martes, 12 de abril de 2016

La creación

     Por Carmen Gutiérrez.

     —Caballero dijo el supuesto Alonso Quijano con voz grave y rasposa mientras estrechaba mi mano, es un honor para mí saludarle.

     Estábamos en su celda en el ala oeste del Asilo San Juan de Dios, un cubículo de tres metros cuadrados y sin ventanas; un pequeño catre, una silla y una mesa eran los únicos muebles en ese espacio tan reducido; y parecía más reducido porque el señor Quijano era muy alto.

     El honor es mío, caballero respondí tomando asiento en la silla y él se sentó en el catre. Desde que la doctora Drake me habló de usted, he tenido el deseo de verle y poder platicar con usted.

     Debéis disculpar el acento tan coloquial que, debido a mi caminar por el mundo, he adquirido con el paso del tiempo. En el constante ir y venir en los hospitales alrededor del mundo descubrí que mi manera de hablar era difícil de entender para algunos seres, quienes, al no tener el acceso elevado a las letras, confundían mis deseos con necedades y por consecuencia, llegué a pasar horas de apremio antes de conseguir que me trajesen la bacinilla dijo entre risas.

     Reí junto con él, más que nada por hacer algo. Cuando Lucrecia Drake, la directora del hospital y amante ocasional, me contó reticente acerca de su curioso paciente, no pude dejar de pensar en hablar con el personaje. Debo confesar que tuve que ejercer presión sobre Lucrecia para que me permitiera entrar al asilo y hablar con El Quijote, como lo llamaban. Fingí ofenderme ante su negativa, no funcionó. Luego intenté el convencerla con sexo, pero después de terminar siguió en sus trece. Tuve que amenazarla con contarle de nuestras relaciones a su esposo y me vio tan decidido que arregló todo para la entrevista en la que me encontraba en esos momentos.

     Lucrecia me preparó para el aspecto físico de su Quijote, alto, enjuto con el rostro seco, la piel ambarina y estoy seguro de que si le hubiera sido permitido, Alonso Quijano habría llevado un poblado y puntiagudo bigote pero las reglas de los hospitales mentales son rudas y no concuerdan con la armonía de los rostros. Pero nunca me dijo que me sentiría como una cucaracha ante semejante hombre y que me perdería en esa mirada castaña que parecía comprender todo… quizá Lucrecia nunca fue seguidora del caballero de la triste figura, quizá estaba segura de que el tipo era un enfermo mental, quizá ella no me dijo lo que se sentía, como siempre.

     Pero ahí estaba yo, empapado en turbación sin saber cómo actuar. El diagnóstico médico afirma que ese hombre estaba loco pero yo, que hice un cierto trabajo de investigación antes de convencer a Lucrecia, me encontré con que los registros de su ingreso se habían quemado en un incendio cincuenta años atrás. Ningún registro médico mencionaba el ingreso del personaje, y un tal doctor Emmerson había declarado, veinte años atrás, que si no fuera porque el hombre seguía diciendo que era El Quijote lo habría dejado libre.

     Debo asumir, señor Quijano, que ha estado internado en varias instituciones mentales a lo largo de su vida.dije después de un breve silencio incomodo en el que fingí aclararme la garganta varias veces.
     Por supuesto, señor K…afirmó. Nací en la locura y fui creado en la demencia; desde el inicio de mi vida he sido catalogado como un loco, fui envilecido por Avellaneda y burlado por la alta sociedad, pero he aceptado como un hecho que el estar loco no es, de ningún modo, impedimento alguno para el conocimiento de uno mismo. Las horas que he pasado analizando mi locura me han dado sabiduría como para entender mi enclaustramiento.

     ¿No le molesta estar encerrado? pregunté.

     Al contrario, amigo mío. Es mejor para mí y para los demás. El mundo ha cambiado tanto que cualquier cosa me asusta y me desconcierta. Últimamente algunos de mis celadores o médicos cargan pequeños artefactos brillantes que miran cada cierto tiempo con marcada obsesión, incluso se los llevan al oído y hablan con ellos. Miguel, mi celador diurno, ha tratado en vano de hacerme entender el uso de los celulaides, pero no puedo mirar uno sin sentir aprensión y él ha desistido en sus clases. Miguel es una fina persona, educado y amable, me hace pensar que las personas nacidas en los niveles más bajos de la sociedad son bondadosas por naturaleza. Los condes y barones suelen abusar de su posición para oprimir a los débiles. 
   
     Ya que los menciona, la doctora Drake afirma que hay modo de rastrear su llegada al asilo; lo considera un poco misterioso, si me permite la indiscreción.

     No hay misterio en ello, caballero dijo haciendo un gesto desdeñoso con la mano. Lo que pasa es que nunca han creído en mi versión. Por muchos años viajé solo, recorrí muchos países y aprendí varios idiomas, siempre cambiando de nombre, haciendo pequeños trabajos a cambio de comida y abrigo, pero un día, comía con tranquilidad, cuando un barco se acercó al puerto de Marsella, donde vivía. Hacía un ruido del demonio y echaba humo por una pipa descomunal, pensé que los gigantes habían encontrado el modo de viajar por el mar y entré en tal estado de pánico que me encerraron en el Monasterio de la Serviane.
    
     ¿Se refiere al barco de vapor? pregunté divertido.

     Eso me explicaron los monjes, pero el miedo que me producía la mera idea de esa velocidad de desplazamiento me paralizaba y no puedo convencerme de que no son gigantes modernos. Estuve en el monasterio hasta que el Abad Francisco murió y el nuevo regente me envió a Paris. Ahí estuve en el manicomio de La Merced  y me han ido trasladando, hasta que un joven inquieto llamado Ernesto Guevara Lynch me encontró en Galicia. Hizo arreglos para que se me incluyera en una lista de refugiados políticos y me llevaron a México, donde me internaron en La Castañeda. Al cierre del hospital me trajeron aquí.

     ¿La Castañeda? Ese lugar era terrible.

     Un infierno, si me permite la expresión. Pero ya había mi persona aprendido a pasar desapercibido, a no causar rencillas ni en defensa de mi honor, así que me dejaban tranquilo. Fueron los médicos de La Castañeda quienes reconocieron mi persona y me aceptaron como tal. Ellos comenzaron a llamarme El Quijote y fue una liberación para mi mente atormentada tener algo de mi origen a que aferrarme.
     Entonces, si usted es Alfonso Quijano, El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha… ¿Es usted inmortal? pregunté disimulando la burla en mi voz.

     No. Moriré el día en que nadie recuerde la obra de mi padre. El día en que nadie sepa mi nombre y no haya persona en el mundo que relacione mí vida con aquel lugar de La Mancha…

     Es increíble dije sintiendo un escalofrío a mi pesar.

