Por Carmen Gutiérrez.
—Caballero —dijo el supuesto Alonso Quijano con voz grave y rasposa mientras estrechaba mi mano—, es un honor para mí saludarle.
—Caballero —dijo el supuesto Alonso Quijano con voz grave y rasposa mientras estrechaba mi mano—, es un honor para mí saludarle.
Estábamos en su celda en el ala oeste del
Asilo San Juan de Dios, un cubículo de tres metros cuadrados y sin ventanas; un
pequeño catre, una silla y una mesa eran los únicos muebles en ese espacio tan
reducido; y parecía más reducido porque el señor Quijano era muy alto.
—El honor es mío, caballero —respondí tomando asiento
en la silla y él se sentó en el catre—. Desde que la doctora Drake me habló de usted,
he tenido el deseo de verle y poder platicar con usted.
—Debéis disculpar el acento tan coloquial que,
debido a mi caminar por el mundo, he adquirido con el paso del tiempo. En el
constante ir y venir en los hospitales alrededor del mundo descubrí que mi
manera de hablar era difícil de entender para algunos seres, quienes, al no
tener el acceso elevado a las letras, confundían mis deseos con necedades y por
consecuencia, llegué a pasar horas de apremio antes de conseguir que me
trajesen la bacinilla —dijo
entre risas.
Reí junto con él, más que nada por hacer
algo. Cuando Lucrecia Drake, la directora del hospital y amante ocasional, me
contó reticente acerca de su curioso paciente, no pude dejar de pensar en
hablar con el personaje. Debo confesar que tuve que ejercer presión sobre
Lucrecia para que me permitiera entrar al asilo y hablar con El Quijote, como lo llamaban. Fingí
ofenderme ante su negativa, no funcionó. Luego intenté el convencerla con sexo,
pero después de terminar siguió en sus trece. Tuve que amenazarla con contarle
de nuestras relaciones a su esposo y me vio tan decidido que arregló todo para
la entrevista en la que me encontraba en esos momentos.
Lucrecia me preparó para el aspecto físico
de su Quijote, alto, enjuto con el
rostro seco, la piel ambarina y estoy seguro de que si le hubiera sido
permitido, Alonso Quijano habría llevado un poblado y puntiagudo bigote pero
las reglas de los hospitales mentales son rudas y no concuerdan con la armonía
de los rostros. Pero nunca me dijo que me sentiría como una cucaracha ante
semejante hombre y que me perdería en esa mirada castaña que parecía comprender
todo… quizá Lucrecia nunca fue seguidora del caballero de la triste figura, quizá estaba segura de que el tipo
era un enfermo mental, quizá ella no me dijo lo que se sentía, como siempre.
Pero ahí estaba yo, empapado en turbación
sin saber cómo actuar. El diagnóstico médico afirma que ese hombre estaba loco
pero yo, que hice un cierto trabajo de investigación antes de convencer a
Lucrecia, me encontré con que los registros de su ingreso se habían quemado en
un incendio cincuenta años atrás. Ningún registro médico mencionaba el ingreso
del personaje, y un tal doctor Emmerson había declarado, veinte años atrás, que
si no fuera porque el hombre seguía diciendo que era El Quijote lo habría dejado libre.
—Debo asumir, señor Quijano, que ha estado
internado en varias instituciones mentales a lo largo de su vida. —dije después de un breve
silencio incomodo en el que fingí aclararme la garganta varias veces.
—Por supuesto, señor K…—afirmó—. Nací en la locura y
fui creado en la demencia; desde el inicio de mi vida he sido catalogado como
un loco, fui envilecido por Avellaneda y burlado por la alta sociedad, pero he
aceptado como un hecho que el estar loco no es, de ningún modo, impedimento
alguno para el conocimiento de uno mismo. Las horas que he pasado analizando mi
locura me han dado sabiduría como para entender mi enclaustramiento.
—¿No le molesta estar encerrado? —pregunté.
