domingo, 31 de julio de 2022

En el interior

Santiago Ramón y Cajal llevaba más de un día sin dormir. Apenas había salido del sótano de su casa de Barcelona, donde tenía montado un pequeño laboratorio. Los avances sobre los tejidos cerebrales  iban por buen camino. Aunque aún quedaban unos meses para el Congreso de la Sociedad Anatómica Alemana, que se celebraría en Berlín a lo largo del verano de 1889 donde expondría sus conocimientos… En mayo del año anterior había publicado en la Revista Trimestral de Histología Normal y Patología que los tejidos que cubren el cerebro no eran compuestos de conexiones continuas como se creía tras las investigaciones del doctor italiano Camilo Golgi, que permitían ver los nervios y los tejidos cerebrales pero no así la evidencia de las neuronas. Quería mostrar su estudio en el congreso alemán junto a los avances que consiguiera hasta la fecha.

Pero no era solo aquello lo que le mantenía pegado al microscopio. Su ayudante de cámara le surtía de anfibios varios para sus experimentos y la mañana anterior cuando el muchacho bajó las escaleras para traerle los animales vio algo en su rostro picado por la viruela que le hizo levantar la vista de la lente.

─Que cara me traes muchacho. ¿Algún problema? Parece que viste una aparición.

─Don Santiago, Don Santiago−comenzó balbuceante el zagal−. ¡No sé lo va a creer!

─ ¡Pero habla ya chaval, mi tiempo es lo más valioso que tengo!

El muchacho dejó la urna de cristal donde transportaba los pequeños animales. Estaba sudando y no cesaba en morderse los labios una y otra vez.

─Doctor−continuó nervioso−Como cada mañana que usted me encarga nuevas piezas, bajé bien temprano al rio Besós, es cuando las ranas están aún adormiladas por la frescura de la madrugada y es mucho más fácil cogerlas. Me acerqué a la orilla sin hacer ruido portando mi red entre mis manos. Había un fuerte olor. Un olor diferente a las adelfas, los juncos y las cañas. La parte izquierda de donde me encontraba estaba arrasada, como si algo hubiera arrollado a las plantas y árboles. Me acerqué siguiendo el surco…

─ ¡No te detengas ahora zopenco!

─Perdón Don Santiago, es que los nervios me pueden... Al final del surco de árboles tronchados y plantas aplastadas había un gran agujero y dentro… una gran piedra color azulado… ¡Jamás había visto algo así!

─Interesante…Apunta a una piedra estelar…

─ ¿Una qué? Preguntó el joven con cara de asombro abriendo mucho su boca mellada.

─Un meteoro muchacho. Caen del cielo al atravesar nuestra atmosfera. Continúa chaval.

─Me introduje en el agujero que casi me cubría. Toqué la piedra. Estaba caliente Doctor, era como si desprendiese un calor interno. Y entonces lo vi...

El muchacho se quedó en silencio, como buscando las palabras adecuadas.

─ ¿Qué viste por el amor de Dios?

─Escuché como un gorgoteo. Provenía del suelo cenagoso. Rodee con dificultad la piedra y entre el barro surgió “eso”… lo que le traigo junto a las ranas en la urna…

Don Santiago apartó de un empujón al muchacho y se plantó delante de la urna. Cuando se agachó a mirar el interior se quedó perplejo. Junto a una decena de batracios se hallaba un extraño ser. Era gelatinoso, con varios tentáculos y cuatro pares de ojos. No alcanzaba la treinta de centímetros y se movía entre una baba azulada.

─¡Santo Dios!

─¿Qué es, Doctor, qué es?

─No lo sé chaval, no lo sé. Ahora necesito estar solo. ¡De esto ni una palabra!

Llevaba un día entero estudiando aquel ser. Sin previo aviso, con sus tentáculos, se fue adhiriendo a las ranas. Era como si se estuviera alimentando de ellas, que apenas podían moverse. Llegó un momento que no supo distinguir cual era el extraño ente o las ranas. Una amalgama de una masa informe se retorcía en la vitrina. Había aumentado considerablemente de tamaño y ocupaba casi toda la urna. Estaba por momentos horrorizado y lleno de emoción ante el descubrimiento de una nueva especie. Su cabeza no dejaba de darle vueltas. Aquella extraña piedra azul en la orilla del río, esa enigmática criatura. ¿Qué tenía ante sus ojos?

Ordenó que nadie entrara en el laboratorio y que no le molestaran. Quería tomar muestras de aquel ser, realizar una biopsia, estudiarlo. Abrió la vitrina con una mano, mientras que con la otra portaba un bisturí. La criatura se había adueñado de los cuerpos de los batracios completamente. Se removía sobre sí misma gorgoteante… Cuando intentó acercarse a la carne blanda del ser uno de los tentáculos le picó en la mano que portaba la herramienta afilada. Su instinto le llevó a clavar el bisturí en aquella masa informe. Se retorció emitiendo un chillido infernal por sus múltiples bocas. Se alejó de la vitrina tapándola de nuevo. La picadura le dolía mucho.

 

 

  Aquella noche tuvo fiebre y la sensación de que iba perdiendo el dominio de sus pensamientos. Su mujer estuvo atenta a él toda la madrugada, pero declinó su ayuda y al final se fue solo a dormir al cuarto de invitados. En una de las veces que fue a vomitar al aseo se miró en el espejo. Su rostro estaba demacrado y una extraña luminiscencia parecía brotar detrás de sus pupilas. Fue entonces cuando se percató de que sus pensamientos estaban dejando de ser suyos.

A la mañana siguiente se bajó al laboratorio. Lo primero que hizo es sacar el cadáver de la criatura aún con el bisturí clavado e introducirla en el pequeño horno que utilizaba para quemar los restos orgánicos de los cuerpos que usaba en sus ensayos. Lo tenía claro. No podía quedar ni la más mínima prueba de lo sucedido.

 

Lo primero que tenía que hacer era terminar sus estudios. La voz dentro le ordenaba y le iba a ayudar para que su proyecto fuera aceptado en el congreso alemán…

 

 

  Santiago Ramón y Cajal recibía desde el atril del palacio de congresos de Berlín una sonora ovación de todos los asistentes. Su exposición fue brillante.

Cuando se marcharon a la sala de recepción a tomar el aperitivo recibió multitud de elogios y saludos. Pero él sabía a quién debía acercarse. El presidente alemán era un hombre orondo y calvo. Solo esperaba que fuera un recipiente y aguantara la transformación… Le apretó con fuerza la mano, mientras desde la palma de su mano le salía un tentáculo y se introducía con un pinchazo en el cuerpo del teutón. El alemán se alejó confundido. Ya estaba hecho. Él había cumplido con su trabajo.

