lunes, 21 de agosto de 2023

Incubus

Aquella mansión a la cual fui invitado por mi buen amigo Carlos de Berry pertenecía a su tío abuelo, personaje de cierto abolengo emparentado con la monarquía belga y que acababa sus seniles años en la costa levantina, alejado del frío seco de la meseta... Era aquella una espléndida construcción neoclásica enclavada en un coto de caza de la comarca del Bierzo. En tiempos mejores la vivienda había estado habitada asiduamente, pero en el presente solo acogía partidas de caza mayor y eventos relacionados con la cinegética, que por una cuantiosa cantidad de dinero alquilaban sus aposentos y caballerizas... Aquel fin de semana la alquería estaba libre y el encargado nos recibió con gesto adusto limitándose a entregarnos las llaves y seguir con sus tareas. Mi amigo y yo nos miramos pensando lo mismo ciertamente. La cortesía no era el fuerte de los habitantes de Castilla.

  Cuando mi camarada me comentó el viaje comprendí que era una gran oportunidad para hacer fotografías de naturaleza y fauna a la cual éramos aficionados desde hacía años. Sobre todo a orillas de una laguna, a pocos kilómetros del caserío, donde iban a mitigar su sed infinidad de animales, que según mi amigo, apenas estaba a unos kilómetros de la vivienda, en un suave paseo a caballo.

  La mansión era enorme. La planta inferior albergaba la cocina, dos salones,  dos baños, tan ostentosos que hasta te sentías culpable al hacer las necesidades fisiológicas, una bella biblioteca que contenía una hermosa colección de los grandes clásicos literarios y una pequeña capilla, donde pude disfrutar de unos frescos que decoraban las paredes y el techo. La planta superior tenía ocho habitaciones, tres baños y el acceso a una buhardilla por una escalera de caracol. El desván poseía una fantástica vidriera circular de colores variopintos, que dejaban traspasar unos rayos de luz que mi cámara pudo captar al filo de aquel primer ocaso.

  Mi habitación era amplia, adornada con muebles tan antiguos o más que la propia vivienda. Era una estancia oscura y la poca luz que entraba por la pequeña ventana era engullida por las sombras. Una pesada cortina de viscosa recorría de punta a punta la pieza... Aquella primera noche apenas si pude conciliar el sueño, una extraña sensación me invadió a cada rato. Era como sí me sintiera vigilado, como sí unos terribles ojos me miraran desde el rincón más oscuro de la estancia. Incluso, entre aquella duermevela, creí ver dos puntos incandescentes taladrándome con unas fauces invisibles. Me desperté sudado y con unos deseos desmesurados de salir de allí y respirar el aire fresco del campo.

  No comenté nada a mi amigo mientras dábamos cuenta de un exquisito desayuno preparado por la mujer del encargado que había llegado con el alba. A fin de cuentas aquella sensación sería fruto de mi propia sugestión al hallarme en una casa tan senil, que por su antigüedad era presta a imaginarse todo tipo de historias.

  La jornada fue transcurriendo con normalidad. El hecho de tener entre mis manos la réflex, que era una prolongación de mi cuerpo, hizo que mi ánimo rebosara vitalidad y olvidara los perjurios de la última noche... Recorrimos a caballo la amplia campiña, el monte bajo teñía de verde la tierra. Una pequeña neblina nacía de la propia maleza. Desde mi montura conseguí unas fotos increíbles.

 Recuerdo que llegamos a la laguna. Infinidad de animales estaban por las orillas refrescándose. En el cielo, con hermosos vuelos, las cigüeñas y los flamencos se acercaban al agua flotando entre la bruma. Rememoro, a través de mi memoria confusa,  que vi a una serpiente de río en una puja por su vida con un águila culebrera cerca de la orilla, donde un cúmulo de piedras sobresalía sobre las aguas mansas. Me acerqué con sigilo para poder inmortalizar aquella escena, que era el vivo ejemplo de la lucha de poderes en el reino animal. Realicé dos o tres disparos, pero quería una toma desde otra perspectiva, mientras el ave arremetía contra el reptil con acrobacias imposibles... Hice mal pie sobre una roca resbaladiza y caí de bruces perdiendo la consciencia.

 

−¡No debe de moverse bajo ningún concepto! ¡Normalmente este tipo de parálisis por caídas suelen remitir en varios días! −Escuché tendido en la cama de mi habitación−. Con cualquier empeoramiento no dude en llamarme, sea la hora que sea. No se olvide de administrarle el colirio para que sus ojos no se resequen.

