sábado, 21 de mayo de 2016
Viejo zorro
Por Ricardo José Vega.
Lo contó un joyero ...
Era una pareja alegre que llegó un sabado .
Él un señor algo mayor , de impecable presencia , con su moderna ropa , que lo hacía jovial y distinguido .
Ella , joven y de presencia modesta , parecía ansiosa , encantada, cuando él dijo :
“lo que quieras ,amor…no importa el valor… que te guste mucho…”
Elegido el collar , el caballero emitió un cheque y lo extendió al gerente.
Mas…estaban las normas de la casa…
… el valor exigía consultas… era sabado…si pudieran volver …
El señor exclamó : …comprendo …hagamos así ….yo dejo el cheque y el collar permanece bajo la custodia de la joyería....
El lunes reúnen las informaciones sobre mi idoneidad comercial ,me avisan , y la señorita pasa aquí a retirar el collar.
El lunes el gerente llama al señor distinguido , informando que todo estaba correcto y el collar liberado, para entregarlo a la señorita.
” Puede romper el cheque , ya lo cancelé – fue la respuesta– …ya me acosté con esa tonta .”
sábado, 14 de mayo de 2016
Donde moran los espíritus
Por Ángela Piñar.
Debo confesar que hay muy pocas cosas en
este tedioso mundo que me gusten más que perderme por los nebulosos bosques del
pantano de Hockomoc. Esa ciénaga es el corazón de un triángulo maldito y las
tres puntas que conforman esa peculiar caja torácica son las ciudades de
Abington, Rehoboth y Freetown. Los indios Wampanoag se referían a él como «ese lugar donde moran los espíritus» y contaban, a todo aquel que se
prestaba a escuchar sus historias, que uno debe andar con mucho cuidado cuando
se pierde por esos humedales, porque a veces el viento trae voces engañosas que
te empujan a la locura o a cometer actos poco cristianos.
Las desapariciones de extranjeros
tragados por espejismos hicieron famoso el lugar a nivel internacional, pues no
pocos sabuesos vinieron husmeando tras la huella de algún extraviado. Con el
tiempo se confirmó que todo aquel que se perdía en esos espejismos ya no se le
veía más en ningún otro lugar del mundo. También influyeron a la mala prensa
del lugar la aparición de animales mutilados con fines satánicos, o la continua
profanación de los cementerios. No eran infrecuentes tampoco las noticias de
encuentros en mitad del bosque con animales de dimensiones grotescas; algunos
hablaban de perros del tamaño de un caballo o de serpientes dotadas de una
circunferencia imposible o animales no catalogados por no haber sido aún
descubiertos. Si preguntabas en alguna taberna casi todo el mundo allí presente
juraba haber visto en alguna ocasión sobrevolar al famoso pájaro trueno en su
viaje hasta la bahía de Massachusetts. El Thunderbird.
Yo sonrío condescendiente cuando escucho
estas leyendas. A mí nunca me ha ocurrido nada reseñable en estos parajes
maravillosos, donde lo único que sucede es que el aire huele ligeramente a
podrido a causa de la excesiva humedad, o que hay que andar con mucho cuidado
para no caer en un pozo de arenas movedizas. A veces, si no me encuentro
demasiado fatigado de los pulmones, hago el recorrido atravesando el río en una
vieja canoa que perteneció a mi padre. Cuando me noto exhausto la empujo a la
orilla y camino un poco hasta los robledos, buscando un lugar idóneo donde
sentarme a escribir.
Ya les he confesado que nunca he sido
testigo de ningún avistamiento inquietante, pero si tengo una anécdota curiosa
que me gustaría contarles:
Corría el otoño de 1921. Recuerdo muy
bien la fecha porque hacía muy poco que había fallecido mi madre. Por aquellos
días no paraba de escribir, pero cuando el techo de mi casa se me antojaba más
cercano de lo habitual me escapaba a los bosques y allí, en aquellos parajes
temidos, era donde yo me concentraba mejor en mis personajes extraños.