Dentro de un mes se iba a realizar una reunión internacional para tratar varios temas de origen global. No sería muy difícil que el mandatario alemán le diera un fuerte apretón de manos al presidente de Estados Unidos. El hombre más poderoso de la Tierra…
Por Cuervo
Consigna: Escribe una historia, anécdota, lo que se te ocurra, en un día de la vida del médico y científico español Santiago Ramón y Cajal.

domingo, 17 de julio de 2022

Volver a Lanús

Corrió con su brazo derecho abrazando el bolso azul que llevaba pegado al pecho encima de su chaqueta de jean. Se abrió paso en dirección opuesta a la gente que salía en manada de la estación, saltó el molinete y, a gran velocidad, abordó el tren que emprendía su marcha rumbo a Lanús. Su respiración agitada no lo dejaba pensar, miraba hacia todos lados en búsqueda de testigos de su gran hazaña: llevaba entre sus brazos nada más ni nada menos que cinco kilos de merca de primera calidad que había robado de la propia casa de los hermanos Arroyo. ¿Quién podría sospechar del compañerito de colegio de la hermana menor de ellos? No solo un compañero cualquiera, el más estudioso, el mejor promedio, abanderado y hasta príncipe de la primavera. Todos en la escuela rumoreaban que los Arroyo no habían podido tener esa cantidad de dinero vendiendo plantines de tomates; el vivero no daba para tanto. Poseían la única casa del barrio que tenía piscina y una cancha de tenis.

***

A pesar de los vaivenes del tren, Beni seguía colocando cuidadosamente los alfileres de gancho que su mamá le había comprado. Los ordenaba con minuciosidad formando la letra A de anarquía en la solapa izquierda de su cárdigan negro. Su cabello azabache peinado en cresta brillaba como recién barnizado, dando destellos azules y rojos que solo ella podía conseguir durante largas sesiones de peinado. A su lado, un tanto adormilado y con la cabeza colgando hacia atrás, estaba Cipriano. Su melena eléctrica y descontrolada revelaba su carácter de mierda. Era como el demonio de Tazmania, pero con dos líneas de merca encima. Culpaba a sus famosas migrañas por no dejarlo pensar, pero en definitiva le gustaba, ya que siempre terminaba así: a los golpes y en el piso.

Juani, junto a la ventanilla, no dejaba de contestar mensajes; si había algo que a él le sobraba era dinero, nunca le faltó nada, sin embargo existía una cosa que le interesaba más: la experiencia, vivir la aventura, tener una anécdota para alardear, algo que lo posicionara bien alto dentro de su círculo de bravucones del rugby. Transgredir la ley, ser «uno más» y hacer negocios con lo más bajo de la escala social podría ser una ganancia en sí misma… en especial con sus seguidoras.

Allí estaban los cuatro, junto con el custodiado bolso azul, a punto de realizar la transacción del año. «Cuatro estaciones, cruzar al baldío, entregar el paquete, guardar el dinero, retomar el tren, volver a Lanús», se repetía una y otra vez Martín como si fuera un mantra.


Días atrás Ana lo había llevado al cuarto de la biblioteca, donde el hermano mayor de los Arroyo guardaba su colección de libros de Stephen King. Quería impresionar a su amigo favorito y de paso encontrar una oportunidad para estar a solas con él.

—¡Flor, llegó la abuela, abrile, por favor! —Se escuchó la voz de su mamá desde la cocina.

—¡Voy! Vuelvo enseguida —dijo ella, fastidiada por la interrupción.

Miraba fascinado todos aquellos libros que él tenía solo en pdf, mientras calculaba mentalmente cuánto podría valer aquella colección completa. Al recorrer la habitación tropezó con un bolso azul de tres cierres, que estaba abierto; se veía un paquete amarillo en su interior, lo tomó con ambas manos y notó que un polvo blanco se desprendía de una de las esquinas del envoltorio. Sus ojos se abrieron como si estuviera frente a una revelación, una que le decía que ésta podría ser, al fin, su oportunidad. Los rumores entonces eran ciertos y en la casa de los Arroyo no se cocinaba precisamente pan.


Al llegar a la estación se apresuró a bajar, seguido de cerca por los demás. Cruzaron al baldío. Apenas divisó al grupo de rufianes, supo que el Pollo Juarez le pagaría una cantidad exorbitante por la mercancía que llevaba. Cuántas cosas se resolverían en su vida. Primero ayudaría a su vieja a pagar la hipoteca y le compraría una heladera nueva. Tendría la moto Harley con la que siempre había soñado para recorrer el sur del país, dejando de una vez el aciago conurbano.


El bolso rebosaba de billetes verdes, podía sentir el vaivén de los mismos en su interior; se sentía fuerte y poderoso caminando por la línea amarilla del andén como si desfilara por la pasarela ante los ojos brillantes del mundo. A empujones, comenzó a abrirse camino entre la gente que se amontonaba curiosa junto a las vías del vagón inmóvil. Advirtió entre el gentío una zapatilla sucia de tierra y sangre, un pedazo de jean, una moneda rodando y la mano arrancada de su propio cuerpo, que permanecía aferrada a la cinta del bolso azul. Comprendió entonces, con estupor y pálido horror, que nunca hubo billetes para la vieja ni para la Harley ni para el sur. Apenas había logrado llegar al andén, jamás pudo escapar de los Arroyo, solo se permitió seguir soñando unos instantes, un par de estaciones más, pero su muerte ya había arribado a destino minutos atrás.

Por Nadando en la oscuridad

Consigna: Deberás escribir un relato basándote en la sinopsis del siguiente libro:

La ley de las balas

de Charlie Huston

Género: policíaca y acción.

Cuatro adolescentes de suburbio californiano (un «genio», un latino punk, un chico cool y un impredecible ultra-violento con migrañas) que, durante los años ochenta, se meten en problemas al descubrir una planta procesadora de drogas (propiedad de los peligrosos Hermanos Arroyo) y decidir sacar partido del hallazgo.

sábado, 16 de julio de 2022

La felicidad de una familia

1

Bruno había comenzado a tener una creciente preocupación en su interior, hacía ya unos meses.

Cada vez era más frecuente que, en las reuniones o fiestas a las que iba, le hicieran la misma pregunta. «Oiga, querido señor Fernández, ¿cuándo será que se decida por jubilarse?». O, también, podían tirarle alguna más indirecta como «Oh, tengo tanto trabajo estos días, cómo me encantaría —aquí era cuando lo miraban directa y fijamente a los ojos— ser de la edad apta para poder jubilarme y descansar por fin». Bruno solo ofrecía su mejor sonrisa, mientras que en sus interiores solo maldecía a la persona, ya sea porque detectaba las segundas intenciones en su voz o porque le recordaban su edad y su condición.

No quería jubilar. Claro, había hecho muchas cosas tarde en su vida; se había ido de la casa de sus padres luego de haber cumplido treintaicuatro años, había comenzado a trabajar un año después, se había casado con la hermana de un compañero de trabajo a los cincuenta y recién tuvo a sus dos hijos pasados dos años desde ese día. Todos dirían que era un hombre muy suertudo, que no tuvo que trabajar dos tercios de su vida para recién poder jubilarse, pero Bruno no pensaba igual. Él disfrutaba mucho su trabajo y no quería dejarlo.

 Desde chico había soñado con vivir día a día cortando árboles, y no era su culpa que un auto lo hubiera dejado incapacitado —primero, en silla de ruedas; posteriormente, solo con muletas— por quince años. En ese tiempo, todos hablaban del verdadero milagro de Dios que era que pudiera volver a caminar normalmente, y le dijeron que no podía trabajar en algo que implicara mucha fuerza, que era peligroso; pero Bruno lo hizo de cualquier manera. No iba a dejar que un simple borracho conduciendo le arruinara el sueño de toda su vida.

