En
mi casa, en mi vida, habitan dos animales. Dos pequeños peludos cariñosos.
Pilares de mi vida. Ellos me aportan gran parte la energía y la felicidad que
necesito. Me aportan todo.
El
gato, ese ser independiente que tanto cariño me presta, que tanto amor me
aporta. Sus ronroneos por las noches, cuando estoy viendo la televisión,
leyendo; o ahora, desde que mi vida laboral cambio totalmente, sentado al lado
de mí ordenador observando cada movimiento y mirándome con esos ojos de
conquistador del mundo. O de haber conquistado mi corazón.
Ella.
Mi pequeña compañera perruna, mi preciosa pequeña. Dueña de mi tiempo, de la
otra parte de corazón que deja libre el gato. Compañera de paseos, de
entrenamientos, de salidas y excursiones. O simplemente, compañera de sofá. Un
poco apática a veces con los de su especie, pero igualmente adorable.
Hoy
me he levantado como un día cualquiera más desde que esta pandemia nos azota a
todos, y ahí estaban los dos, tumbados en el sofá, aún con la legaña puesta en
el ojo. Y levantan la cabeza. Y me miran. Y me observan, con esos ojos de
admiración, respeto y amor.
Y
de repente, me han surgido muchísimos sentimientos y planteamientos de golpe.
Sentimientos comunes a los de muchos en estos tiempos. Acordes a lo que estamos
sufriendo y la situación que estoy viviendo. Que todos estamos viviendo.
Cada
día los miro como hoy. Son preciosos, sí. Qué voy a decir yo si para mí son lo
mejor del mundo.
Como
todos hacemos —y quien lo niegue, miente— hablo con ellos cada día, les cuento
mis cosas, mis inquietudes. Pero ellos no pueden contarme las suyas. Solo
escuchan, pacientes.
A
veces pienso en qué pasará por sus cabezas. No solo cuando les hablo, sino en
su día a día normal.
Qué
maravilla de seres vivos, que cantidad de belleza que nos falta al ser humano.
Y no hablo de belleza física.
Dan,
sin pensar en recibir nada a cambio. Quieren, sin esperar ser queridos. Cuidan,
sin esperar ser cuidados. Envidio tanto el no esperar esa reciprocidad. El que
jamás puedan sentir que hayan perdido el tiempo.
Y
aun así al más mínimo detalle, al más mínimo gesto, son los más agradecidos.
No
esperan nada. Pero si les das algo, lo más inapreciable, para ellos es un
mundo.
No
hay maldad. No hay reproches.
Hacen
lo que quieren y son consecuentes con lo que hacen. No pueden hablar, no. Pero
estoy segura de que si lo hiciesen, sus hechos serían un perfecto reflejo de
sus palabras.
Pero,
sobre todo, no juzgan a pesar de ser juzgados. Y, sin embargo, siguen siendo
felices, precisamente porque son ajenos a ese juicio.
Y
sin más. Ahí va mi sentimiento. Sencillo, pero enorme. Enorme, como el amor que
les tengo.
Así
que, no me queda más que recapacitar sobre todo esto. Afianzar en lo que
coincido con ellos y aprender de lo que no. ¿No son seres realmente perfectos?
Que
gran sentimiento el que nos aportan.
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