Hay que ver como es la vida. Mírenme a mí, Marcial
Lafuente, que si me ven por la calle me dan unas monedas, resulta que tengo más
dinero que todos ustedes juntos. Pero no es todo mío, no se vayan a creer. Casi
todo es de mi esposa Pepita, que viene de una familia de clase alta.
¿Y cómo acaba un muerto de hambre como yo con una
mujer adinerada? Pues ahora mismo se lo voy a contar, pero les adelanto que
tuve que deshacerme de un par de rivales con mi inteligencia sutil.
Yo acudí a un simposio sobre la conservación cárnica
a principios del siglo XV. Era un tema que me interesaba especialmente, ya que,
como encargado de una fábrica de jamones y embutidos, quería conocer todas las
técnicas posibles más allá de la curación con sal. La puta charla se daba en un
hotel de la capital donde también había una exposición de no sé qué mierda de
pintor.
—Perdón, perdón, lo siento —iba diciendo a diestro y
siniestro a toda persona con la que me chocaba por los pasillos del hotel, ya
que llegaba tarde. Podía haberlos esquivado, pero me resultaba más divertido ir
dando empujones a esos snobs.
—Habrase visto, que desfachatez —protestó una joven
que observaba un cuadro de una exposición itinerante del museo.
—Discúlpeme, señorita. Llego algo apurado a una
reunión de vital importancia para mi empresa —me excusé de nuevo sin
interrumpir la carrera hacia mi reunión.
Algunas horas después, acabada la exposición sobre
la materia que me ocupaba, tenía tiempo de echar un vistazo a las obras antes
de regresar a mi puesto de trabajo en la fábrica.
—¡Qué maravilla! —comentaba observando unas vasijas
de barro.
—Magnífico, un punto de vista excelente —decía al
pasar frente a una escultura.
—¡Qué contraste de luces más perfecto! —simulaba
asombrarme delante de un cuadro. No tenía ni idea de lo que representaba, pero
todos me miraban como un gran entendido.
—Perdone, ¿le gusta a usted el arte del maestro
Noldor? —preguntó detrás de mí una voz. Al girarme, me encontré frente a la
muchacha que había arrollado cuando corría hacia el simposio cárnico—. Es el
uno de los más fieles representantes del gótico prerromano tardío.
—Sabia a la par que bella es usted, señorita —respondí
con la labia que me caracteriza—. Todo aquello plasmado con elegancia en un
lienzo es digno de mi admiración. Yo nunca fui tuve don para las artes
pictóricas, por eso me fascinan tanto. Nunca dejo de aprender cosas nuevas.
—Yo soy estudiosa del arte y me encuentro haciendo
una tesis sobre Avari Noldor en su época oscura, a la que pertenece el cuadro
que le tiene a usted tan absorto.
—Entonces mis conocimientos aumentarán a gran
velocidad gracias a sus explicaciones —argumenté Marcial—. Disculpe mi poca
caballerosidad, no me he presentado como es debido. Me llamo Marcial Lafuente,
natural de Orusco del Ebro. Soy encargado de una empresa. —Y dicho esto, realicé
una reverencia de otra época, por lo que todo el personal que se encontraba en
la sala se quedó mirando hacia nosotros.
—Mi nombre es Josefa Valcárcel, natural de la Villa
y Corte, aunque por ese nombre solo me llama mi madre cuando tiene algo que
recriminarme, el resto de persona me conocen como Pepita.
—Pepita Pulgarcita,
como la heroína de mi infancia, cuya estatura era inversamente proporcional a
su valentía y grandeza.
—Es usted muy amable —me respondió con rubor.
—Tuteémonos, por favor.
—Está bien, Marcial. Mañana daré una fiesta por mi
veintiún cumpleaños en mi casa. Me gustaría que acudieras. Te dejo mi tarjeta
con la dirección.
—Allí estaré, sin falta.