En fin, si le quitaban el trabajo no le quedaría nada más que sus hijos. Ya ni se molestaba en poner a su esposa en la lista de «cosas preciadas» desde que la vio besándose apasionadamente con su querido jefe. Eso había acabado las cosas entre Bruno y Josefa. Ella se había disculpado mientras lloraba y decía que fue un simple desliz, que necesitaba el afecto que él no le daba por estar con sus árboles, y que por eso lo hizo, pero que no volvería a pasar nunca. Bruno Fernández, por supuesto, no la perdonó. Nunca volvieron a mirarse y hablar de la misma manera. Cada uno fue por su camino, pero acordaron que, a los ojos de sus hijos y de los demás, pareciera que eran la pareja que más se amaba en todo el universo.

Sus hijos eran dos, nacidos el mismo día y año, pero de distinto sexo. Bruno y Josefa los amaban mucho y siempre se preocuparon de que tuvieran todo lo que querían y fueran felices. Ahora que los dos tenían trece años, no podían dejar que su separación les arruinara su alegría.

De ninguna manera.

 

2

Cosechas lo que siembras, pensaba Josefa Venegas mientras se dirigía caminando hacia su casa. Había conocido a Bruno Fernández dieciséis años atrás, y ahora deseaba no haberlo hecho. Se maldecía por pensar eso porque, si hubiera sido así, no tendría a sus dos hijos, pero aun considerando eso era una idea a la que no podía resistirse.

Cuando su hermano le presentó un apuesto hombre mientras celebraban el año nuevo en un restaurante, a ella le pareció que era muy interesante. Habló durante horas con él, y fue una experiencia muy grata. Josefa sentía el amor creciendo dentro de ella, así como sintió lástima cuando Bruno le contó la historia de su accidente y posterior recuperación. El ambiente era misterioso y romántico, y no tardó en deducir que el hombre estaba tan o más encantado que ella con el encuentro.

Luego de esa noche siguieron viéndose, usando, en varias ocasiones, a su hermano como puente entre ellos dos. En poco tiempo llegaron los besos, los abrazos, las tomadas de mano, el sexo y, finalmente (aunque demoró un poco más), la propuesta de matrimonio. Josefa lo dudó por unos minutos, pero al ver los ojos de Bruno —casi rogándole que dijera que sí— y pensar en el auto que lo había atropellado, aceptó. Vinieron las felicitaciones, el vestido, las melodías nupciales, las fiestas y el embarazo. Así que sí, para el momento en que se dio cuenta de que Bruno no era lo que quería para toda su vida, ya era demasiado tarde.

Ahora caminaba, pensando el porqué de que no haya podido decir que no, que no quería casarse con él; que sí, lo quería mucho, pero no era para estar toda la vida juntos. La única respuesta que encontró —y encontraba cada vez que lo pensaba— fue que era una estúpida. Pensó que, si la estuviera violando alguien con un pasado trágico, pensaría: Oh, pobrecito, tiene tanta pena y yo soy su consuelo. No seas mala persona, Josefa, no puedes decirle que no. Claro que esto no era verdad, se dijo, pero lo dudaba en su interior.

Era una mujer infeliz con su matrimonio, eso ya lo había aceptado bastantes años atrás. Había pensado que, ya que era tan desgraciada, no tenía mucho que perder, así que se metió con otro hombre, a ver si así recuperaba algo de su alegría pasada. ¿Funcionó? Pues algo; se sentía amada con su jefe, y además sentía que podía amar, un sentimiento que extrañaba desde su adolescencia. Pero, ahora que la habían descubierto, todo había empeorado como no lo había previsto. Sí tenía algo que perder, después de todo. Ahora ya no recibía ni un «buenos días» al despertar, y el matrimonio que antes estaba en ceros, ahora estaba en negativos; además, su amante ya no le hablaba de algo que no fuera del trabajo. Se le olvidaba mencionar, también, la creciente preocupación por la salud mental de sus hijos; quería creer que no notaban nada, que ellos seguían viendo a la misma pareja feliz de siempre, pero, al igual que muchas otras, la duda sobre el realismo de esta esperanza se mantenía en sus adentros.

Por fin llegó a la casa de ella y de su familia, y mientras introducía la llave decidió hacerse un buen té, para beberlo mientras leía lo que le faltaba de La mujer en la ventana, así se le irían los pensamientos tortuosos de la cabeza. Al girar la llave y empujar la puerta hacia dentro ya había cambiado de opinión: mejor se haría un café, bien cargado y sin azúcar ni endulzante. Entró por fin y pensó que mejor veía algo en Netflix, A.J. Finn no le ayudaría mucho a distraerse.

—¡Mamá! ¿Eres tú? —dijo una voz ni lejana ni cercana.

—¡Sí, Rodolfo, soy yo!

Comenzaron a oírse pasos acercándose cada vez más, hasta que Josefa ya pudo ver claramente a su hijo, Rodolfo. No tenía muy buena cara, pero en cuanto lo vio sonreír se olvidó de esa primera impresión.

—¿Y Beatriz? ¿Se fue ya? —preguntó Josefa.

—Sí, mamá, ya va harto rato que estoy solo. —Mantuvo su sonrisa por unos segundos más, para luego hacerla desaparecer y estirar su mano derecha hacia ella, entregándole un objeto—. Te llegó esta carta.

Josefa la recibió y la observó. Su corazón dio un salto de alegría cuando vio el nombre del remitente. Ay, qué hombre tan detallado, pensó ella, siempre prefiriendo escribir cartas en vez de mandar mensajes virtuales. Parecía que por fin el hombre se había decidido a hablarle sobre su amor por ella, después de tanto tiempo; era un verdadero milagro de Dios. Le dio las gracias a su hijo y se fue a su habitación, que cerró con llave. Ya no necesitaría ni un café ni nada de Netflix; sus cartas siempre la dejaban cantando canciones de amor.

Y aunque en su interior no albergaba dudas de eso, resultó falso. Iba a necesitar eso y mucho más para poder sentirse bien y en paz. ¿Lograría ese objetivo, siquiera? Podría tomar los licores más fuertes, y aun así pensaba que no le harían nada. En la buena carta del señor Gerardo Jiménez, este le explicaba a Josefa que ya no podrían seguir viéndose. Sí, Josefa era muy hermosa y todo, pero su punto más emocionante era que estaba casada y, cómo no, él también. Ahora que los habían pillado, ya no le encontraba gracia a su relación y era mejor que se separaran en ese ámbito. Y nada de revelarlo públicamente por venganza o algo parecido, porque ella ya sabía cómo podría terminar eso, tratándose de su jefe.

Cosechas lo que siembras.

 

3

Luego de presenciar y temer por el silencio absoluto que había en la habitación de su mamá, Rodolfo comenzó a escuchar pasos —fuertes pasos— que se dirigían hacia él. El tiempo, inevitablemente, pasó y su fatídico destino se hizo real. Tendría que afrontar esta conversación (si es que podía llamársele así), lo quisiera o no. Y solo; Beatriz, su compañera de nacimiento, no estaba.

