1
Bruno
había comenzado a tener una creciente preocupación en su interior, hacía ya
unos meses.
Cada
vez era más frecuente que, en las reuniones o fiestas a las que iba, le
hicieran la misma pregunta. «Oiga, querido señor Fernández, ¿cuándo será que se
decida por jubilarse?». O, también, podían tirarle alguna más indirecta como
«Oh, tengo tanto trabajo estos días, cómo me encantaría —aquí era cuando lo
miraban directa y fijamente a los ojos— ser de la edad apta para poder
jubilarme y descansar por fin». Bruno solo ofrecía su mejor sonrisa, mientras que
en sus interiores solo maldecía a la persona, ya sea porque detectaba las
segundas intenciones en su voz o porque le recordaban su edad y su condición.
No
quería jubilar. Claro, había hecho muchas cosas tarde en su vida; se había ido
de la casa de sus padres luego de haber cumplido treintaicuatro años, había
comenzado a trabajar un año después, se había casado con la hermana de un
compañero de trabajo a los cincuenta y recién tuvo a sus dos hijos pasados dos
años desde ese día. Todos dirían que era un hombre muy suertudo, que no tuvo
que trabajar dos tercios de su vida para recién poder jubilarse, pero Bruno no
pensaba igual. Él disfrutaba mucho su trabajo y no quería dejarlo.
Desde chico había soñado con vivir día a día
cortando árboles, y no era su culpa que un auto lo hubiera dejado incapacitado
—primero, en silla de ruedas; posteriormente, solo con muletas— por quince años.
En ese tiempo, todos hablaban del verdadero milagro de Dios que era que pudiera
volver a caminar normalmente, y le dijeron que no podía trabajar en algo que
implicara mucha fuerza, que era peligroso; pero Bruno lo hizo de cualquier
manera. No iba a dejar que un simple borracho conduciendo le arruinara el sueño
de toda su vida.
En
fin, si le quitaban el trabajo no le quedaría nada más que sus hijos. Ya ni se
molestaba en poner a su esposa en la lista de «cosas preciadas» desde que la
vio besándose apasionadamente con su querido jefe. Eso había acabado las cosas
entre Bruno y Josefa. Ella se había disculpado mientras lloraba y decía que fue
un simple desliz, que necesitaba el afecto que él no le daba por estar con sus
árboles, y que por eso lo hizo, pero que no volvería a pasar nunca. Bruno
Fernández, por supuesto, no la perdonó. Nunca volvieron a mirarse y hablar de
la misma manera. Cada uno fue por su camino, pero acordaron que, a los ojos de
sus hijos y de los demás, pareciera que eran la pareja que más se amaba en todo
el universo.
Sus
hijos eran dos, nacidos el mismo día y año, pero de distinto sexo. Bruno y
Josefa los amaban mucho y siempre se preocuparon de que tuvieran todo lo que
querían y fueran felices. Ahora que los dos tenían trece años, no podían dejar
que su separación les arruinara su alegría.
De
ninguna manera.
2
Cosechas
lo que siembras, pensaba Josefa Venegas mientras se
dirigía caminando hacia su casa. Había conocido a Bruno Fernández dieciséis
años atrás, y ahora deseaba no haberlo hecho. Se maldecía por pensar eso porque,
si hubiera sido así, no tendría a sus dos hijos, pero aun considerando eso era
una idea a la que no podía resistirse.
Cuando
su hermano le presentó un apuesto hombre mientras celebraban el año nuevo en un
restaurante, a ella le pareció que era muy interesante. Habló durante horas con
él, y fue una experiencia muy grata. Josefa sentía el amor creciendo dentro de
ella, así como sintió lástima cuando Bruno le contó la historia de su accidente
y posterior recuperación. El ambiente era misterioso y romántico, y no tardó en
deducir que el hombre estaba tan o más encantado que ella con el encuentro.