     No lo es, caballero. Soy la creación de una mente vagabunda, una mente como la suya, pues según me han dicho, sois escritor. Soy uno de los primeros en vagar por el mundo, y espero ser de los últimos. Si hacéis bien vuestro trabajo, quizá encontrareis alguna de vuestras creaciones vagando por ahí, si es que no hay varias en este momento.

     Osea que existen otros como usted…dejé la afirmación en el aire al ver que Alonso asentía efusivamente.

     Tan cierto como que me tenéis enfrente. En mi paso por Europa conocí a varios de mis colegas, nos reconocemos en el andar y en tener la sangre de tinta, nos saludamos como compañeros de armas alejados por la batalla. ¿No habéis sentido su presencia en las noches de desvelo que su imaginación le otorga?

     ¿A quien conoció? evadí la pregunta con otra. 

     A un joven francés llamado Edmundo que era marinero en Marsella, a un inglés que era investigador privado y que fue hospitalizado por un tiempo en una celda junto a la mía… una chica adorable que trajeron desde Bretaña ya que tenía la costumbre de hablar con los conejos… no sé de qué historias fueron protagonistas pues  nosotros no podemos leer libros.

     ¿Por qué no? pregunté con extrañeza.

     Es nuestra maldición. Podemos leer las noticias, los anuncios y todo lo leíble, menos los libros con historias propias o de otros. En cuanto un libro cae en nuestras manos se vuelve inteligible, Miguel me trajo hace poco una cosa llamada libro degetal  o algo parecido, disculpad mi falta de memoria en cuanto a la tecnología, y como le digo, el aparato  se descompuso.

     Me levanté y di unos pocos pasos por la minúscula celda. Mi cabeza daba vueltas y vueltas tratando de ubicar mis pensamientos. No podía creer ni dudar completamente lo que estaba escuchando. Tenía que convencerme de que estaba hablando con un enfermo mental, pero mucho de lo que decía era aceptado sin dudar por mi mente de escritor. Quería creerlo, pero a la vez tenía miedo de que fuera verdad.

     Alonso Quijano muere al final del libro dije a modo de acusación, aferrándome a la poca cordura que encontraba.

     Ah si…-dijo pensativo fue un recurso que muchos creadores han tomado, una salida fácil cuando ven que un personaje se está convirtiendo en algo más grande que ellos mismos. El inglés me dijo que creía haber muerto y después había regresado con más vitalidad que nunca. Tenía recuerdos vivos de su muerte, sabía que había desaparecido en unas cataratas, después… solo…siguió vivo.

     Me miró fijamente a través de la habitación y agregó:

     Veo con claridad que no comprendéis, y aun cuando vuestro corazón os diga que no miento, el hecho de verme encerrado pone en duda todo cuanto os he dicho. No soy de los primeros en mi especie, pero si uno de los únicos en ser creado sabiendo que es una creación. Soy un personaje de un libro en el que se me informa que soy un personaje. Mi creador me mató en su obra para poder seguir adelante con su vida, pero no puedes matar una idea y nosotros, señor K…, somos una idea.

     Si lo que dice es cierto ¿Dónde están todos ahora? pregunté aferrándome a mi cordura.

     Muchos de ellos se han forjado una vida y creado sus propias historias, algunos seguirán haciendo lo que saben hacer, el inglés seguirá investigando, la pequeña seguirá imaginando lugares mágicos y yo, yo sigo siendo un loco dijo con un poco de tristeza.

     Me dio un escalofrío al pensar en la cantidad de personajes asesinos seriales creados en los últimos siglos. De pronto sentí pavor de mis propias ideas.

     No tengáis miedo, caballero dijo adivinando mis pensamientos. Dios hizo a los artistas para darle al mundo una segunda creación. Cuando el escultor plasma la belleza de la naturaleza en la piedra está preservando lo perecedero. Los escritores hacen lo mismo al llenar con tinta la sangre de sus ideas, moldear con letras los músculos y rostros de sus pensamientos. Una idea no es perecedera, pero puede cambiar, al plasmarla en papel vosotros la estáis preservando en su tinte original.

     El celador en turno dio un golpecito en la reja para anunciar el fin de la entrevista. Alonso se puso de pie de nuevo y me tendió la maño.

     Espero verlo de nuevo dije con un convencimiento que en su momento me pareció duradero.

     No nos encontraremos otra vez, señor K…, os lo aseguró.

     Desvié la mirada y el celador me hizo una seña para que saliese. Quise decir tantas cosas y preguntar muchas otras pero todo se me hizo un nudo en la garganta y solo pude obedecer.

     Hacedme el favor, amigo mío, de seguir creando dijo Quijano mientras me alejaba pero no use al mismo personaje una y otra vez. Hacedlos enormes, entrañables, valientes, dignos de admiración si es que caéis en la tentación.

     Seguí caminando sin mirar atrás. No tenía ánimos de seguir escuchando ese sinsentido.


     ¡¿Sabe lo que le pasó a Cervantes?! gritó ¡Yo lo maté! ¡Lo perseguí hasta el final de sus días hasta que el miedo lo enfermó! y soltó una carcajada enfermiza que aún me atormenta mientras escribo.



De cuando Alonso Quijano recibe una carta de la sin par Dulcinea:

Por Ángela Eastwood.