La puerta de su habitación se abrió.

—La leíste, ¿no?

—¿Leer qué, Harry Potter? Sí, eso estaba haciendo antes de que tú llegaras. La saga está bastante buena.

—¡La carta, Rodolfo, la carta! ¿La leíste o no?

—Pues no. ¿Por qué lo habría hecho? El cartero me la pasó y yo te la pasé porque decía tu nombre. Además, era de tu jefe, no me interesan los temas notariales.

—No me vengas a mentir, porque te conozco y lo sé. El pegamento de la carta no estaba bien, y la carta no está limpia como las demás que recibo. Así que la leíste.

—¿Y para qué me preguntas, entonces?

—Ni se te ocurra volver a meterte en mis temas, ya sabes que puede haber consecuencias; creí habértelo dejado claro hace tiempo, pero ya veo que no. Ni una palabra de esto a nadie, ¿ok?

—¿Por qué? ¿Te da miedo que piensen que eres una put…

El golpe y el dolor vinieron en un instante. Al menos ya estaba preparado; si lo hubiera tomado por sorpresa hubiera dolido mucho más.

Su madre lo miró por unos segundos, como para demostrarle aun más su rabia, y luego se fue con un portazo. ¿Por qué le enojaba tanto, si era la verdad? Rodolfo había notado algo extraño en sus padres días atrás; primero no supo qué era, y pensó que era solo su imaginación, pero luego lo habló con su hermana y ella sentía lo mismo. Era el ambiente. Antes todo era alegre, y cuando tenía que ser triste, lo era; era real, al menos. Ahora parecía que vivían en una casa de muñecas con sonrisas permanentes dibujadas en sus caras. Algo había pasado, y sus papás no podían ocultarlo de unos niños de trece años.

Ahora, luego de haber leído la bendita carta, lo entendía todo. Era simple: un señor había venido, conquistado a su mamá, y había arruinado la felicidad de su familia. Claro, el señor ahora no quería nada, pero, por cómo conocía a su mamá, Rodolfo sabía que ella no lo dejaría ir tan fácil. Ella nunca soltaba las cosas que quería, y se notaba que amaba a este tipo; solo era necesario recordar la sonrisa que se le dibujó en la cara en cuanto vio la carta. Este señor había venido, y los había hecho infelices a su papá, a su hermana, y a él. Su mamá, al menos, se lo merecía. ¿Qué derecho tenía ese tal Gerardo para hacer eso? ¿Cómo alguien puede venir y destruir las sonrisas de las personas solo por un capricho?

Su papá estaba sufriendo, eso Rodolfo lo había notado, y eso que él era un hombre bueno. Sabía que era malo pensar en algo así, pero dadas las circunstancias no le importó: siempre lo había preferido a él antes que a su mamá. Había una diferencia entre sus actitudes que era inconmensurable. Y ahora su papá no podía tener una sonrisa real en su cara. Su hermana, al notar el cambio de ambiente, también estaba más triste que de costumbre, y las penas de estas dos personas también lo ponían triste a él.

Tenía que hablar con Beatriz. Tenían que hacer algo, no podían dejarlo así.

 

4

Era un día normal, según los tiempos actuales. Hacía unas semanas este mismo día hubiera sido horriblemente triste, pero ahora solo era lo mismo de siempre. Como era acostumbrado, le seguían insistiendo en que jubilara, pero su mente ahora mismo andaba en otro lado. Por mucho que intentara odiarla y dejar de pensar en ella, no podía sacar de su cabeza a su querida esposa y el porqué de lo que había hecho. ¿Quería herirlo, acaso? ¿Lo estaba castigando por algo que hizo en el pasado? No lo sabía y no recordaba haberle hecho algo malo en todos los años que habían estado casados. ¿Por qué lo había hecho, por Dios? Mientras caminaba decidió que se lo preguntaría en cuanto llegara a la casa.

El día anterior, a la misma hora que Bruno regresa siempre a su casa, entró y la escuchó en su pieza hablando con alguien por teléfono. No tardó en suponer quién era la persona al otro lado de la línea, porque su esposa estaba llorando y suplicando por algo. No quiso seguir oyendo, así que se preparó un café e intentó tomar una siesta en el sillón cerca de la cocina. No pudo, pero de cualquier modo el café estaba bueno. La amargura le hacía sentir algo distinto, al menos, a la tristeza y rabia de la que ya se estaba acostumbrando.

¿Habría logrado Josefa su propósito con sus ruegos? Lo desconocía y prefería no saberlo, aunque sí sabía que su esposa era una persona que sabía cómo convencer a la gente. ¿Sería Gerardo alguien que se sometería frente a su poder? De eso ya no tenía pista alguna. Era imposible deducir algo así con solo ver a una persona unas tres veces en toda tu vida, más si la persona que te vincula a él nunca te habla de ella.

Siguió caminando y caminando, hasta que comenzó a ver su casa de lejos. Había un auto que no conocía estacionado al frente. Esta vez le costó un par de minutos deducir de quién era, pero, una vez que lo hizo, cualquier resto de energía que quedara en su cuerpo se fue. Simplemente se quedó quieto, observando.

Un hombre salió del auto y Josefa salió casi al mismo tiempo a recibirlo. Sí lo había persuadido, después de todo. Se miraron un largo rato y, mientras echaban chispas telepáticas por los ojos, comenzaron a abrir las bocas por fin. Mientras se decían sus primeras palabras, tranquilos y quietos como un conejo que era iluminado por una linterna, Bruno vio salir de la casa a sus dos hijos, Rodolfo y Beatriz; estaban tan sincronizados en su movimiento que parecían las gemelas de esa película antigua de terror. Rodolfo miró a Beatriz y le hizo una seña, indicándole que hiciera algo. Ella procedió a acercarse al hombre extraño y a hablarle. Era lo más raro que había visto Bruno en años.

Después de un tiempo de quedarse quieto con una mirada que no era precisamente alegre, su hijo se acercó corriendo hacia donde estaban los tres, apartó a su hermana y a su madre, y puso sus puños en el pecho de Gerardo. Este cayó al suelo, y fue ahí que Bruno pudo ver que la sangre comenzaba a salir de la herida, que había sido hecha con el cuchillo que el día anterior habían usado para cortar carne de cordero.

Rodolfo giró la cabeza y vio a su padre. Corrió hacia él, ignorando los gritos horrorizados de Josefa. Llegó a su lado y se lo quedo viendo, con una sonrisa de oreja a oreja.

—Ahora sí está todo solucionado, papá. Podremos volver a ser felices como antes, ¿no?

Claro que sí. Era un verdadero milagro de Dios.

Por Jokhan Cudajoh

Consigna: Deberás escribir un relato basándote en la sinopsis del siguiente libro:

Un pequeño inconveniente

de Mark Haddon

Género: drama.

Un entrañable clan, los Hall, se encuentran a punto de una crisis nerviosa. El padre de la familia, George, está por jubilarse y debe afrontarlo. No hará caso a la aventura que tiene Jean, su esposa. A Jean se le hace cada vez más difícil encontrarse con su amante. Encima ambos son testigos de cómo, Jamie y Katie, sus dos hijos, se aparejaron de la peor forma. Todos van a tener que hacerle frente a sus temores para ordenar sus vidas.


