Por Gean Rossi.
Algo ocurría aquel día. No le sorprendió
entonces, sentada en su puesto de siempre en la mesa del comedor, mirando con
detenimiento la comida ante sus ojos. Porque apenas despertarse aquella mañana,
sabía que algo había cambiado en ella.
Apoyó el tenedor sobre el bistec y lo
levantó unos centímetros del plato de cerámica para mirar por debajo de él,
como si escondiese algo, para luego dejarlo caer en un chapoteo provocado por
la sangre aún chorreante de la carne a medio cocer.
Glúteos,
vaya delicia.
Percibió
la mirada de su madre, al otro lado de la mesa.
—¿Ocurre algo? —preguntó curiosa y
al mismo tiempo extrañada.
—No, todo bien —Mentira—. No cargo mucho apetito hoy, no sé.
—Igual debes comer si esperas
sentirte mejor.
—Pero…
—¡Que comas, dije! —exclamó,
mirándola como quien hace un acto indecente en público.
Su hermanito se sobresaltó tanto
como ella. Nadie dijo más hasta que terminaron de almorzar, perdidos en la
comida que, al parecer, ahora no todos en la casa parecían disfrutar. Al final
Ana logró comer, bajando cada bocado con un largo sorbo de agua que parecía no
ser suficiente. Cuando vio el plato vacío y los ojos satisfechos de su madre,
se sintió mejor. Pero solo un poco, pues en lo que todos se descuidaron, se encerró
en el baño de su habitación a vomitar los restos apenas masticados de carne
humana.
Pasó la tarde tirada en cama, cavilando;
correteando en sus incansables pensamientos que atacaban su cabeza como un niño
lanzando puntapiés a cada uno de sus nervios, de sus preocupaciones, de sus
miedos. Se puso en pie y se dirigió al baño para bajar el inodoro por décima
vez cuando alguien tocó a la puerta.
—Hija, ya es hora —anuncia la voz de
su madre, amortiguada por la madera de la puerta.
—¿Hora de qué?
—De preparar la cena. Te espero
abajo.
Lanzó una mirada a la ventana:
empezaba a anochecer. No logró responder. No porque su madre ya se había
retirado del otro lado, sino porque las palabras no salieron de su boca. Quedó
con ella en hacer la cena y lo había olvidado por completo.
Respiró profundo y, a pasos lentos y
dubitativos, logró bajar las escaleras y llegar a la cocina, donde su madre la
esperaba con un amenazador cuchillo y una tabla de madera sobre la que
reposaban toda clase de órganos vitales.
—Toma —dijo la mujer tendiéndole el
mango del cuchillo.
Intentó que su mano temblara lo
menos posible al momento de sostener el utensilio mientras se posicionaba
frente al montón de órganos. Había un par de riñones, un hígado y un corazón
que por momentos parecía moverse solo. Se quedó allí esperando instrucciones, o
más bien, esperando a que un impulso de sus piernas la ayudara a salir
corriendo de allí.
—Muy bien —comenzó su madre de pie
junto a ella, apoyando una mano sobre su hombro—. Vamos a preparar órganos
guisados, una de tus recetas favoritas.
No.
—¿Por
qué debo hacerlo?
—Porque algún día te casarás con un
hombre al que le deberás cocinar, y dominar la cocina humana es todo un arte
que lleva tiempo.
—Está bien —respondió, resignada.
—Empieza picando el hígado en trozos
no muy grandes. —Su madre acercó su mano hasta el hígado dispuesto sobre la
tabla, haciendo trazos invisibles mientras hablaba—. Puedes hacer un corte a la
mitad y luego en tiras. Pero no muy angostas, ¿eh?
Afincó el cuchillo. El acero
inoxidable al deslizarse sobre el pegajoso hígado le provocó un escalofrío que
su madre no pareció notar. Vino un corte luego del otro hasta que el hígado
perdió su forma original para convertirse en una montaña de tiras marrones (casi
negras) apiladas ahora en una esquina.
—Pon a calentar la cacerola con un
poco de aceite mientras vas cortando el corazón.
Siguió sus órdenes como un robot,
sin mirar a otro lado y a la vez mirando a nada. Con la llama ahora a todo dar
contra la superficie de la cacerola, volvió a su puesto frente a la tabla.
—¿Y ahora?
—Tomas el corazón y lo cortas en
trozos considerables —explicó, esta vez sin hacer trazos con sus dedos—. Ni muy
grandes ni muy pequeños. No importa que no sean iguales.
Posó su mirada sobre aquel corazón, poco
más grande que su mano. ¿A quién habrá pertenecido? ¿A quién habrá matado su
madre solo para complacer un capricho, o una llamada “tradición”? Alguien murió
solo para darles alimento, y pensar en ello, la hacía estremecerse como nunca.
«Por si estás viendo esto —dijo en su mente, hablándole al corazón—, lo siento
mucho. Lamento que hayas tenido que formar parte de esta locura».
—Dale, pues —rompió su madre,
dándole un empujoncito.
Con la mano libre tomó el corazón, y
apenas tocarlo, sintió una ola de frío que atravesó cada parte de su cuerpo.
Casi podría asegurar haber sentido el corazón palpitar entre sus dedos. Órgano
y cuchillo cayeron al suelo acompañados de un grito ahogado por el súbito
sobresalto. Percibió los ojos de su madre, ahora abiertos como platos.
