato desechado con este hedor que asola la comunidad?, preguntó el sargento. Es que es un relato muerto, dije, y lo que huele es su descomposición. Vamos a ver, señora, preguntó el policía, ¿me está diciendo que su casa huele mal porque tiene usted un folio arrugado dentro de la papelera? Sí, señor policía, admití. Pero es que no es solo un folio arrugado, es casi una historia y dentro de ella hay un tiempo, una ciudad y un invierno. Y en ese invierno viven unos personajes que parí con dolor en una noche de insomnio. Personajes que tienen nombre y apellidos, edad y profesión. Ella tiene, además, una boca hermosa, él unos ojos llenos de estrellas. Es la carne podrida de ellos lo que huele, dije vehemente.

Claro, claro, ahora mismo se viene a la comisaría y le da usted las explicaciones pertinentes al señor comisario, dijo el tipo colocándome unas esposas de lo más brillantitas.  Le advierto, le dije dejándome hacer, que a mi estos cacharritos me excitan sobremanera. La comisaria me recordó a cierto edificio grande y gris que vi en una película basada en una novela de Kafka. Era un lugar frío, de techos altísimos y desolados pasillos, donde solo se escuchaba el tecleo monocorde y sincopado de una vieja máquina de escribir. En cada  cuarto sombrío había una secretaria sombría que miraba el reloj de la pared.  Llovía fuera y pensé que era ideal, siempre llueve en los momentos más solemnes. El comisario era un tipo gordo y sanguíneo. Siéntese, ordenó, dicen mis hombres que su casa huele a muerto. Es por culpa de un relato, expliqué otra vez. Un relato muerto, añadí presurosa.  Un relato solo es un pedazo de papel, dijo él, las palabras no huelen. ¡Ah!, qué poco sabe usted de literatura!, dije yo jugándome una noche entre rejas. ¿Me está usted llamando cateto?, dijo el comisario expulsando el humo de su puro en mi cara. Yo, que en mis noches solitarias había visionado innumerables películas policíacas, me repantingué en la silla dispuesta ya a la tortura y al apaleo. No, no, contesté, y añadí: si quiere le explico en qué consiste un relato sin vida, que no sin alma, porque no es lo mismo un relato muerto que un relato sin alma, dije  empeorando la cosa, a mi parecer.

Ese hombre de cara redonda me miró de manera tan escrutadora que supe que ya andaba  buscando cargos para encerrarme una noche a la sombra. Posesión de drogas, alteración del orden publico, tal vez pertenencia a una banda armada. ¿Entiende usted, señora mía, que me debe contar por qué huele mal su casa, verdad?, dijo contra todo pronóstico. Y dicho esto llamó a su secretaria y ella acudió bolígrafo en mano. Cuando se sentó eché en falta un cruce  de piernas sensual y chasqueé la lengua, decepcionada. Mari Pili, proceda usted a escribir todo lo que la presunta diga, dijo.

De pronto yo ya era la presunta, pensé sonriendo. Si confiesa usted su crimen, tal vez podamos encontrar algún eximente. Podríamos alegar enajenación transitoria, por ejemplo, informó bonachón. A veces se nos va la mano en una disputa y vuela un jarrón chino o un cuchillo jamonero, disertó el señor comisario. Luego, en un vano intento de ocultar las pruebas, intentamos deshacernos del cuerpo del delito y lo troceamos o lo disolvemos con ácido en la bañera, creyendo que con un poco de hipoclorito de sodio borraremos después todas las huellas del crimen, continuó. Pero el olor... ¡Ay el olor! El olor del crimen no se va con nada, señora mía, dijo. Dígame, ¿dónde lo tiene escondido?, preguntó aproximando peligrosamente su rostro colorado al mío.

Lo que huele mal es ese relato, volví a explicar. ¿Es usted escritora?, preguntó alegremente la secretaria sombría, aminorando la velocidad de su taquigrafía de academia. Creo, Mari Pili, que ”relato muerto” es una especie de apelativo que la presunta utiliza para referirse al interfecto, explicó el comisario. Prosiga usted, dijo dirigiéndose de nuevo a mi, aunque tal vez a estas alturas prefiera continuar en presencia de un abogado. Si no lo tiene puede solicitar uno de oficio, ya sabe. De pronto me acordé nuevamente del protagonista de “El proceso” y tragué saliva.

No tengo ningún cadáver en mi casa, comisario. Solo tengo un relato muerto y no creo que por eso me vaya usted a meter en la cárcel, gruñí.  ¿Cómo de muerto está ese relato?, preguntó el comisario alzando la ceja. Suspiré. Como los ojos de un tiburón, como un amor que se acaba, muerto como la verga de un muerto muy muerto, dije a modo de explicación somera. ¿Y de qué va esa historia desechada?, preguntó la secretaria, aminorando de nuevo la velocidad de su bolígrafo. Es un asunto particular, alegué defendiendo mi intimidad. Aquí no hay asuntos particulares, dijo el comisario masticando cada palabra. Bien, dije resoplando, pues allá voy: lo que hay en mi basura es un relato de amor. De amor muerto. Es un entierro de amor. Es una tumba con fecha.  Es el grito de un luto.  Son campanas llamando a agonía. De eso va. Por eso lo tiré a la basura y por eso huele mal mi casa.

¡Ajá!, chilló el comisario ufano como un pollo ufano, entonces admite que ha asesinado a su novio. Suspiré de nuevo. En cierto modo sí, confesé. Se podría decir que lo he matado, pero solo metafóricamente. ¿Entonces confiesa por fin que tiene un finado en su casa?, dijo machacón.  Me parece, señor comisario, que no sabe usted lo que es una metáfora. Y ahora, si no tiene usted cargos probados contra mi, mande a uno de sus hombres que me quite las esposas, que tengo en mi casa un relato por acabar y lo tengo que entregar  mañana a las doce, hora española.