La vida efímera de Bill Canary

Muchos me conocen, pero nadie sabe quién soy en realidad.

Sé que debería marcharme, que al seguir aquí solo estoy poniendo en riesgo a las personas que me rodean, aún así la tentación es muy grande, la comodidad y el hecho de que disfruto enseñar y, de alguna manera, formar la mente de los jóvenes es lo que me ha anclado aquí por más de quince años. Las personas comienzan a sospechar, sobre todo mis compañeros de trabajo, los chicos vienen, van y nunca regresan, por ese frente no hay problema, pero para los demás maestros es difícil ver sus cambios en el espejo y que yo soy una constante sin cambio.

Disfruto todo de esta vida, incluso mi nombre, que escogí con prisa y sin pensarlo realmente, Bill Canary, había estado viviendo en las islas Canarias y fue lo que se me ocurrió en el momento, sin saber que es un excelente nombre para romper el hielo con mis pupilos.

Agosto 2022

El maestro entró en el aula de tercer grado de secundaria, los alumnos siguieron en lo suyo sin poner mucha atención, hasta que el profesor comenzó a escribir en la pizarra empezaron a guardar silencio y a ocupar sus lugares, eso fue hasta que vieron lo que el profesor había escrito.

Profesor Bill Canary

Asignatura: Historia

Los cuchicheos y las risas poco disimuladas llenaron el aula

El docente dio la espalda a la pizarra y enfrentó a los alumnos con una media sonrisa que no llegaba a sus ojos pardos, en ellos solo se distinguía preocupación

Levantó el brazo con el dedo índice apuntando al techo y habló con voz grave.

—Un minuto, chicos, solo un minuto para reír por mi nombre. Y no, no voy a decir «me pareció ver un lindo gatito» esperen… ya lo dije. —Les guiñó un ojo y se acercó a sacar un libro de su maletín mientras todo el salón estallaba en carcajadas.

Ese fue uno de los días buenos.

*

Yo era un hombre egoísta y frívolo que creía tener la superioridad moral que otorga el dinero, ese día estaba ahí para ser testigo de la muerte del falso profeta, cuando cayó frente a mí, doblado bajo el peso de su carga, giró su rostro destrozado y pidió agua, llenó de repulsión respondí.

—No tengo agua ni nada que darte. Él me miro recorriendo el largo de mi brazo en donde tenía una pequeña ánfora.

—En verdad te digo que el egoísmo se paga caro, llegará el día en que no recordarás quien eras ni a que amo servías, recorrerás este mundo muchas veces sin encontrar descanso hasta que nos volvamos a encontrar, dentro de ti y con tus acciones demostraras si eres capaza de encontrar la redención. Ahora vete, empieza tu peregrinar y la expiación de tus pecados.

Un soldado se acercó y lo ayudó a continuar su camino. Toda mi seguridad se fue junto con Él hacia la cima de la colina en dónde lo aguardaba la cruz, y sin más, di la media vuelta y comencé a caminar, alejándome de todo lo que conocía y de mi familia, así fue como me convertí en leyenda, en un mito urbano, en un cuento para asustar a chicos y grandes, me convertí en el Judío Errante.

 

Octubre 2022

Los alumnos de tercer grado estaban irreconocibles, todos disfrazados de distintos monstruos y con la energía nerviosa que llena a los niños cuando se disponen a celebrar el Halloween.

—¿Ya vieron a Lupita? No pudo haber escogido un mejor disfraz —dijo la chica más popular del salón. Continúo alzando la voz para que la oyeran todos sus compañeros, incluyendo Lupita —¡Te queda bien el naranja, y con esa panza eres una perfecta calabaza!

Las carcajadas no se hicieron esperar, mientras la pobre Lupita intentaba sumirse dentro de la botarga de calabaza que su madre la había obligado a usar. Calientes lagrimas de ira le resbalaban por el rostro mientras apretaba los puños para no decir nada.

El profesor Canary alcanzó a escuchar lo que decía la niña mimada, sabía que tenía que intervenir y hablar con Lupita, decidió hacerlo al terminar la clase.

—Buenas tardes chicos, les pido su atención unos pocos minutos más y después nos iremos a celebrar.

La clase transcurrió sin mayores incidentes, al finalizar la lección el profesor vio salir a Lupita casi corriendo del salón, la dejo ir pensando que sus acciones no tendrían consecuencias, pero estaba muy equivocado, decidió ignorar a su instinto y después recordaría este momento como el momento en que todo se torció.

*

 Ahora sé que Él tenía razón, el día de hoy no puedo recordar mi nombre, ni quién era. A lo largos de los años he hecho cosas buenas, pero también he hecho mal sin proponérmelo.

Los primeros años caminé sin parar, nunca me quedaba más de cuatro o cinco días en un solo lugar, trabajaba intentando ayudar a los demás y a mí mismo, de lo que ganaba consumía lo justo para mantener mi cuerpo, lo demás lo donaba para los necesitados, y así pasaron los años, pero no para mí, yo seguía siendo un hombre de treinta y cinco años, delgado y fuerte, con las manos con callos que demostraban el trabajo manual que realizaba.

Los caminos recorridos me llevaron a Pompeya, en donde un alfarero me tomó bajo su protección y me volvió su aprendiz.

Por primera vez mi cuerpo no sentía la imperiosa necesidad de seguir caminando, así que me relajé, tomando sin preguntar lo que se me daba.

Me enamoré, ¡claro que me enamoré! soy un hombre a pesar de esta maldición.

Esos fueron mis días más felices y de mayor sufrimiento.

Era la hija de mi maestro, era hermosa e inteligente y vio algo en mí que la hizo escogerme y quedarse conmigo hasta el final.

No tuvimos hijos, yo no puedo tener hijos, a pesar de que mi cuerpo es funcional en todos los sentidos y que debo alimentarlo y cuidarlo, no puedo reproducirme, conforme pasaban los años y los niños no llegaban me di cuenta de que algo estaba mal. Quise dejarla, convencerla de que hiciera su vida con alguien más, pero ella, la mujer más dulce y amorosa del universo no quiso ni siquiera hablarlo. Con ella aprendí mi lección: mi castigo era errar por el mundo completamente solo.

Pasaron los años, yo trabajaba y pasaba mis días con ella, quien cambiaba mientras yo permanecía igual, ella lo acepto sin hacer preguntas hasta que llegó el día en que mi cuerpo comenzó a exigir que tomáramos el camino de nuevo, que reanudara mi pelegrinar, pero mi cerebro se negó a aceptarlo, no quería abandonar la comodidad de una vida estable, no quería abandonarla en sus últimos años.

Un día la urgencia de dejarlo todo era abrumadora, de nuevo lo reprimí y de pronto un fuerte estallido inundó la mañana y el cielo se oscureció. El volcán, el Vesubio decidió que ya no me quería en su ladera.

Corrí hacia ella, agradeciendo en silencio que llegáramos juntos a nuestro fin, la abracé y la nube piroclástica nos envolvió, llegó la nada y después la tortura.