En cierto lugar de La mancha de cuyo nombre no quiero acordarme ocurrió muchos años ha que un mozo de cuadras, gordo y cuadrado de la cabeza, llegó hasta los aposentos de su señor y le dijo así:
—Mi señor, traigo esta carta para vuestra merced.
—¿Y qué puño la ha escrito? Dámela presto.
Alonso Quijano, noble flaco y de barba enhiesta como lanza de caballero tomó la misiva entre sus manos descarnadas y leyóla con gran interés y expectación. El mozo, que no habíase movido del sitio no fuera a ser que su señor lo requiriera para algún menester, como bien podía ser la contestación de la carta, esperó con la cabeza gacha y la oreja puesta por aquello de no perderse ninguna exclamación sustanciosa que transmitir luego saboreando una cerveza en las ventas.
Y vio el mozo como su señor levantaba las cejas abriendo muchos los ojos demostrando con este gesto un gran desconcierto y cómo se mesaba la barba rala y entrecana después.
—¡Qué clase de burla es esta! Chico, parecióme al leerla como si esta carta no fuera dirigida a mí. ¿Estás seguro que entendiste bien? Mira que tus entendederas son cortas.
—Una dama de una gran fermosura dijo que os la entregara a vos en mano y a nadie más que a vos,  so pena de mandarme algún vasallo para que me atara a un árbol y me diese de golpetazos si no cumplía su recado de entregarla a quien ella llamó su “desfacedor de entuertos y sinrazones”.
—¿Llamóme así esa dama? ¿Y dices, mozo, que es fermosa?
—Como dos alondras blancas son sus manos, mi señor, y su cintura estrecha como junquillo. De su rostro no me atrevo a hablar, pues palabras que describan tanta fermosura yo las desconozco. Dijo llamarse Dulcinea del Toboso, mi señor.
—Dulcinea del Toboso. ¡Bonito nombre! Mas no entiendo una palabra de lo que cuenta esta carta. Vete, rapaz, que no tengo contestación aún para semejante despropósito. Te haré llamar cuando la tenga. Ve con Dios.
Marchóse el mozo apesadumbrado por no llevar respuesta a la bella dama que tantos reales le había dado por llevar a cabo la encomienda y cuando Alonso quedó solo volvió a leer la carta, que decía así:
“Mi admirado Don Quijote de La Mancha:
Llegáronme hasta los oídos vuestras esforzadas gestas en nombre de mi fermosura y más agradecida y orgullosa no cabe estar. Dicen de los desaforados gigantes que vos espantásteis, que andaban a sus anchas faciendo bellaquerías y aplastando propiedades con sus pies descomunales. Como se trataba de cuarenta o más nadie osó plantarles batalla ni enseñarles lanza y ahí que fuisteis vos sin pensarlo ni un momento. Cualquier otro caballero andante hubiera rehusado semejante fazaña y hubiera puesto tierra por medio. Mas no vos, que de todos es ya sabido que desoyendo la razón de vuestro humilde escudero, Sancho Panza, que os dijo que eran demasiados para vos, salísteis a campo abierto a plantarles cara. Luego supe que uno de los gigantes, el más grande y peligroso, lanzóos por los aires, yendo a caer muy lejos, dolorido y maltrecho. En la carrera dijéronme que gritásteis mi nombre y que os encomendásteis a mí, llamándome vuestra señora”.
Llegado a este punto de la carta Alonso hizo comparecer a su sobrina y enarbolando la carta díjole así:
—Haz venir al vecino labrador Sancho Panza.
El labrador en cuestión recibió la noticia con sumo alborozo y montando presto a su jumento apareció a las breves a las puertas de Don Alonso y hasta los aposentos corrió  loco de alegría por saludar al noble ilustre.
—¡Cuánto me alegro de vuestra mejoría, mi señor! Doy fe de que ese gigante os lanzó tan lejos que requerí del pollino para llegar hasta vuestro cuerpo maltrecho. Pero vive dios que nunca vi retroceder enemigo alguno con tanta prisa. Decidme ya cuando emprenderemos la marcha,  que ardo en deseos por seguir con nuestras aventuras. No olvidéis vuestra promesa de hacer de mí un hombre rico y famoso.
—¿De qué diablos hablas, sencillo labrador? Pareciera que estáis todos confabulados en mantener este disparate de los gigantes. ¿Es acaso todo esto una broma infame de mal gusto?
Como Alonso movía las manos y abría mucho la boca llevado por el desconcierto parecióle a Sancho que espantaba moscas y solícito dijo así:
—Vaya con cuidado mi señor, mire que en boca cerrada no entran moscas. A mi señora una destas que rondan la mierda le entró por la boca y le anduvo volando dentro del estómago hasta bien pasados unos días. Luego subióle a la cabeza y ahí se quedó.
Y como fuera que el noble Alonso miró con perplejidad al servil labriego este fue más allá y dijole desta manera:
—¿Acaso mi señor ha desistido en su afán de desfacer entuertos y socorrer a los menesterosos? Si el entendimiento no me engaña fue eso lo que juró cuando fue armado caballero por el señor del castillo, allá por los campos de Montiel. O eso díjome usted. Y luego prometióme hacerme gobernador de una ínsula, y hasta dijo que si faltaba ínsula estaba el reino de Dinamarca o el de Sobradisa que me iban a venir como anillo al dedo.
—¡Alto! ¿Armado caballero yo? ¿Por el señor de un castillo? ¿Qué castillo? ¿Qué señor? ¿Una ínsula? Por la pluma de Amadís de Gaula que no sé de qué me hablas, estúpido labrador.
—Virtud es contar las cosas bien. Óigame pues: vuestra merced dijo que llegó a un castillo con cuatro hermosas torres y chapiteles y que allí el señor de esos dominios os rindió la pleitesía que vos merecéis y que lindas doncellas que allí se solazaban alegres os agasajaron con deliciosas viandas. Contóme también usted que le rogó al señor de esos vastos dominios que le nombrara caballero, y que ese buen señor se prestó a vuestra petición mandando tocar el cuerno a un enano sirviente para que de todos fuese sabido que se acercaba una ceremonia importante y que no sólo le dio un buen yantar sino que le aconsejó de velar las armas en el patio. Cosa que vuestra merced hizo. Y que antes de darle el espaldarazo tuvo que luchar mi señor contra algunos indeseables que intentáronle robar sus armas. Y que desde entonces ya no es Alonso, sino Don Quijote de La Mancha, noble hidalgo caballero. ¿Qué le ocurre, mi señor, acaso el golpetazo del gigante nubló todos sus recuerdos?
Como fuere que Alonso miró perplejo al labriego este dijo, y no se sabe por qué,  que por la noche todos los gatos son pardos y que no hay mal que por bien no venga.
Llegado a este punto de la plática y comprobando Don Alonso que tal despropósito no iba por buen camino o tan siquiera por ninguno, decidió poner punto y final a tan absurda escena y acompañando al labriego hasta la puerta anuncióle así:
—Sabed, buen hombre, que vuestra lengua y la mía fluyen como dos ríos paralelos que nunca se juntarán en ningún punto de su orilla y que por mucho que dialoguemos no llegaremos a entendimiento alguno. Vos, hombre rudo, apoyáis todo vuestro discurso con extrañas muletillas que no entiendo ni comparto, pues de noche todos los gatos no son pardos, que algunos son blancos como el armiño y los males cuando acechan no vienen con ningún bien escondido entre sus fauces malignas. Por eso os convido, servil jornalero, a marchar con dios y os aconsejo que os olvidéis de todas esas extrañas historias de caballerías que os han echado a perder el juicio. Montad en vuestra vieja mula y volved a vuestro melonar y olvidaos de esa ínsula inalcanzable. Aceptad que sois pobre y lo seréis toda la vida.
Y ansí, de este modo y no de otro, fue como Alonso Quijano despidió al bueno de Sancho Panza, que quedó a todas luces desolado. Tal fue la decepción del labriego que en llegando la noche decidió a la sazón realizar el mesmo sus sueños de grandezas y enfrentarse en soledad a todos los gigantes venideros. Como su esposa era una mujer muy gorda y muy fea y ese entuerto no había manera de desfacerlo imaginó una hembra de todo punto exquisita para investirla en su dama y así fue como nació Tolobea del Donoso, nombre por lo demás muy parecido al de la dama de su antiguo señor don Quijote. Y aunque su mula no alcanzaba el prestigio del rocín de su amo, que aunque hético y enjuto andaba más alto en la pirámide de la nobleza animal, pensó en buscarle un nombre que importancia le diera luego al correr, más bien trotar, en el transcurso de la batalla. Y así fue que la bautizó como la Jumentosa.
En teniendo todo preparado para partir se le ocurrió la feliz idea de acudir antes a su señor para que este le armara caballero, que no conocía Sancho a nadie más cursado para realizar tal menester. Coligiendo pues que más valía malo conocido que bueno por conocer montó sobre su mula Jumentosa y volvió a la casa de su antiguo amo. No fue sino poner los pies allí que escuchó voces y gritos provenientes de una voz desconocida. La voz decía así:
—Alonso, no creo que entendáis el alcance de vuestra rebeldía. Loco os creé y loco deberéis estar durante toda esta novela, que no es vuestra ¡Que es mía! Como personaje principal os ordeno que os dejéis llevar por la sinrazón. No luchéis contra la locura que yo no os hice para luchar contra ella, sino contra molinos, arrieros y clérigos y para que vierais en humildes cabreros a gente de bien con quien sentarse a yantar queso y bellotas ¿No veis lo que ha sucedido? ¡Ah ingrato! Pues ni más ni menos que vuestra recuperada cordura ha desnivelado la historia y los cuerdos y sensatos han debido tomar vuestro papel de orate para equilibrar la armonía de mi historia, pues de todos es sabido que en el mundo hay cuerdos y locos y ni todos pueden estar locos ni todos cuerdos. Pero el que estaba loco no puede volverse cuerdo.
Miguel de Cervantes daba vueltas en el aposento con las manos agarradas tras la espalda como animal enjaulado echando espumarajos por la boca. Alonso mirábale con espanto cuasi oculto tras las cortinas. En un arranque de valor díjole así:
—¡Eh tú, quienquiera que seas, atrevido caballero, ahora mesmo os ordeno que salgáis de mi casa! So pena de ser lanzado a la calle como un perro por mis criados. ¿También vos estáis loco acaso? Si no os marcháis…
—¿A quién llamarás si no me marcho? ¿Al gallardo Sancho Panza para que os saque de este entuerto?... ¡Ah desgraciado! ¿No entendéis que sois y seréis el mejor personaje de toda la historia de la literatura? Os he inventado loco y soñador, sí, pero os he hecho así para que viváis una vida diferente al resto de todos los personajes existentes y por venir ¿Acaso pensáis que todos los personajes tienen esa suerte? Nunca más un hidalgo batallará contra molinos de viento creyendo de corazón que se trata de una cohorte de gigantes furibundos. ¿Por qué queréis estar cuerdo? Dejad eso para los demás, para los aburridos, para los conformes. Y dejad que el pobre de Sancho Panza recobre su papel de escudero parco y refranero, que él no fue escrito para plantar batalla, ni para discernir, ni para bien hablar. ¿Y qué me decís de vuestra amada la sin par Dulcinea del Toboso? ¿No entendéis acaso que con vuestra actitud hacéis peligrar la mejor historia de amor?
—¡No sé quién sois y no entiendo nada de lo que decís! ¡Sobrina! ¡Sobrina!—chilló Alonso respirando con dificultad.
A los gritos de Alonso acudió no solo la sobrina sino también el barbero, que andaba practicando una sangría a uno de los sirvientes.
—¿Qué acontece? ¡Esos gritos!—dijo el barbero.
—¡Amigo! Que dice este canalla que el día que transcurre, que el sol que alumbra en el cielo, que nuestros latidos y nuestra sangre son obra de él. ¡Loco! ¡Estáis todos locos y yo soy el único cuerdo! ¡Locos! ¡Locos! ¡Lo…cos…lo…
Desta manera el pobre Alonso agarróse el corazón y con los ojos desencajados deslizóse poco a poco hasta el suelo; en llegando y a medida que se le nublaba el pensamiento con una especie de sustancia lechosa fue recordando de pronto los caminares garbosos de su amada Dulcinea, la profunda negrura de sus ojos y la palidez de su cuello largo como un cisne.
A punto de expirar y levantando su descarnado dedo dijo así:
—¿Eso que se ve a lo lejos no son gigantes, amado Sancho? Dadle fuerza a mi corazón avasallado, amada Dulcinea, para librar esta batalla.