Insomnio (Juana Azurduy)

 

 Parada al borde de un enorme abismo. Algo negro sube y quiere tragarme. Arremete con violencia, trepa por mis piernas. Me envuelve y me aprisiona. Sus garras viscosas arañan mi pecho, aprisionan mi corazón. No puedo respirar, pero está bien. Me rindo.

 Despierto de golpe. Son las tres de la mañana, como siempre. Me levanto en silencio para no despertarlo. La casa quieta en la noche es reconfortante.

 El insomnio me acecha desde hace tiempo. Pero ya no me preocupa. Antes si, ahora es parte del paisaje. Es mi manera de divagar, aunque sé que tengo que dormir. Para funcionar. Para poder con el día.

 Me acerco a la ventana. El balcón me ofrece un abismo diferente. Más amable, tal vez. El cielo entre negro y estrellado. El aire limpio lejos del cemento. Estar en un noveno piso me acerca al cielo o me aleja de esta tierra a la que tanta gente se aferra. Gente necia que no entiende.

 El tic tac del reloj hace un eco constante. Se aleja como un zumbido y vuelve, de golpe, para recordarme que los días siguen su curso. Que quise tantas cosas que no fueron. Fue tan cansador que hizo que odiara todo. Incluso a mi esposo.

 Esposo. Como un grillete en el tobillo. Un ancla pesada y fría que me fija al mundo. Hace tanto que estamos juntos que ya perdí la cuenta. Éramos muy pibes, muy cabezones. Mamá me previno y yo quise ser grande a mis dieciocho.

 Él quiere seguir intentando. Le dije que mis ovarios estaban desgastados. Aunque la desgastada soy yo.

 Me tomo una píldora porque, si no, mañana va a ser difícil trabajar. Me acuesto y miro el techo. Cierro los ojos y espero que la nada me trague. No sueño. La píldora hace eso. Que el universo de mis sueños sea una página en blanco.

 La mañana aparece acelerada y rutinaria. El desayuno en silencio, aunque ruidoso en mi cabeza. ¿En qué momento decidí que no importa nada más?

 El mate con tostadas. Queso blanco y dulce de membrillo. Él lee el diario y yo miro el noticiero. A veces creo que no coincidimos más que en una fecha. Cuando dijimos “Si”. Mi suegra no fue feliz ese día. Mi papá se emborrachó y se le insinuó a la hermana menor de mi suegro. Quince años menor y con tetas hechas. Mamá estaba horrorizada.

 Me voy al trabajo y él a la oficina. Me rodeo de niños, de mis chicos de segundo A. Durante cuatro horas no pienso en otra cosa. Enseño. Juego con ellos. Los escucho. Casi me divierto. Casi. Pero suena el timbre y la alegría se apaga. Como un interruptor que corta mi energía, la penumbra me invade y vuelvo a ser yo.

 Llego a casa. Al silencio oscuro. Paseo por mi departamento. Voy al cuarto del bebé. Él se niega a desarmarlo. Duele en las vísceras. La cuna, los peluches, la mantilla. Un mundo paralelo que jamás sucederá.

 Llega la cena, pero él no. Voy al balcón mientras la comida se enfría. Prendo un cigarrillo, ese que dejé hace años y que él no sabe que aún fumo. La brisa de la primavera se lleva el humo y mis ganas.

 Miro para abajo, hay gente en la vereda. Los autos pasan uno detrás del otro en una caravana sin fin. El bullicio nunca se detiene. Por eso mi sueño es ligero. O por la vida que es pesada y monótona. Toco la baranda, el metal frío. Me asomo al abismo, como en el sueño. Pierdo el equilibrio, por un momento. Veo cómo el cigarrillo cae, un punto anaranjado que desaparece en la noche. Me enderezo, asustada por los pensamientos.

 Me voy a la cama. Me dejo llevar por el sueño y a las tres me despierto. El cielorraso, él junto a mí sin saber todo lo que hay dentro de mí. Voy al balcón. El abismo me interpela. Me pregunta por qué no lo hago.

 No estoy segura. Quizás sea esperanza. Me inclino otra vez. Podría ser un accidente. Me acerco más a la nada. Hago equilibrio en puntas de pie. Quizás lo haga. Nada me ata al mundo. Me suelto los grilletes, las dudas se esfuman. Soy liviana y mis pies se separan del piso. La baranda en mi cintura. Mi cuerpo se inclina. Estoy en un punto de no retorno. Caer es lento. Dejarse morir es una decisión. Me dejo caer y algo me detiene. Una mano en mi tobillo me impide seguir. Vuelvo de la oscuridad mortuoria.

 Un abrazo me envuelve. Su corazón acelerado se estrella contra mi pecho sereno. Se asustó, lo sé. “Perdón”, balbuceo. Él llora y me abraza asustado. Pero yo, ya no siento nada

El espejo (Tulipán Negro)

 

Despierto con el sabor amargo de quien ha pasado toda la noche de bar en bar. Con la vista nublada del que se ha quedado cegado por el alcohol y por su risa. Con la inquietud de no recordar del todo bien qué hace ese cabello rubio y ondulado balanceándose rítmicamente al son de la respiración de su dueña. Yace de espaldas a mí, arropada solamente por su larga cabellera. Que no se despierte.

Me incorporo e intento mantener el equilibrio, pero caigo en una red de ropa con aroma a tabaco y a sudor que me trae recuerdos de anoche. Atrapado entre sus medias y mis pantalones me siento ridículo. Casi tanto como cuando anoche se acercó a mí y yo no supe más que decir cuatro frases baratas. Me echo las manos a la cabeza avergonzado. Ella tiene un nombre, pero yo solo rezo para que no se despierte.