Aquel día en concreto paseaba tan
absorto que tropecé con algo y caí de bruces en mitad de un charco de barro. De
la garganta del bosque salió una voz que me pidió disculpas. Pensé,
sorprendido, que se trataba por fin de mi primer avistamiento, un asunto que no
dejaba de ilusionarme, pero no, la voz provenía de un sujeto que descansaba
apoyado en el tronco grisáceo de un roble.
—Tropezó con mi pierna. Lo siento,
he estropeado su traje—dijo azorado.
—¡Vaya! Perdone, pero es que no lo vi.
Si buscaba usted mimetizarse con el roble permítame decirle que lo consiguió
por completo—le dije, sacudiendo el barro de mis pantalones—No tiene buen
color. ¿Se encuentra bien?
—No se preocupe—dijo— Lo que ocurre es
que salí a tomar un poco el aire y de pronto me sentí desfallecer. Pero ya me
encuentro un poco mejor. Muchas gracias, es muy amable.
—¿Vive usted por aquí cerca?—pregunté de
manera cortés.
—En la casa gris. Mírela. Parece que va
a derrumbarse de un momento a otro—dijo señalándola con el dedo—. No se engañe,
por dentro aún es peor. La humedad la está devorando.
—No lo tome a mal, pero sí que parece un
lugar muy triste—dije examinando con atención aquella casa destartalada. Si
tuvo un tiempo de esplendor resultaba muy claro que no era el momento
presente—. Es curioso, pero no recuerdo haber visto nunca esa casa y puedo
asegurarle que conozco muy bien este lugar.
—No lo tomo a mal—dijo encogiéndose de
hombros—. Ahora debo volver. Está anocheciendo y como sabrá no es prudente
deambular por los bosques cuando cae la noche.
—¿No creerá en serio en esas ridículas
leyendas?—dije sonriendo divertido.
—Bueno, recuerde que los caimanes son
enormes por esta zona—dijo—. Y su apetito no tiene límites.
Pensé que se iba a incorporar y,
solícito, extendí mi mano para ayudarle, pero lo que hizo, ante mi perplejidad,
fue tumbarse boca abajo. Luego comenzó a arrastrarse muy despacio. El
deslizamiento era ciertamente sinuoso y la escena completa, vista desde mi gran
altura, me pareció espeluznante. Espantado, miré la casa y la vi demasiado
lejana para alguien que pretendía volver a ella de ese modo.
—Vaya, lo siento—le dije, intentando
disimular mi aversión—. No advertí su incapacidad física ¿Quiere que le ayude
de algún modo? Puedo ofrecerle mi apoyo.
—¡Oh, no! Estoy acostumbrado—dijo sin
levantar la cabeza.
—Pero no puedo permitir que vuelva a su
hogar de esta manera. ¿Acaso no sabe que se lo pueden tragar las arenas
movedizas? Le suplico que me deje ayudarlo de algún modo. No se ofenda, pero
parece liviano. Creo que podría cargar con usted sin demasiado esfuerzo.
Permítame intentarlo.
—Podría jurar que conozco estos parajes
mejor que usted. Déjeme tranquilo—farfulló.
Su manera de avanzar era realmente hipnótica
y me quedé quieto contemplando como se alejaba despacio, tanteando y vadeando el
terreno antes de avanzar. Después, sin proponérmelo, comencé a seguirle
procurando amortiguar mis pasos. La noche era casi cerrada y me preocupaba
dejarlo solo. Sé que advirtió mi presencia, pero no dijo nada. Cuando se
disponía a escalar los peldaños que daban al porche me preguntó, sin girar la
cabeza, si quería pasar adentro a tomar una copa. Le dije que sí, algo
avergonzado de mi atrevimiento.