—Al contrario, amigo mío. Es mejor para mí y para
los demás. El mundo ha cambiado tanto que cualquier cosa me asusta y me
desconcierta. Últimamente algunos de mis celadores o médicos cargan pequeños
artefactos brillantes que miran cada cierto tiempo con marcada obsesión,
incluso se los llevan al oído y hablan con ellos. Miguel, mi celador diurno, ha
tratado en vano de hacerme entender el uso de los celulaides, pero no puedo mirar uno sin sentir aprensión y él ha
desistido en sus clases. Miguel es una fina persona, educado y amable, me hace
pensar que las personas nacidas en los niveles más bajos de la sociedad son
bondadosas por naturaleza. Los condes y barones suelen abusar de su posición
para oprimir a los débiles.
—Ya que los menciona, la doctora Drake afirma que
hay modo de rastrear su llegada al asilo; lo considera un poco misterioso, si
me permite la indiscreción.
—No hay misterio en ello, caballero —dijo haciendo un gesto
desdeñoso con la mano—.
Lo que pasa es que nunca han creído en mi versión. Por muchos años viajé solo,
recorrí muchos países y aprendí varios idiomas, siempre cambiando de nombre,
haciendo pequeños trabajos a cambio de comida y abrigo, pero un día, comía con
tranquilidad, cuando un barco se acercó al puerto de Marsella, donde vivía.
Hacía un ruido del demonio y echaba humo por una pipa descomunal, pensé que los
gigantes habían encontrado el modo de viajar por el mar y entré en tal estado
de pánico que me encerraron en el Monasterio de la Serviane.
—¿Se refiere al barco de vapor? —pregunté divertido.
—Eso me explicaron los monjes, pero el miedo que
me producía la mera idea de esa velocidad de desplazamiento me paralizaba y no
puedo convencerme de que no son gigantes modernos. Estuve en el monasterio
hasta que el Abad Francisco murió y el nuevo regente me envió a Paris. Ahí
estuve en el manicomio de La Merced y me
han ido trasladando, hasta que un joven inquieto llamado Ernesto Guevara Lynch
me encontró en Galicia. Hizo arreglos para que se me incluyera en una lista de
refugiados políticos y me llevaron a México, donde me internaron en La
Castañeda. Al cierre del hospital me trajeron aquí.
—¿La Castañeda? Ese lugar era terrible.
—Un infierno, si me permite la expresión. Pero ya
había mi persona aprendido a pasar desapercibido, a no causar rencillas ni en
defensa de mi honor, así que me dejaban tranquilo. Fueron los médicos de La
Castañeda quienes reconocieron mi persona y me aceptaron como tal. Ellos
comenzaron a llamarme El Quijote y
fue una liberación para mi mente atormentada tener algo de mi origen a que
aferrarme.
—Entonces, si usted es Alfonso Quijano, El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la
Mancha… ¿Es usted inmortal? —pregunté disimulando la burla en mi voz.
—No. Moriré el día en que nadie recuerde la obra
de mi padre. El día en que nadie sepa mi nombre y no haya persona en el mundo
que relacione mí vida con aquel lugar de La Mancha…
—Es increíble —dije sintiendo un escalofrío a mi pesar.
—No lo es, caballero. Soy la creación de una
mente vagabunda, una mente como la suya, pues según me han dicho, sois
escritor. Soy uno de los primeros en vagar por el mundo, y espero ser de los
últimos. Si hacéis bien vuestro trabajo, quizá encontrareis alguna de vuestras
creaciones vagando por ahí, si es que no hay varias en este momento.
—Osea que existen otros como usted…—dejé la afirmación en el
aire al ver que Alonso asentía efusivamente.
—Tan cierto como que me tenéis enfrente. En mi
paso por Europa conocí a varios de mis colegas, nos reconocemos en el andar y
en tener la sangre de tinta, nos saludamos como compañeros de armas alejados
por la batalla. ¿No habéis sentido su presencia en las noches de desvelo que su
imaginación le otorga?
—¿A quien conoció? —evadí la pregunta con
otra.