Vi a mi amigo a pies del jergón al lado de un hombre con un maletín, su rostro mostraba gran desasosiego... Yo permanecía rígido, sin poder mover un músculo de mi cuerpo. Los ojos muy abiertos en aquella habitación oscura, húmeda. Era consciente de todo lo que ocurría a mí alrededor. Escuchaba todos los sonidos, las voces de mi amigo y de aquel hombre, que por sus palabras, deduje, que era un doctor. Me llegaban lejanas, arrastradas en el espacio temporal de aquella pieza. Era como si estuviera atrapado en un sueño, un sopor donde había caído y del cual me era imposible salir. Aquella horrible parálisis me mostraba un mundo desconocido...

  Me quedé solo… Perdí la noción del tiempo y sin darme cuenta la oscuridad del crepúsculo fue desplegando su manto por el bosque y sus sombras, que, sin oposición, penetraron por cada rendija de aquella antigua casa. Los objetos comenzaron  a teñirse de una capa oscura de tinieblas y mostraban una cara misteriosa. Los podía observar moviendo los ojos, lo único que respondía a los estímulos de mi cerebro... Mi amigo, con cara de contrición y culpabilidad, entró en la estancia y comprobó el gotero y la sonda que el galeno me había dejado puestos. Antes de irse cogió mi mano y la apretó con fuerza. Quise darle las gracias, pero sólo pude parpadear.

 

Recuerdo que me dormí, aunque no supe con exactitud cuánto tiempo. Un frío intenso me había erizado cada centímetro de mi piel. Aquello me causó bastante extrañeza porque nos encontrábamos a mediados de junio y el tiempo era agradable. Supe que aquella frialdad tenía su epicentro en uno de los rincones de la alcoba. Se concentraba allí y se expandía hasta mi lecho. La sensación de piel de gallina fue en aumento y un malestar se fue adueñando de mis entrañas… Fue entonces cuando lo vi. Era una sombra oscura, una umbría dentro de la penumbra. Su forma era humana, aunque las extremidades eran desproporcionadas. Se arrastraba por el suelo con movimientos rectilíneos, dirigiéndose hacia mi cama. Carecía de facciones. Solo dos puntos rusientes que brillaban en la oscuridad, dos fuegos que eran el mismísimo infierno. Sentí un pavor inexplicable, una impotencia que me ataba allí, a aquella cama mientras aquel ser iba ascendiendo lentamente desde el suelo a los pies de mi lecho. Le vi llegar desde mis miembros inferiores, avanzando como una maldición. El pavor que sentía era incalificable, aunque mi cuerpo estaba aterido sentía toda la angustia al presenciar como aquella lamia estaba sobre él. Su terrible oscuridad me impregnaba la piel, sentía un frío intenso y el pánico se trasmutó en terror cuando aquella cosa se puso a la altura de mi rostro… Quise gritar, hacer algo para llamar la atención de mi amigo que yacía en la cámara de al lado, pero solo pude abrir los ojos de par en par mientras sentía que aquel ente libaba de mi cuerpo. Sentía como se llevaba mi energía vital, como si bebiera la esencia de mi ser, el jugo de mi alma, absorbiendo mi aliento con su aliento diabólico. Aquellos dos puntos candentes me miraban con un odio que me acuchillaba. La vitalidad de mi cuerpo se estaba esfumando entre aquellos labios invisibles. Aquella cosa, ahora, pesaba como si tuviera sobre mí cientos de cuerpos. Mi corazón latía con esfuerzo, pensé que aquello sería el final… Cuando ya me había rendido y esperaba que aquel ente terminara con mi vida un ruido a la entrada de la habitación hizo que aquel ser se retirara con una velocidad pasmosa hacia el rincón de donde había surgido momentos antes. La silueta de mi amigo se recortó en el marco de la puerta, mientras la pesada cortina se balanceaba lentamente.

−¡Ey, querido amigo! ¿Estás bien? −Vi en su rostro la preocupación al presenciar el estado en el que me hallaba−. Creo que tienes fiebre, estás bañado en sudor.

Intenté que mi camarada se percatara de lo sucedido. Moví los ojos, aún presos de un terror indecible, de un lado a otro, pero deteniéndome en el infernal rincón de donde había surgido aquella diabólica lamia. La cortina no se movía, pero sabía que estaba ahí, acechando… Mi amigo me secó la frente perlada de sudor e intentó tranquilizarme, pero mis pupilas procuraban decirle el fatal peligro que acechaba en las sombras, en aquel rincón, detrás de la cortina.

−¡Toma esta pastilla, compañero! El sueño te ayudará a recuperarte. −Dijo tras echar varias gotas de colirio en mis maltrechos ojos.