Morí y después mi cuerpo empezó a recomponerse, no iba a librarme tan fácil de mi maldición y menos cuando la había ignorado por tanto tiempo, fueron veintitrés años los que estuve en Pompeya, ahora estoy seguro de que si hubiera dejado la ciudad en cuanto sentí esa urgencia en la boca del estomago, el volcán jamás hubiera hecho erupción.

Pero el hubiera no existe y las lecciones se tienen que aprender por las buenas o por las malas, quisiera decir que esa fue la única mala, pero no es así, lo que sí es que fue la peor.

Diciembre 2022

La última hora del semestre siempre era la peor, sobre todo la del turno vespertino, los muchachos y las chicas estaban ansiosos por llegar a sus casas y comenzar las vacaciones, el profesor Canary apenas podía mantenerlos atentos.

Afuera las nubes de tormenta oscurecían el ambiente, dejando la campiña que rodeaba la escuela sumida en penumbras.

—Silencio chicos —pidió el profesor —vamos a terminar de leer este capítulo para poder irnos a casa.

La angustia que sentía desde hacia meses amenazaba con salirse de control, había intentado terminar el ciclo escolar, pero a estas alturas sabía que no iba a ser posible, ahora tenía que afrontar las consecuencias, solo estaba esperando la calamidad que había atraído sobre estas personas para intentar hacerla menos grabe.

Al fondo del salón Lupita tenía la mirada fija en el libro, pero no leía, solo murmuraba para sí misma.

—Los odio, los odio —con la mano derecha abría y cerraba el cierre de su sudadera, desde Halloween todo había ido de mal en peor, las chicas del salón siempre estaban molestándola y sus calificaciones se habían desplomado.

Los torpes intentos del profesor por ayudarla solo habían empeorado las cosas, seguían molestándola, pero «a escondidas» en el baño, en el patio, en el camino de vuelta a casa. El odio que sentía no solo era hacia las niñas que las molestaban sino también hacia el profesor Canary, ya había decidido que quería terminar con todo, pero no solo se iría ella, se llevaría a algunas de esas presumidas por delante.

Lupita sacó la pistola de la mochila, desde hace más de una semana la traía ahí esperando el momento adecuado, y sabía que si no lo hacia en ese instante la oportunidad se le escaparía de las manos.

Todo pasó en un instante, pero para Canary fue en cámara lenta. Levantó la mirada y Lupita estaba de pie al fondo del salón con un arma entre las manos apuntando hacia adelante, hacia él.

—¡Espera! —alcanzó a gritar, mientras se levantaba de su silla. La detonación del arma fue ensordecedora dentro del aula cerrada. El proyectil le dio en el brazo izquierdo, ignoró el dolor y caminó entre los pupitres hacia la chica con el arma, todo alrededor era un caos.

—Todos afuera, ¡ahora! —los alumnos más cercanos a la puerta comenzaron a salir gritando.

—¡No! —chilló Lupita mientras intentaba apuntar el arma hacia sus torturadoras, que en su intentó por escapar habían caído al suelo.

—¡Lupita, mírame! —dijo el profesor intentando atraer su atención. —No tienes que hacer esto, ya todos entendimos el punto.

—¡La puta gorda esta loca! —gritó una de las chicas tirada en el suelo, Lupita volvió el arma hacia ella y abrió fuego, no quedó mucho de la cara de esa niña. Los aullidos de las demás no la dejaban pensar, solo quería que se callaran, antes de que pudiera volver a accionar el gatillo, el profesor la tomó de la mano y dirigió el arma hacia si mismo, la detonación se amortiguo por la cercanía de sus cuerpos.

Canary le arrebato el arma y con un movimiento fluido la puso bajo el mentón de la chica y disparó, parecería un suicidio, su cuerpo se desplomó después del de ella y ahí quedaron mientras los sobrevivientes salían corriendo del aula.

—Solo tres muertos —fue el último pensamiento consciente que tuvo Canary antes de morir —pudo haber sido peor.

*

Despertar en la morgue no es una experiencia agradable, y menos si hay gente trabajando alrededor, en ese caso tengo que «seguir muerto» hasta quedar solo y poder escapar.

Estoy cansado y viejo, mi cuerpo se puede ver joven y en forma, pero mi mente es otra cosa, he vivido incontables vidas, vidas que ya no puedo recordar.

Me entristece no haber podido ayudar a Lupita y que esa otra niña haya muerto, espero que sus compañeros aprendan alguna lección, pero esa ya no es mi responsabilidad, para ellos yo también estoy muerto, Bill Canary está muerto, como un héroe en la cabeza de algunos, pero muerto de todos modos. ¡Ay como quisiera estar muerto de verdad!
Por Eli de la Parra

Consigna: Deberás escribir un relato basándote en la sinopsis del siguiente libro:

Pánico Pop

de Curtis Garland

Género: terror

Las risas de los muchachos y las chicas acogieron el evidente buen humor de Bill Canary. Éste hizo un gesto con su brazo, como si todo aquello le divirtiera. Pero lo cierto es que la mirada de sus pardos ojos profundos era grave y preocupada.
Súbitamente, allá en la noche, en la campiña oscura y lluviosa, estalló un tremendo y agudo alarido. Un horrible, largo y escalofriante grito de mujer.

viernes, 15 de julio de 2022

Su olor

El albergue en aquella época del año estaba completo. El otoño estaba bien avanzado, y aunque las noches en la sierra eran frescas, el tiempo era agradable e invitaba a disfrutar de la naturaleza y el ocio. Los muchachos y las chicas daban rienda suelta a su buen humor y a sus hormonas alborotadas. Bill Canario, desde su lugar privilegiado en la barra de la cantina, disfrutaba de la simpatía de la juventud y hasta cierto punto, sus bromas le habían contagiado. Pero algo en su mirada profunda y parda inquietaba, ¿y si volvía a ocurrir?

 Las chicas perreaban moviendo sus traseros, al ritmo de música latina. Algunas incluso, atrevidas y pizpiretas, le invitaban a que saliera de la barra y se uniera a sus bailes sensuales. Los muchachos le vitoreaban pronunciando su nombre, los brazos en alto, los botellines en las manos… Si tuviera 20 años menos…

Las ventanas del local estaban abiertas y en el horizonte se veía el bosque profundo, oscuro. De árboles centenarios y tupidos. Más lejos aún, las altas montañas parecían un cuadro que se mostraba orgulloso. Bill Canario lo intuyó segundos antes de que sucediera. A pesar del sonido de la música el alarido se escuchó perfectamente. Provenía del bosque, de la parte norte, la más zahareña. Un desgarrador grito que hizo que todos se detuvieran. El camarero, mordiéndose los labios, imploró a Dios que aquel alarido no fuera humano. Aquellos segundos se hicieron eternos y el viento traía el aroma de la naturaleza, de la noche, que extendía su manto desde las montañas. Entonces alguien propuso otra ronda y para Bill fue un alivio.

 

Los puedo oler a cientos de metros cuando marchan carretera arriba. Desde mi escondite en el bosque, a pies de la sinuosa carretera. Su aroma a ciudad, a perfumes caros, a pijotería, les precede como un estandarte del capitalismo y el derroche. Pero a mí lo que realmente me gusta es el olor del miedo. Y ellos desprenden mucho olor. Sobre todo cuando los arrastro al sótano.