Aún sentado en el suelo, miro a mi alrededor e inspecciono toda la habitación para acabar el viaje en mi antiguo espejo. Entra demasiada luz por la ventana. Una claridad tan intensa y limpia que sería capaz de expiar todos los pecados de quien cayera en sus redes. Yo confieso. Cierro los ojos con fuerza y vuelvo a abrirlos. El cuadro es hermoso desde aquí: veo el lateral del colchón, un brazo femenino fino y flexible descansando sobre él señalando levemente con el índice hacia la puerta. Sonrío. Parece que esté indicándome la salida. La salida de mi propia casa. En la imagen su rostro oculto contrasta con el mío lleno de admiración. Ella calla. Yo lo digo todo con la mirada: eres hermosa. No te despiertes.

 Respiro profundamente. Sigo observando mis facciones en el espejo y la curiosidad hace que me acerque a él, a mi otro yo. Me arrimo cada vez más, hasta descansar la mirada en mis propios ojos. En mis otros ojos. Me estremezco, pero continúo mirándome fijamente en él. Intuyo que la resaca y no haber dormido prácticamente tienen mucho que ver. Allí estoy,  cada vez más cerca, tanto que mi mejilla entra en contacto con el frío cristal. Mi respiración dibuja nubes opacas en él que van apareciendo y esfumándose en cuestión de segundos.

De pronto oigo un maullido. ¿Qué ha sido eso? Ni siquiera me giro buscando su origen. Viene de dentro. Apoyo la palma de mi mano derecha con suavidad en la superficie. Frío vertical. Vuelvo a oír otro. Empujo con mis dedos como si buscara el origen, cuando noto cómo el espejo va ablandándose a mi paso. Está cediendo ante mi palma, ante mi empeño. Es una sensación natural, automática, esperada, me completa. Mi mano va desapareciendo dejando a su paso restos de cristal resquebrajado que no corta. No me hiere. Quiere que entre. Me quiere entero. Sin dudarlo, avanzo con una pierna, luego con la otra y todo mi cuerpo traspasa aquel delicado manto que separa lo desconocido del origen de todo.

Lo primero que alcanzo a ver es un cielo celeste, hermoso, con nubes flotando en el horizonte. Huele a bosque. Sonrío con ganas. Hacía tiempo que no disfrutaba de esa sensación. Veo a lo lejos una sombra que se acerca ladina. No.. no puede ser.. ¿Gaia? ¡Gaia! Es Gaia, mi gata, mi adorada compañera de noches tenebrosas. Cuántas veces habíamos jugado con la complicidad de los hermanos. Se acerca rápidamente y comienza a enroscarse en mi cuello mientras enreda sus patas en mi pelo. ¡Tranquila, tranquila! ¿Cómo estás, preciosa? Te veo en forma. Estas palabras resuenan en el interior de mi cabeza... ¿Te veo en forma?

Gaia hacía ocho años que había muerto atropellada. Esa máquina del diablo se me había aparecido en sueños a menudo después del sangriento suceso y se dedicaba a alumbrarme con sus faros y a despertarme entre gritos. ¿Qué estaba pasando? Venga hombre, pienso para mí, he atravesado el espejo después de una noche de borrachera, me reencuentro con mi gata muerta... Solo falta que se me aparezca la abuela sujetando una de sus bandejas de magdalenas recién horneadas... Me empiezo a reír ante tales locuras esperando despertar en mi propia habitación tapado hasta arriba con las sábanas, con una resaca de órdago para variar y dispuesto a afrontar un domingo más a base de café y cine clásico.

Pero la risa frena en seco. A Gaia se le eriza el lomo. Nerviosa, no para de caminar de un lado a otro y me advierte de lo peor. Mis ojos se clavan en el espejo, puerta de entrada a este lugar. Veo el cuarto donde he dormido desde el otro lado. Ese cuarto con esa desconocida durmiendo. Ella está despertando, arquea la espalda y estira los brazos. Se levanta hermosa, y aparta por fin sus cabellos de la cara. Mira hacia donde yo estoy.  Ese cráneo despojado de toda vida que tiene por cabeza me mira. Y ahora vuelve a señalarme con su dedo índice hacia la puerta, donde ha dejado descansando por un rato su guadaña.

La abuela Russel (Ubiksolar)

 

No pude soportar todo el funeral. Transcurrida media hora comencé a sentir náuseas. Así que regresé precipitadamente a nuestro hogar. Al viejo y enorme caserón en el que nuestra difunta abuela Russell había vivido sus quince últimos años de vida. Toda la familia la llamaba así por su segundo marido, John Russell Kenneth, un risueño empresario de Wichita. Con él había compartido veinte años de feliz y sana convivencia. Cuando él  murió, ella, en señal de respeto, continuó haciéndose llamar señora Russell. Mi familia, con naturalidad, la llamaba abuela Russell, a excepción, claro, de su hija.

Al enviudar por segunda vez, la convencimos para que se mudara con nosotros. Se instaló en la amplia buhardilla junto a sus gigantescos armarios y sofás que se hizo traer. Todo encajó. Teníamos a nuestra matriarca con nosotros, y era algo que sentíamos como una buena noticia. A nuestros padres, pluriempleados, a menudo les faltaba tiempo para sus hijos. Pero no la abuela Russell, tan pletórica como siempre. Así que se convirtió en el pequeño refugio de nosotros, sus cuatro nietos. Cuando no nos relataba viejas anécdotas familiares o nos leía cuentos, organizaba los cientos de fotos repartidas por toda la casa, ordenándolas cronológicamente para luego encuadernarlas en álbumes de hermosas tapas rojas. Era además buena cocinera y desde la mudanza dio rienda suelta a su afición, preparando todo tipo de delicias, a cual más jugosa: Confitura de higos con vainilla, mermelada de naranja amarga al curry, galletas de jengibre y canela, escabeches de conejo... Cocinaba en cantidades industriales, y guardaba sus elaboraciones en grandes tarros en los armarios que forraban las paredes de su habitáculo. De vez en cuando, nos bajaba una caja de tarros para que disfrutáramos de su contenido y la quisiéramos aun más.