Cuando traspasé el umbral, un profundo
olor a rancio, orines y humedad golpeó mi nariz y contuve una arcada. Al punto
me arrepentí de haber aceptado su hospitalidad, pero ya era tarde; marcharme
habría resultado una descortesía, tal vez un agravio entre vecinos. Por dentro
la casa era sumamente lóbrega; los muebles, que supuse demasiado altos e
inservibles para alguien que se arrastra, estaban tapados con sábanas y los que
permanecían descubiertos mostraban una generosa capa de polvo. Las paredes
amarillentas lucían casi desnudas y manchadas de humedad. Solo un cuadro
bellamente ornamentado presidia el centro del salón. Dentro del marco había una
mujer muy joven que posaba con un niño sentado sobre sus faldas. Me vio
admirarlo con suma atención.
—Es Beatriz, mi madre, y el niño sentado
sobre su regazo soy yo. Tenía siete años—dijo con amargura—. ¡Oh, perdón! Mi nombre
es Howard Price.
—Philip Hoffman—dije ofreciéndole mi
mano— ¿Puedo preguntarle qué le ocurrió en las piernas? ¿Un accidente tal vez?
—Es un tema del que me aburre hablar,
pero si tanto le interesa le diré que ya nací así—dijo sonriendo tristemente, si
es que se me permite el oxímoron.
—No pretendía incomodarle—dije yo,
bastante turbado—. Soy escritor ¿Sabe? Y los escritores tenemos una lengua muy
larga y a la sazón una vergüenza muy corta. Permítame decirle, para
compensarle, que su madre era una mujer
muy hermosa.
—Ya estaba muerta cuando le hicieron esa
foto—dijo con expresión lacónica—. Si se acerca usted un poco comprobará la
vacua opacidad de sus ojos. También la expresión es algo triste, aunque serena.
Sus frágiles muñecas estaban unidas con un lazo fuerte para simular que me
abraza. Parece que me sujeta con mucho amor, ¿verdad? Poco antes de expirar
suplicó que tras su muerte nos hicieran una foto juntos, para que su recuerdo
no se perdiera en los pasillos de mi memoria ¡Oh! Disculpe, otra vez lo he
espantado.
—He oído hablar de la fotografía post
mortem, pero nunca había visto nada igual—dije avergonzado de mi nueva
indiscreción—. Tal vez sea el momento de marcharme, antes de que mi lengua
mordaz e imprudente salga a pasear de nuevo.
—Le imploro que no lo haga y que acepte
esa copa que le ofrecí. Sé que mi forma de comportarme ha podido resultarle algo
huraña; no suelo tener compañía y casi he olvidado el protocolo y los buenos
modales. Prometo redimirme. No me deje solo, por favor.
—Como nadie ha salido a recibirnos y no
se escuchan voces ni ruidos, doy por hecho que vive usted en la más completa
soledad. No entiendo entonces su miedo repentino. Ya debería estar
acostumbrado—dije mirando a nuestro alrededor.
—Lo estoy, en efecto. No sufrí de temor
hasta ahora—dijo.
—¡Vaya! —dije sorprendido—. Puedo
quedarme un rato a hacerle compañía, si eso lo beneficia de algún modo.
Aceptaré con agrado esa copa.
—Aunque es posible que le esperen
ansiosos en su hogar—dijo preocupado—. Su esposa, sus hijos.
—No se preocupe. Yo también estoy solo.
Mi madre murió recientemente.
—Lo siento—dijo apenado.
Serví, por encomendación suya, dos
tragos generosos de brandy y me senté en un sillón que daba a la ventana.
De pronto las copas vibraron ostensiblemente
sobre la mesita y rodaron después hasta el suelo. Pensé que era un temblor de
tierra y lo miré con las cejas levantadas.
—Es la casa. Se estremece toda entera
cuando llega la noche—dijo.
Serví de nuevo otros dos tragos y como
no dije nada me miró largamente. Su mente hervía. Casi podía notarlo.
—Si acepta mi hospitalidad le contaré
algo espantoso—dijo bebiendo su licor para tomar fuerzas—. Y tal vez entienda
mi temor a la soledad.
Una voz dentro de mi cerebro gritó que
nada podía haber más espantoso que arrastrarse como una babosa dentro de una
casa medio destruida enclavada en medio de un pantano maldito. Pero me sosegué
y bebí un trago yo también.