 Mi madre fue la que se puso en contacto con ellos. Necesitábamos dinero desde que el cabrón de mi padre, un maltratador alcohólico, se marchó de casa para siempre y su mísero sueldo dejó de abastecer la casa. Las deudas nos atenazaban y aún no sé cómo mi madre consiguió el número de teléfono de esa gente. “Solo órganos sanos y en perfecto estado. Pagamos al contado” Dijeron. En aquel oscuro callejón donde se citaron con mi madre y yo escuché escondido entre las penumbras.

Aquella noche vi la incertidumbre en sus ojos de cielo.

─¡Yo lo haré madre!

Ella levantó la vista del caldo con unos pocos fideos que sorbía como un manjar. Mi hermana pequeña nos miraba desconcertada.

 

─ Está bien hijo. Prepararé el cobertizo.

 Y seguimos sorbiendo el plato de sopa como si aquella conversación no hubiera existido. Mi hermana no dejaba de mirarme descolocada. Yo levanté los ojos de la mesa y clavé mis ojos verdes en sus bonitos ojos azules. “Ahora te cuento, leyó en mis pupilas”. Y ya nadie dijo nada más.

 

Aquella mañana Bill Canario limpiaba los vasos con la soltura que le habían otorgado los años. Aún era temprano y la cafetería estaba vacía. Una pareja entró con las mochilas a cuestas y le pidieron un desayuno completo. Bill, hombre avispado y que podía estar haciendo varias cosas a la vez, mientras hacía los cafés, controlaba las tostadas y exprimía las naranjas escuchaba la conversación de los jóvenes.

─Me han dicho que la carretera del norte lleva a unos senderos alucinantes. Dijo el chico entusiasmado.

─¿Y podremos ver animales?

─Claro, bebé, si somos cautelosos seguro que sí.

La chica se reincorporó en su silla y le dio un beso en los labios a su novio. Éste sonrió dichoso.

En ese instante Bill se acercó a la mesa con los cafés.

─¡Perdonen que me meta donde no me llaman, pero no he podido evitar escucharles! Miren, esa ruta es peligrosa. Hay muchos animales salvajes. Lobos, osos… No sé si estaban la otra noche cuando se escuchó el alarido. Provenía de ahí… Hay otras rutas igual de interesantes y menos peligrosas.

─¡Pues sí, está metiendo las narices donde no le importa!−Contestó la chica alterada−. Limitase a servirnos el desayuno que se nos hace tarde.

─Cariño… no hace falta ser borde.

Ella se quedó mirando a su chico. Pensando que quizá le faltaba coraje. Huevos.

─¡Les traeré lo que falta, discúlpenme!

La pareja salió de la cantina discutiendo. Bill Canario les miró preocupado. Aún tenía aquel espeluznante grito metido en su cabeza. “Ojalá no ocurra de nuevo”. Pensó.

Todavía guardaba los recortes de periódicos con aquellas terribles noticias.

Los chicos avanzaban raudos por las calles del pueblo. Ya se les había pasado el enfado y bromeaban entre sí. La carretera comenzaba en la parte izquierda de la población y se adentraba serpenteante a través del bosque. Era de asfalto oscuro y las sombras de los árboles aún la hacía más negra. Apenas había arcén. La naturaleza poderosa llegaba con gran vigor hasta la carretera. Los árboles eran antiquísimos, de troncos retorcidos y ramas grandes y enredadas. No se sabía donde empezaba un árbol y terminaba el otro. Olía a viejo, como cuando se abre un baúl que lleva años por abrir y el aroma a cerrado flota en el aire. Los jóvenes admiraban extasiados la grandeza del bosque, mientras seguían las indicaciones del sendero en los carteles de madera que estaban clavados a pie de la carretera.

 

Mientras espero sentado bajo un viejo roble a que llegue algún iluso los recuerdos me asaltan. Son imágenes que no puedo controlar, algunas me hacen daño. Me clavo las uñas en las palmas de las manos, hasta que brota la sangre…

Veo a mi padre sobre mi madre, borracho, babeando su hombro. La fuerza, la penetra. La mirada perdida de mi madre es dolorosa, mientras aquel cerdo se desfoga y la abofetea.

 “Joder, pareces una puta muerta”. Dice.

Y termina asqueado y sale del cuarto subiéndose los pantalones orinados y metiéndose el pene flácido en los calzones. Yo me quedo quieto en el pasillo. Le quiero matar. Su mirada beoda se cruza con la mía.

“¿Quéee?”

El bofetón me tira al suelo. Luego no recuerdo nada más, solo a mi madre sobre mi cuerpo sangrante para evitar que siga golpeándome.

Recuerdo el primer animal que maté. Solo la sangre calma mi ira, las ansias de destripar al cabrón de mi padre, sacarles las tripas y dárselas de comer a los cerdos... Atrapé a aquel pobre perro con un lazo para cazar conejos. Su mirada imploraba ayuda. Lo arrastré por el bosque mientras el animal aullaba dolorido. Estuve horas despellejándolo hasta que murió. Me supo a poco.

Matar a un ser humano es aún más fácil y más placentero. Ahí es donde entra el factor miedo. Ese aroma característico que emana de la piel. Lo vi a las afueras del pueblo. Estaba removiendo los contenedores de basura. No se podía caer más bajo. Aquel harapiento solo era un estorbo. Su vida no valía nada. Me acerqué a él con sigilo, la llave inglesa en mi mano derecha. El golpe le pilló por sorpresa y cayó al suelo como un saco apestoso.

Lo tuve colgado cabeza abajo de la rama de un árbol en lo profundo del bosque. Su cuerpo desnudo y esquelético me daban nauseas. Lo primero que hice para que el desgraciado no gritara fue cortarle la lengua. Se resistió. Tuve que sujetarle la cabeza bajo mi hombro, mientras, con unos alicates, tiré fuerte del musculo parlante. Intentó morderme, pero cuando las tijeras de podar hicieron su trabajo solo gemía como un animal. Me senté largo rato a contemplarlo. Se mecía levemente, mientras la sangre le corría por la cara barbuda y se le metía en los ojos. Aquellos ojos, no soportaba aquella mirada clemente. Me levanté del suelo. Podía percibir su olor a miedo. Me reconfortaba. Me acerqué al hombre despacio, complaciente. Creo que el idiota pensó que lo iba a soltar. Con agilidad saqué la navaja de mi bolsillo y con cierta dificultad le saqué un ojo. Vi como me miraba desde la ensangrentada palma de mi mano, lo dejé caer al suelo. El hombre se retorcía, se balanceaba, gemía. El otro ojo fue más fácil… estuve observando cómo las hormigas se comían los globos oculares hasta que se hizo de noche.

Cuando volví a la mañana siguiente para seguir con mi trabajo solo quedaba una pierna atada a la cuerda. Las criaturas de la noche se habían adelantado.

 

 

Ya están cerca. Salgo de mi escondite y me tiendo en el centro de la carretera. Cojo una bolsa con sangre de cerdo y mancho mi ropa con ella. Mi plan nunca falla. Les veo llegar curva arriba, escondo la llave inglesa en mi costado. Están animados, hablando sin parar, hasta que me ven.