  No me dormí. Sabía que tarde o temprano aquella cosa iba a surgir de nuevo desde la oscuridad para terminar el trabajo que mi compadre había interrumpido. Sentí las horas pasar muy despacio. En el silencio de la noche se escuchaba el sonido del péndulo de un carrillón, que constante, marcaba el paso de los segundos desde la planta inferior. Esa cadencia infinita atrapaba todo lo demás en un sopor hipnótico… Creo que cerré los ojos unos minutos, o eso me pareció. En aquellos instantes la percepción del tiempo había perdido sentido para mí… Fue entonces cuando vi por el rabillo de mi ojo izquierdo el vaivén de la cortina. La temperatura había bajado considerablemente… Desde la penumbra percibí el destello de aquellos macabros ojos. Escuché perfectamente como rectaba por la alfombra, se acercaba, despacio, pero sin detenerse, tenía hambre. Quise gritar con todas mis fuerzas, pero ni un sonido se articuló en mi garganta. Ya lo tenía sobre mis piernas, ascendiendo con pausa hacia mi tronco superior. Sé que su cara no tenía facciones pero puedo jurar que aquella criatura me sonreía.  Estaba disfrutando de su momento. El peso de aquel cuerpo inmaterial me asfixiaba y no podía respirar, como sí sobre mis pulmones una plancha de acero hubiera sido depositada. Mis ojos abiertos en su totalidad vieron como aquellas brasas me miraban, taladrándome, saboreando su victoria. Creo que pude atisbar una malévola mueca tras aquel rostro informe, oscuro… Sentí como algo tiraba de mi cuerpo, como si me arrancaran las entrañas, la esencia de mi ser, pude ver nítidamente sus fauces abiertas como un abismo sin fondo, me chupaba el hálito vaporoso.

 Cerré los ojos y dentro de mí, en lo más recóndito de mi espíritu busqué un atisbo de fuerza, el golpe que me salvara la vida y de los tormentos de mi alma succionada por aquel ser… Entonces un grito escalofriante surgió de mi garganta, su eco retumbó por toda la casa. Una corriente eléctrica me recorrió el cuerpo, que se sacudió un par de veces sobre la cama y caí sobre el tapiz mientras aquella cosa se deslizaba detrás de la cortina. Mi amigo acudió asustado.

−¡Por el amor de Dios! ¿Qué ha pasado?

Mi camarada pudo ver el horror en mis pupilas, mi rostro aterido de un pavor insoportable. Balbuceaba palabras sin sentido, intentaba advertirle de lo que sucedía. Se acercó hasta la mullida alfombra y me cogió en brazos, como si no pesara nada, como si fuera solo aire.

−¡No voy a esperar más, me da igual las recomendaciones del médico, te llevo ahora mismo al hospital más cercano!

Justo antes de abandonar aquella alcoba la cortina se movió. Allí, en aquel rincón tenebroso, de pie, incorporada y alta, aquella figura negra me miraba con ojos ardientes. Yo había escapado de sus fauces malvadas, en el último instante un milagro me había hecho reaccionar. Pero no la vi preocupada, creo que hasta sonreía con aquella maldita mueca en su rostro sin forma… Después de todo, tenía todo el tiempo del mundo, toda la eternidad, para esperar al próximo inquilino que descansara confiado sobre aquella confortable cama… 

Escribir un cuento libre con límite de cuatro hojas.

Por Gato negro.

Por amor a Georgina

Creo que, de alguna forma extraña e incomprensible, mi amor por Georgina existía aun antes de conocerla. Solo esto puede explicar la completa, la profunda familiaridad que sentimos el uno con el otro desde nuestro primer encuentro. 

Nuestro noviazgo fue apacible y sin excesos románticos. Yo aún vivía con mi madre; así que siempre nos veíamos en su vetusta casa, heredada de sus padres y situada en las afueras de la ciudad. Hacíamos el amor por la tarde; nos agradaba sentir en nuestras pieles la luz dorada del último sol, que entraba por los amplios ventanales mientras nos amábamos. Tras el clímax, compartíamos a menudo un breve sueño. Luego, ella siempre me pedía que me marchara. Yo aceptaba sin objeciones ese pudor social, que le impedía admitir que nadie que no fuera todavía su esposo pasara la noche en su vivienda. Pocos meses después, compartimos la alegría de la boda con nuestro amigos y familiares. Me mudé a su inmueble. Encontré enseguida trabajo como contable, mientras que ella hacía cerámicas en casa para su venta. La vida parecía ofrecernos una sosegada y dulce existencia, sin exigirnos nada a cambio.