La imaginaria

Por Alejandra López.

         Soy yo, le aseguro que no existe la imaginaria. Nunca jamás imaginó nada, yo soy Dulcinea del Toboso. ¿Qué quiere que le diga? Me hizo tan perfecta que nadie fue capaz de creer que yo existiera. Claro que tengo mis cosillas, mis defectillos, pero ante la mirada del amor eso no cuenta. Mi señor, mi adorado señor siempre me ha hecho feliz y dichosa. A escondidas he llorado y lloro su muerte. Claro, usted se preguntará  el porqué a escondidas. Pues porque no quiero que nadie dude de lo que él ha dado a entender, quiero continuar siendo “la imaginaria”. Así la historia ha sido tan exitosa que es considerada la mejor del habla hispana, ja. ¿Qué tal? Apuesto a que no estaba preparado para esto, apuesto a que jamás  pensó que sería una obra tan trascendental.
Bueno, pero no nos dispersemos. Me cuesta asumir su muerte. ¿Por qué le ha matado? ¿Era necesario, eh? ¿Qué se siente al ser  un asesino?
Disculpe, no puedo evitarlo. Ya sé que me pongo muy sensiblera pero no creo que a usted le conmuevan mis lágrimas. Lo único que me queda de nuestro amor es nuestro hijo. ¿Ah, con que se sorprende? Bueno, sí. Mi señor y yo tuvimos un hijo. No me mire así, ¿acaso cree que me he contagiado la locura de mi señor? No, no. Le contaré porque usted que sabe tanto parece que no lo sabe todo. El que sí lo sabe es Sancho, puede preguntarle a él si no me cree.
No teníamos mucho tiempo para encontrarnos a solas por el asunto ése de que yo era imaginaria. Pero cuando estábamos juntos… ¡cómo gozábamos! Hacíamos el amor retozando entre el henar de la caballeriza. ¡Ah, si Rocinante habrá sido testigo de nuestros encuentros! Quedé encinta, de nuestro amor nació Alonso, sí, se llama como su padre. Mi señor vio pocas veces a nuestro hijo, tenía que hacerlo a escondidas. Si viviera estaría muy orgulloso de él. Lo envié a estudiar para caballero con el mejor entrenador de este reino.
Claro que no siempre ha sido todo color de rosa entre nosotros. Por sobre todo al principio. ¿Sabe qué? A él le costó seducirme porque yo estaba enamorada de otra persona y la verdad es que ni lo registraba por más esfuerzos que hacía el pobre. Lo que sucede es que mi amor era imposible porque el dueño de mi corazón nunca me miró como Don Quijote. Yo estaba atormentada porque él era el dueño de mis desvelos y sin embargo nunca me miró como mujer. ¿Quiere saber quién era? Pues era usted. Usted que jamás se dignó a verme  como lo ha hecho mi señor. ¿Se sorprende? Pues no debería. La cuestión es que al final me di cuenta que con usted nunca llegaría a nada. Así que él con su amor incondicional me fue cautivando hasta que caí rendida en sus brazos y pude olvidarme de usted. Don Alonso, a pesar de que sabía de mis suspiros, de mi llanto y mi amor hacia usted, se quedó a mi lado. Y con su sencillez, su gran corazón y su amor incondicional, logró enamorarme.