—Estoy dispuesto a escucharle. Cuénteme
eso que tanto le aterra.
Noté que tenía miedo de volver a revivir
aquel momento y le animé a hacerlo con un movimiento amable de cabeza.
—Como ya le dije antes estoy acostumbrado
a vivir solo—dijo—. Nunca le di pábulo a todas esas supercherías que cuenta la
gente; no me asustan las tormentas y ya sabe cómo se las gasta el cielo por
aquí; no me inmuto cuando en el silencio de la noche las ramas nudosas de los
árboles aporrean mi puerta una y otra vez con insistencia, que pareciera que
quieren entrar y nunca he sabido para qué. No me incomoda pensar, tampoco, que
tal vez alguna mañana no despierte más y no haya nadie que lave y amortaje después mi pobre cuerpo. Lo más
probable es que mi cadáver permanezca días tendido sobre la cama o el suelo, hasta
que algún visitante fortuito entre buscando cobijo o agua y me descubra podrido
y recubierto de gusanos. Sé que eso ocurrirá tarde o temprano, lo asumo y no me
preocupa demasiado. Ha sido testigo, hace un momento, de que no me altero
tampoco cuando la casa se estremece toda entera. Entiendo y acepto que es la
lucha constante que mantiene con sus cimientos. Ya le he dicho que el pantano
la está atrayendo hacia él. Cada día está un poquito más cerca.
Lo miré perplejo, pero levantó la mano
para rogar mi silencio.
—Comprobará con este discernimiento mío del
que le hago partícipe que no soy un hombre fácil de amedrentar. Pero la cosa
cambió hace dos días. Esa mañana desperté muy temprano; casi no había amanecido
porque la luz de mi cuarto era difusa y plateada. Fuera, en las montañas,
el viento soplaba huracanado y se colaba por la ventana entreabierta haciendo bailar
los blancos visillos. Era maravilloso, tanto como ver agitarse los largos cabellos
de una mujer al borde de un acantilado. Así de extasiado me hallaba, cuando de
pronto me di cuenta de que no estaba solo. Primero fue una sensación que me
oprimió fuertemente el pecho. Cuando me crucé con sus ojos amarillos la
sensación se convirtió en certeza. Como no podía huir grité con todas mis
fuerzas, pero de mi boca abierta y desencajada no salió sonido alguno. Todo era
inútil, el pánico me tenía paralizado. Lo único que podía hacer para protegerme
de mi visitante era cerrar los ojos, como los cierran los niños para esconderse
del mundo. Y esperar a que se marchara.
—¿Tiene miedo de que vuelva?—pregunté—¿Eso
es lo que le asusta?
—¡Sí!—exclamó desesperado.
—¿Y qué cree que busca ese visitante
nocturno de usted?—pregunté escanciando un poco más de brandy en las copas.
Ambos lo necesitábamos.
—Tengo la sospecha de que viene a llevarme
con él—respondió muy pálido—. ¡Dios bendito! ¡Quédese esta noche a mi lado!
Esta casa es muy grande y poseo habitaciones de sobra. Nada más le pido que
vigile usted la puerta de mi cuarto. Oiga, amigo mío, tengo mucho dinero,
podría…, podría pagarle si es necesario.
—No sea ridículo—exclamé ofendido—.
Nunca aceptaría su dinero. Por otra parte si es por su bien pensaré en su
ofrecimiento, pero debe prometerme que mañana acudirá a un médico de los
nervios.
—No estoy loco—gruñó avergonzado.
—No he dicho tal cosa—dije para suavizar
la situación.
Meditabundo me acerqué a mirar por la
ventana con las manos juntas en la espalda. La noche era terrible. Había
comenzado a llover con fuerza y la vuelta a casa bajo aquel temporal podría ser
realmente peligrosa.
—Dormiré aquí—concedí—. Es muy tarde y
la tormenta arrecia.