A las dos semanas de convivencia, una jornada cualquiera, me desperté en la fase más avanzada de la noche. Era algo infrecuente en mí, tengo un sueño muy profundo. Como no podía conciliarlo de nuevo, me levanté, fui a la cocina y me preparé una infusión. Estaba sentado en la mesa con la taza caliente entre mis manos, cuando oí unos pasos titubeantes en el pasillo. Mi esposa se acercaba para acompañarme en mi vigilia. Me sentí confortado. Cómo la amaba. Pero quien entró por la puerta era… La mejor forma de expresarlo, creo, es decir que era el envés siniestro de Georgina. Llevaba el mismo camisón que ella. Pero medía cinco centímetros más. Un pelo desgreñado y salvaje envolvía su rostro color ceniza. Afilados caninos sobresalían de sus labios oscuros. Su cuello estaba surcado por gruesas venas esmeralda, que se ramificaban hacia los senos. Los ojos seguían siendo, de alguna forma, los de mi amada; pero mostraban un iris rojo sobre un demencial fondo negro, y me miraban con una sinrazón animal. Los gruesos tendones rojizos de sus miembros se definían con precisión bajo una piel translucida y grisácea. Las uñas eran garras azules y afiladas. El porte general se asemejaba al de una horrenda bestia a punto de saltar sobre su presa. Era Georgina, sin duda. Era, también, un monstruo. Que se aproximaba a mí lentamente.

Comencé a gritar aterrorizado, mientras me apretujaba contra una esquina de la cocina. Se acercó, respirando de forma ruidosa. Estaba ya a medio metro y comenzaba a levantar un brazo, cuando acerté a decir, con una voz lastimera y aguda hasta el patetismo: «Georgina... soy yo». 

Se detuvo y se quedó mirándome. Creí ver en sus pupilas un débil brillo de entendimiento. Comenzó entonces a respirar con más lentitud. Creo que de alguna manera logró reconocerme, desde el fondo de su alma irracional. Aquella noche no me devoró. Su ansiedad bestial disminuyó gradualmente, hasta que, como una sonámbula, regresó al lecho. Yo me quedé hecho un ovillo sobre mi propia orina en el suelo de la cocina, sin valor para nada más que no fuera temblar y gemir. Al amanecer recolecté un mínimo de valor y me acerqué al dormitorio, trémulo y confuso. Allí encontré a mi esposa, a mi dulce Georgina, durmiendo plácidamente. Me dirigí entonces al salón, todavía muy asustado.

Cuando despertó, se alarmó al verme en tan lamentable estado. Le conté entonces lo sucedido de forma atropellada. Ella abrió desaforadamente los ojos; hundió el rostro entre sus manos; sollozó; me pidió perdón. Luego me explicó, entre hipidos y lamentos, que aquella transformación le sucedía desde que se hiciera mujer. Que tenía tanto miedo a perderme que no había tenido el valor de contarme. Que había supuesto, de manera ingenua, que la vida conyugal aplacaría su estigma. Volvió a llorar. Me pidió perdón de nuevo. Me pidió que no la dejara.

No lo hice, por supuesto. Amaba a Georgina. Y la convivencia, como bien sé, está hecha de pequeñas concesiones por ambas partes. Mi esposa se transformaba por las noches en un ser del inframundo. Bien, ¿acaso iba a abandonarla por ese detalle? Por supuesto, mi sueño desde ese día pasó a ser muy ligero. Y eso hacía que me despertara con frecuencia y que coincidiera con ella. Con la otra, quiero decir, porque la transformación sólo ocurría de noche, y, desde aquel primer encuentro, casi a diario. Por suerte, comprobé con alivio que yo no corría riesgo: mi esposa nocturna no me consideraba ni un enemigo, ni alimento.  

Logramos, con el paso de los días, alcanzar un equilibrio en aquellas extrañas noches. Hasta tal punto, que, por insólito que parezca, empecé a tomar cierto gusto a compartir ocasionalmente algunas horas de la madrugada con aquel ser inaudito. La otra Georgina se mostraba inesperadamente melancólica. Observaba los objetos cotidianos con curiosidad, mientras gruñía suavemente. No quería nunca salir de casa, pero se acercaba a la ventana, y miraba absorta el cielo estrellado. Cuando yo le hablaba, con dulzura, solo distinguía mi tono de voz, como los animales. Al cabo de unas horas siempre retornaba al lecho. A la mañana siguiente nunca recordaba nada. Con el tiempo, y por repetitivos, dejé de relatar a mi esposa los eventos nocturnos. Asumimos con naturalidad la realidad, y seguimos adelante.