Bueno, como le decía. Nuestro hijo es el vivo retrato de su padre y pronto se convertirá en un caballero hecho y derecho. Me parece que usted tiene una deuda con todos: en primer lugar con don Alonso a quien ha matado deliberadamente, luego conmigo, con mi hijo y también con los lectores. Yo creo que es necesario que le dé un mejor final a nuestra historia. Él ya está muerto pero usted puede reivindicarlo escribiendo ahora la tercera parte del libro. ¡Hágalo, don Cervantes! Por la memoria de El Quijote, se lo ruego, apiádese de todos nosotros.

Triste Figura

Por Juan Carlos Santillán.

La mujer camina apresuradamente por la calle. Es una noche fría. Ella lleva apenas un corto corsé con lentejuelas y una minifalda. Y la peluca. El resonar de sus tacones contra el duro adoquinado acrecienta la sensación de soledad en la oscura calle vacía.
De pronto, se oyen pasos. Ella intenta caminar más rápido. Los pasos se aceleran también. Son varios, lo puede notar. Se quita los tacones y emprende la carrera.
La persecución dura poco. Apenas doblar la esquina, cuatro manos intentan aferrarla. Ella se resiste. La abofetean y la arrojan al piso. La escasa luz del farol alumbra su rostro aterrorizado, el abundante maquillaje corrido, la sangre escurriendo de su nariz a la barbilla.
        ¿Por qué la prisa, preciosa?
        ¡Si sólo queremos conversar contigo!
        ¡Déjenme, mierda! ¡O les va a pesar!
        ¡A quién amenazas tú, mierda!
El hombre se arroja sobre la mujer, propinándole un fuerte puñetazo. Ella, en el suelo, le da una patada con el talón desnudo en los genitales. El tipo se dobla de dolor, cayendo de rodillas. Otro se aproxima, furioso.
        ¡Quieto! ¡Si así no se trata a una dama!–interviene el que parece mandar–. A ver, dinos, polillita: ¿Qué nos va a pasar?
La mujer se pasa una mano por el pómulo, que ya empieza a hincharse.
        ¡El Ramiro les va a sacar la mierda a todos!
Carcajadas.
        Todo el mundo sabe que el Ramiro ya no te protege, Dulce.
        ¡Tengo uno nuevo!
        ¡Está diciendo cualquier cosa, Costras, hay que sacarle la mierda!
        ¡No, no, si a mí me entretiene! A ver, Dulce: ¿quién es ese nuevo protector tuyo?
        Yo.
El jefe de la pandilla no ve venir la patada que le muele el abdomen. Ni el gancho al mentón que termina de derribarlo. Los demás miran, desconcertados por un segundo. Tiempo suficiente para que la hoja de metal de cuenta de varios de ellos, cortando cuerpos, miembros, rostros y gargantas.
        ¡Qué mierda! ¿Eso es una espada?
Han reaccionado tarde. Los cuerpos tirados en charcos de sangre muestran la crueldad de la masacre. El único que permanece en pie gira sobre sí mismo varias veces, lanzando miradas de terror a las sombras. Lanza un alarido.
        ¿Quién mierda eres?
Una vuelta más y se encuentra con el afilado rostro pegado al suyo, observándolo con una mirada penetrante. El rufián retrocede un paso y lo contempla. Una frente amplia surcada de arrugas, cejas pobladas, ojos oscuros rodeados de ojeras, nariz larga y ganchuda, bigote y barba grises.
        ¡Eres un viejo!
La espada le atraviesa el torso de parte a parte, tan rápidamente que apenas alcanza a exhalar un suspiro asombrado.
        ¡Más respeto con tus mayores! –escucha decir al viejo.
Y se desploma, inerte.
El viejo gira a ver a la mujer, que lo mira con la boca abierta.
        ¿Se encuentra usted bien, señorita?
        ¡Aléjese de mí, viejo loco!
El viejo la mira, desconcertado.
        ¡Pero si yo sería incapaz de hacerle daño a una dama como usted!
        ¡Deje de hablarme así! ¡Dama! ¡Señorita! ¡Como si no supiera qué soy yo!
        Sí, lo sé: es una dama. Y una muy bella y delicada, si me permite decirlo.
Y diciéndolo, el viejo le tiende una mano nudosa y galante. La mujer lo mira, con mayor perplejidad, si cabe. Luego mira la mano tendida. Posa su mano. Y permite que la ayude a levantarse.
        ¿Quién es usted?
        Me llaman “El caballero de la gallarda figura”.
La mujer levanta una ceja.
        ¿De verdad alguien lo ha llamado así?
        Bueno, a decir verdad…
        Tiene una mirada triste, ¿sabe?
        La tenía hasta que la contemplé a usted.
        Y su figura no es muy gallarda que digamos…
        Es nada ante la presencia de su belleza.
        No, si tampoco es que sea nada. Que no está usted para desdeñarlo, tampoco, mi “Caballero de la triste figura”.
        ¡Qué nombre original!
        ¿No le gusta?
        ¿Gustarme? ¡Me encanta, viniendo de usted!
        Ah, pues eso está bien.
        ¿Y cuál es su gracia?
        ¿Cómo dice?
        Su nombre, bella dama. Debo saber qué nombre habré de pronunciar en el momento de agradecer mi inconmensurable dicha al Creador.
        Ah, me llamo Pepa. Pero me dicen la Dulce.
        ¡Dulce, Dulcinea!
        ¡No, no, dejémoslo en Dulce, nomás!
        ¡Dulce, como es usted!
Dulce mira al viejo a los ojos.
        Me gusta su mirada, gentil caballero.
        ¡Y a mí me subyuga la suya, bella dama!
        Somos dos solitarios tristes, ¿nos llevaremos bien?
        ¡De maravillas!
        Tal vez. Creo que sí.
        ¡Eh, usted, el de la triste figura!
El viejo gira en redondo con la espada en alto. No ve a nadie, sólo un bulto en la oscuridad.
        ¿Quién vive? ¡Que se muestre!
El robusto hombre da un par de pasos, colocándose bajo la luz del farol. Es más bien bajo detalla, de contextura abultada, la barba crecida, mal trajeado. Nada como para inspirar demasiada confianza.
        Heme aquí.
        ¿Quién eres, bellaco? ¡Te conmino a decir tu nombre y apellido!
        Mi nombre es Sancho. Mi apellido… me lo pienso cambiar.
Se frota nerviosamente el vientre.
        ¿Y qué deseas de mí, Sancho?
        Lo he visto hacer su numerito y, la verdad… ¡me gusta!
        ¿Cómo dices, bellaco?
        ¡Que es muy impresionante lo que ha hecho, señor! Pero me parece que necesita usted ayuda, un… “apoyo”, digamos.
        Agradezco el ofrecimiento. Pero yo me basto solo, buen hombre.
No acaba el viejo de decirlo, cuando Sancho lanza un cuchillo que pasa tan cerca de su rostro que le vuela medio bigote. Desenfunda la espada. Y ve al rufián desmoronarse junto a él, con el arma en la mano y el cuchillo clavado en el pecho.
Impresionado, el viejo levanta la vista hacia Sancho.