Con 83 años, aun se mantenía todavía en plena forma cuando una gripe se la llevó con suavidad de este mundo. Fue un duro golpe para todos nosotros. Más para mí, que tenía 16 años y vivía exaltada por la efervescencia hormonal. Así que me derrumbé durante el funeral, y tuve que abandonarlo. Sola en la casa vacía, me recliné en el sofá del salón. A los veinte minutos me empecé a sentir mejor. Milagros de los organismos jóvenes, supongo. Pasaron otros diez minutos, e internamente decidí no volver. En lugar de ello subí a la buhardilla. Recorrí la crujiente escalera interior y entré en lo que había sido el refugio de mi abuela. Mi madre había recogido todos sus enseres personales. La estancia se veía diáfana y aséptica. Me situé en el centro de aquel amplio espacio tan conocido para mí, con cierto aire melodramático. Entonces, algo me impulsó a abrir uno de los grandes armarios. Tomé uno de los abundantes tarros de conserva que se apilaban en sus estantes. Tras mirarlo un rato lo devolví cuidadosamente a su lugar y fui cogiendo sucesivamente otros. Confitura roja, verde, corazones de alcachofas.... sonreía con tristeza mientras mi mirada se posó en el “sector” de los escabeches y comidas guisadas. Fui cogiendo del mismo algunos tarros. Allí se encontraba el testamento culinario que nos había legado nuestra abuela Russell, y que bien nos podría durar un lustro. Finalmente decidí revisar un último tarro antes de cerrar para siempre el armario y el recuerdo de mi abuela. Lo saqué de la tercera fila en orden de profundidad. Al igual que los otros, no tenía etiqueta. Tras admirar la vieja tapa de cerámica, me estiraba para dejarlo de nuevo en su lugar, cuando mis ojos captaron un pequeño detalle del contenido. Una minúscula manita.

Tardé un poco en asumir la realidad. Un feto.  No me asusté, o al menos no demasiado. Aunque no por ello dejaba de ser siniestro que hubieran guardado allí el residuo de un aborto familiar. Pero algo me dijo que tal vez eso no fuera todo. Y seguí mirando tarros. Estaban siempre en la tercera y, sobre todo, la cuarta fila de recipientes. Una respetable colección de fetos, de variados tamaños y grados de desarrollo. Mi abuela hacía abortos clandestinos, y guardaba los truculentos desechos de su actividad ilegal junto a las conservas de comida. Dios. Pero había aún más. Porque no todos los frascos contenían restos humanos.  Lo que descubrí aquella tarde me perseguiría durante muchas noches posteriores. Muchos de los botes mostraban seres con gruesos pelos negros recubriéndoles. Algunos tenían plumas y garras, apretujados con sus picos grises entre las angostas paredes de cristal, o estaban inmersos en una sopa sanguinolenta que apenas dejaba adivinar su naturaleza. Otros contenían una especie de grasa o pus amarillento, en el que se atisbaban patas negras y quitinosas con protuberancias como muñones.  Peores eran, sin embargo, los que contenían lo que parecían vísceras, de variados colores y diversas formas. Desde los que se asemejaban a secciones de intestinos a otros con forma lenticular y motas rosas, atroces a la vista.

Mis manos comenzaron a temblar con estos descubrimientos. El pulso finalmente me falló, y un bote se me calló al suelo, quebrándose. Eso me despertó. Limpié rápidamente los asquerosos restos, cerré el armario y abandoné la buhardilla. Poco después regresaba mi familia. No les comenté nunca el tema a mis padres. Ni volví a subir a aquel ominoso lugar, ni se qué paso con aquella siniestra despensa.

Doy por hecho que mis padres conocían aquello. Pero mi mente siempre se niega a pensar lo que eso supone. Por otra parte, la idea de que los círculos concéntricos de tarros correspondían a distintos grados de “maduración” de su contenido, no dejaría de asaltarme insidiosamente durante buena parte de mi juventud. Tal vez los festines que nos dábamos con los botes que mi abuela nos regalaba eran algo más que simples celebraciones culinarias. Han pasado treinta años desde aquella tarde. Aunque no he podido borrarla de mi mente, su recuerdo no me genera ya angustia ni desazón. Tengo tres hijos, vivo en Sonora, convivo bastante bien con mi marido. Soy docente de literatura británica en la Universidad Robert E. Howard. Así que no tengo tiempo ni deseos de rememorar hechos tan extraños. No obstante, de vez en cuando me despierto a media noche. Tumbada en mi cama, entre el ensueño y la vigilia, sueño con el momento en que me reencuentre con mi abuela. Quizás ella esté sentada pausadamente en un recodo de su sotabanco, tranquila, como siempre la recuerdo. Rodeada de botes y de sus ingredientes. Dulcemente atareada en la elaboración de sus confituras.

Simplemente, un sentimiento (Geodana)

 

En mi casa, en mi vida, habitan dos animales. Dos pequeños peludos cariñosos. Pilares de mi vida. Ellos me aportan gran parte la energía y la felicidad que necesito. Me aportan todo.

El gato, ese ser independiente que tanto cariño me presta, que tanto amor me aporta. Sus ronroneos por las noches, cuando estoy viendo la televisión, leyendo; o ahora, desde que mi vida laboral cambio totalmente, sentado al lado de mí ordenador observando cada movimiento y mirándome con esos ojos de conquistador del mundo. O de haber conquistado mi corazón.

Ella. Mi pequeña compañera perruna, mi preciosa pequeña. Dueña de mi tiempo, de la otra parte de corazón que deja libre el gato. Compañera de paseos, de entrenamientos, de salidas y excursiones. O simplemente, compañera de sofá. Un poco apática a veces con los de su especie, pero igualmente adorable.