Sin embargo, aunque se suele decir que la naturaleza humana es impredecible, en el caso de los hombres resulta tristemente pronosticable: a los pocos meses de la nueva situación, comencé a desear a la otra Georgina. Tantas horas de cercanía en las horas nocturnas habían convertido lo que antes me aterrorizaba, en una presencia cercana, y finalmente, en objeto de mi ansia sensual. Soñaba con conocer el tacto de su piel traslúcida, y acariciar aquellos insólitos pechos con venas esmeralda, hundiendo mi rostro en su esternón. ¿A qué sabría su boca oscura? En definitiva, quería hacer el amor a la contrahaz de mi esposa. Por supuesto, no le dije nada a su versión humana. Intenté negar mis propios instintos, avergonzado. Todo fue inútil. Era un deseo irreprimible, y así me lo reconocí a mí mismo. Decidido entonces a actuar, busqué asesoramiento. Pero ni en la Biblioteca Nacional ni en internet encontré nada relacionado con cómo cortejar a una mujer-demonio. Lo que yo ignoraba por entonces es que a esas alturas la atracción era ya mutua. Todo se inició de forma sencilla. Una noche, la otra Georgina se aproximó a mí más de lo habitual, y comenzó a olerme con interés el cuello y las axilas. Noté cómo su respiración se agitaba. No negaré que yo también me excité. Extendió entonces un brazo. Rasgó mi pijama con sus garras y me trituró un hombro. Chillé, loco de dolor. Ella tomó mi alarido como una muestra de reciprocidad. Me levantó en vilo, soltó un grito gutural y me lanzó alegremente contra el mueble del salón. Mi cuerpo rompió dos estanterías y los libros se desparramaron por el suelo. A continuación, saltó sobre mí con una mueca feroz que quise interpretar como una sonrisa. No me extenderé en detalles, por lo demás privados. Diré sólo que nuestro primer encuentro sexual fue parecido a un espectáculo de lucha mexicana en el que los contendientes se hubieran excedido con las metanfetaminas. 

A la mañana siguiente, tenía el rostro amoratado, el labio superior partido, una posible fisura en la vértebra L2 y el cuerpo lleno de pequeñas heridas. Aunque no hubiera tenido tales secuelas, le habría confesado igualmente los hechos a mi esposa. Sentía que la había engañado. Con ella, sí, pero traicionado, al fin y al cabo. Su primera reacción fue de estupor. Durante unos instantes no pudo articular palabra. Comenzó a mirarse sus manos, con alguna uña rota. Luego sus pechos. Luego me miró a mí. Estalló entonces, para mi enorme sorpresa, en una sonora carcajada. «Si vas a serme infiel, mejor que sea conmigo» dijo, con un tono un tanto travieso. Y continuó luego con nuevas carcajadas, que casi le hicieron ahogarse. Solo me puso tres condiciones. Que al igual que respetaba sus deseos durante el día, hiciera lo mismo por la noche. Que no la manipulara aprovechándome de mi raciocinio. Que no me acabara gustando más la otra que ella. No hace falta decir que acepté alborozado. El destino ordenaba de nuevo las piezas del tablero. Pero nada es nunca como uno espera, y un retazo de la oscuridad acaba siempre por alcanzarte, ¿verdad?

 Nuestra casa, como he mencionado, estaba situada en los suburbios de la ciudad, a los que las rutas de la policía apenas llegaban. Por ello, sentía en ocasiones que podíamos estar en cierto riesgo. Esta sensación se acrecentó cuando comencé a ver, algunas mañanas, una furgoneta gris parada no muy lejos de nuestra casa. Debería haber sospechado algo. Debería. Un día de invierno en el que me demoré mucho en el trabajo, llegué a mi hogar cuando el sol ya se estaba poniendo. Vi entonces la furgoneta, aparcada enfrente de la puerta. Encontré forzada la cerradura. Entré alarmado, y en el interior descubrí el horror. Había dos extraños en el salón. Uno de ellos tenía un lazo de captura de perros en la mano. El otro sujetaba una gran saca. Nuestro secreto nunca había sido tal; estaban cazándola como a un animal. Georgina lloraba y se acurrucaba, al borde del ataque de nervios. Al verme, el de la saca dijo con frialdad: «Date prisa. Antes de que se transforme. Este ejemplar vale la pena». Les grité que nos dejaran en paz. Entonces el tipo de la saca me fracturó el hueso nasal con un puñetazo. Me quedé trastabillando mientras sangraba. Me golpeó luego el estómago, dejándome sin resuello. Me alejé torpemente de él; agarré como pude la lámpara de una mesa y se la tiré a la cabeza. Se protegió con las manos, pero no pudo evitar que le hiciera un corte en un pómulo. Mostró entones una sonrisa siniestra, mientras sacaba lentamente un cuchillo de su bolsillo trasero. Con fría profesionalidad me hizo un tajo en el brazo derecho. Chillé ridículamente mientras me tapaba la herida con una mano. Comenzó a hacer una perversa danza a mi alrededor, mientras seguía haciéndome tajos, uno tras otro, con calma, siempre sonriendo. Chas, chas, chas. Su colega también reía; ya había conseguido lazar a Georgina, y se estaba divirtiendo. Yo grité desesperado:

—¡Georgina! ¡Ayúdame! ¡¡Ayúdame por Dios!!