Luego
de esa noche siguieron viéndose, usando, en varias ocasiones, a su hermano como
puente entre ellos dos. En poco tiempo llegaron los besos, los abrazos, las
tomadas de mano, el sexo y, finalmente (aunque demoró un poco más), la
propuesta de matrimonio. Josefa lo dudó por unos minutos, pero al ver los ojos
de Bruno —casi rogándole que dijera que sí— y pensar en el auto que lo
había atropellado, aceptó. Vinieron las felicitaciones, el vestido, las
melodías nupciales, las fiestas y el embarazo. Así que sí, para el momento en
que se dio cuenta de que Bruno no era lo que quería para toda su vida, ya era
demasiado tarde.
Ahora
caminaba, pensando el porqué de que no haya podido decir que no, que no quería
casarse con él; que sí, lo quería mucho, pero no era para estar toda la vida
juntos. La única respuesta que encontró —y encontraba cada vez que lo pensaba—
fue que era una estúpida. Pensó que, si la estuviera violando alguien con un
pasado trágico, pensaría: Oh, pobrecito, tiene tanta pena y yo soy su
consuelo. No seas mala persona, Josefa, no puedes decirle que no. Claro que
esto no era verdad, se dijo, pero lo dudaba en su interior.
Era
una mujer infeliz con su matrimonio, eso ya lo había aceptado bastantes años
atrás. Había pensado que, ya que era tan desgraciada, no tenía mucho que perder,
así que se metió con otro hombre, a ver si así recuperaba algo de su alegría
pasada. ¿Funcionó? Pues algo; se sentía amada con su jefe, y además sentía que
podía amar, un sentimiento que extrañaba desde su adolescencia. Pero, ahora que
la habían descubierto, todo había empeorado como no lo había previsto. Sí tenía
algo que perder, después de todo. Ahora ya no recibía ni un «buenos días» al
despertar, y el matrimonio que antes estaba en ceros, ahora estaba en negativos;
además, su amante ya no le hablaba de algo que no fuera del trabajo. Se le
olvidaba mencionar, también, la creciente preocupación por la salud mental de
sus hijos; quería creer que no notaban nada, que ellos seguían viendo a la
misma pareja feliz de siempre, pero, al igual que muchas otras, la duda sobre el
realismo de esta esperanza se mantenía en sus adentros.
Por
fin llegó a la casa de ella y de su familia, y mientras introducía la llave
decidió hacerse un buen té, para beberlo mientras leía lo que le faltaba de La
mujer en la ventana, así se le irían los pensamientos tortuosos de la
cabeza. Al girar la llave y empujar la puerta hacia dentro ya había cambiado de
opinión: mejor se haría un café, bien cargado y sin azúcar ni endulzante. Entró
por fin y pensó que mejor veía algo en Netflix, A.J. Finn no le ayudaría mucho
a distraerse.
—¡Mamá!
¿Eres tú? —dijo una voz ni lejana ni cercana.
—¡Sí,
Rodolfo, soy yo!
Comenzaron
a oírse pasos acercándose cada vez más, hasta que Josefa ya pudo ver claramente
a su hijo, Rodolfo. No tenía muy buena cara, pero en cuanto lo vio sonreír se
olvidó de esa primera impresión.
—¿Y
Beatriz? ¿Se fue ya? —preguntó Josefa.
—Sí,
mamá, ya va harto rato que estoy solo. —Mantuvo su sonrisa por unos segundos
más, para luego hacerla desaparecer y estirar su mano derecha hacia ella,
entregándole un objeto—. Te llegó esta carta.
Josefa
la recibió y la observó. Su corazón dio un salto de alegría cuando vio el
nombre del remitente. Ay, qué hombre tan detallado, pensó ella, siempre
prefiriendo escribir cartas en vez de mandar mensajes virtuales. Parecía
que por fin el hombre se había decidido a hablarle sobre su amor por ella,
después de tanto tiempo; era un verdadero milagro de Dios. Le dio las gracias a
su hijo y se fue a su habitación, que cerró con llave. Ya no necesitaría ni un
café ni nada de Netflix; sus cartas siempre la dejaban cantando canciones de
amor.
Y
aunque en su interior no albergaba dudas de eso, resultó falso. Iba a necesitar
eso y mucho más para poder sentirse bien y en paz. ¿Lograría ese objetivo,
siquiera? Podría tomar los licores más fuertes, y aun así pensaba que no le
harían nada. En la buena carta del señor Gerardo Jiménez, este le explicaba a
Josefa que ya no podrían seguir viéndose. Sí, Josefa era muy hermosa y todo,
pero su punto más emocionante era que estaba casada y, cómo no, él también. Ahora
que los habían pillado, ya no le encontraba gracia a su relación y era mejor
que se separaran en ese ámbito. Y nada de revelarlo públicamente por venganza o
algo parecido, porque ella ya sabía cómo podría terminar eso, tratándose de su
jefe.