—A un joven francés llamado Edmundo que era
marinero en Marsella, a un inglés que era investigador privado y que fue
hospitalizado por un tiempo en una celda junto a la mía… una chica adorable que
trajeron desde Bretaña ya que tenía la costumbre de hablar con los conejos… no
sé de qué historias fueron protagonistas pues
nosotros no podemos leer libros.
—¿Por qué no? —pregunté con extrañeza.
—Es nuestra maldición. Podemos leer las noticias,
los anuncios y todo lo leíble, menos los libros con historias propias o de
otros. En cuanto un libro cae en nuestras manos se vuelve inteligible, Miguel
me trajo hace poco una cosa llamada libro
degetal o algo parecido, disculpad
mi falta de memoria en cuanto a la tecnología, y como le digo, el aparato se descompuso.
Me levanté y di unos pocos pasos por la
minúscula celda. Mi cabeza daba vueltas y vueltas tratando de ubicar mis
pensamientos. No podía creer ni dudar completamente lo que estaba escuchando.
Tenía que convencerme de que estaba hablando con un enfermo mental, pero mucho
de lo que decía era aceptado sin dudar por mi mente de escritor. Quería
creerlo, pero a la vez tenía miedo de que fuera verdad.
—Alonso Quijano muere al final del libro —dije a modo de
acusación, aferrándome a la poca cordura que encontraba.
—Ah si…-dijo pensativo— fue un recurso que
muchos creadores han tomado, una salida fácil cuando ven que un personaje se
está convirtiendo en algo más grande que ellos mismos. El inglés me dijo que
creía haber muerto y después había regresado con más vitalidad que nunca. Tenía
recuerdos vivos de su muerte, sabía que había desaparecido en unas cataratas,
después… solo…siguió vivo.
Me miró fijamente a través de la habitación
y agregó:
—Veo con claridad que no comprendéis, y aun
cuando vuestro corazón os diga que no miento, el hecho de verme encerrado pone
en duda todo cuanto os he dicho. No soy de los primeros en mi especie, pero si
uno de los únicos en ser creado sabiendo que es una creación. Soy un personaje
de un libro en el que se me informa que soy un personaje. Mi creador me mató en
su obra para poder seguir adelante con su vida, pero no puedes matar una idea y
nosotros, señor K…, somos una idea.
—Si lo que dice es cierto ¿Dónde están todos
ahora? —pregunté
aferrándome a mi cordura.
—Muchos de ellos se han forjado una vida y creado
sus propias historias, algunos seguirán haciendo lo que saben hacer, el inglés
seguirá investigando, la pequeña seguirá imaginando lugares mágicos y yo, yo
sigo siendo un loco —dijo
con un poco de tristeza.
Me dio un escalofrío al pensar en la
cantidad de personajes asesinos seriales creados en los últimos siglos. De
pronto sentí pavor de mis propias ideas.
—No tengáis miedo, caballero —dijo adivinando mis
pensamientos—.
Dios hizo a los artistas para darle al mundo una segunda creación. Cuando el
escultor plasma la belleza de la naturaleza en la piedra está preservando lo
perecedero. Los escritores hacen lo mismo al llenar con tinta la sangre de sus
ideas, moldear con letras los músculos y rostros de sus pensamientos. Una idea
no es perecedera, pero puede cambiar, al plasmarla en papel vosotros la estáis
preservando en su tinte original.
El celador en turno dio un golpecito en la
reja para anunciar el fin de la entrevista. Alonso se puso de pie de nuevo y me
tendió la maño.
—Espero verlo de nuevo —dije con un
convencimiento que en su momento me pareció duradero.
—No nos encontraremos otra vez, señor K…, os lo
aseguró.
Desvié la mirada y el celador me hizo una
seña para que saliese. Quise decir tantas cosas y preguntar muchas otras pero
todo se me hizo un nudo en la garganta y solo pude obedecer.
—Hacedme el favor, amigo mío, de seguir creando —dijo Quijano mientras me
alejaba—
pero no use al mismo personaje una y otra vez. Hacedlos enormes, entrañables,
valientes, dignos de admiración si es que caéis en la tentación.
Seguí caminando sin mirar atrás. No tenía
ánimos de seguir escuchando ese sinsentido.