        Eres bueno, ¿cómo dijiste que te llamabas?

Aún giran las aspas de los molinos

Por María Galerna.

El hidalgo de oxidada armadura, mira las otrora verdes llanuras y busca vivir grandes historias que lo hagan inmortal.
Enjuto, montado sobre un caballo todo pellejo y moscas sueña con “desfacer entuertos” para que los juglares canten loas en su honor.

El jamelgo, con la cabeza baja, va mirando sus patas intentando no tropezar y hacer caer a su amo, tan huesudo como él.  Tan hambriento y tan solo.

Recuerda el anciano grandes gestas en las que tanto él como su caballo fueran dignos adversarios de otros tantos caballeros. Haciendo un esfuerzo, ya que su memoria no es lo que era, trae a su mente un nombre, El Caballero de los Espejos, y sonríe al pensar en cómo y pese a los encantamientos, logró vencerlo.

— ¡Pardiez! ¡Qué buenos tiempos, mi querido Sancho! —le diría a su fiel escudero si aún estuviera a su lado.

Desmonta y se deja caer sobre el árido suelo, no sin antes sacar de la alforja un libro, uno de esos malditos de caballería, de los que dicen le ha sorbido el seso y vuelto loco.

— ¡Loooocooo…! —grita a la nada. Nunca había sido tan feliz como cuando la bella Dulcinea era la señora de sus sueños.

Más ya no hay sueños, ni caballeros, ni Dulcineas. Está en un mundo que desconoce.

Pobre, pobre Quijote” susurra el viento. Es el mismo que viera los grandes gigantes. El mismo que viera cómo peleaba con bravura.
Si, quizá estaba loco. Con esa locura que lo contagia todo, que lo trasmuta todo. Loco

La cabeza del hidalgo cae hacia un lado, mientras Amadís de Gaula resbala entre sus manos. Duerme.

Pronuncia el nombre de su amada. Revive momentos nunca  antes vividos. Daría su armadura y todo lo que posee por sentir sus besos, volver a sus brazos, notar su calidez…

El sueño se torna intranquilo mientras llega la oscuridad. No nota el frío de la noche.

—Harás fortuna, mi fiel Sancho.

—No es oro todo lo que reluce, mi señor.

Andaremos por lugares ignotos.

— ¡Ay! Más vale camino viejo, que sendero nuevo.

— ¡Viviremos grandes aventuras!

—Hidalgo pobre, fantasía de oro y olla de cobre.

El sueño se convierte en pesadilla.

— ¡El manco, el manco! —grita despavorido aún inmerso en el mundo de la inconsciencia.

Despierta el durmiente con gran desasosiego. Palpa el lugar donde  debería estar su escudero, pero no siente ni la tibieza que le diga que se acaba de levantar para ir en busca de ese frugal almuerzo con el que reponer fuerzas.

¿Dónde se encuentra? Por un instante se siente perdido. Piensa en rendirse y volver a su casa, aunque lo llamen loco. Pero ¡no!, no lo hará. El es un hidalgo de rancio abolengo.

Recompone su vieja armadura y monta sobre su fiel rocín. Es tan viejo como él y piensa si no será hora de darle un descanso. Lo acaricia mientras una lágrima rueda por su arrugada mejilla.

—Iremos en busca de aventuras —le susurra en uno de sus orejas. Parece como si lo entendiera, porque retorna a ser un brioso corcel. Alza la cabeza y relincha. Si, grandes gestas los esperan. Y emprenden el viaje dispuestos a enfrentarse a lo que la diosa fortuna  ponga en su camino.

Allá, en lontananza, divisan una gran polvareda. El corazón del hidalgo late con fuerza.
Se prepara.

— ¡Ah! ¡Bellacos! —maldice mientras afianza la lanza en su costado. Y encomendándose a su señora Dulcinea  para que lo libre de todo mal, se dirige al encuentro. de sus enemigos.

La nube de polvo preñada de ruidos, avanza. El hidalgo con los ojos entrecerrados se afana para distinguir a sus adversarios.

Un coche de policía y una ambulancia del psiquiátrico provincial se dirigen en busca del huido “caballero”.

Una esperpéntica figura vestida con retales de chapa engarzada con alambre, un largo palo en una mano y una especie de bacina en la cabeza y montado sobre un caballo que apenas se mantiene en pie, les grita:

— ¡Ay! El diablo os confunda. Estos  ruidos y estas luces no son de éste mundo —vocifera— ¡Follones! ¡Malandrines! No sé quienes sois, algún encantamiento os oculta a mis ojos, pero por la devoción que profeso a la sin par Dulcinea, mi señora, os juro que ¡caeréis bajo mi lanza!


Los esbeltos molinos eólicos mueven sus largas aspas en un giro sin fin…”Loco, loco…”












Juana Teresa Panza

Por Sergio Bonavida Ponce.

        Escuchen vuestras mercedes desta apócrifa historia:

En casa Panza, el relente, por norma frío, era caluroso aquelle noxe; é[1] Juana Panza dormía revolada en la cama, imaginando en duermevela extraños presagios, que quizás fueran sueños.

En la mañana, Juan Palomeque, ventero, dador de misivas, é molesto gallo mañanero acercose a casa Panza, misiva en mano bien sellada, con destinatario Sancho Panza.

El otrora escudero de Don Quijote hallábase faenando en el establo con sus hijos, é no aconteció en nada en esta entrega. Por ende, Juana Panza, solícita esposa de Sancho, salió al zaguán, adquirió la misiva é despidió a Palomeque sin remilgos.