Hoy me he levantado como un día cualquiera más desde que esta pandemia nos azota a todos, y ahí estaban los dos, tumbados en el sofá, aún con la legaña puesta en el ojo. Y levantan la cabeza. Y me miran. Y me observan, con esos ojos de admiración, respeto y amor.

Y de repente, me han surgido muchísimos sentimientos y planteamientos de golpe. Sentimientos comunes a los de muchos en estos tiempos. Acordes a lo que estamos sufriendo y la situación que estoy viviendo. Que todos estamos viviendo.

Cada día los miro como hoy. Son preciosos, sí. Qué voy a decir yo si para mí son lo mejor del mundo.

Como todos hacemos —y quien lo niegue, miente— hablo con ellos cada día, les cuento mis cosas, mis inquietudes. Pero ellos no pueden contarme las suyas. Solo escuchan, pacientes.

A veces pienso en qué pasará por sus cabezas. No solo cuando les hablo, sino en su día a día normal.

Qué maravilla de seres vivos, que cantidad de belleza que nos falta al ser humano. Y no hablo de belleza física.

Dan, sin pensar en recibir nada a cambio. Quieren, sin esperar ser queridos. Cuidan, sin esperar ser cuidados. Envidio tanto el no esperar esa reciprocidad. El que jamás puedan sentir que hayan perdido el tiempo.

Y aun así al más mínimo detalle, al más mínimo gesto, son los más agradecidos.

No esperan nada. Pero si les das algo, lo más inapreciable, para ellos es un mundo.

No hay maldad. No hay reproches.

Hacen lo que quieren y son consecuentes con lo que hacen. No pueden hablar, no. Pero estoy segura de que si lo hiciesen, sus hechos serían un perfecto reflejo de sus palabras.

Pero, sobre todo, no juzgan a pesar de ser juzgados. Y, sin embargo, siguen siendo felices, precisamente porque son ajenos a ese juicio.

Y sin más. Ahí va mi sentimiento. Sencillo, pero enorme. Enorme, como el amor que les tengo.

Así que, no me queda más que recapacitar sobre todo esto. Afianzar en lo que coincido con ellos y aprender de lo que no. ¿No son seres realmente perfectos?

Que gran sentimiento el que nos aportan.

Los orígenes (Kitasato)

 

El Día de la Revelación, como era comúnmente conocido, me llevaron debajo de un árbol de donde crecía muérdago, una planta muy peculiar ya que adquiría propiedades mágicas si era ingerida con un trozo de chocolate.

Aquel día estuve allí, bajo el árbol, rodeado de aquellos que eran mayores de diez años, incluidos algunos amigos míos. Amigos que tenía desde la infancia. Al principio, nuestro grupo había sido muy grande, pero se había reducido en los últimos meses por motivos misteriosos que entendí más tarde. Todavía recuerdo aquellos días en los que utilizábamos nuestra magia para convertir los copos de nieve en bolitas de luz, o cuando hacíamos surgir de nuestras manos pequeñas llamas de fuego que no quemaba, o cuando nos transformábamos en nuestro animal favorito y vivíamos aventuras inimaginables.

Pero todo cambió cuando, el día de mi décimo cumpleaños, me hicieron la Revelación: que yo no pertenecía a ese pueblo. Que yo no había nacido allí, que mis orejas puntiagudas y mi magia no eran de nacimiento. Me habían secuestrado del mundo de los humanos al nacer y me habían llevado allí convirtiéndome en uno de ellos.

Entonces, comprendí muchas cosas. Comprendí por qué muchos de mis amigos habían desaparecido, comprendí por qué todos éramos hijos únicos, porque si venía un bebé de repente a la familia, el hermano comenzaría a preguntar de dónde había salido, ya que su madre no había estado embarazada. En ese pueblo no se reproducían. La magia y las características físicas las adquirían una vez allí. Las generaciones sobrevivían gracias a los seres humanos que aceptaban quedarse tras saber la verdad.

No supe qué decir por unos instantes. Toda mi fantasía, mi infancia y mi ilusión se habían venido abajo con unas pocas palabras. La gente del pueblo eran humanos secuestrados. Humanos que les habían sido arrebatados a sus padres en el momento de su nacimiento.

Entonces, llegó la gran pregunta del anciano del pueblo: «Tras saber tus verdaderos orígenes, ¿deseas continuar con nosotros o prefieres volver de donde viniste renunciando, así, a todos tus recuerdos y a tu magia?».

No sé si lo comprenderéis, pero preferí abandonarlo todo, incluso la magia, aquello que muchos pensáis que no existe. Preferí dejar mi falsa vida y regresar para averiguar de dónde venía realmente. Todo lo que conocía del mundo de los humanos eran meras leyendas. Nunca pensé que fuera realidad. Así que mi respuesta fue clara: «Renuncio». Se oyeron murmullos entre el público y la mujer a  la que yo había considerado mi madre durante toda la vida se arrodilló en el suelo sollozando como nunca antes la había visto. Pero no se movió del sitio. No podía intervenir en mi decisión ni detenerme. Simplemente lloró diciendo que me quería, que jamás me olvidaría. Yo la miraba con odio y amor al mismo tiempo. Mis amigos que habían decidido permanecer en aquel lugar me miraban con tristeza. Uno de ellos levantó la mano y de ella salió una especie de chispa azul que se dirigió hacia mí y se posó sobre mi cabeza, donde estalló en silencio formando una cascada de diminutas estrellas. Era una señal que habíamos tenido desde siempre y que habíamos utilizado en nuestras aventuras para no perdernos. Cada uno emitía la chispa de un color. La mía era roja, como mis ojos.