Mi mujer estaba en estado de shock, medio ahogada por el lazo. El sol no se había puesto del todo. Y yo, yo estaba aterrorizado. Mi agresor agarró entonces el cuchillo como quien sostiene un picador de hielo. Se disponía a darme la puñalada final.

Nada importaba ya; nada me costaba hacer una última apuesta. Me abalancé hacia Georgina, abrazándola con rudeza, y con mi mano derecha le herí la espalda empleando las fuerzas que me quedaban. Las uñas de mis dedos índice y medio se partieron mientras desgarraban su epidermis. Ella aulló salvajemente. Mis energías me fallaron, y todo se apagó para mí.

Cuando desperté, débil y aturdido por efecto de los cortes, lo primero que vi fue el rostro de mi esposa lleno de moratones y pequeñas heridas, que ella se intentaba limpiar con calma. Estaba hecha un eccehomo. El resto del panorama era desolador. Los cadáveres de los dos hombres estaban despedazados. Sus vísceras, repartidas por el suelo como piezas de un puzle siniestro, parecían haber sido parcialmente devoradas. Georgina me sujetó entonces la cabeza con ternura, y me dijo con voz queda y triste:

—Amor, ¿cómo estás? 

—Nos has salvado, vida mía. No te preocupes, todo va a salir bien —repuse.

—No, no, estás equivocado. Es tu amor el que nos ha salvado —dijo ella con dulzura—. Querido, esto no lo hecho yo. Lo has hecho tú. Eres el que se ha transformado.

No podía asimilar lo que me estaba diciendo. Pero entonces volví a mirar los cadáveres. Reparé entonces en el sabor extraño y amargo que tenía en la boca. Y en la sangre de mis uñas. Dios.

—Hacer el amor con mi otro yo ha hecho que te transmita mi estigma —prosiguió mi esposa—. Lo llegué a intuir en algún momento, pero... No quería perderte. Eres mi vida. Eres la primera persona que me ama como soy. Perdóname.

Me quedé conmocionado. Recordé entonces la profunda oscuridad en la que me había hundido. No había sido un simple desmayo. Era mi nueva naturaleza, emergiendo por primera vez desde los pliegues más oscuros de mi alma. O, tal vez, desde el amor infinito que sentía por aquella mujer. Nuestra relación acababa de dar un nuevo paso, extraño y sobrecogedor. Y aun confuso y aturdido, estaba dispuesto a afrontarlo.

Georgina se puso entonces la mano en el vientre con delicadeza. 

—Hay algo más, amor mío. No nos has salvado solo a nosotros. También a él.

Georgina estaba embarazada. 

Han pasado tres meses desde entonces. Enterramos los restos de aquellos bastardos en el jardín interior; nadie los echará de menos. No sé con cuál de las dos Georginas concebí nuestro hijo. Ni cual será la que dé a luz. O quién le dará el pecho. ¿Seremos buenos padres? ¿Será nuestro hijo como nosotros?  La verdad es que todas estas cuestiones me parecen cada vez más pueriles. Sé que ambas versiones de mi esposa serán madres maravillosas. 

Y yo les seguiré queriendo, feliz, por el resto de mi afortunada existencia.

 

 

Consigna: Relato de hasta 4 hojas, tema libre

Seudónimo: Igor Náhuatl

El sabor que su auto necesita

¿Está cansado de pagar el impuesto al peatón?

Entonces, acérquese a nuestras concesionarias

y conozca el nuevo Brad Everest de Golden Astra.

Nada más confortable en materia de humanos.

.

 

—Fue una experiencia increíble, Mercedes. La concesionaria organizó un ágape con los últimos modelos en exhibición ¡Y el vendedor me invitó a subir a un Brad Everest! —Romeo hizo girar las ruedas para darle más énfasis a sus palabras.

—Qué bueno, querido. ¿Y te gustó?

—¿Qué si me gustó?… no te imaginas la comodidad del interior, la… la suavidad de los órganos… fue como sentarse en las entrañas mismas de Dios.

            Mercedes apenas lo miró. Tenía la trompa fruncida y los faros levemente inclinados hacia abajo.

            —Ajá. Las entrañas de Dios. Me imagino.

            —Y los comandos. Tendrías que haber visto esas terminaciones nerviosas.

—Ya sabes que es un gasto que no nos podemos permitir, ¿no?