Cosechas
lo que siembras.
3
Luego
de presenciar y temer por el silencio absoluto que había en la habitación de su
mamá, Rodolfo comenzó a escuchar pasos —fuertes pasos— que se dirigían hacia
él. El tiempo, inevitablemente, pasó y su fatídico destino se hizo real.
Tendría que afrontar esta conversación (si es que podía llamársele así), lo
quisiera o no. Y solo; Beatriz, su compañera de nacimiento, no estaba.
La
puerta de su habitación se abrió.
—La
leíste, ¿no?
—¿Leer
qué, Harry Potter? Sí, eso estaba haciendo antes de que tú llegaras. La saga
está bastante buena.
—¡La
carta, Rodolfo, la carta! ¿La leíste o no?
—Pues
no. ¿Por qué lo habría hecho? El cartero me la pasó y yo te la pasé porque
decía tu nombre. Además, era de tu jefe, no me interesan los temas notariales.
—No
me vengas a mentir, porque te conozco y lo sé. El pegamento de la carta no
estaba bien, y la carta no está limpia como las demás que recibo. Así que la
leíste.
—¿Y
para qué me preguntas, entonces?
—Ni
se te ocurra volver a meterte en mis temas, ya sabes que puede haber
consecuencias; creí habértelo dejado claro hace tiempo, pero ya veo que no. Ni
una palabra de esto a nadie, ¿ok?
—¿Por
qué? ¿Te da miedo que piensen que eres una put…
El
golpe y el dolor vinieron en un instante. Al menos ya estaba preparado; si lo
hubiera tomado por sorpresa hubiera dolido mucho más.
Su
madre lo miró por unos segundos, como para demostrarle aun más su rabia, y
luego se fue con un portazo. ¿Por qué le enojaba tanto, si era la verdad?
Rodolfo había notado algo extraño en sus padres días atrás; primero no supo qué
era, y pensó que era solo su imaginación, pero luego lo habló con su hermana y
ella sentía lo mismo. Era el ambiente. Antes todo era alegre, y cuando tenía
que ser triste, lo era; era real, al menos. Ahora parecía que vivían en una
casa de muñecas con sonrisas permanentes dibujadas en sus caras. Algo había
pasado, y sus papás no podían ocultarlo de unos niños de trece años.
Ahora,
luego de haber leído la bendita carta, lo entendía todo. Era simple: un señor
había venido, conquistado a su mamá, y había arruinado la felicidad de su
familia. Claro, el señor ahora no quería nada, pero, por cómo conocía a su
mamá, Rodolfo sabía que ella no lo dejaría ir tan fácil. Ella nunca soltaba las
cosas que quería, y se notaba que amaba a este tipo; solo era necesario
recordar la sonrisa que se le dibujó en la cara en cuanto vio la carta. Este
señor había venido, y los había hecho infelices a su papá, a su hermana, y a él.
Su mamá, al menos, se lo merecía. ¿Qué derecho tenía ese tal Gerardo para hacer
eso? ¿Cómo alguien puede venir y destruir las sonrisas de las personas solo por
un capricho?
Su
papá estaba sufriendo, eso Rodolfo lo había notado, y eso que él era un hombre bueno.
Sabía que era malo pensar en algo así, pero dadas las circunstancias no le
importó: siempre lo había preferido a él antes que a su mamá. Había una
diferencia entre sus actitudes que era inconmensurable. Y ahora su papá no
podía tener una sonrisa real en su cara. Su hermana, al notar el cambio de
ambiente, también estaba más triste que de costumbre, y las penas de estas dos
personas también lo ponían triste a él.
Tenía
que hablar con Beatriz. Tenían que hacer algo, no podían dejarlo así.
4
Era
un día normal, según los tiempos actuales. Hacía unas semanas este mismo día
hubiera sido horriblemente triste, pero ahora solo era lo mismo de siempre.