El sabio se acercó a mí con una hoja de muérdago y un trozo de chocolate y me indicó que me los metiera en la boca. Hice lo que me mandó y dijo: «Al igual que estos alimentos te dieron la magia, también te la quitarán y regresarás allá donde crees pertenecer». Tragué el muérdago y el chocolate y sentí un dolor horrible que invadía todo mi cuerpo. Notaba cambios en mi cuerpo. Notaba que me estaba transformando. Me hice un ovillo en el suelo; el dolor no me permitía mantenerme en pie. Me toqué las orejas, que parecía que estuvieran en llamas. Estaban cambiando. Se encogían y se hacían redondeadas. Un dolor insoportable también salía de la entrepierna. Noté cómo se formaba un bulto donde hacía unos instantes no había nada y comenzó a salir pelo alrededor. En las piernas también comenzó a aparecer vello. Abrí los ojos un instante, pero me escocían demasiado. No sé cuánto duro esa tortura pero, cuando el dolor cesó, me levanté y me miré. Las pálidas piernas estaban ahora cubiertas de pelo negro y en la entrepierna había surgido un nuevo miembro. Toda aquella gente que había sido mi pueblo me rodeaba y me observaba con una mirada de desprecio y pena al mismo tiempo. Mis amigos formaron un copo de nieve gigante con sus manos y me lo lanzaron con cariño. Ese era nuestro símbolo de la amistad. Yo jamás pude devolvérselo. Espero que, estén donde estén, sepan que todavía los recuerdo con amor a pesar de todo. Después, todo se volvió negro.

Lo siguiente que recuerdo es despertar en casa de mi actual familia, donde llevo una vida normal y donde, curiosamente, afirman que siempre he vivido con ellos. Están totalmente convencidos de que realmente soy hijo suyo, de que me han visto crecer. No sé qué les habrá hecho la otra gente, pero han jugado con su mente. Siempre supe la verdad, pero nunca me atreví a decir nada. Nunca sospecharon que yo estuviera más desarrollado físicamente que otros chicos de mi edad, aunque era más rápido y más fuerte, y nunca se preguntaron por qué mis ojos tenían un ligero tono rojizo detrás del común marrón.

Después de veinte años de haberme marchado de aquel lugar, he decidido contarlo. No sabía con seguridad si eran imaginaciones mías o no, pero lo confirmé el día en que mi mujer dio a luz. Le expliqué lo que sospechaba que había pasado y prometimos que encontraríamos aquel pueblo y recuperaríamos a nuestro hijo. Ella era la única, hasta hoy, que sabía mi secreto.

Ignoro por qué conservo los recuerdos de aquello. Tal vez sea porque una parte de mí anhela la magia. Pero estos son mis orígenes.

Ahora podéis creerme o pensar que estoy loco. Tal vez me creáis cuando vuestro hijo desaparezca sin dejar rastro, tal como le ocurrió al mío. Entonces, acudiréis a mí.

Auroras (Byronde Poe)

 

   Aquella mañana en la azotea, bajo el influjo de las sabanas aromatizadas de perfumes antiguos; entre la luz y la cal de las casas, elevamos sueños y corregimos verdades. Su mano suave apretaba a la mía, y de vez en vez paseaba su dedo gordo por el contorno de mi mano, quizá para sentirse segura o en una leve insinuación de que prefería mi compañía a la de su familia en un momento tan crucial. No me hacía falta mirarla para saber que sus labios carnosos sonreían. Había más gente en el terrado, al igual que en las azoteas de los edificios circundantes, incluso sentados sobre los tejados y encaramados en las chimeneas y los motores de aire acondicionado. Pero eso a nosotros nos daba igual. Solo estaba ese instante en el tiempo y en la historia y nosotros dos, ajenos a las risas, los ruidos y el sonido entrecortado de una radio retransmitiendo la increíble noticia.

Al principio nadie lo creyó, nosotros tampoco la verdad. El escepticismo arrugó nuestros rostros tan acostumbrados al tedio y a la rutina, contaminados por los medios de comunicación. Tan hechos a ojear en los periódicos: asesinatos, desahucios, hambruna y desgracias miserables de la condición de ser humano, civilizado. Sin embargo las evidencias eran claras y no dejaba lugar a ninguna clase de ambigüedades. No faltaron los fatalistas que predicaron apocalipsis inminentes y castigos divinos, y aquellos que se aprovecharon del evento para intentar vender toda clase de baratijas creadas para tal fin.

La gente no quería saber de las consecuencias de tal acto, que cambiaría en sus patéticas vidas planas y grises. Como el niño que espera con ansiedad su regalo de cumpleaños, sin pensar demasiado que envuelve el llamativo papel. El efecto sorpresa era lo que movía el mundo en ese momento.

La euforia se sentía en el aire, extrañamente cálido, para la hora temprana del día. Había individuos que portaban grandes carteles con citas pacifistas, otros rezaban a sus diferentes dioses, convencidos de que aquello, más que nunca, era un signo de sus divinidades. El griterío aumentó considerablemente, y los pájaros revolotearon desorientados. Agarré con fuerza su mano, mientras en el horizonte rojizo, en el oeste, nacía, grandiosa, la otra Tierra...

Oneiros (Ewateam)

 

Camina entre las sombras disfrutando, por unos míseros instantes, de una paz efímera mientras el olor acre del polvo que le rodea repta por su nariz y le embriaga sin poder evitarlo. Ataviado con su larga y negra capa se protege del viento frío del norte que se cuela incansable por sus dominios. Las arenas del tiempo que cubren cada rincón de su palacio reciben amorosas todos los pasos que él da con sus agotados pies. Podría simular que gobierna cada recoveco de su hogar, de su prisión, pero reconoce que no es verdad, que en algún lugar escondido en las tinieblas está él, incontrolable y maléfico, esperando su oportunidad y la certeza de esa amenaza arruina cualquier atisbo de serenidad que pudiera albergar su alma, si es que tiene alguna. Si a eso se le añade la tarea hercúlea que le ha sido encomendada es normal angustiarse. Que un Eterno se preocupe no es nada bueno. Lo sabe y lo acepta mientras vuelve a sus quehaceres divinos.