─¡Mira cariño! ¿Es un hombre tirado en la carretera?

─¡Por Dios sí! ¡Vamos!

Corren hasta mí. Asustados, empiezo a gemir levemente.

─¡Llama a una ambulancia bebé, mira cuánta sangre!

─¡Algún desgraciado lo habrá atropellado y lo ha dejado como a un animal sobre el asfalto! ¡No hay cobertura Carlos!

La pareja está sobre mí. No quieren tocarme. Cuando se agachan actúo con celeridad. Les golpeo en la cabeza. Son solo unos segundos. Éstos no me van a dar problemas como la zorra de la otra tarde. Su gritó fue estridente y se escuchó en toda la sierra. Caen como dos muñecos sobre la carretera. Los arrastro hasta el bosque. Mi camioneta espera a pies de un sendero rural. Cuando se despierten ya estarán en el sótano.

 

Bill Canario está como ausente. Apenas si hace caso a la juventud que baila, ríe, bebe. Trabaja como un autómata. Siempre que puede mira por la ventana. Hacia el norte. Donde el bosque es oscuro y tenebroso. La pareja lleva fuera muchas horas. Ya deberían haber vuelto. Casi espera un nuevo grito desgarrando la inminente noche.

 

La chica está buena. La observo mientras despierta desorientada. Los había despojado de la ropa antes de atarlos uno frente al otro a unas argollas que penden del techo. Miro sus pechos turgentes. Suben y bajan al ritmo de su respiración. Me percato de su pubis depilado. Estas chicas de ciudad siempre tan pulcras. Me gusta… Hace calor aquí. Y el ventilador solo mueve el aire caliente de lado a lado. Me deshago de mi camiseta…

 El hombre despierta y tras unos segundos de confusión se percata de lo sucedido cuando ve a su novia empelotas delante de él. Gruñe como un toro enfurecido, tira una y otra vez de las cadenas, el hierro se clava en sus muñecas y grita de dolor a través de la mordaza. Me quito el pantalón y los calzoncillos y me acercó a su hembra. Puedo sentir su furia. Con un cuchillo de caza comienzo acariciar el rostro de la chica, ella intenta apartarse asustada. Con lentitud deslizo la hoja por su lindo cuello, sus cabellos rubios caen como cascadas sobre sus hombros. Me deleito en sus tetas con el cuchillo y hago círculos continuos en la aréola de los pezones, un pequeño corte los hace sangrar. La chica comienza a retorcerse de dolor. El joven no puede contener su odio y tira aún más fuerte de las cadenas. Eso me excita… en ese instante mi hermana abre la puerta.

─¡Ohhh, perdona, no sabía! Te traigo unos bocatas, son de bacon y queso, los acaba de hacer mamá.

─¡Cierra la puerta, joder. Siempre tan oportuna tú!

─Umhhh, es guapo. Yo también quiero jugar.

─¡Has lo que quieras, pero no tenemos mucho tiempo!

Cojo dos cuerdas y las ato a los tobillos de la chica, intenta resistirse, patalea, pero un fuerte puñetazo en el estomago la deja doblada. Tiro de las cuerdas hasta que su cuerpo queda suspendido. Abierto para mí… Por el rabillo del ojo veo a mi hermana acercarse al hombre. Se ha quitado la parte de abajo del chándal y las bragas. Con destreza, mientras mira como penetro a la chica masturba al hombre. Él quiere resistirse, pero poco a poco su hombría es evidente. Su novia grita de dolor, aunque la mordaza impide que sus gritos se escuchen fuertes. Empujo con violencia mientras aprieto sus senos, los retuerzo. Vuelvo la cabeza y mi hermana se está tocando mientras sacude con vehemencia el falo del chico. Aquello me vuelve loco. Acerco mi boca a una de sus tetas y le arranco un pezón de un mordisco. Puedo sentir la sangre fluir en mi boca. La chica se ha desmayado justo cuando me vuelco dentro de ella. Puedo escuchar los gemidos de mi hermana llegando al clímax, el semen del hombre impregna sus pequeñas manos.

─¡Largo! De esto ni una palabra a madre−Le digo a mi hermana mientras me visto−. ¿Estamos?

Mi hermana asiente mientras pasa su mano pringosa por la cara del hombre enfurecido. Su miembro flácido todavía gotea. Aún lleva las bragas en la mano cuando cierra la puerta.

Tengo dispuesto seis neveras de corcho con hielo encima de la mesa junto a una manta con todo el material quirúrgico necesario. Escojo un bisturí grande, muy afilado. Me planto frente al hombre. Cree que va ser el primero en morir, pero en el último instante le doy la espalda. Escucho sus palabras entrecortadas,  implora que no le haga daño. La hoja es precisa… Poco a poco voy introduciendo los órganos en bolsas herméticas y las introduzco en las neveras. Desde mi posición puedo oler el miedo del hombre, ahora que de su chica solo quedan despojos. A lo lejos se escucha el rumor de un helicóptero. Son ellos.

 

 

Bill Canario aprovecha que no hay nadie en la cantina para echarse un cigarro. La mañana está nublada. Un gran cúmulo de nubes grises se aprieta sobre las montañas nevadas. El aire huele a lluvia.

Primero escucha el sonido de unas hélices y luego ve el helicóptero negro. Se dirige al norte, a la parte salvaje del bosque. ¿Puede ser el mismo aparato que surcó el cielo un año atrás cuando ocurrieron los hechos? No acaba su cigarro. Su mirada parda, oscura, tiene un mal presentimiento.

 

Mi madre es la que cierra los negocios. La veo desde las porquerizas entregar las neveras a unos hombres vestidos de negro y con pasamontañas que ocultan sus caras. Lo que nos importa a nosotros sus estúpidos rostros adinerados. Solo queremos una cosa de ellos, nuestro sustento para el resto del año… Cuando la mercancía está en el aparato, un individuo trajeado, con gafas de sol y mascarilla quirúrgica, le da a mi madre un sobre, que abre y mira. Veo que el hombre del traje me observa. Pero mi sonrisa fría le hace desistir y tras apretar levemente la mano de mi madre se introduce de nuevo en el helicóptero…

Los cerdos están como locos, huelen la comida desde lejos. Vienen en tropel hasta la parte de la valla donde me encuentro. Voy extrayendo de un cubo los trozos de carne sanguinolentos cortados en porciones pequeñas. Sus gruñidos me satisfacen, mientras voy lanzando los despojos al azar sobre la parcela cenagosa.

 Después iré hasta la perrera. Poe, Machen y Bierce  darán buena cuenta de los huesos…

 Por Cuervo

Consigna: Deberás escribir un relato basándote en la sinopsis del siguiente libro:

Pánico Pop

de Curtis Garland

Género: terror

Las risas de los muchachos y las chicas acogieron el evidente buen humor de Bill Canary. Éste hizo un gesto con su brazo, como si todo aquello le divirtiera. Pero lo cierto es que la mirada de sus pardos ojos profundos era grave y preocupada.
Súbitamente, allá en la noche, en la campiña oscura y lluviosa, estalló un tremendo y agudo alarido. Un horrible, largo y escalofriante grito de mujer.