—En el piso superior hay dos
habitaciones—explicó aliviado—. La mía es la más pequeña. Puede utilizar la
otra; encontrará mantas suficientes dentro del armario. Solo le suplico
que deje usted la puerta entornada.
—Así lo haré. ¿Quiere que le ayude a
subir?—dije.
—Ya ha visto que puedo hacerlo por mí
mismo. Pero se lo agradezco mucho. Buenas noches, Philip.
—Buenas noches, Howard. Descanse—dije.
Lo vi iniciar el ascenso por aquella
escalera empinada y tragué saliva. Los escalones estaban tapizados con una
suerte de terciopelo grueso y pensé que tal vez, en otros tiempos muy remotos,
alguien lo había arreglado de ese modo para que el trayecto no fuese tan
doloroso. ¿Quién pudo ser así de benevolente? ¿Su madre devota? ¿Tal vez algún
criado caritativo? De pronto imaginé al niño que fue y lo vi anclándose a los
escalones con sus uñitas minúsculas y vi las piernas pesadas y sentí los golpes
de la carne infantil contra la madera. ¿Por qué no habían habilitado un cuarto
en el piso de abajo para evitarle esa tortura? ¿Por qué no lo había solucionado
él mismo, si tenía tanto dinero? ¿Podría tratarse de algún tipo de expiación?
¿Cómo podía ser posible que un ser tan limitado viviera solo en mitad de
aquellos parajes inhóspitos? Las preguntas se agolpaban en mi boca una tras
otra, pero sentí vergüenza de hacerlas.
Mi habitación era austera y olía a
rancio como el resto de la casa, pero tenía unos grandes ventanales y supuse
que de día las vistas al pantano debían ser muy interesantes. Saqué las mantas
del armario y me tumbé vestido sobre el lecho. No me atreví a dormirme por si
mi anfitrión sufría de sus miedos, pero estaba tan cansado que pronto me venció
el sopor.
Al amanecer me desperté sobresaltado
porque no reconocí, en primera instancia, el entorno donde me hallaba.
Después recordé los hechos acaecidos y me incorporé, nervioso. Había dejado de
llover y efectivamente las vistas, aunque irreales, eran magníficas. Miré
el reloj y comprobé que era una hora adecuada para pasar a ver a Howard.
Cuando entré en su cuarto mi anfitrión
yacía de lado, mirando hacia la ventana. Sé que me oyó entrar pero no habló. No
quise mirarlo a la cara y me senté en el lado opuesto del lecho.
—¿Cómo fue la noche?—pregunté solícito.
—No hizo usted nada por mí—dijo en un
sollozo—. Debió tirar la puerta abajo.
—¿Insinúa usted que el visitante
nocturno volvió anoche?—pregunté alarmado.
Contestó a mi pregunta con otra.
—¿Por qué motivo cerró mi puerta cuando
me dormí?—gritó.
—¡No lo hice!—exclamé
sorprendido—¡Alabado sea Dios! Cuénteme qué sucedió.
—Cuando desperté esta madrugada vi la
luna reflejada en el pantano. Debí dormirme mirando la lluvia caer, resbalando
por los cristales. Craso error. Si hubiese sido más previsor me hubiera dormido
del otro lado. El caso es que cuando desperté volvió a ocurrir lo mismo que la
noche anterior. Estaba de espaldas a la puerta y no me podía mover. Pero yo
sabía que esa cosa estaba aquí, porque olía a aguas estancadas. Le llamé a
usted con todas mis fuerzas.
—Tal vez pensó que me llamaba—dije
consternado.
—Eso ya no es importante. Cuando se hizo
el silencio lo oí arrastrarse hasta la cama—dijo—. Sí, ha oído bien, también se
arrastra, por supuesto que sí. De pronto noté su aliento en mi nuca y escuché
sus dientes rechinando cerca de mi oreja. Me susurró algo en un idioma extraño.