Con sus esqueléticos dedos albinos va rozando las infinitas vasijas de cristal almacenadas en el mar de estanterías que custodia. Da igual hacía donde dirija su mirada, baldas repletas de los más variopintos recipientes le devuelven su imagen distorsionada. Miríadas de colores aleatorios iluminan su paso sin orden ni concierto. Y así debe ser, nada puede dar la más mínima pista sobre el exquisito contenido que guardan. Siempre ha tenido el temor de que si supiera lo que hay en ellos hasta él podría caer en la tentación de abrir alguno y esparcir lo encerrado en su interior.

Al pasar junto a algunos frutos de la cosecha de hoy un hermoso ejemplar en vidrio, grabado con dos cenefas de símbolos arcanos, llama su atención. Al acercarse a él, el tenue movimiento de lo escondido dentro refleja su rostro bañado en un verde esmeralda hermoso y nítido. Sin querer, una ínfima sonrisa melancólica aparece en la comisura de sus labios y por un instante, fruto de un quimérico encantamiento, puede ver una versión afable de su siempre taciturna faz que le hace recordar cómo era él antes de que todo esto empezara, cuando aún era joven y libre. La tristeza vuelve a adueñarse de él.

De pronto oye, claro como el agua, el lejano sonido del cristal haciéndose añicos. ¡Está sufriendo otro ataque! El eco que reverbera como una pulsión espasmódica le avisa de que, esta vez, la distancia hasta el desastre es su mayor hándicap. La incertidumbre y la ansiedad le hacen volar por los estrechos corredores mientras escucha como siguen rompiéndose decenas de tarros cuyos trozos repiquetean profetizando una posible catástrofe. Parece que su enemigo quiere llevar en esta ocasión el juego al límite.

Al llegar a su destino ve frente a él como las esencias divinas y fugaces de los sueños derramados irradian luz y color mientras huyen y se evaporan hacia las alturas. No tiene tiempo que perder, debe contener todas las que pueda antes de que desaparezcan para siempre arrastradas por un viento que ha vuelto a convertirse en un aliado involuntario de su hermano. Sabe que alguna, como suele pasar en cada incursión enemiga, ya habrá escapado de este templo. Es la mano ganadora con la que juega su rival. Solo espera que no sea la que tanto tiempo él lleva temiendo y su antagonista deseando.

Con cuidado, pero con rapidez, utiliza su propia energía vital para recomponer las vasijas rotas e introduce en ellas los que ha podido rescatar. Al hacerlo se debilita, al igual que le pasa a su hermano con cada destrucción ya que el mundo onírico se nutre de ellos y ellos de él. Es este equilibrio cósmico el que los mantiene en eterna confrontación. Ahora pasará un tiempo hasta que ambos recuperen sus fuerzas y todo vuelva a comenzar. Fantaso utilizará la tregua para buscar aquello que más desea y Morfeo seguirá cuidando de sus tesoros mientras millones de fantasías humanas siguen llenando los infinitos huecos que hay a su alrededor. Levanta la vista y en la bóveda de su castillo observa el reflejo de una realidad que jamás estará a su alcance. Siempre ha deseado ser uno de ellos, pero debe conformarse con el papel que le ha tocado representar en esta tragicomedia que es la existencia. Al menos parece que de nuevo ha ganado a su rival. La rueda de la vida sigue con su lento girar y la humanidad permanece ajena a lo ocurrido.

Y mientras retoma su vigilante vagar por el solitario reino que habita no puede evitar pensar que algún día perderá. Que en este juego del ratón y el gato en el cual aquellos sueños que se volatilizan se cumplen, ya sean bondadosos o malignos, llegará el momento en el que el deseo que se ejecute al escurrirse entre sus dedos será el que anhele el fin de todo lo que existe, incluidos ellos. Y ahí acabará todo. Pero así debe ser, es una regla impuesta por Hypnos, su padre, ya que los mortales necesitan creer en algo que de vez en cuando suceda y llene sus vidas de aliento. Si no fuera así dejarían de soñar y entonces sí que todos quedarían condenados a un infierno sin fin. Esa es la profecía. Así que, como el buen peón de esta partida de ajedrez que es, seguirá combatiendo hasta el final ya que es su deber y su destino.

El enterrador (Larcen)

 

Continuó echando tierra sobre la caja como si nada; a fin de cuentas, aquel había sido su oficio durante 40 años. Que su mujer fuera a quien enterraba en aquel momento no hacía aquello diferente, siempre era difícil ser el que separaba definitivamente a los difuntos del reino de los vivos. Una vez enterrados no se volvían a ver jamás.

—No puedes hacer eso —le recriminó el gerente del camposanto llegando por sorpresa.

—Es mi trabajo —se defendió el enterrador.

—No, Michael, ya no —. Lejos habían quedado ya los días en que le llamaba Mike mientras tomaban un vaso de bourbon al finalizar la jornada. Desde que años atrás se había se había jubilado–. Deja de tapar esa fosa, ahora ese trabajo le corresponde a Wilson.

—Yo soy el enterrador de este pueblo. Lo he sido durante 40 años y no voy a permitir que otro le de sepultura a mi mujer.

—Vaya, lo siento —dijo compungido—. No sabía que tu esposa había muerto. ¿Cuándo ha sido?

Michael miró su reloj y después dirigió la vista a la nada, pensando en silencio.

—Si no me equivoco en los cálculos… dentro de veinte minutos, cuando se le acabe el oxígeno.

Antes de que su antiguo jefe pudiese decir algo más, Michael le descargó la hoja de la pala contra el lateral de la cabeza. Una vez en el suelo repitió el golpeo varias veces.