Juana Panza, era apellidada asín no por proximidad familiaresca con Sancho; en soltería fue Juana Teresa Gutiérrez, pero según costumbres de la Mancha, las mujeres adquirían apellido del marido.

Juana Teresa Panza abrió la misiva pensando: «letras no traen felices noticias». É aqueste pensamiento habíasele inculcado su abuelo Maese Alfredo Cascajo. Herido en la batalla de Valtelina[2], allá donde los grisones, caído en desgracia fue obligado a entregar sus tierras después de recibire similar trozo de papel; tal cual de esta misma guisa entregado.

Juana, única autoridad en casa Panza, rompió el sello sin pudor; pues generales, reyes, papas é mulleres poseen esa potestad de tafanear en correspondencia ajena, é leyó sin pudor aquelle misiva, aún non siendo la destinataria, pero si máxima autoridad como ya expliqué.


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Ilustrado Conde de Lemos, amigo íntimo de Don Quijote, en queste lecho de muerte, apresta escribe:

Estimado Sancho Panza, confiérasele una ínsula al escudero más fiel, anegado, é bravo que ha contemplado Castilla.

Tu gran pesar, amigo Sancho, por falta de nuestro dueño é amigo, espero se recompense con aqueste ofrenda, ha tiempo merecida.

Aunque entiendo los reparos, pues conozco sois hombre humilde, asín entenderé que sin contestación a esta misiva rehusáis al cargo, é propiamente a la ínsula.

Sabedme en todas vuestras respuestas gran conocedor de vuestra bondad, é dejadme expresaros mi amistad eterna é prostera.

Puesto ya el pie en el estribo, con las ansias de la muerte, gran señor, ésta te escribo[3].

Conde de Lemos, Madrid, 21 Septiembre, 1622.



Juana acarició su cabello é pensó en las desencaminadas palabras de su abuelo Maese Cascajo.

«No eran sueños de pobre. Sancho estaba en lo cierto. De una ínsula dueño es, asín yo he de ser noble, Teresita condesa, é al muchacho casarlo con una mullere de bien».

Anduvo Juana presta al establo, con actitud resuelta, mirando con ojos de ensoñada grandeza a todos lares.

«¿É que dirán en el pueblo? ¿La Cascajo noble? Yo naciéndome pobre, muriéndome rica. Hija de un destripaterrones sisearán las de este pueblo que de hidalgas usan porte».

Soltó Juana, camino del establo, un inapropiado . Una sonrisa de gata mansa crecía en su rostro. Ensoñaciones de verdugados, tocados de seda, sayas de lino, reflejaban los espejos de sus pupilas. É estaba dispuesta en el marco de la puerta de entrada cuando observó a su marido e hijos platicar risueños. É quedose parada en el quicio de la puerta escuchando la escena.

—Prestad atención hijos —platicaba alegre Sancho extrayendo leche de las ubres de Dorinda, vaca lechera comprada en monforte— el antiquísimo arte de mugrar las ubres.

—Padre, no se dice mugrar —Soltó vericueta respuesta Teresita, que en eso de lanzar chanzas habíase salido a su señora madre—, se dice ordeñar.

—Sanchica[4], hija, es dicho en muchos sitios, de muchos modos distintos; más el humilde no acude presto a corregir al prójimo, si no este podrá hacer otro tanto.

—Sí, Padre —coligió la niña de sus ojos, pues desa belleza é parquedad de palabras también era hija de su madre.

—¡Presto! —exclamo sancho, escanciando el blanco líquido en una bacina, que acto seguido sorbió, é comprobado la salubridad antes de ofrecer a su camada—. Mal rayo me parta si non es acaso reconfortante como aquel brebaje mágico de «Fierabrás»[5]. Tomad hijos, bebed de esta bacina, que decía mi dueño, el señor Don Quijote, era el mismísimo yelmo de Mambrino[6]. Bebed pues, Ea, el blanco néctar.

Teresita llevó la bacina a los labios. Después el muchacho. Ambos, pintados sus morros de blanco algodón, exclamaron a unísono.

—¡Que rica! —Sancho rió ante la alegre algarabía, abriendo descomunal boca, como el águila antes de atrapar a la culebra.

—¿Qué más puede solicitar un hombre? Buenos hijos, buenas tierras é una muller como non ha otra en toda Castilla.

Juana, observadora muda de toda la escena, cual espía palaciega, emocionose ante las palabras que atrayere el viento. É naide, a excepción de Dios é de la tierra mojada, pudiere decir haber visto llorar a Juana Teresa Panza. É aconteció fugaz un pensamiento en su mente: «Siempre oí a mis mayores decir que el que no sabe gozar de la ventura cuando viene, después no se queje».

—Pues de quejarme no debo —díjose para sí misma Juana Teresa Panza de camino a la cocina é los fogones—. Cose la boca Juana.

É volvió en sigilo, como la gata escabullida entre sombras con ratón en boca. Cruzó el zaguán. Entró en la cocina. La lumbre encendida é los carbones rojos avivados por un trozo de papel, que con gran porfía, habrían de arder antes que ser leídos por naide[7].




[1] «É», presumiblemente el narrador forma parte del condado Gallego, que prefiere utilizar el denostado término Gallego para «y».
[2] Valtelina, valle suizo poblado por católicos pero bajo dominio de las protestantes. Ligas Grises o cantones grisones.
[3] Esta única línea, «Puesto ya el pie../..ésta te escribo», son parte de las últimas palabras de Miguel de Cervantes, cuatro días antes de fallecer. Es una epístola dedicada a su amigo el Conde de Lemos.
[4] La hija de Sancho Panza recibe varios nombres, al igual que su madre: Sanchica, Teresita. ^^
[5] El bálsamo de Fierabrás es una poción mágica capaz de curar todas las dolencias del cuerpo humano.
[6] El Yelmo de Mambrino hace referencia a un ficticio yelmo de oro puro que hacía invulnerable a su portador.
[7] Vulgarismo de nadie, aún utilizado, en algunas zonas de habla castellana. Y muy utilizado por mi abuela, en paz descanse.

Winds of change

Por Asier Rey Salas.