Las palabras, si es que pueden llamarse así, eran cortas y sonaban como
chasquidos de lengua. Pensé que me iba a llevar por fin y cerré los ojos
despidiéndome de este mundo. Fue entonces cuando recordé a mi madre. ¡Qué
hermosa era! ¿Verdad? Lo dijo usted mismo. Mi padre nos abandonó cuando yo
nací. ¿Y sabe por qué se marchó? Porque mi madre le contó, esplendorosa y
sosegada, que el parto había sido muy rápido, que yo había salido de su cuerpo
resbalando como un lagarto en medio de un charco de agua turbia. Mi padre debió
pensar que su esposa deliraba por los esfuerzos del alumbramiento, pero cuando
la partera me llevó en brazos para que me conociera y contó mis dedos y vio que
sólo había cuatro en cada mano no le gustó en absoluto.
—¡Espere! ¿Insinúa que uno de esos seres
pudo visitar a su hermosa madre en su lecho? Entonces, usted podría ser el
fruto de… ¡Santo cielo! ¡Eso que dice es aberrante! Oiga, Howard, ¿y no podría
ser que todo esto que me está contando solo fuesen imaginaciones suyas?—dije intentando
poner algo de sensatez en todo ese embrollo— Además ¿por dónde entra su
visitante nocturno si la puerta principal está cerrada? ¿No me irá a decir ahora
que llega en forma de agua y se materializa en su presencia? Mire, yo creo…
Howard se volvió furioso y sus ojos me
miraron enloquecidos. Tenía los pantalones manchados de orina.
—Yo creo, yo creo… —dijo, burlándose con
desprecio—. ¿Sabe lo que pienso? Que usted no quiere aceptar lo que ven sus
ojos. Cuando me vio esta tarde apoyado en aquel árbol dijo que mi color era
extraño, pero no dijo que es verde. Tampoco habló de mi piel escamada, ni de
las protuberancias de mi espalda. Me vio desplazarme boca abajo, arrastrándome
sobre el barro y pensó que soy un inválido ¡Por el amor de Dios mire mis manos!
Suspiré y me incorporé, vencido, dispuesto a marcharme.
—Vendré mañana a visitarlo—dije—.
Howard, escuche, yo soy escritor y en mi cabeza todo cabe, pero oiga, en cuanto
a esos seres que dice que habitan en los fondos del pantano, yo…yo no sé qué
decirle. Nunca he visto ninguno y tampoco he oído hablar de ellos. Por aquí
abundan las leyendas de toda índole, eso ya le consta a usted, pero nunca nadie
habló de individuos reptantes que abandonan la ciénaga cuando sale la luna,
para colarse en la casa o en la cama de los parroquianos. Y entienda que
tampoco puedo creer que la casa tiemble y se desplace por ese motivo que usted
alega. Seguro que esos corrimientos se deben al tipo de terreno movedizo. Ahí
debe estar la explicación. Y permítame confesarle que sí me fijé en su aspecto,
pero me pareció el de un pobre hombre desvalido y solitario, carente de
compañía y de afecto. La soledad y la penumbra
tintan los rostros de colores infrecuentes.
Me quedé un instante de pie esperando
algún tipo de respuesta y como no la hubo me retiré, impotente aunque aliviado
a la vez.
Pensé en volver al día siguiente, pero
no lo hice. Ni al otro. Cuando transcurrió una semana sentí tantos
remordimientos de haber dejado a aquel tipo a su suerte, que intenté olvidarme
del suceso.
Poco tiempo después mi salud se resintió
de manera ostensible y me marché de aquel triángulo venenoso. Una vez que me
hallé lejos, y tal vez para sosegar mi conciencia o para homenajear el recuerdo
de aquel pobre desgraciado al que no supe consolar, escribí un nuevo relato
que titulé «Los oscuros» . En él conté la historia de una enorme ciudad de piedra blanca enclavada
en el fondo de un pantano, una fortificación habitada por unos seres
primigenios, que de vez en cuando se arrastraban hasta la superficie para
recuperar lo que era suyo. Y como no era posible que esos seres se movieran
entre el barro más espeso de los fondos, creé una suerte de vacío cavernario,
allá cerca del núcleo de la tierra. Escribí sobre otros mundos horrorosos, yo,
que nunca he sido testigo de nada fuera de lo normal.