A la salida del museo cada uno nos fuimos por
nuestro lado. Reconocí el Valcárcel como uno de los de más alto estatus de la
ciudad en cuanto me lo dijo. Siempre quise pertenecer a familia de alta
alcurnia y no a una familia de granjeros, que se pasaba la vida rodeada de
estiércol y cerdos; de la que lo máximo que había aprendido en mi pueblo natal
era a despiezar marranos y hacer embutidos con ellos. Con esos conocimientos
nunca conseguiría llegar a la clase alta. Sin embargo, si me conseguía
emparentar con aquella chica, la cosa cambiaría. Al parecer había quedado
prendada por mi don de palabra
M madre siempre me había dicho que no me conformara
nunca con lo que tenía, que aspirase a mucho más, que no dejase de aprender
nunca para poder escalar a lo más alto. Como el colegio me aburría, me dediqué
a vagar por la ciudad en busca den nuevos y más interesantes conocimientos. Marcial
Lafuente sonaba a nombre señorial, así que mi zona preferida para adquirir la sabiduría que necesitaba eran las zonas
nobles de la ciudad e imitar su vocabulario excesivamente recargado por
aparentar lo que no era.
Llegó el día de la fiesta y me puse mis mejores
galas para acudir al cumpleaños de aquella nueva conocida. Como no tenía
suficiente dinero, recorrí a pie cinco manzanas y, después, cogí el tranvía
hasta dos manzanas antes de la residencia de los Valcárcel. El tramo final lo
hice en un taxi. Le llevaba un enorme ramo de rosas rojas que cogí prestado del cementerio local. Le quité
la banda que rezaba "Tus nietos no
te olvidan" y le puse una tarjeta que previamente había escrito en mi
apartamento.
Cuando me recibió el personal del servicio, fue
cuando dio comienzo mi comedia. Me fui presentando a todos y cada uno de ellos
con la educación y reverencias exageradas, fuera de lugar tanto y más
tratándose de meros sirvientes.
—¡Marcial! —saludó con efusividad Pepita cuando me
vio acompañado del ama de llaves—. Bienvenido. Ven por aquí, que te voy a
presentar a mis padres. —Y cuando se disponía a besarme en la mejilla, me giré
levemente y nuestros labios se encontraron.
Ruborizada desde la raíz del cabello hasta la parte
alta del hélix de las orejas, Pepita guio a Marcial a la sala contigua, en la
que se encontraban los padres de esta.
—Mamá, papá; este es Marcial. Lo conocí en la
exposición, muy interesado en la pintura del Avari Noldor.
Los señores de Valcárcel miraron con suspicacia al
recién llegado. La suspicacia de la madre se convirtió enseguida en desprecio
al observar que no pertenecía a su clase social.
—Marcial Lafuente, natural de Orusco de Ebro, en el
Condado de Tabarnia, a sus pies, señora —dijo a la vez que besaba la mano
enguantada de la madre de Pepita. Después estrechó con fuerza la mano del
padre—. Marcial Lafuente, para servirle a Dios y a usted.
—A nuestro servicio deberías de estar —dijo la
madre—, ya que, aunque intentas aparentar lo contrario, se ve que eres de clase
baja. No sé por qué mi Pepita ha pedido a semejante personaje que viniera a su
fiesta de cumpleaños.
—Mamá, por favor. Marcial es empresario.
—Empresario, sin salario, que viene a por el dinero
del millonario. —Y la madre se dio la vuelta sin dirigirle más palabra ni a su
hija ni a su acompañante.
Sin embargo, el padre se interesó más por los
negocios de Marcial.
—Empresario de la industria cárnica soy —exageró
cuando el padre de Pepita le preguntó por la actividad de su empresa.
—Cotiza en bolsa la empresa, señor Lafuente.
—Estamos en ello. Tenemos un gran número de asesores
fiscales y contables que se encargan de ver si nos es rentable. Por el momento
los estudios son favorables, pero todavía es pronto para aseverar que será
rentable.