Padre entró en la habitación. Su hijo dormía plácidamente, ajeno al revuelo que su inocente pregunta había causado en el hogar.
Tras comprobar que el pequeño descansaba, Padre salió con el gesto contrariado y la furia desbordándose de su interior.
—¡Cualquier libro, decían, cualquier libro! Mañana mismo iré al colegio a hablar con el director, o con el jefe de estudios, o con quien demonios haga falta. ¿Cómo se les ocurre darles esta porquería a nuestros hijos?
Madre intentaba serenar los ánimos, sin éxito.
—Pero, cariño... sé que es un libro enorme para nuestro pequeño, pero seguro que, con esfuerzo...
—¡No digas bobadas! Nuestro hijo puede con un libro de este tamaño y con muchos más —dijo Padre, visiblemente enojado—. Lo que no comprendo es cómo pueden darles un libro tan.. tan... tan subversivo, eso.
Madre intentó calmar a su marido y acarició suavemente sus aspas, que redujeron su velocidad. Cuando Padre se enfadaba, estas giraban a un ritmo endemoniado, capaz de decapitar a algún gato despistado que pasara cerca. Este año ya habían pasado tres mascotas diferentes por la casa.
—Piensa, querido, que, por mucho que nos moleste, aquello forma parte de nuestra Historia.
—Nuestra Historia —repitió él, burlón.
—Sí, cariño. Mal que nos pese, estamos unidos al destino de ese libro y así seguirá siendo.
Ella tenía razón. Desde que aquella voluminosa novela se había publicado, raro era el día que los de su especie no eran nombrados en alguna escuela o universidad de la Tierra. Los Molinos habían terminado por aceptar su particular destino, su encasillamiento perenne en el papel de unos inofensivos adversarios para el excéntrico Quijote. Todos los Molinos terminaban por leer aquel libro, que les había dado enorme fama en el planeta azul, pero que al mismo tiempo les había otorgado una imagen patética y despreciable. Los terráqueos les consideraban meros decorados de la gran epopeya de aquel viejo barbado, como si su elegante nariz solo sirviera para dar vueltas al son del viento.
Pero servía para mucho más, se dijo Padre.
Dormir ocho horas había servido para que aquel Molino irascible se apaciguara, pero el niño tuvo la terrible idea de repetir la pregunta ya formulada. Entre bocado y bocado de harina, el pequeño disparó a bocajarro.
—¿Entonces, papá, dices que el Quijote derrotó a los Molinos?
Padre se atragantó y, entre toses, negó enérgicamente con la cabeza.
—Verás, cof, lo cierto es que el Quijote no nos venció, cof, simplemente nos vio y, cof, pensó, cof, que éramos gigantes.
—Somos gigantes, papá.
— Ya lo sé, hijo, ya lo sé.
¿Cómo explicarle a aquel renacuajo que aquel Alonso Quijano tenía toda la razón? ¿Que había sido el primero y —hasta la fecha— el único que había comprendido su verdadera naturaleza? Aún peor, ¿cómo explicar a un Molinito de ocho años que un único y avejentado humano se había atrevido a atacarlos? Para una raza que se cree la cúspide de la pirámide trófica interestelar, aquella certeza les convertía en meros adornos, despreciaba el poder que les había llevado a planetas tan distantes como Mercurio o Plutón. Más de dos mil años llevaban entre los terráqueos, y ni siquiera sus más devastadoras actuaciones habían tenido el reconocimiento adecuado. Para los habitantes del planeta azul, no eran más que bloques de cemento y madera.
Encolerizado por las preguntas de su hijo, Padre pensó que había llegado el momento. Dejó su desayuno a medio terminar, se preparó rápidamente y salió en dirección a su puesto de trabajo, en el ala oeste de su enorme mansión. Todos los Molinos que encontraba a su paso entrecerraban sus ventanucos, en señal de respeto. Un líder merece eso y mucho más.
Se sentó sobre una butaca mullida y comenzó a aporrear el teclado que tenía frente a él; un sinfín de  luces se fueron encendiendo y varios códigos alfanuméricos desfilaron por la pantalla. El ansiado día, el día con el que sus antepasados habían soñado durante años, había llegado.
Satisfecho con el resultado, se rascó la puerta y exhaló un suspiro de tranquilidad. Ahora, solo quedaba comunicarle a los suyos la buena noticia.
Prepararon el estudio y las cámaras en media hora, pues no había tiempo que perder. Cuando entraron en directo, las televisiones de medio mundo dejaron de emitir un documental sobre Chicago y el rostro pétreo del líder fue quien se materializó en la pantalla.
—Molinos míos, os habla vuestro líder. Buenos días.
Aunque no podía oírles, se imaginaba a miles de conciudadanos susurrando: "Buenos días, Padre".
—Me dirijo a vosotros para haceros partícipes de una excelente noticia que os aseguro os llenará de júbilo y felicidad. En estos momentos, el planeta conocido como AK-47 ha sido capturado. Aún es pronto para saber hasta qué punto se defenderán, pero estoy tan convencido de la victoria que no he podido evitar contaros esta buena noticia. ¡Que el viento prevalezca!
Una vez que su imagen desapareció de las pantallas, una algarabía de gritos y risas inundó el pequeño planeta de los Molinos. La euforia reinante era tal, que hasta Padre se contagió de ella y rió a carcajada limpia. La invasión del planeta azul había comenzado.
A miles y miles de kilómetros, un extraño viento recorría la Tierra de un lado a otro, obligando a los molinos eólicos a trabajar a pleno rendimiento. Los propietarios de los terrenos se frotaban las manos con semejante vendaval de dinero, pero los molinos sonreían secretamente aún más. Pronto, la fuerza de sus hélices terminaría por sacar al planeta de su órbita y empujar a aquella miserable roca en dirección al planeta de los Molinos, al verdadero epicentro del Universo que ya esperaba con ansia la lucha por la hegemonía interplanetaria.
Mientras, los seres humanos, ajenos a su suerte, bailaban al son de un prodigioso viento que les despejaba la mente y les hacía sonreír. Las fuerzas de la naturaleza, se decían, son tan hermosas como incontrolables.
El único que no parecía disfrutar con las ráfagas de viento que se habían levantado era un hombre anciano, casi ausente de carnes que lo sujetaran, aferrado a su sempiterna lanza y a una bacía magullada por el uso. Miraba a los transeúntes de la calle, borrachos de una extraña felicidad que les incitaba a abrazarse y a cantar melodías de fraternidad y cambio. Tras escupir al suelo, se mordió el labio inferior y miró a lo lejos, a los campos de La Mancha que ahora tan lejanos le quedaban y que durante tantos años había recorrido infatigablemente junto a su fiel escudero Sancho.
—Esta vez, no me cogeréis desprevenido— dijo, entre dientes.
Se levantó fatigosamente, como si cuatrocientos años le pesaran en el cuerpo. Aldonza lo miró de hito en hito y, temiéndose lo peor, sujetó a su marido por el famélico brazo.
—¿A dónde vas tú ahora, mequetrefe?
—A defender nuestra tierra, querida. Vuelven los malos tiempos.
Ella rió de buena gana y soltó repentinamente a Alonso, que no cayó al suelo de bruces de puro milagro. Molesto por la burla, salió apresuradamente al exterior, a la calle donde el viento era cada vez más intenso y había que aferrarse a algún objeto contundente para no perder la verticalidad. Definitivamente, algo malo estaba sucediendo.

"Nada malo ha de pasar mientras aún siga aquí", dijo Alonso, más convencido que nunca de su inmortalidad.