—Pero…

—Ni una palabra más… ¿Qué quieres cenar hoy?

            Romeo bajó un cambio y suspiró sin dejar que el desánimo se trasmitiera a su voz.

—Cualquier lubricante semisintético estará bien.

 

En la mañana gris unas microscópicas partículas de carbón golpeaban el vidrio del ventanal de la cocina. Antes de ir al trabajo, Romeo se tomaba su taza de aceite mientras acariciaba a su pequeño moto-motor distraídamente. Faroleó algunas páginas del diario sin mucho interés. La superpoblación de rodados en el continente africano abría el debate sobre el control de natalidad. ¿Era ético obligar a las centrales motrices a limitar su producción a un único cero kilómetro por pareja? ¿Podían las entidades gubernamentales determinar el tamaño de las familias? ¿Hasta qué punto era real el problema de la superpoblación? Romeo se encogió de hombros. Mercedes y él no pensaban encargar un modelito por el momento.

Al pasar la página, un folleto impreso a color cayó sobre su capot.

Un lustroso Brad Everest lo miraba desde el papel con unos preciosos ojos color avellana. Tenía los brazos en posición de jarra, lo que permitía admirar una musculatura perfecta. Los contornos del fuselaje eran poesía pura. La elegancia y sofisticación del vehículo iban más allá del buen gusto. Claramente los ingenieros de humano móviles sabían lo que hacían.

“Lo nuevo de Golden Astra te dejará sin aliento” rezaba el slogan. «Vaya que sí» pensó Romeo mientras apuraba su taza de aceite.

 

            Le tomó una hora cuarenta llegar al trabajo. Veinte minutos por encima del margen de tolerancia. El lector de patentes le advirtió que le descontarían el presentismo por llegar tarde por tercer día consecutivo. Su jefe, un viejo Volvo gris plata, lo miró con cara de pocos amigos al ingresar a la oficina. Otra vez descendía en el ranking de las buenas impresiones gracias al pésimo servicio del trasporte público. El hombre-bus nunca pasaba a horario, además, siempre iba atestado y su interior apestaba a gases.

            Romeo se sentó en su cubículo y se puso a cargar las planillas de cálculo pendientes. Sería un día largo y aburrido, sin posibilidad de escapatoria.

            Al mediodía, en el amplio comedor de techo abovedado, decidió que almorzaría solo 15W40. Sus colegas le habían reservado un lugar pero apenas lo saludaron al estacionar junto a ellos. La atención del grupo estaba enfocada en Ci-Ford, que no paraba de parlotear revoleando las ruedas y haciendo guiños.

—…una autonomía de 400 kilómetros con el estómago lleno ¿Se imaginan? Porque un full tendrá todos los detalles que quieras, pero pocos vehículos te ofrecen ese rendimiento…

—¿De qué me perdí?—interrumpió Romeo, a quién Ci-Ford le parecía un soberbio y un monopolizador compulsivo de cualquier conversación.

            Rover limpió su parabrisas y le pasó la aceitera a Meriva, la jefa de recursos automotrices, quién le dedicó una caída de faros más que elocuente. Corso, que estaba en la cabecera de la mesa, se volvió hacia Romeo.

            —Ci-Ford está de estreno, amigo. Se apareció hoy en la playa de estacionamiento con un…

            —¿Por qué no lo dejas que lo cuente él? —amonestó Meriva—, después de todo es su primicia, ¿no?

            Corso arrugó la trompa y se excusó.

            Ci-Ford entornó los faros y sonrió con esa sonrisa artificial que encantaba a todo el mundo, menos a Romeo.

            —Un Brad. Me compré un Brad Everest de Golden Astra.

            —Ah…qué bien, te felicito.

            Ci-Ford continuó la conversación en el punto exacto en dónde la había dejado.

Romeo simuló un educado interés pero apenas escuchó el relato. El resto del día sufrió de mala carburación, cosa que lo mantuvo distraído y rumiando pensamientos poco generosos.

           

Décadas de lluvia ácida habían reducido la garita de colectivo a una escultura abstracta. Romeo se guareció lo mejor que pudo y rogó que el hombre-bus llegara pronto. El cielo tenía el aspecto de una compota de ciruelas y amenazaba con una caída fuerte de graupel. Típico clima de otoño en la ciudad.

Un caucásico deportivo se detuvo junto al cordón. Al abrir la compuerta Romeo vio que la conductora era Meriva.

—¿Te llevo? Te puedo dejar en el acceso norte. —A Romeo le extrañó verla en dirección a los suburbios pero se encogió de chapas y se subió al humano sin chistar.

            —Gracias, Merv. Qué raro verte en dirección al populacho.

            —Ah, ¿viste? Es que tengo una cita con mi amante.