—Maldito hijo de perra, por tu culpa ahora tendré que cavar otro hoyo.

Madreselvas (Talismán)

 

Si hubo un momento apoteótico en su vida, fue cuando se recargaba sobre las madreselvas en flor a esperar su paso. Al menos así lo cree hoy, porque lo que sucedió después careció totalmente de sentido. Si hay algo que él se dice siempre, es que la culpa fue del aroma embriagador que emanaba, sin pausa, de aquellas madreselvas que trepaban por la vieja pared del cementerio.

Corría el año 1958 y Enrique, que tan solo contaba con dieciséis años, sentía que estaba en los albores de su primer amor. Todos los días llegaba del colegio Nacional a media tarde y lo primero que hacía, después de tomar una copiosa merienda preparada por su madre, era cruzar la calle y apoyarse en la maltrecha pared cubierta de madreselvas del vecino camposanto a esperarla. Ella era una jovencita muy bella, rubia y de ojos tan grandes como enigmáticos. De todas las veces que la había visto entrar al cementerio jamás se había animado a entablar conversación y mucho menos a preguntarle su nombre. Le recordaba clandestinamente a Marilyn Monroe, la mujer más bella que alguna vez hubiera visto y ese era su secreto mejor guardado; si su madre se enteraba que iba al cine a ver a esa putona de labios voluminosos, la bofetada se oiría en una legua. Desde que su padre había caído en desgracia, Enrique lo era todo para ella. Aún recordaba el revuelo que se había armado cuando su querido padrecito robó un banco y fue preso. Él tenía cinco años, y aunque no podía recordarlo todo, si rememoraba las lágrimas interminables de su madre cuando varios policías entraron en la casa y se lo llevaron para siempre. También recordaba que a partir de ese día el nombre de su padre fue mala palabra. Pero eso ya era historia antigua, juntos madre e hijo, habían logrado salir adelante y dar cara a cualquier adversidad.

Una de esas tardes, Enrique, mientras esperaba a la joven junto a la pared rodeado del fascinante aroma, decidió hablarle. Necesitaba expresarle, aunque fuera mínimamente, lo bella que le parecía. Necesitaba saber su nombre. Y como si la convocara con el pensamiento, ella dobló la esquina y caminó hacia él.

—Buenas tardes, señorita. ¿Cómo está usted? —preguntó tímido.

—Buenas tardes, ¿lo conozco? —respondió intrigada—. Su cara me resulta familiar.

—No…, es decir, sí —dudó—. Yo vivo enfrente, pero todos los días me quedo un rato aquí y la veo pasar…, es que me gusta mucho el perfume de esta flor.

—Madreselvas, su fragancia es encantadora —respondió pensativa—. Entonces es por eso que tu cara me resulta tan conocida. Mucho gusto, joven. Mi nombre es Libertad Cassini, ¿y el suyo?

—Mucho gusto, Libertad —replicó en un éxtasis supremo—. Yo soy Enrique Vinti, y me alegra que al fin nos hayamos presentado.

En ese instante, la cara de Libertad cambió. Una mezcla de odio, repugnancia, fascinación y una lástima palpable, cruzaron por su rostro.

—Eres el hijo de ese bastardo —dijo, y a continuación lo besó en los labios.

Enrique no entendió lo que pasaba. Solo atinó a quedarse estupefacto y balbucear:

—Creo que me confunde con alguien más, Libertad, usted es muy bonita y yo…, creo que me estoy enamorando de usted.

—Tú no sabes ni crees nada, niño—respondió airada—. Tus labios saben a resignación, fracaso y herencia. Las dos primeras tienen solución, de la última no podrás escapar nunca.

Libertad se alejó corriendo y Enrique trató de alcanzarla. No entendía en absoluto lo que había sucedido. Ella giró en una de las callejuelas del cementerio y fue ahí en donde la perdió. Más confundido que nunca regresó a su casa, el crepúsculo ya estaba en su apogeo.

Cenó callado y ensimismado. Su madre preguntó si le pasaba algo, pero, ante la negativa, continuó con sus quehaceres. Se fue a acostar y pasó toda la noche meditando lo sucedido. Más lo pensaba, menos lo comprendía. Pero tuvo una idea, que, en ese momento, le resultó maravillosa. Su madre poseía mucha bisutería fina y, desde que su padre había dejado de estar presente, ya no la usaba. Por la mañana, cuando ella fuera al trabajo, tomaría prestado algo y se lo regalaría a Libertad como una ofrenda de paz. Durmió tranquilo lo que restaba de la noche, sintió que era lo correcto. Apenas salió su madre al día siguiente, empezó a rebuscar entre sus cosas. No era un robo, Dios sabía que no era como su padre y pronto se lo compensaría. Abrió el último cajón del tocador y ahí estaban, brillos y dorados por doquier. Sacó todo tratando de elegir la que más fuera con ella. Bajo ese enredo dorado había un periódico antiguo y amarillento por los años. La foto de su padre saltó a sus ojos desde la primera plana y el titular rezaba así: “Detuvieron al violador y asesino de la joven Libertad Cassini. Anselmo Vinti fue trasladado a la penitenciaría estatal a la espera de un juicio”.

—¡Me mintieron! ¡Me enamoré de un fantasma! —le gritó a la habitación vacía—. En un impulso salió corriendo de su casa hasta el cementerio. Tomó la callejuela en la que la había perdido, y al final, en una tumba modesta, estaba su nombre y su foto.

—¡Libertad! —gritó y produjo ecos en todos los corredores. Esperó verla, pero no apareció. Sollozó sobre la lápida durante horas, como si hubiera muerto ayer.

Cuando el sol comenzó a ocultarse caminó hasta el portal y se recargó en la pared cubierta de madreselvas. Entonces, llorando, les dijo:

—Si todos los años tus flores renacen, ¿por qué ya no vuelve mi primer amor?