—Me parece muy bien.
Cansada de aquella conversación, y satisfecha por la
reacción contrariada de su madre, Pepita me agarró la mano y me llevó a otra
sala. Un grupo de amistades de Pepita se hallaba allí riendo con una copa de
vino en las manos.
—Felicidades, Pepita —saludaron sus amigas del club
de campo—. Vaya, ¿quién este hombre tan apuesto que te acompaña?
—Marcial Lafuente, para servirlas, señoritas —saludé
con otra reverencia ridícula.
Tras intercambiar varias frases con los presentes,
José Ignacio de la Cruz Andérez y Leonardo Ortiz de Landázuri Izarduy, dos de
los más acérrimos pretendientes de Pepita, con la excusa de introducirme en su
grupo, me llevaron a los jardines. Dijeron que a fumar un puro y beber una copa
de brandy, pero su idea era asustarme y que me marchara de aquel lugar, donde
no encajaba. Yo era de pueblo, pero no era tonto, y me vi venir lo que querían
hacer.
—Así que es usted empresario —preguntó Leonardo.
—Sí, de la industria cárnica. Pero, por favor,
tratémonos de tú. A fin de cuentas, aquí inicia la que será una extraordinaria
amistad. —Y alcé mi copa. Ellos chocaron la suya con la mía.
—Y, ¿qué puede haber de interesante en una
carnicería para nuestra Pepita? —preguntó con sorna José Ignacio.
—No es una carnicería. Es una empresa cárnica, que
no es lo mismo. En mi empresa se pueden encontrar en exclusiva los más sabrosos
manjares, solo a la venta para un reducido grupo de clientes, del que, desde
este mismo momento formaréis parte. —Saqué mi teléfono móvil y escribí un
mensaje de correo a la dirección de email de la empresa con los nombres de mis
dos acompañantes, fingiendo que acababa de hacerles socios de un selecto club
gourmet—. Pues para una dama, lo más sabroso en tema de la industria cárnica,
es el chorizo de Marmolejo, no hay una que se resista a su dulce sabor.
—Nunca había oído ese tipo de embutido —respondió
Leonardo.
—Es una delicatesen solo equiparable a la barra de
carne magra criolla. Ambos al alcance de mis mejores clientes.
—¿Eso es carne de cerdo? —preguntó esta vez José
Ignacio.
—Sí, es de una raza criada en los países del Nuevo
Mundo. Si le ofrecen ustedes eso a una dama, tendrán el éxito asegurado. Mañana
mismo puedo servirles un pedido, si quieren.
—Sí, estaría bien. Marcial, ¿has visto el estanque
que tiene el señor Valcárcel aquí fuera?
—No, apenas he visto la entrada de la casa.
Al acercarnos al estanque, un niño (al que
previamente los pretendientes de Pepita le habían dado unas monedas) me y caí
al agua ante las risas de sus dos acompañantes. Finalmente, decidieron echarme
una mano para salir de allí, cuando lo conseguí estaba cubierto de barró de los
pies a la cabeza.
—Marcial, por Dios, ¿qué te ha pasado? —preguntó
Pepita al verme entrar de aquella guisa en el salón principal.
—No ha sido nada, un chiquillo que jugaba, ha
chocado conmigo y he caído al estanque. Mis acompañantes, que no deben saben
nadar, no han podido ayudarme y he acabado como ves —mentí
—Acompáñame, seguro que hay algún traje de mi padre
que te sirva. —Pepita me llevó al lavabo y me dio unas toallas y ropa de sport de su padre. Entonces la agarré de
las muñecas y la llevé hacia mí tan de sorpresa que no pudo reaccionar y se
encontró con mis labios de nuevo, que le regalaron un húmedo beso. Ella se
ruborizó visiblemente, pero no dijo que estuviera contrariada—. Lávate y
cámbiate. Te esperaré en el salón.