Él captó la sonrisa torcida. Meriva nunca hablaba en serio y le encantaba dar rodeos para desconcertar al interlocutor. La conocía lo suficiente para saber que no daba puntada sin hilo.

—Prometo no decir nada. Soy discreto como un depósito de chatarra.

Ella aceleró y tomó la autopista sin ceder el paso a los demás vehículos, que hicieron sonar sus cuerdas vocales.

—No, nada tan excitante. Necesito pasar por el taller. Una parada estratégica antes de volver al principado.

            Romeo admiró el tablero: los relojes cromados con sus agujas rojas se entrelazaban en seductora simbiosis con la carne viva. Un modelo John de lujo, solo adquirible para el escalafón gerencial.

—¿Tienes problemas con el vehículo? ¿Tan pronto?

—¿Qué? Oh, no —Meriva sonrió —¿Dije taller? Quise decir guardería. Tengo que pasar a buscar a mi Cooper y llevarlo a una fiesta de cumpleaños en las torres de Puerto Motor. Las mamis del chat jamás me lo perdonarían si no lo llevo. Aunque no creo que nos quedemos mucho. Entre nosotros, Romeo: esas chicas me aburren. Son amas de casa con mucho tiempo libre y nada de ambición.

Romeo no supo que decir. Se quedó un momento pensando y eligió cambiar de tema.

—Con respecto a mis llegadas tarde…

Meriva se pasó al carril rápido y lo miró con expresión divertida.

—No te preocupes por eso, querido. Tengo una noticia importante para darte. Espero que los chismosos de “radio pasillo” no se me hayan adelantado.

Romeo tragó combustible. Lo despedirían allí mismo, en medio de la autopista, en una conversación que pretendía ser distendida, con alguien que había tardado tres años en no confundir su nombre.

Pero en cambio Meriva dijo:

—El señor Volvo te dará un ascenso. Ya está todo arreglado. A partir del lunes te desempeñarás como gestor de producto.

—¿Qué? —Su motor pareció detenerse en seco.

—En efecto. Hace tiempo que se viene hablando de esto en la cúpula. Necesitan a alguien serio y competente, y creo que te ganaste el puesto con creces.

—¿En serio? No sé qué decir.

—No digas nada. Pero más vale que invites a tu mujer a cenar a la luz de las velas. Un ascenso así amerita un festejo.

Cuando Meriva lo dejó en el acceso, Romeo se quedó más de media hora viendo pasar el tráfico bajo la lluvia ácida. De pronto tenía la cabeza llena de cálculos y los ramalazos de felicidad que lo asaltaban eran tan apabullantes que no le permitían carburar con normalidad.

 

Romeo suspiró y entró en su casa. Mercedes conversaba con su amiga Focusa en la sala. Su mujer le dedicó una mirada de curiosidad al verlo pasar en dirección a la cocina. Controladora y atenta a todo, como era, le preguntó si se sentía bien.

—Todo bien, amor. Estoy un poco cansado, nada más.

—Bueno, esta noche cenamos temprano.

—Me parece bien. Me voy a dar una ducha.

Esa misma noche, antes de dormir, Mercedes insistió:

—¿Qué era esa cara de hoy a la tarde? Parecías trastornado, ¿seguro no pasó nada en el trabajo?

Romeo estuvo tentado de contarle la novedad a su esposa. Pensó en las variables y derroteros por los que se encaminaría la conversación. Necesitaban hacer un reforma en la sala. El techo tenía fisuras y se llovía. Las paredes estaban descascaradas. Tenían una asignatura pendiente con el banco para saldar la hipoteca. También estaba el bendito asunto de poner a sus suegros en un asilo, cosa que se llevaría una tajada importante de cualquier adicional que ingresara en sus arcas. Decidió improvisar:

—Nada cariño. Mucho papeleo en la oficina y me sentó un poco pesado el almuerzo. Eso es todo.

Su mujer lo observó con suspicacia y antes de apagar la luz lo amonestó por relegar su salud y nunca sacar cita para ir al taller a que le revisaran el motor.

Romeo prometió hacerlo. Pero en lo más profundo de su circuitos consideró tomar una decisión muy distinta. Un deseo largamente demorado se encontraba, de pronto, a su alcance. ¿Por qué no? ¿Acaso no se partía el chasis todos los días desde hacía años? ¿Por qué diablos no? ¿Por qué no presentarse mañana temprano en la concesionaria? ¿Por qué no sentarse en las entrañas de Dios y conducir hasta el final del arco iris, donde los ríos de lluvia ácida desembocaban en un mar de colores horrorosos e inimaginables?

***

Consigna: Tema libre

Seudónimo: Síndrome de Marfan