Pero uno no puede estar lejos de aquello
que conoce y ama, por ese motivo hace poco que he vuelto de nuevo a este lugar
que me resulta tan familiar. Mis pulmones están más enfermos que nunca y no se
me ocurre un lugar mejor donde morir. A veces, apurando las escasas fuerzas que
me quedan, me siento muy tentado de volver al pantano, porque añoro su
aliento malsano. Pero ahora tengo miedo. Tengo miedo de que al fin y al cabo
Howard Price tuviera razón. Imaginen ustedes que al llegar allí solo encontrase
un enorme y profundo agujero donde antes había una casa gris, porque si eso
resultase cierto entonces serían mis propios demonios los que podrían visitarme
de noche, cuando duermo. Tal vez para llevarme con ellos, ahora que está tan cercana
la muerte.
Fin
sábado, 7 de mayo de 2016
Poesía... es lo que nos falta
Por Ricardo José Vega.
Disfrutar lo que no existe
es conseguir lo que falta
aquello que no tenemos ...
esa es, según yo creo ,
la mas emocionante cábala.. ..
y para adquirirla hagamos ...
es conseguir lo que falta
aquello que no tenemos ...
esa es, según yo creo ,
la mas emocionante cábala.. ..
y para adquirirla hagamos ...
beribirloque de manos
con la suficiente magia...
con muchos SHAZAMMMM de rayos
de aquellos rayos que partan
los avatares humanos ...
y muchos ABRACADABRAS....
y si aparece ...desnuda
y nos sonríe ...Ay caramba !
y es una playa desierta
y hay luna sobre la playa
y finje correr
y lo hace
con pasitos de torcaza
y se vuelve ,...hecha sonrisa
porque mi sombra la alcanza
disfrutaría la salvaje
intención de conquistarla...
con caracolas y perlas
de los bordes de la playa
con versos de buena rima
aquellos que el alma asaltan
y cautivan ... pues reflejan
voluntad de bien amarla,
de cuidarla como a flores
de la selva y de la playa...
Y ya nada faltaría...
sería fiesta trinitaria
despues de beribirloques
y de la suficiente magia ...
le diríamos al amor ...
Poesía...es lo que nos falta !!
domingo, 1 de mayo de 2016
Sola
Por Robe Ferrer.
Y la dejé allí sola, llorando en aquel
cementerio en el que mi cuerpo descansaba.
Me dolía mucho hacer aquello, y sabía
que a ella le dolía más aún, pero no tenía alternativa. Mi espíritu se había
debilitado demasiado después de aquel encuentro. Si hubiera apurado un poco más
el tiempo, habría pasado del plano metafísico al plano inmaterial y ya no
podría ponerme en contacto con mi amada.
Desde que abandoné el mundo de los
vivos veinte años atrás, todas las semanas me ponía en contacto con la que fue
mi mujer durante cuarenta y ocho años y mi novia durante tres. Aquello nos
hacía sentir bien a los dos y no hacía daño a nadie.
La veía y la sentía tan joven como
cuando nos conocimos y ahora contaba ya con ochenta y siete años.
Durante todo aquel tiempo habíamos
criado a cuatro hijos, trece nietos, y ella, seis biznietos y una preciosa
tataranieta que había nacido unos días atrás. Pude ver a aquella princesita a
través de su mente en aquel último encuentro.
Realmente aquel no había sido el motivo
del encuentro, lo que quería que supiera era que, aunque llevaba dos décadas
esperándola, apenas me quedaban unos días en aquel plano en el cual podía
comunicarme con ella. Sin embargo, no tuve el valor de decírselo.
Por suerte, nuestros encuentros se
volverían eternos, porque su llegada a este mundo estaba prevista para las
próximas horas. Evidentemente, aquello tampoco se lo dije.
Junio 2014
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