—¡Maldita sea, Ana!, ¿qué te pasa?
—gritó mientras se agachaba a recoger lo que había caído.
—Lo siento, mamá. —Las palabras
salían entrecortadas—. Yo…
—¿Será que puedes comportarte?
Pareces una niña. —Dejó el corazón y el cuchillo a golpes sobre la tabla de
cortar para dirigir la mirada a su hija—. Ahora escúchame bien. Vas a tomar ese
cuchillo y vas a aprender a cocinar.
—No quiero —susurró en un hilillo de
voz.
—¿Cómo que no quieres?
—¡No quiero saber nada de carne ni
órganos! —exclamó eufórica—. ¡Los odio!
—¡Pero si anoche te devoraste las
empanadas de sesos! Ana, no… —Dejó las palabras al aire mientras intentaba
comprender a lo que quería llegar su hija—. ¿Qué quieres entonces? ¡Dime!,
¿¡qué quieres!?
—Quiero ser vegetariana.
Los ojos de su madre parecían a
punto de salir de sus órbitas.
—¿Disculpa? —preguntó esbozando una
sonrisa incrédula.
—Pues eso. No quiero comer carne más
nunca. Fin.
La sonrisa desapareció del rostro de
su progenitora.
—Te vienes conmigo. Ya. —sentenció
tomándola del brazo tan fuerte que casi le hizo brotar sangre.
Ambas empezaron a forcejear, pero al
final, Ana tuvo que resignarse a cualquier intento de arreglar las cosas (o
empeorarlas incluso más), mientras la llevaba a través de la casa, seguidas
bajo la mirada asustada de su hermanito menor. «¡Corre!», quiso poder gritarle, pero las
palabras no lograron salir, así que se limitó a devolverle la mirada entre
lágrimas.
Llegaron
a la puerta desvencijada que daba con el cuarto trasero. Su madre la abrió, y
con una patada en el muslo, la dejó tirada en el suelo, de espaldas, mirando a
aquella bestia que ahora no creía conocer.
—De no haber sido porque me comí a
tu padre, no estarías viva ahora, niña ingrata —dijo de pie desde la puerta,
prominente y terrible—. Desde entonces, supe lo que era comer de verdad. Así
que no vendrás tú con tus caprichos a cambiar las cosas.
—¿Por qué lo haces?
—En tiempos de guerra, cualquier
alimento es preciado. Así que si quieres sobrevivir, tendrás que empezar a agarrarle
el gusto de nuevo a la carne humana.
Y allí quedo, viendo cómo se cerraba
la puerta, seguida por el sonido de la cerradura al ser pasada con llave.
¿Cuánto tiempo había pasado ya desde
aquella última imagen de su madre? ¿Diez minutos? ¿Una hora? ¿Un día? Había
perdido cualquier noción del tiempo. De lo único que estaba segura era que,
moría de hambre. Intentó dormir, pero sus horas de sueño se veían entorpecidas
por los lamentos de su estómago que la hacían estremecerse sobre el ovillo en
el que estaba entre sus piernas.
Miraba a todos lados, en busca de
algo distinto, pero nada cambiaba. Seguía en la misma habitación a oscuras, iluminada
apenas por un bombillo que parecía a punto de quemarse en cualquier momento. No
había siquiera una ventana por la que escapar, y las paredes y puerta se
mostraban impenetrables ante cualquier golpe.
La cabeza se le iba a los lados, la
mirada se le desviaba y las pocas fuerzas que le quedaban eran apenas un atisbo
de energía suficiente para ponerse de pie una última vez. Miró al otro lado.
Allí estaba el congelador en el que su madre guardaba las reservas cuando en el
refrigerador principal ya no cabía más.
Así
que si quieres sobrevivir, tendrás que empezar a agarrarle el gusto de nuevo a
la carne humana.
Apoyada
sobre sus muñecas, consiguió ponerse en pie. Caminó hasta el congelador al otro
lado de la habitación. La ola de frío que sintió apenas abrirlo le hizo
entrecerrar los ojos, pero eso no evitó que su mirada se encontrara con el
pálido rostro de aquel desconocido. Su estómago refunfuñó de nuevo. No faltaría
mucho antes de que se desmayara.
Sacó el cuerpo casi a rastras y lo
tendió en el suelo. Empezó con un mordisco suave, en la pierna. Estaba helado,
pero qué bien sabía al contacto con su boca caliente. La sangre al
descongelarse empezaba a correr por su cuello hasta perderse en su ropa. Creyó
que vomitaría, pero eso no ocurrió. Su estómago asimilaba aquello como un
manjar, y ahora no podía parar.
Por un momento le vino a la mente la
chica inocente que casi estuvo a punto de cambiar. ¿Pensaba perderse todo
aquello de su vida? No, jamás.
—Has aprendido bien, hija —dijo de
pronto la voz de su madre tras de ella. Su hermano también estaba allí,
mirándola con orgullo engullendo los músculos ya no tan congelados de aquel
tipo.
Claro que sí. Había aprendido.
Lanzó una mirada de reojo a su
madre, quien se sentaba de rodillas junto a ella para acompañarla en el
banquete.
Espera
a que cierres los ojos esta noche, y descubrirás lo que he aprendido.