Como era acostumbrado, le seguían insistiendo en que jubilara, pero su mente ahora
mismo andaba en otro lado. Por mucho que intentara odiarla y dejar de pensar en
ella, no podía sacar de su cabeza a su querida esposa y el porqué de lo que
había hecho. ¿Quería herirlo, acaso? ¿Lo estaba castigando por algo que hizo en
el pasado? No lo sabía y no recordaba haberle hecho algo malo en todos los años
que habían estado casados. ¿Por qué lo había hecho, por Dios? Mientras caminaba
decidió que se lo preguntaría en cuanto llegara a la casa.
El
día anterior, a la misma hora que Bruno regresa siempre a su casa, entró y la
escuchó en su pieza hablando con alguien por teléfono. No tardó en suponer
quién era la persona al otro lado de la línea, porque su esposa estaba llorando
y suplicando por algo. No quiso seguir oyendo, así que se preparó un café e
intentó tomar una siesta en el sillón cerca de la cocina. No pudo, pero de
cualquier modo el café estaba bueno. La amargura le hacía sentir algo distinto,
al menos, a la tristeza y rabia de la que ya se estaba acostumbrando.
¿Habría
logrado Josefa su propósito con sus ruegos? Lo desconocía y prefería no
saberlo, aunque sí sabía que su esposa era una persona que sabía cómo convencer
a la gente. ¿Sería Gerardo alguien que se sometería frente a su poder? De eso
ya no tenía pista alguna. Era imposible deducir algo así con solo ver a una
persona unas tres veces en toda tu vida, más si la persona que te vincula a él
nunca te habla de ella.
Siguió
caminando y caminando, hasta que comenzó a ver su casa de lejos. Había un auto
que no conocía estacionado al frente. Esta vez le costó un par de minutos
deducir de quién era, pero, una vez que lo hizo, cualquier resto de energía que
quedara en su cuerpo se fue. Simplemente se quedó quieto, observando.
Un
hombre salió del auto y Josefa salió casi al mismo tiempo a recibirlo. Sí lo
había persuadido, después de todo. Se miraron un largo rato y, mientras echaban
chispas telepáticas por los ojos, comenzaron a abrir las bocas por fin.
Mientras se decían sus primeras palabras, tranquilos y quietos como un conejo
que era iluminado por una linterna, Bruno vio salir de la casa a sus dos hijos,
Rodolfo y Beatriz; estaban tan sincronizados en su movimiento que parecían las
gemelas de esa película antigua de terror. Rodolfo miró a Beatriz y le hizo una
seña, indicándole que hiciera algo. Ella procedió a acercarse al hombre extraño
y a hablarle. Era lo más raro que había visto Bruno en años.
Después
de un tiempo de quedarse quieto con una mirada que no era precisamente alegre,
su hijo se acercó corriendo hacia donde estaban los tres, apartó a su hermana y
a su madre, y puso sus puños en el pecho de Gerardo. Este cayó al suelo, y fue
ahí que Bruno pudo ver que la sangre comenzaba a salir de la herida, que había sido
hecha con el cuchillo que el día anterior habían usado para cortar carne de
cordero.
Rodolfo
giró la cabeza y vio a su padre. Corrió hacia él, ignorando los gritos
horrorizados de Josefa. Llegó a su lado y se lo quedo viendo, con una sonrisa
de oreja a oreja.
—Ahora sí está todo solucionado, papá. Podremos volver a ser felices como antes, ¿no?
Claro que sí. Era un verdadero milagro de Dios.
Por Jokhan Cudajoh
Consigna: Deberás escribir un relato basándote en la sinopsis del siguiente libro:
Un pequeño inconveniente
de Mark Haddon
Género: drama.
Un entrañable clan, los Hall, se encuentran a punto de una crisis nerviosa. El padre de la familia, George, está por jubilarse y debe afrontarlo. No hará caso a la aventura que tiene Jean, su esposa. A Jean se le hace cada vez más difícil encontrarse con su amante. Encima ambos son testigos de cómo, Jamie y Katie, sus dos hijos, se aparejaron de la peor forma. Todos van a tener que hacerle frente a sus temores para ordenar sus vidas.
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