Me limpié como buenamente pude, me sequé y me vestí
con la ropa que ella me había llevado. Después, me senté a esperar que mis dos nuevos
amigos hubieran mordido el anzuelo.
—¡Fuera de mi casa! ¡Los dos! No voy a tolerar
semejante falta de respeto a mi hija, y mucho menos en mi presencia y en la de
mi mujer —gritaba el señor Valcárcel. Mientras su esposa se encontraba
desmayada en un sillón estilo Luis XVI.
—Pero… yo… nosotros… —intentaba hablar Leonardo.
—¡Fuera, he dicho! ¡SIN VERGÜENZAS!
—¿Qué sucede? —pregunté a Pepita cuando salí
cambiado de ropa. Cogí su mano y ella no la retiró.
—Pues que estos dos le han dicho a mi padre que tú
les habías prometido una delicia para que ellos me regalaran: un chorizo de
Marmolejo y barra de carne magra criolla —respondió la chica—. Nosotros no
comemos embutidos y no sabíamos que eran esos productos que me ofertaban, pero
uno de nuestros criados, que viene de pueblo, sí lo sabía y se lo ha explicado
a mi padre.
—¿Tan toscas son esas piezas para tu paladar que han
enfadado de tal modo a tu padre?
—Más que toscas son soeces.
—No entiendo —le dije.
—Pues según nos ha dicho el sirviente, el chorizo de
Marmolejo con las primeras rajas sin pellejo y carne criolla, la carne de mi
polla. Nunca habría imaginado que me dijeran semejante grosería en mi propia
casa.
—¡Serán malnacidos! Seguro que se han pasado con el
brandy y han querido hacerse los graciosos a costa de burlarse de mí. Mi
empresa es humilde y salamos jamones y ahumamos lomos, pero jamás seríamos tan
sin vergüenzas.
—Lo sé, Marcial. Han tenido celos desde el primer
momento en que te vieron. Sabían que tú me gustabas y que no serían rivales
capaces de conquistarme.
—Ahora vamos a atender a tu madre, necesita un
pequeño trago de agua con misterio,
para curar su espanto.
—¿Qué es eso del agua
con misterio? —quiso saber Pepita.
—Dame una copa y deja todo en mis manos, mi Pepita Pulgarcita. —Y escondido tras la barra,
mezclé las primeras bebidas que cogí, le agregué un chorro de limón, tres
fresas troceadas y varias cucharadas de azúcar.
Y así fue como le quité el susto del cuerpo a mi
suegra y como esta me aceptó y permitió que me casase con Pepita. Años después,
la envenené. A ella y al marido. No los aguantaba más.
Solo el servicio saber que yo lo hice, de hecho me ayudaron porque estaban hartos de la tiranía de los señores. Pepita y yo los tratamos como es debido y no como esclavos.
Y, aunque no se comercialice, puedo decirles que Pepita es una gran aficionada a degustar el chorizo de Marmolejo cuando surge la ocasión.
Por Dirdam
Consigna: Deberás escribir un relato basándote en la sinopsis del siguiente libro:
Una
historia ridícula
de Luis Landero
Género: comedia/humor
Marcial es un hombre exigente, con don de palabra, y
orgulloso de su formación autodidacta. Un día se encuentra con una mujer que no
solo le fascina, sino que reúne todo aquello que le gustaría tener en la vida:
buen gusto, alta posición, relaciones con gente interesante. Él, que tiene un
alto concepto de sí mismo, es de hecho encargado en una empresa cárnica. Ella,
que se ha presentado como Pepita, es estudiosa del arte y pertenece a una
familia adinerada. Marcial necesita contarnos su historia de amor, el
despliegue de sus talentos para conquistarla, su estrategia para desbancar a
los otros pretendientes y sobre todo qué ocurrió cuando fue invitado a una
fiesta en casa de su amada.
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